3. MONASTERIO DE KUM-BUM

Cuando dejé Jigatzé y mi ermita volví a atravesar el Himalaya, bajando hacia la India.

Con gran pesar abandoné aquella región mágica, donde durante varios años llevé una existencia increíble y cautivadora. Desde aquella antesala del Tíbet no he hecho más que entrever las doctrinas y las prácticas curiosas que los cenáculos místicos del «país de las nieves» ocultan a los profanos.

Mi temporada en Jigatzé me reveló también el Tíbet escolástico de los letrados, sus universidades monásticas, sus inmensas bibliotecas. ¡Cuántas cosas me quedan aún por conocer! Y me voy...

Estancia en Birmania. Retiro en las montañas Sagain, cerca de los Kamatangs, monjes contemplativos de la secta budista más austera.

Estancia en el Japón, en la quietud profunda del Tofokuji, monasterio de la secta Zen, que agrupa, desde hace muchos siglos, a la aristocracia intelectual del país.

Estancia en Corea, en Panya-an (monasterio de la sabiduría), eremitorio escondido en pleno bosque, donde algunos pensadores solitarios viven una vida de tranquilo ascetismo, sin pasión.

Cuando me dirigía allí para solicitar mi admisión temporal, las lluvias torrenciales acababan de echar abajo el camino. Los monjes de Panya-an reparaban la brecha. El monje encargado de recomendarme, de parte de su abad, se paró delante de uno de los trabajadores, tan lleno de barro como sus compañeros, le saludó profundamente y le dirigió unas palabras. El peón caminero, apoyado en su pala, me contempló atentamente durante un instante, luego inclinó la cabeza en signo de asentimiento y reanudó su trabajo sin volver a ocuparse de mí.

—Es el superior —dijo mi guía—. Le permite quedarse.

Al día siguiente me ofrecieron una celda completamente vacía. Mi manta, extendida en el suelo, me servía de cama, y la maleta, de mesa. Yongden compartía la habitación, también sin muebles, de un novicio de su edad.

El programa diario se componía de ocho horas de meditación, divididas en cuatro partes; ocho horas de estudio y de trabajo manual y ocho horas dedicadas a las comidas, al sueño y a los recreos a gusto de cada cual.

Por las mañanas, antes de las tres, un monje daba la vuelta al edificio golpeando un instrumento de madera para despertar a sus hermanos, y todos se dirigían a la sala común, donde se sentaban, con la cara vuelta hacia la pared, para meditar durante dos horas.

¿Qué decir de la austeridad de la comida? Arroz y algunas legumbres cocidas en agua..., y las últimas escaseaban muchas veces, de modo que la comida se componía sólo de arroz.

El silencio no era obligatorio, como en la orden trapense, pero los monjes sólo cambiaban una frase breve de vez en cuando. No sentían la necesidad de hablar ni de gastar su energía en gestos externos. Su pensamiento se adhería a los problemas íntimos, y sus ojos, como los de las imágenes del Buda, miraban «al interior».

Estancia en Pekín, tan lejos del barrio extranjero que ir allí es un verdadero viaje. Aún me hospedo en otro monasterio: Pe-ling-sse, antiguo palacio imperial.

Y he aquí que regreso a la tierra que me atrae poderosamente. Hace muchos años sueños con Kum-Bum, sin haber considerado nunca la posibilidad de ir. Sin embargo, el viaje llega a decidirse. Tengo que atravesar toda China hasta su frontera oeste.

Se organiza una caravana, a la que me agrego: dos lamas tulkus19 y su acompañamiento, que regresan a su país; un comerciante chino de la provincia lejana de Kansu y algunos anónimos con el deseo de aprovechar la protección que significa ir en grupo numeroso a través de un país peligroso.

Viaje sumamente pintoresco. Mis compañeros de ruta constituyen ya, por sí mismos, un motivo de asombro.

Nuestro gigantesco jefe de caravana invitó un día, en la posada que ocupábamos, a unas hetairas chinas. Pequeñitas, con pantalones de raso verde claro y chaquetas rosa. Entran, como una familia de Pulgarcitos, en la habitación del otro lama. Es un ngagspa que apenas pertenece al clero, y está casado, de la secta muy heterodoxa de magos. Con la puerta abierta, se organiza un áspero y ruidoso regateo. Los términos, cínicos e ingenuos a un tiempo, son traducidos al chino por su impasible intérprete secretario. Negocio hecho por cinco piastras. El invididuo se queda con una de las muñecas toda la noche y no la despacha hasta las diez de la mañana.

Otro día el mismo gigante se pelea con un oficial chino. Los soldados del puesto cercano, armados, invaden la posada. El lama llama a sus criados, que corren a coger sus armas. El posadero se echa a mis pies, suplicándome que intervenga para evitar una batalla.

Con la ayuda del comerciante, compañero de viaje, que sabe el tibetano y me sirve de intérprete, convenzo a los soldados de que es indigno de ellos prestar la menor atención a salvajes de la «tierra de prados». Después demuestro al guerrero lama que un hombre de su rango no puede alternar con vulgares soldados.

Renace la calma.

Tuve ocasión de conocer la guerra civil y el bandolerismo. Trato de ser enfermera bondadosa y de cuidar a los heridos, faltos por completo de auxilio.

Una mañana veo, horrorizada, un ramillete de cabezas cortadas colgadas a la puerta de mi posada. Mi plácido hijo adoptivo se inspira en ellas para exponerme consideraciones filosóficas sobre la muerte.

El camino empieza a ser impracticable; combaten delante de nosotros. Se me ocurre que podemos alejarnos de los combatientes dando un rodeo para alcanzar Tungschow.

Al día siguiente de mi llegada rodean la ciudad. Contemplo los asaltos, que se verifican con escalas, y veo a los asaltantes arrojar una lluvia de piedras desde las murallas. Me parece vivir en uno de aquellos viejos cuadros que representan las guerras de antaño.

Aprovecho el día de tormenta, en que los ejércitos están resguardados, para huir. Carrera en la noche; llegada a la orilla de un río tras el cual estaremos a salvo. Llamamos al barquero que ha de pasarnos en su barcaza. La respuesta es un tiroteo desde la otra orilla.

Recuerdo agradable de un té en casa del gobernador de Shensi. El enemigo cerca la ciudad. Nos sirven el té soldados con revólver al cinto y el fusil en bandolera, dispuestos a replicar al ataque que puede producirse de un momento a otro. Sin embargo, los invitados comen con calma, con esa gracia cortés y aparente serenidad, fruto de la vieja educación china. Intercambiamos pensamientos filosóficos sirviéndonos de intérprete uno de los funcionarios, que habla muy bien el francés. Cualesquiera sean los sentimientos que en aquel instante agiten el espíritu del gobernador y de los hombres de su partido, los rostros permanecen impenetrables; su charla es la de unos eruditos a quienes agrada el juego exquisito de cambiar ideas sutiles sin apasionamiento.

¡Qué fina y admirable es esta raza china, a pesar de todos los defectos que se le puedan reprochar!

Por fin, salgo del tumulto. Estoy en Amdo. Ocupo en el monasterio de Kum-Bum una casita que depende del palacio del lama Pegyai... Mi vida tibetana comienza de nuevo.

¡Homenaje al Buda!

En el lenguaje de los dioses,

en el de los nagas, de los diablos y de los hombres,

en el lenguaje de todos los seres, de todos los que existen,

¡proclamo la doctrina!

Con la caracola en la mano, en pie, en el techo terraza del vestíbulo de la asamblea, algunos muchachos recitan esa fórmula litúrgica, y todos a una empuñan sus instrumentos. Resuena un mugido especial, cuyas continuas olas, subiendo y bajando, en crescendo y decrescendo, van y vienen lentamente sobre el monasterio adormecido.

Aún es de noche. Con sus numerosas casas bajas y blancas, la gompa silenciosa semeja un cementerio, y la silueta de los músicos, envueltos en la toga lamaísta, bajo el cielo estrellado, hace pensar en enviados de otro mundo que vienen a despertar a los difuntos.

La llamada sonora se extingue. Por las ventanas de los palacios que habitan los dignatarios eclesiásticos se entrevén luces movedizas, y de los humildes hogares del bajo clero ascienden los rumores. Se abren las puertas, el ruido del pataleo acelerado se oye en todas las calles de la ciudad monástica: los lamas se dirigen al oficio matutino.

Cuando llegan al peristilo del vestíbulo el cielo comienza a palidecer: amanece.

Quitándose las botas de fieltro, que dejan afuera, a un lado y a otro, los religiosos se prosternan apresuradamente en el umbral mismo de la puerta grande o en el atrio, según sean profesos o novicios, y todos se dirigen rápidamente a su puesto.

En Kum-Bum y en otros monasterios mayores se reúnen, a veces, miles de monjes. Multitud maloliente y desharrapada, entre la que sobresalen especialmente los suntuosos vestidos con casacas de paño de oro que llevan los grandes lamas, y los mantos de los jefes elegidos, que gobiernan la gompa, adornados con piedras preciosas.

Cuelgan gran cantidad de banderas del techo, de las galerías y a lo largo de los altos pilares, suspendiendo sobre la asamblea un verdadero pueblo de budas y de divinidades, mientras los frescos que cubren las murallas la aprisionan entre las cohortes de héroes, santos y diablos en actitudes bondadosas o terribles.

Al fondo del amplio vestíbulo, detrás de varias hileras de lámparas de altar, las estatuas doradas de los grandes lamas difuntos y los relicarios de oro y plata con gemas, que contienen sus cenizas o sus momias, brillan suavemente.

Todos estos personajes pintados, esculpidos o materialmente representados por sus restos, y que tienen a los religiosos bajo sus miradas persuasivas o imperiosas, dominándolos en número, amplían singularmente el cuadro de la reunión. Los antepasados y las divinidades parecen mezclarse con los hombres; una atmósfera mística envuelve a las gentes y a las cosas, velando los detalles vulgares, idealizando actitudes y gestos.

Por mucho que reconozcamos la mediocridad intelectual y moral de tantos de los monjes allí presentes, el golpe de vista de la asamblea misma es profundamente impresionante.

Todos están sentados con las piernas cruzadas al modo oriental; los dignatarios sobre sus respectivos tronos, cuya altura es diferente, según la categoría del lama, y la masa del bajo clero en largos bancos cubiertos de tapices, casi al nivel del suelo.

La salmodia comienza en tono de bajo profundo y con ritmo muy lento. Campanillas, gyalings de voz plañidera, trompetas enormes y atronadoras, tamboriles, minúsculos unos y gigantescos otros, marcan el compás del coro y acompañan, de vez en cuando, el canto llano.

Los niños iniciados, colocados al extremo de los bancos, cerca de la puerta, apenas se atreven a respirar. Saben que el tchetimpa de los cien ojos está pendiente del menor parloteo o del mínimo gesto juguetón, y temen al vergajo colgado al alcance de su mano, en el pilar donde apoya su alto sitial.

Aquel instrumento no se destina sólo a los chicos; todo miembro del monasterio —excepto los dignatarios y los viejos— puede tener ocasión de trabar conocimiento con él.

He presenciado algunas flagelaciones de este tipo, una de ellas en una gompa de la secta de los sakyapas.

Cerca de mil monjes se hallaban reunidos en el vestíbulo, y la salmodia y la música habituales llenaban la sala de severa armonía, cuando tres miembros del coro empezaron a comunicarse algo por gestos. Se creían suficientemente ocultos, sin duda, por los religiosos que tenían delante, para que las ojeadas que se echaban y el ligero movimiento de sus manos pasase desapercibido al vigilante en jefe. Pero es probable que los dioses protectores de las lamaserías concedan a dichos funcionarios una vista superdesarrollada. Aquél había descubierto a los culpables. Se levantó inmediatamente.

Era un khampa gigantesco, de tez oscura; de pie, sobre las gradas de su trono, parecía una estatua de bronce. Descolgó majestuosamente su fusta; luego, con mirada y porte terribles, como sólo se puede uno imaginar al ángel exterminados avanzó a grandes pasos por el vestíbulo.

Al llegar cerca de los delincuentes, los cogió, uno a uno, por el pescuezo, levantándolos del banco.

No teniendo posibilidad de escapar al castigo, los monjes, resignados, se abrieron paso por entre las filas de sus compañeros y fueron a prosternarse con la frente en el suelo.

Resonaron sobre la espalda de cada uno algunos latigazos, y el gran vigilante regresó a su puesto con la misma adusta majestad.

Únicamente la falta de compostura se castiga inmediatamente en medio de la asamblea. Los castigos por faltas consideradas graves o cometidas fuera del coro se aplican en un lugar especial y después de información y de juicio a cargo de las autoridades judiciales del monasterio.

Un intermedio, muy apreciado por todos los monjes, corta el oficio tan largo: se sirve el té. Lo traen en grandes cubetas de madera, hirviendo y sazonado con manteca y sal al estilo tibetano. Los destinados a la distribución recorren varias veces las filas llenando los tazones que les alargan.

Todo religioso debe llevar, al ir a las asambleas, su tazón personal, que esconde bajo la túnica hasta el momento de emplearlo.

No se admite ningún tazón de porcelana ni de plata. Los religiosos han de beber en simples escudillas de madera. Puede observarse en esta regla la pobreza que el budismo primitivo ordena a los religiosos. Pero los taimados lamas eluden hábilmente las observaciones que no les agradan.

Las escudillas de los más viejos son, en efecto, de madera, pero fabricadas con raras esencias o con lúpulos que crecen en algunos árboles, cuyas venas forman bonitos dibujos. Algunos de esos tazones cuestan hasta setenta rupias (unos setecientos francos al cambio actual).20

Con el té diario reparten, algunos días, puñados de tsampa21 y un trocho de manteca; otras veces reemplazan el té por sopa. También ocurre que la comida gratuita se compone de té, sopa y un pedazo de carne cocida.

Los peregrinos laicos ricos, o los lamas opulentos, invitan a menudo a banquetes de esta clase a los miembros de los monasterios más prestigiosos.

En tales ocasiones, montañas de tsampa y pellas de manteca, cosidas en tripas de cordero, llenan las cocinas y las desbordan, y más de cien corderos caen, a veces, en los calderos gigantes donde se confecciona la sopa gargantuesca.

Aunque como mujer me estaba prohibido participar directamente en aquellos ágapes monstruosos en Kum-Bum y en otros monasterios, me enviaban, siempre que lo deseaba, un puchero lleno del principal manjar del día.

Así fue como conocí cierto plato mongol hecho con cordero, arroz, dátiles chinos, manteca, queso, leche cuajada, azúcar cande, jengibre y diferentes especias, todo cocido junto. Y no fue ése el único plato de su ciencia culinaria con que me obsequiaron los chefs lamaístas.

Algunas veces, durante las comidas, se verifica un reparto de dinero. En semejantes ocasiones, la generosidad de los mongoles es mucho mayor que la de los tibetanos. He visto quien dejaba, durante su visita a Kum-Bum, más de diez mil dólares chinos.22

Así, día tras día, en los crudos amaneceres invernales como en los tibios del estío, durante todo el año, se celebraban aquellos extraños maitines en numerosas gompas dispersas por inmensos territorios, de los que el Tíbet es sólo una mínima parte.23 Todas las mañanas, los chicos, medio despiertos, se encuentran junto a sus mayores, bañados en aquella extraña atmósfera mental, mezcla de misticismo, de gula y de avidez por las limosnas.

Aquel comienzo del día puede aclararnos el carácter de la vida monástica lamaica. En él hallamos las asociaciones heterogéneas que la asamblea matutina deja presentir: filosofía sutil, mercantilismo, espiritualidad elevada, persecución encarnizada de placeres mundanos. Elementos diversos, tan estrechamente mezclados, que en vano se esfuerza uno por separarlos completamente.

Los novicios, educados entre tales corrientes de influencias contrarias, ceden a una u otra, según sus tendencias y la dirección de sus guías.

La educación clerical tibetana consigue una pequeña selección de letrados, gran número de holgazanes torpes, de amables y joviales gozadores de la vida y pintorescos vagabundos, más algunos místicos que pasan su vida en las ermitas del desierto en continua meditación.

Sin embargo, la mayor parte de los miembros del clero tibetano no pertenecen clara y exclusivamente a una u otra de estas categorías. Más bien llevan ocultos, en potencia al menos, cada uno de esos caracteres. Es evidente que la pluralidad de personajes en un solo individuo no es exclusiva de los lamas del Tíbet, pero la poseen en alto grado, y por eso sus discursos y su conducta son continua fuente de sorpresas para el observador.

El budismo lamaísta es muy distinto del que se encuentra en Ceilán, en Birmania, en Siam y hasta del que existe en China y Japón. Los lugares que escogen los tibetanos para construir sus casas descubren, en parte, la interpretación particular que han dado a la doctrina budista.

Asentados en cumbres que azota el viento, los monasterios del Tíbet muestran una fisonomía agresiva, que parece desafiar, desde los cuatro puntos del horizonte, a enemigos invisibles. Otras veces ofrecen, escondidos en los altos valles solitarios, la apariencia inquietante de laboratorios sospechosos que manipulasen fuerzas misteriosas.

Esta doble apariencia corresponde a cierta realidad. Aun cuando desde hace tiempo los monjes de todas clases vuelven sus pensamientos a su negocio o a otros cuidados vulgares, en su origen las gompas no fueron edificadas por hombres tan terrenales.

La dura conquista de un más allá del mundo conocido por nuestros sentidos, la adquisición de conocimientos trascentales, el perseguir las experiencias místicas, la maestría en las fuerzas ocultas, fueron el objeto de la construcción de aquellas fortalezas que reinan entre las nubes, y de aquellas ciudades enigmáticas ocultas en el laberinto de las montañas.

Hoy en día, sin embargo, debemos buscar a los místicos y a los magos fuera de los monasterios. Para evitar una atmósfera demasiado impregnada de preocupaciones terrenas, han emigrado a lugares más retirados, de acceso difícil, y el descubrimiento de ciertas ermitas está erizado de dificultades. Digamos que, salvo excepciones, todos los ermitaños han comenzado su vida como novicios en una orden religiosa regular.

Los muchachos destinados por sus padres al estado clerical son conducidos a un monasterio cuando tienen ocho años y confiados a un monje pariente o amigo de su padre. Por lo general, el tutor del niño es su primer maestro, y muchas veces el pequeño novicio no tiene otro.

Pero los padres ricos que pueden pagar las lecciones de un letrado religioso, suelen dejar a su hijo interno en casa de alguno de éstos, o hacen un arreglo para que el muchacho reciba sus lecciones con regularidad. También, algunas veces —sobre todo cuando el novicio pertenece a la nobleza—, puede vivir en la casa de un dignatario eclesiástico, y este último vigila sus estudios con más o menos dedicación.

Los jóvenes novicios son mantenidos por sus padres, que envían al tutor las habituales provisiones de manteca, té y carne.

Además de alimentos sustanciales, los tibetanos ricos mandan también a sus hijos ciertas golosinas, como queso, carne y frutas secas, azúcar, pasteles de melaza, etcétera.

Ese tesoro tiene un papel importante en la vida de los monjecillos felices que lo poseen. Les permite numerosos cambalaches; y con un puñado de albaricoques, duros como una piedra, o con algunos minúsculos pedazos de cordero seco, consiguen diversos servicios de sus compañeros pobres y golosos.

Los hijos de gentes sin ningún recurso son geyogs,24 es decir, que pagan las lecciones que reciben trabajando como sirvientes en casa de su tutor. No hay que decir que, en tales casos, las lecciones son breves e infrecuentes. El maestro, que generalmente es iletrado o casi iletrado, sólo puede enseñar a los muchachos que tiene bajo su custodia a repetir de memoria fragmentos de recitados litúrgicos cuyo sentido desconoce y mutila horriblemente.

Muchos geyogs no aprenden absolutamente nada. No es que el trabajo mercenario que les encargan sea pesado y absorbente, sino que la indiferencia natural de su edad les impide solicitar lecciones que no les son impuestas y pasan largas horas de hocio jugando con compañeros de su misma clase.

El novicio admitido en un monasterio recibe, sea cual fuere su edad, parte de las rentas25 de éste, así como los donativos que ofrecen los piadosos fieles.

Si le gusta el estudio, al crecer puede solicitar ser admitido en una de las cuatro escuelas de enseñanza superior que hay en todos los monasterios. En cuanto a los novicios que pertenecen a pequeños monasterios sin escuelas, obtienen fácilmente permiso para estudiar en otro lugar.

La enseñanza monástica lamaica comprende las siguientes materias:

Filosofía y metafísica, enseñadas en la escuela de Tsen gnid.

Ritual, magia y astrología, enseñadas en la escuela de Gyud.

Medicina, enseñada en la escuela de Men.

Escritura sagrada y reglas monásticas, enseñadas en la escuela de Do.

La gramática, aritmética y otras ciencias se aprenden fuera de las escuelas con profesores particulares.

Algunos días los estudiantes de filosofía sostienen discusiones públicas con sus camaradas.

Las controversias van acompañadas de gestos rituales que las hacen pintorescas y animadas. Hay maneras especiales de arrollarse el largo rosario al brazo, de dar palmadas y de golpear con el pie al hacer una pregunta. Hay otras, rigurosamente reglamentadas, de dar un salto al contestar a su adversario o al oponerle otra pregunta.

Así, incluso cuando las frases que se cambian pertenecen casi siempre a las obras clásicas y, sobre todo, hacen honor a la memoria de quien las recita, los gestos y los batimanes de los controversistas crean la ilusión de un debate apasionado.

Pero no hay que deducir de lo precedente que todos los miembros de las escuelas filosóficas sean loros. Entre ellos se encuentran letrados eminentes y sutiles pensadores que, aun siendo capaces de recitar durante horas pasajes de obras innumerables, son también aptos para discutir el sentido de tales pasajes y exponer los resultados de sus propias meditaciones.

Un hecho digno de señalarse es que, en las justas oratorias solemnes, el monje proclamado vencedor se pasea alrededor de la asamblea cabalgando sobre el adversario vencido.

La escuela de ritual mágico es, en casi todas partes, la más suntuosa de las instituciones escolásticas del monasterio, y sus miembros graduados, llamados gyud pas, son muy estimados. Se les confía el cuidado de proteger a la gompa a que pertenecen, de asegurarle la prosperidad y de ahuyentar las penalidades.

Los miembros de las dos grandes escuelas de Gyud que existen en Lasa desempeñan el mismo oficio a favor del Estado entero y de su soberano, el Dalai Lama.

Los gyud pas se encargan asimismo de honrar y de servir a los dioses autóctonos y a los demonios, cuya amistad o neutralidad han conseguido prometiéndoles culto perpetuo y subvenir a sus necesidades. Finalmente, son ellos también los que, gracias a su poder mágico, retienen cautivos a ciertos seres adustos y malvados, imposibles de domesticar.

Aunque por no encontrar otro término más apropiado en nuestra lengua debamos llamar monasterios a las gompas, es difícil —exceptuando el celibato observado por los religiosos y el hecho de que las gompas tengan bienes indivisos— encontrar el menor parecido entre ellas y los monasterios cristianos.

En lo que concierne al celibato, digamos en seguida que sólo la secta reformada de los gelugs pas (familiarmente llamada secta de los bonetes amarillos) impone indistintamente el celibato a todos sus religiosos. En las diferentes sectas de bonetes rojos el celibato sólo es obligatorio para los gelong, es decir, para los monjes que han recibido ordenación mayor. Los lamas casados tienen fuera del monasterio una vivienda que ocupan con su familia y, además, alojamiento en el monasterio al que pertenecen. En épocas de fiestas religiosas, o cuando desean pasar algún tiempo de retiro para meditar o cumplir prácticas de devoción, viven en este último. No se admite que las mujeres vivan con su marido en el recinto de la gompa.

Los monasterios lamaístas se destinan a albergar gentes que persiguen un objeto de orden espiritual. Ese objeto no está ni estrictamente definido ni es impuesto o común a todos los habitantes de una gompa. Las aspiraciones de cada religioso, humildes o elevadas, permanecen ocultas, y es libre de llegar a realizarlas por los medios que prefiera.

Las únicas reglas que rigen en la gompa se relacionan con el orden y el decoro que los religiosos deben observar, tanto en el interior del monasterio como en el exterior, y la asistencia regular a las diversas reuniones. Estas últimas no constituyen un culto público del que cada participante espere sacar provecho alguno, espiritual o material. Cuando los huéspedes de las gompas se reúnen en las asambleas, es para oír la lectura de una especie de orden del día que emana de las autoridades del lugar, y luego para leer o repetir de memoria, salmodiándolos, pasajes de las escrituras canónicas. Se supone que esas recitaciones dan óptimos resultados, como alejar las calamidades y las epidemias, atraer prosperidad, y dichos resultados, oficialmente, los persiguen a favor del país, de su soberano o de los bienhechores del monasterio.

Se celebran también las ceremonias rituales con vistas a fines extraños a los oficiantes. Los tibetanos llegan a creer que los celebrantes no pueden obtener el menor provecho personal, y hasta el más capaz de los gyudpas tiene que recurrir a un colega cuando desea beneficiarse.

Las prácticas mágicas tienen por objeto algo personal; la meditación y todos los ejercicios místicos se cumplen privadamente. Nadie, a no ser el maestro espiritual del religioso, tiene derecho a inmiscuirse en tales asuntos. Nadie tampoco lo tiene para pedir cuentas a un monje lamaísta de sus opiniones religiosas o filosóficas. Puede pertenecer a cualquier doctrina o ser absolutamente escéptico; esto sólo le concierne a él mismo.

En los monasterios tibetanos no hay ni iglesia ni capilla. Los Iha khangs (casas de los dioses) que se ven, son como otros tantos domicilios particulares de los dioses y de los héroes más o menos históricos. El que lo desea hace una visita de cortesía a las estatuas de aquellos personajes, enciende lámparas o quema incienso en su honor, los saluda tres veces y se va. Durante esas breves audiencias, los visitantes imploran, con frecuencia, favores, pero algunos se limitan a una muestra de respeto desinteresado, sin demandar ayuda.

Tampoco se solicita ninguna gracia delante de las imágenes de Buda, porque los budas han pasado más allá del mundo de los deseos y, en verdad, más allá de todos los mundos, si bien se pronuncian votos, se expresan deseos y se toman resoluciones.

Así, por ejemplo, el visitante pensará: «Ojalá pueda, en esta vida y en las siguientes, tener los medios de distribuir limosnas en cantidad y contribuir a la felicidad de muchos seres». O bien: «Querría ser capaz de entender con toda claridad la doctrina de Buda y de amoldar mi conducta a ella».

Más numerosos de lo que se imagina son quienes practican el rito de ofrecer una lamparilla encendida y elevarla ante la estatua de Buda, pidiendo la iluminación del espíritu. Aun cuando la mayoría de ellos no se esfuercen en conseguirla, permanece vivo entre los tibetanos el ideal místico de la salvación por la sabiduría.

A la libertad espiritual completa de que goza el religioso lamaísta responde la libertad material, casi idéntica.

Los miembros de los monasterios no viven en comunidad, sino cada uno en su casa o en su departamento, y cada cual según sus medios. No es obligatoria la pobreza, como lo era en el budismo primitivo. Hasta diré que desaprobarían al lama que la practicase. Sólo los ermitaños pueden permitirse la excentricidad.

Sin embargo, la renuncia, en la forma que la India —y quizá sólo la India— lo ha entendido, no es un ideal extraño a los tibetanos.26 Tienen perfecta conciencia de su grandeza y están siempre dispuestos a rendirle tributo. Escuchan, con el más profundo respeto y la mayor admiración, las historias de los «hijos de buena familia» que abandonan su lujoso hogar para llevar la vida de ascetas mendigos, y especialmente la historia de Buda, que abandonó su categoría de príncipe reinante. Pero estos relatos, que se refieren a hechos acontecidos en tiempos lejanos, son para los oyentes casi como de otro mundo, que no tiene relación con aquel en que viven sus opulentos y venerados lamas. Es posible ordenarse en cualquier grado de orden religiosa sin ser miembro efectivo de un monasterio, pero es un hecho que se produce pocas veces y sólo cuando el candidato está en edad de escoger, por sí mismo su camino y piensa vivir como ermitaño.

La admisión en la gompa no da derecho a ser alojado gratuitamente. Cada monje debe construirse una vivienda o comprarla si está libre, a menos que herede alguna de un familiar o de su maestro.

Los religiosos pobres alquilan, para ser propietarios, una o dos habitaciones en casa de un colega más holgado. Los estudiantes, o los letrados que no tienen medios, o los viejos monjes necesitados, reciben a menudo alojamiento gratuito en las amplias viviendas de los lamas opulentos.

Quienes carecen de recursos, y necesitan no sólo cobijo, sino alimento diario, entran al servicio de los grandes lamas o solicitan un empleo en oficinas o en el servicio particular de funcionarios electos de la gompa. Su situación depende de sus conocimientos. Algunos pueden ser redactores, pasantes, ayudantes contables; otros palafreneros o cocineros. Los que llegan a ser intendentes de un tulku pueden hacer fortuna.

Los monjes letrados, de familias pobres, se ganan también la vida como profesores. Aquellos que tienen dotes artísticas, pintan cuadros religiosos. El oficio es bueno, y los monasterios con escuela de bellas artes atraen a muchos estudiantes. Las funciones de capellán residente en casa de los lamas opulentos o de los laicos ricos están muy solicitadas. Para concluir, la práctica libre del arte de adivino y de astrólogo, los horóscopos, las ceremonias religiosas celebradas en las familias, son otros tantos recursos para los trapas que tienen que buscarse el sustento.

Los lamas médicos se crean envidiables situaciones si demuestran su habilidad con suficiente número de curas en casos graves y tratándose de personajes ilustres. La profesión médica es suficientemente lucrativa hasta con menos éxito.

No obstante, de todas las carreras, la más atractiva para muchos monjes es la de los negocios. La mayoría de los novicios que al madurar no experimentan aspiraciones religiosas ni deseo de estudiar, buscan salida en el comercio. Si no tienen fondos suficientes para establecerse, se colocan de secretarios, cajeros, agentes o simples criados de los negociantes.

Se permiten algunas transacciones comerciales en los monasterios; en cuanto a los trapas que tienen entre manos asuntos verdaderamente importantes, pueden pedir licencia — hasta de varios años— a las autoridades del monasterio y viajar con su caravana o montar negocios donde quieran.

Todos los monasterios comercian en grande, vendiendo y cambiando productos de sus dominios, a los que hay que añadir las grandes colectas que se llaman kartik, que tienen lugar a intervalos regulares unas, ocasionalmente las otras.

Los monasterios menos importantes envían a los monjes a recoger limosnas por las regiones cercanas, pero en los grandes monasterios el kartik es una verdadera expedición. Grupos de trapas, al mando de dignatarios eclesiásticos, marchan del Tíbet a Mongolia, pasan meses recorriendo el país y regresan como podrían hacerlo los guerreros vencedores de otros tiempos; arreando ganado y cientos de caballos cargados de objetos de toda especie ofrecidos por los fieles.

Hay una costumbre singular, que consiste en confiar por algún tiempo —con frecuencia durante tres años— cierta suma de dinero o de mercancías a un funcionario del monasterio. Este funcionario tiene que hacer trabajar el capital confiado de manera que sus ganancias le permitan atender a ciertos gastos fijados. Por ejemplo, tendrá que suministrar la grasa necesaria para las lámparas de un templo, o habrá de ofrecer cierto número determinado de comidas a los miembros de la gompa, o si no, correrán de su cuenta los gastos de conservación de edificios, la acogida de los invitados, el mantenimiento de los caballos u otras cosas.

El depositario del capital confiado ha de restituirlo íntegramente cuando expire el período establecido. Si se trata de mercancías perecederas, ha de suministrar otras exactas y en igual cantidad. Si la suerte le ha acompañado en el tráfico y sus beneficios son mayores que la suma de gastos, mejor para él: la diferencia a su favor le pertenece. Pero si no ocurre así, está obligado a restituir la herida hecha al capital inicial, porque éste, en cualquier caso, ha de quedar intacto al pasar a manos de los depositarios siguientes.

Administrar un monasterio es tan complejo como administrar una ciudad. Además de la población de varios miles de religiosos que viven en su recinto, la gompa extiende su protección sobre gran número de colonos y semisiervos entre quienes administran justicia. Funcionarios elegidos por el consejo del monasterio se ocupan de todos los asuntos temporales, con la ayuda de un personal de oficina y de un pequeño cuerpo de policía.

Los policías, llamados dobdobs, merecen atención especial. Son reclutados entre los atléticos matachines incultos, con mentalidad de asalariados, que la voluntad paterna ha introducido de pequeños en la ciudad monástica, cuando el cuartel hubiese sido lugar más apropiado para ellos.

Valientes, con la descuidada temeridad de los brutos, siempre a caza de riñas y de malas acciones que ejecutar, esos chuscos truculentos tienen sabor de rufianes de la Edad Media. El uniforme que les acompaña, en líneas generales, es la suciedad. Piensan que la mugre aumenta el aire marcial del hombre. Un valiente no se lava nunca. Es más, se ennegrece la piel con el hollín grasiento del fondo de las marmitas hasta transformarse en negro del todo. El dobdob está a veces harapiento, pero otras él mismo destroza el hábito monástico porque así aumenta su terrible aspecto. Lo primero que hace, cuando tiene un traje nuevo, es ensuciarlo; lo exige la tradición. Por mucho que valga el tejido, el dobdob, amasando manteca en sus manos mugrientas, la aplica en espesa capa sobre el vestido que estrena. La suprema elegancia de aquellos caballeros consiste en que el vestido y la toga, por efecto de la mugre sabiamente creada y mantenida, adquieran una pátina oscura con reflejo de terciopelo, y se mantengan de pie, tiesos como una armadura de hierro.

El árbol milagroso de Tsong-Khapa

El monasterio de Kum-Bum debe su nombre y su fama a un árbol milagroso. De las crónicas de Kum-Bum he sacado los detalles siguientes sobre el asunto.

En 1555, el reformador Tsong-Khapa, fundador de la secta de los gelugs pas, nació en Amdo (nordeste del Tíbet), en el sitio donde se levanta hoy Kum-Bum.

Poco después de su nacimiento, el lama Dubtchen Karma Dordji profetizó que el destino del niño sería extraordinario y encargó que permaneciese en perfecto estado de limpieza el sitio donde su madre diera a luz. Un poco más tarde, un árbol comenzó a crecer en aquel lugar.

Conviene saber que, aun en nuestros días, la tierra removida sirve de suelo en la mayoría de las viviendas de Amdo y que los indígenas se acuestan en el suelo sobre almohadones o tapices. Este hecho explica la leyenda que atribuye el nacimiento del árbol a la sangre derramada durante el parto y cuando fue cortado el cordón umbilical.

Al principio, el arbolito no tenía ningún dibujo en sus hojas, pero su origen milagroso lo convirtió en objeto de culto. Un monje construyó una cabaña al lado y fue el punto de partida del amplio y rico monasterio actual.

Muchos años más tarde, Tsong-Khapa había iniciado ya su obra de reforma cuando su madre, separada de él desde largo tiempo atrás, deseó verle y le envió una carta llamándole a su país.

Tsong-Khapa se hallaba entonces en el Tíbet central. Durante el curso de una meditación mística comprendió que su viaje a Amdo no sería provechoso, y se limitó a escribir a su madre. AI mismo tiempo que su carta, entregó al mensajero dos ejemplares de su retrato, uno para su madre y otro para su hermana, más una imagen de Gyalwa Sengé,27 señor de la ciencia y de la elocuencia, patrón de los letrados, y varias imágenes de Demtchog, divinidad del panteón tántrico.28

En el momento en que el enviado de Tsong-Khapa entregaba los objetos a la familia del reformador, este último, ejerciendo desde lejos su poder mágico, hizo aparecer en las hojas del árbol milagroso las imágenes de las divinidades. La impresión era tan perfecta, dice el texto que examino, que el más hábil artista no hubiese dibujado nada más puro.

Además de las imágenes, otras impresiones y las Seis Escrituras (es decir, la fórmula en seis sílabas ¡Aum mani padmé hum!) aparecieron en las ramas y en la corteza del árbol.

El nombre del monasterio Kum-Bum (cien mil imágenes) se debe a aquel prodigio. En la narración de su viaje, los reverendos padres Huc y Gabet afirman haber visto las palabras ¡Aum mani padmé hum! inscritas en las hojas y en la corteza del árbol. Insisten particularmente sobre el hecho de que las letras, en vías de formación y muy débilmente dinstinguibles, aún aparecían en las hojas nuevas y bajo la corteza cuando se levantaba un poco.

Es necesario preguntarse: ¿qué árbol vieron aquellos dos viajeros?

Las crónicas del monasterio relatan que, después del milagro de la aparición de las imágenes, se envolvió el árbol en una pieza de seda (un vestido) y luego se construyó un templo en derredor.

¿Aquel templo era a cielo abierto? La expresión que se emplea en el texto, cherten no apoya este supuesto, porque un cherten es un monumento acabado en forma de aguja, y cerrado.

El árbol, falto de aire y de luz, tenía que morir. Y como la construcción del cherten en tomo al árbol data —según las crónicas— del siglo XVI, los padres Huc y Gabet sólo hubieran podido contemplar la armazón del árbol original.

La descripción de los padres indica, sin embargo, que se trata de un árbol en estado de vida latente.29

Las crónicas mencionan también que el árbol milagroso permanecía idéntico en invierno y en verano y que el número de sus hojas era siempre el mismo.

Por otra parte, leemos que en cierta época se oyeron ruidos anormales en el interior del cherten que resguardaba el árbol. El abad del monasterio entró, limpió él mismo el terreno alrededor del árbol y encontró, junto a este último, cierta pequeña cantidad de líquido, que bebió.

Estos detalles parecen indicar una especie de recinto cerrado donde no se entra habitualmente, mientras que el milagro de conservar sus hojas en invierno (el género al que pertenece el árbol es de hojas caducas) parece referirse a un árbol vivo.

Es difícil orientarse entre tales paradojas.

Actualmente, un cherten relicario, de doce a quince metros de altura —que dicen encierra el árbol original—, se levanta en medio de un templo techado de oro. Me aseguraron, sin embargo, cuando vivía en Kum-Bum, que ese relicario era de construcción relativamente reciente.

Frente al templo hay un retoño del árbol milagroso. Está rodeado por una balaustrada y es objeto de cierta veneración. Otro árbol, más vigoroso, también nacido del árbol prodigioso, se halla en el jardincillo que precede al templo de Buda.

Recogen las hojas caídas de estos dos árboles para distribuirlas entre los peregrinos.

Quizá los padres Huc y Gabet se hayan referido a uno de esos dos árboles. Los viajeros que pasan por Kum-Bum ignoran, generalmente, la historia y hasta la existencia del árbol encerrado en el relicario.

Algunos extranjeros que habitaban en Kansu (provincia china en cuya frontera está situado Kum-Bum) me aseguraron que habían leído Aum mani padmé hum en las hojas de los dos árboles vivos.

En cambio, los peregrinos lamaístas y los monjes del monasterio (unos tres mil hombres) no descubren generalmente nada de particular y hasta se muestran incrédulos en lo que se refiere a las visiones de los extranjeros sobre este tema.

Pero la actitud moderna no es la de las crónicas, que relatan que todas las gentes de Amdo vieron los signos milagrosos impresos en el árbol cuando aparecieron hace algunos siglos.

Los «budas vivientes»

Fuera de los funcionarios elegidos que ejercen autoridad en los monasterios o administran sus bienes temporales, el clero tibetano se compone de una aristocracia eclesiástica cuyos miembros se denominan lamas tulkus. Son aquellos a quienes los extranjeros llaman erróneamente budas vivientes.

Los tulkus constituyen la mayor singularidad del lamaísmo y por ella se distingue claramente de todas las demás sectas búdicas. Por otra parte, la existencia en la sociedad tibetana de aquella nobleza religiosa frente a la nobleza laica y la preponderancia de la primera sobre la segunda son, igualmente, un hecho especialísimo del Tíbet.

Puede decirse que la naturaleza de los tulkus no ha sido nunca bien definida por los escritores occidentales y que no han sospechado lo que verdaderamente era un tulku.

Aunque se admitía desde hace largo tiempo en el Tíbet la existencia de avataras de deidades o de otras poderosas personalidades, la aristocracia de los tulkus no se desarrolló en su forma actual hasta después de 1650.

En aquella época, el quinto gran lama de la secta de los gelups pas, llamado Lobzang Gyatso, había sido instituido como soberano del Tíbet, por un príncipe mongol, y reconocido como tal por el emperador de China. No obstante, aquellos honores no le bastaban, y el ambicioso lama se concedió a sí mismo una dignidad más alta, haciéndose pasar por la emanación o tulku de Tchenrezigs, alto personaje del panteón mahayanista. Al mismo tiempo, establecía al maestro que le había instruido y que le demostraba paternal afecto como gran lama del monasterio de Trachilhumpo, declarando que era un tulku de Eupamed, buda místico de quien Tchenrezigs es hijo espiritual.

El ejemplo del lama rey fomentó la creación de los tulkus. Rápidamente, todos los monasterios algo importantes consideraron cuestión de honor tener a la cabeza la reencarnación de un personaje célebre.

Estas pocas palabras sobre el origen de las dos dinastías más ilustres de los tulkus —la del Dalai Lama, avatara de Tchenrezigs, y la del Trachi Lama, avatara de Eupamed— serán suficientes para comprender que no se trata, en este caso, según creen muchos extranjeros, de avataras del Buda histórico.

Analicemos ahora el modo en que los lamaístas entienden la naturaleza de los tulkus.

Según creencia popular, un tulku es la reencarnación de un santo o de un sabio difunto, o bien la encarnación de cualquier otro ser no humano: dios, demonio, etcétera.

El número de tulkus de primera categoría es mucho más numeroso. La segunda sólo cuenta con algunos avataras de personajes míticos, como el Dalai Lama, el Trachi Lama, la dama-lama Dordji Fagmo y, de rango inferior, los tulkus de ciertos dioses autóctonos, como Pekar, cuyos tulkus desempeñan funciones de oráculos oficiales.

Los tulkus de dioses, diablos y de hadas aparecen especialmente como héroes de leyendas; sin embargo, algunos personajes, hombres o mujeres, gozan actualmente, como tales, de cierta celebridad de terruño. La mayor parte de ellos son ngagspas, magos o hechiceros, al margen del clero regular.

Aquí y allá se encuentra un tulku laico, como el rey de Ling, considerado reencarnación del hijo adoptivo del célebre héroe Guesar de Ling.

Las mujeres que encaman Kandomas (hadas), pueden, indiferentemente, ser religiosas o mujeres casadas.

Esta última clase de tulkus no tiene lugar en la aristocracia eclesiástica, al lado de las otras dos. Puede creerse que su origen viene de la antigua religión del Tíbet, independientemente del lamaísmo.

Aunque el budismo original niegue la existencia de un alma permanente que transmigra, y considere esta teoría como el más pernicioso error, la mayoría de los budistas han vuelto a caer en la antigua creencia hindú que se refiere al jiva (el yo) que periódicamente «cambia su cuerpo usado por un nuevo cuerpo, como arrojamos un vestido usado para ponernos otro nuevo».30

Cuando se considera al tulku como la encarnación de una divinidad o de una personalidad mística que coexiste con él, la teoría del yo cambiando su vestidura camal no explica su naturaleza. Pero la mayoría de los tibetanos no mira tan allá y, prácticamente, todos los tulkus, hasta los de seres sobrehumanos, son considerados como la reencarnación de su antecesor.

El antecesor de una descendencia de tulkus se llama Ku Kong ma. Pertenecen, generalmente, al orden religioso, aunque tal condición no sea absolutamente precisa.

Entre las excepciones podemos citar al padre y a la madre del reformador Tsong-Khapa. Ambos tienen su sede en el monasterio de Kum-Bum, Él lama que se supone reencarnación del padre de Tsong-Khapa se llama Aghia Tsang. Es señor y propietario nominal del monasterio. Cuando yo residía en Kum-Bum era un muchacho de diez años.

La madre del reformador se encarna en un niño varón que llega a ser el lama Tchangsa-Tsang.

En semejantes casos los tulkus de laicos se incorporan al clero, salvo raras excepciones.

Existen religiosas tulkus, santas o deidades. A propósito de esto hay que hacer notar una particularidad: son generalmente abadesas de monasterios de hombres y no de conventos de mujeres, a no ser que vivan como anacoretas. Esto no les obliga, por otra parte, más que a ocupar su trono abacial durante los oficios, en las fiestas solemnes. Viven en su palacio particular con sus sirvientas laicas y religiosas. La administración efectiva de todos los monasterios, sea quien fuere el señor nominal, se confía a funcionarios elegidos por los monjes.

Es con frecuencia causa de regocijo para el observador ver la manera extraña como la inteligencia o las santas disposiciones parecen perderse durante el curso de la sucesión de encarnaciones. No es raro encontrar un hombre completamente estúpido residiendo como el avatara supuesto de un pensador ilustre, o ver a un materialista epicúreo reconocido como el de un místico célebre por su austeridad.

La reencarnación de los tulkus no tiene nada que pueda parecer extraño a gentes que creen en un ego que transmigra periódicamente. Según esta creencia, cada uno de nosotros es tulku. El yo encarnado en nuestra forma presente ha existido en el pasado en otras formas. La única particularidad que ofrecen los tulkus es que pasan por ser reencarnaciones de personalidades eminentes y que pueden, en ciertos casos, escoger y dar a conocer sus futuros padres y el lugar donde han de renacer. No obstante, ciertos lamas ven una gran diferencia entre la reencarnación del común de los hombres y la de quienes están iluminados espiritualmente.

Los que no han practicado ningún entrenamiento mental —dicen—, que viven como bestias, cediendo inconscientemente a sus impulsos, pueden ser asimilados a un hombre errando a la ventura, sin seguir ninguna dirección definida.

Por ejemplo, divisa un lago al este, y como tiene sed, el deseo de beber le empuja a ir hacia esa parte. Cuando está cerca siente olor a humo,31 que despierta en él la idea de una casa o de un campamento. Sería placentero, piensa, beber té en lugar de agua y tener donde guarecerse durante la noche. Deja, pues, el lago antes de llegar a la orilla, y como el olor viene del norte, dirige hacia allí sus pasos. Mientras va caminando, antes de ver alguna casa o alguna tienda, se le presentan los fantasmas amenazadores. Horrorizado, el vagabundo huye a toda prisa hacia el sur. Cuando juzga que está bastante lejos de los monstruos para no temer nada de ellos, se para. Entonces pasan otros vagabundos de su calaña. Alaban los encantos de cualquier país bendito, tierra de abundancia y de alegría, adonde se encaminan. Lleno de entusiasmo, el hombre errante se les agrega, dirigiéndose al oeste. Y, una vez más, en este camino, otros incidentes le harán cambiar de rumbo sin haber entrevisto siquiera el reino de la felicidad.

Y así, cambiando continuamente de dirección toda su vida, aquel loco no alcanzará nunca su meta.

La muerte le sorprenderá en el curso de sus descabelladas peregrinaciones, y las fuerzas antagónicas, nacidas de su actividad desordenada, se dispersarán. No habiéndose producido la suma de energía32 necesaria para determinar la continuación de una misma corriente, ningún tulku puede formarse.

Por el contrario, el hombre iluminado se compara a un viajero que sabe adonde quiere ir y está bien informado de la situación geográfica del sitio que ha escogido como objetivo y de los caminos que ha de seguir. El espíritu, enteramente absorto en su tarea, ciego y sordo a los espejismos y a las tentaciones que se le presentan a cada lado del camino, no se aparta para nada de su ruta. Este hombre dirige las fuerzas engendradas por su concentración del pensamiento y por su actividad física. En el camino la muerte puede disolver su cuerpo, pero la energía psíquica de la que éste ha sido a la vez creador e instrumento, permanece coherente. Obstinándose hacia el mismo fin, se provee de un nuevo instrumento material, es decir, de una nueva forma, que es el tulku.

Aquí se presentan varios puntos de vista. Algunos lamas creen que la energía sutil que subsiste después de la muerte del que la engendró —o alimentó si es ya tulku que pertenece a descendencia de encarnaciones— atrae hacia sí y agrupa elementos simpáticos, y de este modo se convierte en la simiente de un nuevo ser. Otros dicen que el haz de fuerzas desencarnadas se une a un ser ya existente cuyas disposiciones físicas y mentales, adquiridas en vidas pasadas, permiten una unión armoniosa.

Es obvio advertir que pueden hacerse objeciones a tales teorías, pero el objeto de este libro consiste únicamente en presentar los puntos de vista corrientes entre los místicos del Tíbet y no en discutirlos.

Añadiré que cualquiera de las teorías mencionadas cuadra con numerosas leyendas antiguas tibetanas cuyos héroes determinan, por un acto de voluntad, la naturaleza de su renacimiento y la carrera de su avatara futuro.

Pese a lo que acabamos de decir con respecto al papel que desempeña la intención consciente y perseverante en la continuación de una descendencia de tulkus, no hay que creer que la formación de la nueva personalidad se efectúa arbitrariamente. La fe en el determinismo está hondamente arraigada en el espíritu de los tibetanos, hasta en el de los pastores más brutales de la estepa, para permitir que tal idea nazca.

Literalmente, el término tulku significa «la forma creada por procedimiento mágico». Según los letrados y los místicos tibetanos, debemos considerar a los tulkus como fantasmas, como emanaciones ocultas, títeres fabricados por un mago para servir a sus intenciones.

A favor de esta idea, citaré la explicación que me dio el Dalai Lama.

Como ya he dicho en el primer capítulo del presente libro, en 1912, cuando el Dalai Lama vivía en el Himalaya, le hice varias preguntas relacionadas con las doctrinas lamaístas. Me contestó primero oralmente. Luego, para evitar confusiones, me pidió una lista de nuevas preguntas sobre los puntos de vista que aún me pareciesen oscuros, y estas respuestas me fueron entregadas por escrito. De aquel documento extraigo lo siguiente:

«Un bodhisatva —dijo el Dalai Lama— es la base de donde pueden surgir innumerables formas mágicas. La fuerza que engendra, por perfecta concentración de pensamientos, le permite exhibir, simultáneamente, un fantasma igual a sí mismo en millares de millones de mundos. Puede crear no solamente formas humanas, sino otra clase cualquiera, hasta objetos inanimados, como casas, cercados, bosques, caminos, puentes, etcétera. Puede generar fenómenos atmosféricos, así como la bebida de la inmortalidad que apaga toda sed. (Esta expresión —me explicó— ha de ser entendida literalmente y en sentido simbólico.) De hecho —concluyó el Dalai Lama—, su poder de crear formas mágicas es ilimitado.»

La teoría sancionada por la más alta autoridad lamaísta oficial es idéntica a la que se encuentra enunciada en las obras budistas mahayanistas. Se citan diez clases de creaciones mágicas como factibles de ser producidas por los bodhisatvas (seres que, en la jerarquía espiritual, se encuentran a un grado inferior de distancia de Buda).

Lo que se dice de la manera en que un buda puede producir formas mágicas se aplica a cualquier otro ser humano, divino o demoniaco. No hay más que una diferencia en el grado de poder y este último depende exclusivamente de la fuerza de concentración del espíritu y de la calidad del espíritu mismo.

En los tulkus de personalidades míticas que coexisten con su creador, sucede que se venera a los dos por separado, lo que prueba una vez más que los tibetanos no creen que el personaje, divino o no divino, esté encamado completamente en su tulku. Así, mientras el Dalai Lama, que es el tulku de Tchenrezigs, vive en Lasa, se dice que el propio Tchenrezigs, reside en Nankai Potala, isla cercana a la costa china. Eupagmed, del que Trachi Lama es tulku, habita en el paraíso occidental: Nub Dewatchen.

Los hombres pueden coexistir también con su progenitura mágica. Se cuentan ejemplos de tal hecho en las leyendas tibetanas, a propósito del rey Srong-bstan Gampo, del jefe guerrero Guesar de Ling y de otros personajes.

Actualmente, cuentan que cuando el Trachi Lama huyó de Jigatzé, dejó en su lugar a un fantasma idéntico a sí mismo, que se comportaba como él tenía costumbre de hacerlo, engañando a cuantos le veían. Cuando el lama se encontró seguro más allá de la frontera el fantasma se desvaneció.33

Las personalidades mencionadas más arriba son tulkus, pero estas circunstancias no impiden la producción de formas mágicas, según los lamaístas. Dichas formas nacen unas de otras, y existen nombres especiales que se aplican a las emanaciones de segundo y tercer grado. Por lo demás, nada se opone a que la serie pase del tercer grado.

Sucede también que un mismo difunto se multiplica post mortem en varios tulkus reconocidos de modo oficial, que existen simultáneamente. Por otra parte, ciertos lamas pasan por ser a un tiempo tulkus de varias personalidades. Así, el Trachi Lama es no sólo el tulku de Eupagmed, sino también el de Subhuti, discípulo del Buda histórico. Lo mismo el Dalai Lama que es, a la vez, avatara del mítico Tchenrezigs y de Gedundup, discípulo y sucesor del reformador Tsong-Khapa. Antes de proseguir, es interesante recordar que la secta de los gnósticos, en el cristianismo primitivo, consideraba a Jesús como tulku. Sus adeptos sostenían que el Jesús que había sido crucificado no era un hombre natural, sino un fantasma creado por un ser espiritual para representar ese rol.

Algunos budistas compartían la misma opinión en lo que se refiere a Buda. Según ellos, éste, que habitaba el paraíso Tuchita, no abandonó su morada celeste, sino que creó un fantasma que apareció en la India y fue Gautama, el Buda histórico. A pesar de las diversas teorías, más o menos sutiles, relacionadas con los tulkus, que circulan entre los sabios, aquéllos son considerados prácticamente como verdaderas reencarnaciones de sus predecesores, y las formalidades que preceden a su reconocimiento oficial se cumplen en consecuencia.

A menudo, un lama que es ya tulku predice en su lecho de muerte la región donde ha de renacer. Hasta añade ciertos detalles que conciernen a sus futuros padres, a la situación de su vivienda, etcétera.

Dos años después de la muerte de un lama tulku, generalmente su intendente en jefe y los otros funcionarios de su casa comienzan la búsqueda de su reencarnación. Si el difunto lama ha hecho predicciones o dejado instrucciones sobre las pesquisas que han de hacer, los investigadores se inspiran en ellas. A falta de indicaciones, consultan con un lama astrólogo y clarividente, que señala, en términos a veces confusos, el país donde ha de encontrarse el niño y las señales para reconocerle. Si se trata de un tulku de alta estirpe, se consulta a uno de los oráculos del Estado; esta consulta es obligatoria en las reencarnaciones del Dalai Lama o del Trachi Lama.

Algunas veces se encuentra rápidamente un niño que responde a la descripción del adivino. En otros casos pasan años sin descubrir ninguno. Esto es un motivo grave de tristeza para los fieles laicos del lama. Aun más pesarosos se hallan los monjes de su monasterio, porque este último, privado de su venerado jefe, no atrae tan gran número de piadosos bienhechores, y son escasos los festines y los donativos que ofrecen. Sin embargo, mientras devotos y trapas se lamentan, quizá algún intendente bribón se regocija secretamente, porque durante la ausencia del amo legítimo administra sus bienes sin comprobante efectivo, y esta circunstancia le proporciona con frecuencia el medio de hacer fortuna.

Cuando descubren un niño que responde a grandes rasgos a las condiciones prescritas, consultan nuevamente a un lama adivino, y si se declara a favor del candidato, éste se somete a prueba del siguiente modo: cierto número de objetos personales del difunto lama se mezclan con otros semejantes, y el niño tiene que señalar los primeros, testimoniando así que reconoce las cosas que le pertenecieron en su anterior existencia.

En ocasiones, varios niños son candidatos a la sede vacante por fallecimiento del tulku, Se han reconocido en todos ellos signos igualmente convincentes; cada uno reconoce, sin error, los objetos que han pertenecido al lama muerto. O también los lamas astrólogos y adivinos no se ponen de acuerdo en la elección y designan candidatos diferentes.

Semejantes casos se presentan especialmente cuando se trata de la sucesión de uno de esos grandes tulkus que reinan en monasterios importantes y de vastos dominios. Muchas familias desean entonces que uno de sus hijos ocupe el trono del señor fallecido.

Se permite a menudo que los padres del joven tulku vivan en el recinto del monasterio hasta que aquél pueda prescindir de los cuidados de la madre. Más adelante ponen a su disposición una confortable vivienda en los terrenos del monasterio, pero fuera de éste, y se les provee en abundancia de todo lo necesario para una existencia agradable. Si el monasterio no posee vivienda especial para los padres de su gran tulku, o si se trata de un tulku que no es señor de gompa, se mantiene confortablemente al padre y a la madre del niño elegido mientras vivan y en su propio país.

Los grandes monasterios cuentan, a veces, más de cien tulkus entre sus miembros, además de su señor. Suelen poseer, no sólo la suntuosa morada de su sede oficial, sino otras en distintos monasterios, así como dominios en algunos sitios del Tíbet o de Mongolia.

De hecho, ser pariente próximo, aun del menor de los tulkus, siempre es un lazo ventajoso para despertar la codicia en el corazón de cualquier tibetano. Por eso se tejen numerosas intrigas en torno a las sucesiones de los tulkus, y entre las poblaciones belicosas de Kham o de la frontera septentrional estas competencias apasionadas dan lugar a conflictos sangrientos.

Traen y llevan, de punta a punta del Tíbet, innumerables leyendas sobre los niños tulkus, para probar su identidad, relatando incidentes de la vida pasada. Hallamos en ellas la mezcla habitual del Tíbet: superstición, astucia, elemento cómico y hechos desconcertantes.

Podría narrarlas a docenas, pero prefiero limitarme a relatar dos en las que he tomado parte.

Junto al palacio del lama tulku Pegyai, donde yo me hospedaba, se encontraba la vivienda de otro tulku llamado Añai-Tsang.34 Habían transcurrido siete años desde la muerte de Añai-Tsang sin descubrir su reencarnación. No creo que su ausencia afligiese demasiado al intendente de la casa. Administraba los bienes del lama, y los suyos parecían prosperar satisfactoriamente.

Y sucedió que, durante un recorrido comercial, el intendente entró en una granja para beber y reposar. Mientras la dueña de la casa le preparaba té, sacó del bolsillo una tabaquera de jade y se disponía a administrarse una toma cuando un chiquillo, que hasta entonces había estado jugando en un rincón de la cocina, le paró, colocando su manecita sobre la tabaquera y preguntando con tono de reproche:

—¿Por qué usas mi tabaquera?

El intendente quedó como fulminado. Verdaderamente, la preciosa tabaquera no le pertenecía. Era la del difunto Añai-Tsang. No había tenido precisamente intención de robarla, pero se encontraba en su bolsillo y la usaba a diario.

Se quedó indeciso, tembloroso, mientras el pequeño le miraba con la cara súbitamente cambiada, severo y amenazador, no teniendo ya nada de una fisonomía infantil.

—Devuélvemela inmediatamente —ordenó—. Me pertenece.

Lleno de remordimientos, aterrorizado y confuso, el monje supersticioso se prosternó a ios pies de su amo reencarnado.

Algunos días después vi llegar al niño, con gran boato, a su morada. Traía un vestido de brocado amarillo y montaba una soberbia jaquita negra que el intendente llevaba de la brida.

Cuando el cortejo entró en palacio, el niño hizo una observación.

—¿Por qué tomamos a la izquierda para llegar al segundo patio? —preguntó—. La puerta está a la derecha.

No sé por qué razón la puerta que estaba entonces de aquel lado había sido tapiada después de la muerte del lama y otra la reemplazaba.

Los monjes admiraron la nueva prueba de la autenticidad de su lama, y éste fue conducido a su departamento privado, donde iban a servir el té.

El muchacho, sentado sobre una pila de almohadones, miró la taza de jade, con un platillo de esmalte y una tapa de turquesas, que estaba colocada ante él.

—Que me den la mayor taza de porcelana —ordenó —.

Y describió minuciosamente un tazón de porcelana china, mencionando el dibujo que lo adornaba. Ninguna persona había visto aquel tazón. El intendente y los monjes procuraban convencer respetuosamente al joven lama de que no había ninguno semejante en la casa.

En aquel momento, aprovechando mis buenas relaciones con el intendente, entré en la estancia. Conocía la historia de la tabaquera y tenía curiosidad por ver de cerca a mi extraordinario vecinito.

Le ofrecí, según la costumbre del Tíbet, un chal de seda y algunos obsequios. Los recibió sonriendo gentilmente, pero con aire preocupado y siguiendo el curso de sus pensamientos a propósito del tazón.

—Buscad mejor; lo encontraréis —aseguró.

Repentinamente, recobró la memoria y añadió otras explicaciones sobre un cofre pintado de tal color que se encontraba en tal sitio, en un cuarto donde guardaban los objetos poco usados.

Los monjes me habían puesto al corriente de lo que se trataba y permanecí en la habitación del tulku deseosa de ver lo que sucedería.

Menos de media hora más tarde se descubría el tazón con su plato y tapadera en una caja que estaba en el fondo del cofre descrito por el niño.

Ignoraba por completo la existencia de esa taza —me aseguró después el intendente—. El lama mismo o mi antecesor la habrían puesto en el cofre, que no contenía ningún otro objeto de valor y que estaba cerrado desde hacía muchos años.

Fui también testigo del descubrimiento de un tulku en circunstancias mucho más fantásticas que las anteriores. El suceso acaeció en una pobre posada de una aldehuela, no lejos de Ansi (en el Gobi).

El largo camino que se extiende desde Pekín a Rusia, atravesando todo un continente, está cruzado en aquella región por pistas que van desde Mongolia al Tíbet. Así que al llegar a la posada a la puesta del sol, me contrarió, sin extrañarme, encontrarla invadida por una caravana de mongoles.

Los viajeros parecían excitados por algún incidente extraordinario. No obstante, con su cortesía habitual, acrecentada al ver los hábitos religiosos lamaístas que usábamos Yongden y yo, los mongoles desalojaron un cuarto para nosotros y nuestros acompañantes y dejaron sitio en la cuadra paralas bestias.

Mientras permanecía rezagada con mi hijo, mirando a los camellos echados en el patio, se abrió la puerta de uno de los cuartos, y un muchacho alto, de rostro agradable y pobremente vestido con un traje tibetano, se paró ante el umbral preguntándonos si éramos tibetanos. Respondimos afirmativamente.

Entonces, un lama anciano, que por su porte nos pareció el jefe de la caravana, apareció detrás del joven y nos dirigió también la palabra en tibetano.

Como siempre ocurre en encuentros semejantes, cambiamos preguntas y respuestas concernientes al país de donde veníamos y aquel adonde nos dirigíamos.

El lama nos dijo que había proyectado ir a Lasa por Sutchu y el camino de invierno, pero que tal viaje era ya inútil y que regresaba a Mongolia, Los sirvientes ocupados en el patio dieron su conformidad a aquella declaración meneando la cabeza como si estuvieran enterados.

Hubiera querido averiguar por qué habían cambiado de idea aquellas gentes, pero el lama se retiraba a su cuarto y me pareció descortés seguirle para pedirle una explicación.

Sin embargo, ya más tarde, por la noche, cuando se informaron por nuestros criados de quiénes éramos, los mongoles nos invitaron a tomar té con ellos y escuchamos toda la historia.

El guapo muchacho era nativo de la lejana provincia de Ngari, en el sudoeste del Tíbet. Parecía un tanto visionario. Por lo menos, los occidentales le hubiesen juzgado así, pero estábamos en Asia.

Desde su infancia, Migyur —tal era su nombre—, estaba obsesionado por la peculiar idea de que no se hallaba donde debiera estar. Se sentía extranjero en su pueblo, en su familia... Veía en sueños paisajes que no existían en el Ngari: soledades arenosas, tiendas redondas de fieltro, un pequeño monasterio sobre una colina. Incluso despierto, las mismas imágenes subjetivas se le aparecían, sobreponiéndose a los objetos reales que le rodeaban, velándolos y creando en torno suyo un espejismo perpetuo.

Apenas contaba catorce años cuando huyó de su casa, incapaz de resistir al deseo de alcanzar la realidad de sus visiones. Desde entonces había vivido como un vagabundo, trabajando de cuando en cuando para ganar el sustento, mendigando las más de las veces, errante, sin poder contener su agitación y establecerse en algún sitio fijo. Por el momento, llegaba de Aric, al norte del desierto de los prados.

Camino adelante, según su hábito, sin rumbo, había llegado unas horas antes frente a la posada donde acampaba la caravana. Vio a los camellos en el patio, franqueó la puerta sin saber por qué, se encontró frente al viejo lama... y, entonces, con la rapidez del rayo, el recuerdo de hechos anteriores iluminó su memoria.

Vio a aquel lama muchacho y se vio a sí mismo, lama ya anciano. Los dos viajaban por aquel mismo camino, de vuelta de una larga peregrinación a los santos lugares del Tíbet, regresando a su monasterio, enclavado en la colina.

Recordó todas aquellas cosas al jefe de la caravana con los más minuciosos detalles sobre su vida en el lejano monasterio y muchas otras particularidades. Y resultó que el objeto de la expedición de los mongoles era, precisamente, para rogar al Dalai Lama que les indicase el medio de descubrir al tulku señor de su monasterio, cuya sede no se ocupaba desde hacía más de veinte años, a pesar de cuantos esfuerzos se habían hecho para descubrir su reencarnación.

Aquellas gentes supersticiosas casi llegaban a creer que, por efecto de su omnisciencia k el Dalai Lama había conocido su intención y, en su enorme bondad, les había hecho tropezar con el lama reencarnado.

El vagabundo de Ngari fue sometido inmediatamente a la prueba habitual, y, sin equivocarse ni vacilar, sacó de un saco, donde estaban mezclados con otros análogos, los objetos que pertenecieron al difunto lama.

Los mongoles ya no dudaban sobre la legitimidad de su tulku.

Al día siguiente la caravana volvía sobre sus pasos, alejándose al lento caminar de sus grandes camellos y desapareciendo por el horizonte en las soledades del Gobi. Con ella marchaba el nuevo tulku hacia su extraño destino.

Magos y místicos del Tíbet
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