O sea, debe apoyarse en la vertiente de la montaña y dominar un lago, o siquiera una corriente de agua. Conviene, también, que desde la ermita pueda contemplarse la salida y la puesta del sol. Aún hay que observar otras reglas, según el fin que persiga el ermitaño.
Los riteus formados por cierto número de viviendas ascéticas están ocupados por religiosos que se dedican a la vida contemplativa, o que siguen un entrenamiento espiritual que exige mayor tranquilidad que la que ofrecen los monasterios. Los monjes no viven siempre como reclusos. Van a sacar agua a la fuente o al arroyo cercano, recogen combustible, se pasean en torno a la ermita y se sientan fuera para meditar. La soledad en ciertos lugares es tan grande que no hay razón para aislarse.
No todos los riteu-pas son adeptos del sendero directo, pero casi todos son, en cierto modo, místicos u ocultistas. Sin embargo, hay entre ellos algunos letrados retirados al desierto, para leer, estudiar o escribir un libro.
En cuanto a los naldjorpas convencidos, a los que escalan las pendientes escarpadas del camino directo o reinan sobre las cumbres del misticismo tibetano, no se agrupan nunca, viven en cavernas que apenas son viviendas, de difícil acceso, y las soledades más agrestes les parecen poco para satisfacer su sed de aislamiento.
Una idea normal en occidente es la de que el hombre no puede acomodarse a la reclusión y a la soledad completa, porque, al prolongarse en exceso, producen graves trastornos cerebrales que llevan al idiotismo y a la locura.
Esta opinión se funda, probablemente, en lo que concierne a las categorías de individuos sobre quienes se han estudiado los efectos del aislamiento prolongado: guardianes de faros, náufragos o viajeros extraviados en regiones despobladas, presos sometidos al régimen celular, etcétera.
No obstante, las observaciones hechas con este motivo no pueden aplicarse de ninguna manera a los ermitaños del Tíbet. Éstos emergen de su voluntario secuestro perfectamente sanos de espíritu. Pueden discutirse las teorías concluyentes de sus largas meditaciones, pero es imposible poner en duda su lucidez.
El hecho no tiene nada de fantástico. Son gentes preparadas para el aislamiento. Antes de encerrarse en el tsham-khang o de marchar a la ermita, han almacenado en su espíritu buen número de pensamientos que les acompañan. Además, el período de retiro, por largo que parezca, no pasa inactivo. Las horas que han dejado de contar, ignorando incluso la división del tiempo en día y noche, se llenan con ejercicios diversos, con trabajo metódico de adiestramiento espiritual, con indagaciones sobre el conocimiento oculto o con meditaciones sobre problemas filosóficos. En suma, absorbidos por sus investigaciones, por sus inspecciones internas que a veces les apasionan, esos hombres están lejos de hallarse ociosos y no se dan cuenta de su aislamiento.
No he oído decir a un solo ermitaño o tsham-pa que hubiese sufrido por la falta de compañía humana, ni siquiera en los comienzos de su retiro, y, generalmente, los que han gozado esa existencia no pueden volver a acostumbrarse a vivir en lugares habitados ni a entablar relaciones sociales.
Contra lo que parece, aun descartando toda idea religiosa, la vida de ermitaño tiene sus satisfacciones. El sentimiento experimentado cuando se cierra la puerta del tsham-khang, o cuando desde lo alto de la ermita se contempla la primera nevada en el valle pensando que va a bloquear todo acceso hasta allí, es de una dulzura casi voluptuosa. Pero es preciso haber hecho la experiencia para comprender el atractivo que ejerce ese género de existencia sobre muchos orientales.
Las prácticas de los reclusos en el secreto de sus tsham-khangs son muy diversas. No se podría hacer una lista completa, porque son considerables y con toda seguridad nadie las conoce todas.
Aquí y allí se encuentran, en la literatura mística tibetana, descripciones, más o menos extensas, de algunas de ellas; pero la mayoría de las veces son muy reticentes sobre los puntos capaces de interesarnos, es decir, sobre el significado y el objeto de las prácticas. Es indispensable, para informarse convenientemente, oír las explicaciones de los maestros que poseen la enseñanza oral tradicional. Sobre todo, es preciso no contentarse con interrogar a uno solo, porque las interpretaciones varían mucho, no ya según las sectas, sino de un maestro a otro.
Las prácticas recomendadas a los debutantes en la vía mística están, en gran parte, tomadas del tantrismo84 hindú, importado en el Tíbet por los misioneros de sectas búdicas tántricas, Ngags kyi thegpa y Dordji thegpa. Sin embargo, se descubren otros elementos, y el espíritu del sistema parece, de hecho, distinto del que emana del tantrismo tal como nuestros conocimientos, muy rudimentarios aún, nos permiten entrever.
He oído a un sabio lama sostener que las atrevidas teorías sobre la libertad absoluta intelectual y la liberación de todas las reglas que profesan los adeptos más avanzados del sendero directo, son un eco debilitado de cierta enseñanza existente desde tiempo inmemorial en el Asia central y en el Asia septentrional. Aquel lama creía firmemente que las doctrinas enseñadas en el transcurso de altas iniciaciones por los adeptos más extremistas del sendero directo concuerdan perfectamente con las de Buda y que éste las ha preconizado claramente en ciertos pasajes de sus discursos. Sin embargo, añadía, Buda ha comprendido también que, para la mayoría de los hombres, es mejor limitarse a observar las reglas calculadas que contrarrestan los malos efectos de su ignorancia y los conducen por caminos donde no han de temer ninguna catástrofe moral. Por este motivo ha decretado códigos de observancia para uso de laicos y del común de los monjes.
Aquel lama parecía dudar mucho de que Buda fuese verdaderamente de raza aria, suponiendo que tenía antecesores entre los amarillos. En cuanto a su sucesor, el futuro Buda Maitreya estaba convencido de que saldría del Asia septentrional.
¿De dónde había sacado esas ideas? No pude darme cuenta claramente. La discusión es casi imposible con los místicos orientales. Cuando contestan: «He visto eso en mis meditaciones», ya no se les puede sacar más. No obstante, aquel letrado, que había viajado mucho, pretendía que ciertos lamas mongoles participan de su opinión sobre Buda y de su esperado sucesor. No todos los que se enclaustran en los tsham-khangs tienen inteligencia superior ni se dedican a meditaciones trascendentales. Muchos se limitan a repetir millares, y hasta millones de veces, la misma fórmula, un mantra sánscrito, la mayor parte de las veces, cuyo sentido no comprenden. Otras el recluso recita un texto tibetano, pero a menudo el significado viene a ser tan oscuro para él como si lo recitase en lengua desconocida.
Una de las fórmulas más populares es la llamada kyabdo (escrito akyabs hgro), que significa «ir al refugio». Por mi parte, la he salmodiado un millón de veces, cuando recorría el Tíbet disfrazada de peregrina mendiga. La escogí porque, siendo tan conocida, no llamaba nada la atención. Me permitía, absorta en un piadoso ejercicio, esquivar conversaciones pesadas y embarazosas sobre el país de donde venía, el objeto de mi viaje y otros temas peligrosos para guardar el incógnito. El sentido no es nada vulgar. Hela aquí:
Me refugio en todos los refugios puros,
¡oh, vosotros padres y madres (antecesores) errantes en la ronda de renacimientos sucesivos, que adoptáis formas distintas de seis clases de seres animados!
Para alcanzar el estado de Buda, libre de temor y de sufrimiento,
dirigid vuestro pensamiento a la iluminación (conocimiento).
Otra forma muy conocida de tsham consiste en encerrarse en una choza cualquiera, o hasta en su propio cuarto, para repetir cien mil veces esas palabras, prosternándose igual número de veces. Los tibetanos las tienen de dos clases. Una, llamada te hags tsal, se parece al kotu de los chinos, con la diferencia de que, antes de arrodillarse, se elevan los brazos sobre la cabeza, uniendo las manos al modo hindú, y se bajan otra vez a la altura del talle, con tres pausas simbólicas. El gesto rápido impide darse cuenta de las pausas. Así saludan —siempre tres veces— a las estatuas en los templos, a los grandes lamas, a los libros y edificios sagrados.
La segunda, llamada kyang tchags, se cumple al uso de la India, con el cuerpo completamente echado en el suelo. La reservan para los actos de gran devoción. Es el kyang tchags que hay que efectuar al recitar la fórmula mágica arriba mencionada. Como la ceremonia exige que la frente toque el piso o el suelo desnudo, según las condiciones del lugar, la carne se magulla, produce una buena hinchazón y a veces hasta llagas. Todo esto ha de tener un aspecto especial, que reconocen los expertos en la materia para saber si el fruto del kyabdo se ha logrado o no.
Si de estos piadosos benditos pasamos a una categoría de tsham-pas que se consideran muy por encima de ellos, los vemos adiestrarse en ejercicios de respiración según el sistema del yoga. Consisten en tomar ciertas posturas mientras practican varias maneras de aspiración, de retención de aliento y de espiración.
Los tsham-pas hacen estos ejercicios muchas veces completamente desnudos, y la inspección de la forma que toma el vientre durante la retención de aliento es uno de los indicios que permite juzgar el grado de habilidad que adquiere el estudiante.
Además de los resultados físicos que le atribuyen, descritos algunos en el capítulo anterior, los tibetanos aseguran que por la maestría de la respiración se triunfa sobre las pasiones, la cólera y los deseos carnales, dando serenidad, preparando al espíritu para la meditación, despertando energía espiritual.
«El aliento es la cabalgadura y el espíritu el jinete», repiten los místicos del Tíbet, y es importante que una cabalgadura sea dócil. Pero el aliento dirige también la actividad del cuerpo e influye en la del espíritu, de donde se deducen los métodos: el más cómodo es el que aplaca el espíritu, reglamentando la respiración, y el otro, más arduo, consiste en reglamentar la respiración por medio de la paz de espíritu.
El recluso añade, generalmente, a los ejercicios respiratorios, que repite varias veces al día, la meditación contemplativa, con la ayuda de los kyilkhores (escrito dkylkhor: círculos).
El kyilkhor es una especie de diagrama dibujado en papel o en tela, o grabado sobre metal, piedra o madera. Algunos kyilkhores se construyen también con ayuda de banderas minúsculas, lámparas, palos de incienso, tormas, recipientes que contienen varias cosas, etc., que forman un microcosmos. Sin embargo, los personajes que figuran en ellos y los accesorios que los rodean no suelen aparecer bajo su aspecto real. Las deidades y los lamas están representados por una pequeña pirámide de pasta llamada torma.
Los kyilkhores se dibujan también sobre tablas o en el suelo con polvos de colores.
Una de las cuatro escuelas de enseñanza superior de los grandes monasterios (la escuela de Gyud) instruye a los monjes en el arte de trazar distintos kyilkhores, de los que existe gran variedad. Los Sakya-pas tenían algunos con tres metros de diámetro, lo menos. Los dibujaban con polvos de color sujetos por delgadas varillas, que permitían amontonarlos en capas de diferente espesor, formando un dibujo que recordaba los mapas en relieve. Aquellas enormes ruedas estaban cercadas por murallas de madera o cartón de color, con puertas. En los sitios convenientes había lámparas de altar y banderitas.
Los trapas que desean llegar a ser guías en esta clase de arquitectura pasan años estudiando las reglas. El menor error en el trazado, en los colores, en el lugar de los personajes o accesorios que los rodean, puede acarrear terribles consecuencias, según los lamas, porque el kyilkhor es un instrumentó mágico, un arma que hiere a quien la maneja torpemente. Hay que advertir que nadie puede construir o dibujar un kyilkhor si no posee la iniciación especial que le otorga el derecho, y cada variedad de kyilkhor exige su iniciación correspondiente. El kyilkhor construido por un no iniciado es cosa muerta, imposible de animar y sin poder. En cuanto al conocimiento del significado simbólico de los kyilkhores y el arte de manejarlos sólo pertenecen a una minoría de lamas admitidos a iniciaciones máximas.
Sin necesidad de ahondar en este tema, se comprende que los kyilkhores de formas complicadas y de grandes dimensiones no tienen acceso en los tsham-khangs. Las construcciones y los dibujos se simplifican mucho; por otra parte, los kyilkhores secretos de los místicos son diferentes de los que se ven en las gompas.
Al comenzar su educación espiritual, el novicio recibirá, probablemente, de su lama, las instrucciones necesarias para establecer un diagrama destinado a lo que los tibetanos llaman ten, es decir, un soporte, un objeto sobre el cual reposa la atención, se fija.
En medio del kyilkhor se representa una figura central: deidad o bodhisatva; el mundo que se supone habita y los habitantes de este último se imaginarán en torno y estarán materialmente representados por algunas figuras o símbolos que facilitarán la contención.
El debutante tiene que llegar a percibir las distintas imágenes con toda nitidez. Primero se ayudará con descripciones que encuentre en los libros sobre el aspecto de la deidad, su vestido, su actitud, la apariencia de su morada, el lugar que ocupa, etc. Después, poco a poco, la imagen se formará por sí misma cuando el tsham-pa se siente enfrente del kyilkhor, sin que necesite recordar esos detalles.
Al llegar a ese punto, muchos estudiantes se paran, satisfechos de sí mismos, y el maestro no hace el menor esfuerzo por retenerlos y demostrarles que apenas han vuelto la primera página del abecé del misticismo.
El estudiante que persevera comienza entonces a animar el kyilkhor, que hasta ese momento sólo ha sido una cosa inerte, un sencillo recordatorio.
Los hindúes animan los diagramas mágicos, como a las estatuas de las deidades, antes de rendirles culto. Este rito se llama prana pratishtha y tiene por objeto transmitir, por medio de efluvios psíquicos, la energía del adorador al objeto inanimado. La vida infusa en este último se mantiene con el culto diario que le otorgan. De hecho se alimenta por la concentración de pensamiento a que ha dado lugar. Si este alimento de orden sutil llega a faltarle, el alma viviente colocada en él languidece de inanición y el objeto vuelve a ser materia inerte. Es una de las razones por las cuales los hindúes juzgan culpable no cumplir los ritos cotidianos ante las efigies que han animado, a menos que sólo hayan recibido vida limitada para la duración de una ceremonia particular, después de la cual las consideran como muertas y son arrojadas con gran pompa al río sagrado.
Con idéntico método, los tibetanos animan sus kyilkhores, mas no para que sean objeto de culto; prescinden de la representación material del kyilkhor después de algún tiempo, y éste se convierte en pura imagen mental.
Uno de los ejercicios que se practican generalmente —con ayuda de un kyilkhor material o sin ella— durante el período de adiestramiento es el siguiente:
Se evoca la forma de una deidad. La observan primero sola; luego surgen de su cuerpo otras formas, tan pronto idénticas a la suya como diferentes. Los personajes son, a veces, cuatro, pero en algunas meditaciones su número llega a ciento, o más bien son innumerables.
Cuando estas diversas deidades aparecen rodeando por completo a la figura central, poco a poco, una a una, se reabsorben en ella. Ésta permanece al principio sola, luego comienza a borrarse. Los pies desaparecen primero, y así, lenta y gradualmente, se va borrando todo el cuerpo, hasta que la cabeza se desvanece y queda un solo punto. Puede ser oscuro, de color o luminoso, y los maestros místicos hallan en esta particularidad un indicio que revela el grado de progreso espiritual de sus discípulos. Finalmente el punto se acerca al discípulo en meditación y se absorbe en él. Al llegar a esto hay que observar también la parte del cuerpo por la que parece penetrar.
Sigue a este ejercicio un tiempo de meditación; luego el punto sale del naldjorpa y hay que hacer la misma observación anterior. Algunos maestros indican a sus discípulos el sitio en que el punto debe obrar su unión con el cuerpo y salir de él. Este sitio se encuentra, generalmente, entre las cejas. Otros aconsejan, al contrario, que no traten de dirigir la marcha de aquella ilusión y que la observen, sencillamente. También, según los sujetos, preconizan uno u otro de los dos métodos.
Una vez arrojado el punto, se alejará, se convertirá en una cabeza, luego en un cuerpo entero, de donde saldrán otros personajes que se reabsorberán en él, y la fantasmagoría se desarrolla así para volver a empezar tantas veces como el místico lo considere necesario.
En otros ejercicios aparece un loto. Se abre pétalo por pétalo y sobre cada uno de ellos está sentado un bodhisatva. Una figura central ocupa el corazón de la flor. Después de abrirse, ésta se vuelve a cerrar, y cada pétalo, al replegarse, lanza un rayo de luz que va a perderse en el corazón del loto. Por fin, cuando este último, a su vez, se cierra, la luz que brota penetra en el religioso que medita. Hay muchas variedades de ese ejercicio.
Otra práctica consiste en imaginar numerosos dioses colocadas en todas las partes del cuerpo, sentadas en la espalda, en los brazos, etcétera.
Muchos aspirantes a las cimas místicas se complacen en esta etapa, y se quedan divirtiéndose con sus visiones en lugar de proseguir el camino. Descritas secamente, como acabo de hacerlo, estas visiones sólo pueden parecer extravagantes, pero acaban por convertirse en un juego atractivo por la diversidad imprevista de las combinaciones que llegan a presentar después de algún tiempo de adiestramiento.
Proporcionan al recluso encerrado en su tsham-khang espectáculos muy superiores a los de las maravillas representadas en nuestros teatros. Aun el que conozca su naturaleza ilusoria puede encontrarles encanto; en cuanto al hombre que cree en la realidad de los distintos actores no es raro que permanezca sumergido en su magia.
Pero los ermitaños no han inventado los ejercicios para su recreo. Su verdadero objeto es procurar que el religioso llegue a comprender que el mundo y todos los fenómenos que se nos aparecen sólo son espejismos nacidos en nuestra imaginación.
Del espíritu emergen
y en el espíritu se anegan,
como canta el poeta asceta Milarespa.
Resumiendo, ahí está la enseñanza fundamental de los místicos del Tíbet.
Antes de seguir más adelante en nuestro estudio, bueno será echar una mirada sobre los reclusos que persiguen la obtención de poderes mágicos. Se les puede clasificar en dos grandes categorías.
Una de ellas, la más numerosa, abarca a cuantos desean subyugar a seres poderosos, deidades o demonios, para obligarles a obedecer. Estos aprendices de brujo creen, desde luego, que las personalidades de los otros mundos, cuyo poder quieren emplear para servir sus deseos, son completamente diferentes de la suya propia.
Hay que estudiar los diferentes tipos, casi siempre muy pintorescos, entre los ngags-pas, los hombres de palabras secretas. En estos últimos también se pueden estudiar algunos fenómenos psíquicos cuyos protagonistas inconscientes son las propias víctimas trágicas.
Los simples tsham-pas de quienes nos ocupamos aquí no se aventuran mucho en el camino de la magia. Su ambición se limita a convertirse en «lama que hace caer o parar, a voluntad, la lluvia y el granizo». Esta profesión goza de fuertes censos anuales que pagan los campesinos para proteger sus cosechas y, además, de un contingente apreciable. Por esa razón, muchos sueñan con ello, se diestran y practican. A pesar de eso, sólo un número limitado de monjes son verdaderamente célebres y gozan de prosperidad brillante.85
Los tsham-pas que por cualquier motivo aspiran al poder de someter seres de otro mundo, se ejercitan por el método de los kyilkhores, aunque existen otros. Aprenden la manera de atraer a estos personajes a la construcción o al dibujo imantados con procedimientos mágicos, para retenerlos prisioneros. Cuando lo han logrado, procuran arrancar al preso, a cambio de su libertad, la promesa de su obediencia y su concurso en la obra que quieren realizar.
Nuestros hechiceros en la Edad Media, y probablemente los hechiceros de todos los países, han empleado procedimientos similares, y debían de conocer, como los del Tíbet, la furia de caer en sus redes, las luchas que habían de sostener contra ellos y los accidentes a que está expuesto el hechicero torpe que deja escapar a su prisionero sin haberle dominado.
La segunda categoría comprende a los que están más o menos convencidos de que sólo su propio poder obra en el trabajo de magia y crea las formas especiales que momentáneamente necesita, así como fabricamos los instrumentos necesarios para ejecutar cualquier género de esfuerzo.
Los magos de este orden no niegan la autenticidad de los accidentes que sufren sus colegas menos ilustrados y lo explican científicamente. Respecto a ellos, no bastan sus conocimientos de la ciencia de esa hechicería para protegerles completamente.
Podría dar mil detalles sobre los tsham-pas, pero tengo que limitarme. Indicaré, finalmente, que la costumbre quiere que el dueño del tsham-pa lo instale, cumpliendo ciertas ceremonias, en el lugar donde ha de transcurrir el tiempo de la reclusión. Si ésta es de la especie rigurosa y el religioso recibe su alimento por el torno, la puerta de su celda permanecerá cerrada para su preceptor espiritual, que estampará su sello en ella. En otros casos, el lama instructor visitará de vez en cuando a su discípulo, para averiguar los resultados de su trabajo espiritual y aconsejarle. Por último, si el tsham es de clase menos severa, se coloca en la puerta del recluso una bandera en la que están inscritos los nombres de las personas admitidas a verle, para su servicio o para otros motivos conocidos y aprobados por el gurú. En el muro del tsham-khang donde el monje se encierra para toda la vida plantan, a veces, una rama seca.
Si volvemos ahora la mirada hacia el joven iniciado que en lugar de solicitar la dirección espiritual del lama, miembro regular de monasterio, desea la de un anacoreta contemplativo, el cuadro cambia de aspecto.
Los métodos de enseñanza se tornan extraños y duros hasta la barbarie. Ya hemos visto ejemplos en el capítulo anterior.
La trilogía: examinar, meditar, comprender, que ya he indicado, adquiere fuerza especial en los verdaderos adeptos del camino directo, y el discípulo dirige por completo su actividad intelectual a tales fines. A veces, los medios que se usan parecen extravagantes, pero mirando más de cerca, vemos que el fin que se persigue es perfectamente razonable. También es probable que los inventores de estos métodos conociesen a fondo la mentalidad de su clientela y hayan obrado en consecuencia.
Según Padmasambhava, las etapas del progreso espiritual son las siguientes:
1.ª Leer gran cantidad de libros sobre las diferentes religiones y filosofía. Escuchar discursos de muchos letrados y maestros que profesan teorías diversas. Experimentar por sí mismo numerosos métodos de toda especie.
2.ª Escoger una doctrina entre todas las que se han examinado y rechazar las otras, lo mismo que un águila escoge su presa entre el rebaño.
3.ª Permanecer en situación modesta, tener aspecto humilde, achicarse, no intentar ser uno de los grandes de este universo. Pero detrás de esa fachada de insignificancia, elevar el espíritu muy alto y planear por encima de los honores y de la gloria terrestre.
4.ª Ser indiferente a todo. Obrar como el perro o el cerdo, que comen cuando se les presenta la ocasión. No hacer ningún esfuerzo para obtener o para evitar; admitir lo que venga, riqueza o pobreza, alabanzas o desprecio. No distinguir entre virtud o vicio, gloria o vergüenza, bien o mal. No afligirse, arrepentirse o lamentarse, hágase lo que se haga y, por otra parte, no felicitarse, ni alegrarse, ni enorgullecerse de nada.
5.ª Contemplar sin emoción alguna, con espíritu libre, el conflicto de opiniones y las diversas actividades de los seres. Pensar: «Tal es la naturaleza de las cosas, la manera de ser de las diferentes individualidades». Mirar al mundo como el hombre mira, desde la montaña más alta de la región, los valles a sus pies y las cimas menos elevadas que la suya.
6.ª La sexta etapa no puede describirse: equivale a la comprensión del vacío.86
A pesar de esta clase de programas, se esforzaría uno en vano por establecer la regular graduación de los múltiples ejercicios educativos inventados por los padres del desierto tibetanos. En la práctica esos ejercicios se combinan, y no solamente cada maestro místico tiene su método particular, sino que es raro que dos discípulos del mismo maestro sigan igual camino.
Hay que orientarse en un caos, que es, en suma, la consecuencia del caos de tendencias y de aptitudes individuales que los partidarios de la vía directa rehúsan meter en idéntico molde. Libertad es el lema de las altas planicies del «país de las nieves», pero por singular paradoja, los novicios lo aprenden con la más estricta obediencia a sus guías espirituales. Sin embargo, la obediencia exigida sólo comprende las prácticas y la manera de vivir ordenada por el maestro. No hay doctrina impuesta; el espíritu del discípulo permanece libre, dueño de creer, de negar, de dudar, según las inclinaciones que posea.
Oí decir a un lama que el papel de maestro de la vía directa consiste, en primer lugar, en desmontar, Debe animar a su discípulo a deshacerse de creencias, ideas, costumbres adquiridas y tendencias innatas, de todo lo que ha crecido en su espíritu por efecto de causas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.
A falta de poder catalogar ordenadamente los diversos ejercicios espirituales en uso entre los discípulos de los anacoretas, y también porque es imposible conocerlos todos, hemos de contentarnos con considerar algunos, tratando de discernir nosotros mismos cómo cada uno de ellos tiende al objeto final, que es la completa emancipación.
Dos ejercicios tienen particular preferencia.
Uno consiste en considerar con atención el movimiento perpetuo del espíritu, sin tratar de ponerle ligaduras. Otro, en parar, al contrario, su vagancia y fijarle para concentrar el pensamiento en un objeto único.
Los dos están prescritos en la iniciación. A veces, exclusivamente uno; después, exclusivamente el otro; más tarde, alternados uno y otro. Por último, los dos ejercicios pueden practicarse en el mismo día o hasta sucederse sin intervalo.
El entrenamiento para adquirir la concentración mental perfecta es preliminar indispensable en todo género meditativo. La razón es obvia, no hay que explicarla. Todos los novicios se ejercitan en ella. Respecto a la observancia del ir y venir del espíritu, sólo se recomienda a los intelectuales.
Todos los budistas practican los ejercicios de concentración. En las sectas de los países del sur (Ceilán, Birmania, Siam) usan a veces diferentes aparatos llamados kasinas, que son o bien círculos de arcilla cuyo color varía, o una superficie redonda cubierta de agua, o una hoguera que hay que mirar, a través de una pantalla, por un agujero redondo. Se contempla en cualquiera de estos círculos hasta que su imagen se ve tan clara con los ojos cerrados como abiertos. Este procedimiento únicamente tiende a acostumbrarse a concentrar el espíritu y no trata de producir estados hipnóticos como varios autores han creído. Los kasinas no son más que un medio entre muchos otros. Los tibetanos consideran perfectamente indiferente la naturaleza del objeto para adiestrarse. El principiante debe preferir el que atrae y retiene más fácilmente su atención.
La siguiente anécdota, conocidísima en el Tíbet, ilustrará el hecho. Un muchacho ruega a un anacoreta que le guíe en la vía espiritual. El último desea que se ejercite primero en la concentración de espíritu. «¿Cuál es tu ocupación ordinaria?», preguntó al aspirante naldjorpa. «Guardo los yaks», contestó. «Bueno —dijo el gomtchen—, medita acerca de un yak.» El nuevo discípulo se instaló en una caverna acondicionada para vivienda, como tantas del Tíbet, en las regiones frecuentadas por los pastores, y comenzó su aprendizaje. Al cabo de algún tiempo el maestro se dirigió al lugar donde le había dejado en meditación, le llamó y ordenó que saliese. Su discípulo le oye, se levanta y quiere salir del refugio. Pero su meditación ha llegado a ser lo que se pretendía: se ha identificado tanto con el objeto al que ha dirigido sus pensamientos, que ha perdido la conciencia de su propia personalidad, y contesta, mientras lucha en la salida de la gruta, como si algún obstáculo lo retuviese: «No puedo salir; mis cuernos no me dejan». Se sentía yak.
Una de las variedades de los ejercicios de concentración consiste en escoger cualquier paisaje; por ejemplo, un jardín.
Lo miran, lo observan en todos sus detalles. Anotan en el pensamiento las diferentes especies de flores que se encuentran, el modo de estar agrupadas, los árboles, su altura, la forma de las ramas, la diferencia de las hojas, y así sucesivamente, todas las particularidades que se pueden observar. Cuando llegan a formarse una idea tan clara de este jardín que se pueda ver tan claramente con los ojos cerrados como abiertos, se empiezan a eliminar, uno a uno, los distintos detalles del conjunto que representa el jardín. Las flores pierden gradualmente sus colores y sus formas se deshacen; hasta su mismo polvo desaparece. Los árboles se despojan de las hojas, sus ramas se achican, parecen penetrar en el tronco, que se adelgaza y llega a ser una simple línea cada vez más tenue, hasta que se hace invisible. Sólo queda el suelo desnudo, y de éste hay que sustraer también las piedras, la tierra. El suelo desaparece a su vez, etcétera.
Con ejercicios de este género, se llega a eliminar la idea del mundo, de la forma y de la materia; a concebir, sucesivamente, la idea del espacio puro e infinito, luego la de la infinidad de la conciencia, para llegar, después, a la esfera del vacío y a aquella donde no existe ni conciencia ni ausencia de conciencia. Estas cuatro clases de meditaciones son clásicas en budismo; se les da el nombre de meditaciones sin forma.
Han elaborado muchos sistemas para conducir a estos estados de espíritu particulares. Tan pronto son éstos fruto de la contemplación o del razonamiento, como, al contrario, se producen otras veces después de una serie de introspecciones minuciosas o por investigaciones y reflexiones que conciernen al mundo exterior. Por último, dicen los tibetanos, hay gentes que llegan a lograrlo de repente, sin la menor preparación, mientras están en un sitio cualquiera y ocupados en cualquier menester.
Otro ejercicio acostumbrado en el adiestramiento místico consiste en considerar cualquier objeto concentrando el pensamiento únicamente en él, de tal modo que no sólo no se vea nada más, sino que tampoco se tenga idea de ninguna otra cosa. Perdiendo, poco a poco, la noción de la propia personalidad, se llega a revestir la personalidad del objeto contemplado, como, en la cita anterior, el hombre que se sentía yak. Pero no hay que detenerse ahí. Cuando uno ha llegado a convertirse en el objeto que se contempla, es decir, que se sienten las sensaciones especiales que su forma, su dimensión y sus particularidades pueden producir, trata de contemplarse a sí mismo como un objeto externo. Así, quien tome un árbol como objeto de contemplación, olvidará su personalidad humana, tendrá que sentir su tronco rígido, sus ramas, el movimiento de éstas, la vida escondida en sus raíces, la subida de la savia, etcétera. Luego, como árbol convertido en sujeto, tendrá que contemplar al ser humano convertido en objeto; sentado ante él, considerarlo y examinarlo minuciosamente. Volviendo a colocar su conciencia en el hombre sentado, mirará otra vez el árbol; luego, como árbol, contemplará de nuevo al hombre, y este movimiento alternativo de transposición del sujeto y del objeto lo repetirá cuantas veces quiera.
Es un ejercicio que se practica en el interior por medio de una estatuilla, de un bastón llamada gomching (madera de meditación) o con una varita de incienso. Encender esta última en la oscuridad más absoluta o en una habitación muy oscura es favorable también para prepararse a la meditación. Esta meditación se llama niam par jagpá. Y consiste en conducir el espíritu a una calma absoluta, y la contemplación del minúsculo punto de fuego de la varita de incienso contribuye a proporcionar la paz.
Entre los budistas este uso cuenta con muchos años. Budhagosha, en una de sus obras llamada Manoratha Purani habla de la religiosa Utpalavarna, «que tiene el espíritu fijo en la contemplación de su lámpara, cuya contemplación le sirve de peldaño para llegar al conocimiento perfecto».
Las personas que practican la meditación metódica y regularmente, suelen experimentar, después de sentarse en el sitio reservado para ello, la sensación de dejar caer un fardo, de despojarse de un manto pesado y de penetrar en una región silenciosa. Los místicos llaman a esta impresión de liberación y calma niam per jag pa, unificar, nivelar, es decir, apaciguar cualquier agitación que levanta olas en el espíritu.
Otro ejercicio, que se practica menos, consiste en desplazar la conciencia en el cuerpo mismo. La explicación es la siguiente:
Sentimos nuestra conciencia en nuestro corazón. Sólo nuestros brazos parecen anexos de nuestro cuerpo; pensamos en los pies como formando parte alejada de nosotros; en suma, como objeto de un sujeto que está al otro lado.
El discípulo se esforzará por sacar a la conciencia-sujeto de su domicilio habitual, transportándola, por ejemplo, a su mano. Debe sentirse luego una cosa que tenga la forma de cinco dedos y de la palma de la mano, colocada al extremo de una larga atadura (el brazo) que la une a una gran masa moviente (el cuerpo).
Es preciso que sienta la sensación que podríamos experimentar si en lugar de tener los ojos colocados en la cara los tuviésemos en la mano, y ésta, provista de ojos y sede del pensamiento, se levantase y se bajase al final del brazo para examinar la cabeza y el cuerpo, en vez de dirigir los ojos a la mano cuando queremos mirarla, como se hace habitualmente.
¿Cuál es el fin de estas singulares gimnasias? La respuesta que con frecuencia me daban no satisfará probablemente a nadie y, sin embargo, es tal vez la única correcta. Me dijeron los lamas: «El fin es casi imposible de explicar, porque quien no ha obtenido el fruto de los ejercicios no puede entender las explicaciones. Por esta práctica se llegan a experimentar otros estados psíquicos aparte del habitual; se sale de los límites ficticios que asignamos al yo y, por consiguiente, se percibe netamente que el yo no existe. Uno de ellos aprovechó una observación que le hice como argumento favorable a sus ideas. Mientras hablaba del «corazón como sede del pensamiento y del espíritu», le dije que los occidentales señalaban más bien como tal al cerebro. Mi interlocutor replicó inmediatamente: «Ya ve usted que se puede sentir el espíritu en varios sitios. Puesto que estos hombres tienen la sensación de pensar en su cabeza y yo la tengo en mi corazón, podemos creer que es posible también sentir en el pie la impresión de pensar. Por otra parte, no son más que sensaciones engañosas sin sombra de realidad. El espíritu no está en el corazón ni en la cabeza. Para aprender eso, para no tenerlo prisionero en el cuerpo, son útiles estas prácticas».
En el fondo, estos ejercicios y tantos otros que todavía parecen más extravagantes, tienden, sobre todo, a prescindir de nociones corrientes y rutinarias, a hacer comprender que otras pueden sustituirlas y que nada hay absolutamente cierto en las ideas que formamos según unas sensaciones que se pueden reemplazar por otras.
Una concepción de orden análogo dicta a los adeptos de la secta china ts’an87 frases tan enigmáticas como la siguiente:
«He aquí que una nube de polvo se eleva del mar y el bramido de las olas se oye en la tierra.» Se ha dicho que la doctrina de ts’an es «el arte de percibir la estrella polar en el hemisferio austral».
Aquí aparece lo que el ermitaño tibetano me decía del papel del maestro que preside el desmonte del espíritu de su discípulo. Con ayuda de las paradojas desarraiga en éste la fe que concedía a las ideas, a las percepciones, a las sensaciones generalmente reconocidas por verdaderas, y no le permite reemplazar éstas por una nueva fe en las nociones paradójicas que le propone. Unas y otras no son más que relatividad o pura ilusión.
La pregunta acostumbrada en el Tíbet, que místicos, anacoretas y contemplativos habitantes de los monasterios realizan a los iniciados es la siguiente:
«Una bandera flota al viento: ¿qué es lo que se mueve, la bandera o el viento?»
La respuesta que se considera correcta es que ni el viento ni la bandera se mueven, sino el espíritu.
Los adeptos de la secta ts’an remontan el origen de esta pregunta al sexto patriarca de la secta. Según la tradición, éste vio a dos monjes que contemplaban una bandera flotando al viento.
Uno sostenía: «La bandera se mueve», y el otro afirmaba: «El viento es el que se mueve». Entonces, el maestro les explicó que el movimiento no pertenecía, en verdad, ni al viento ni a la bandera, sino a algo que existía en ellos mismos.
¿Se han introducido estas maneras de pensar en el Tíbet por la India o por la China? Juzgo prudente aplazar la contestación, pero relataré la que me dio un lama de Kham: «Los benpos enseñaban esto antes que Padmasambhava viniese al Tíbet». Afirmaciones semejantes nos llevan a la hipótesis de que existía en cierta doctrina filosófica del Tíbet antes de la introducción del budismo. Pero ¿qué crédito hemos de concederlas?...
Dejando a un lado los resultados más trascendentes del ejercicio que consiste en colocar el espíritu en cualquier parte del cuerpo, señalaré, además, que se produce un crecimiento notable del calor en dicho sitio, o por lo menos, que se experimenta esa sensación.
Es muy difícil registrar lo que realmente ocurre, porque la idea misma de dedicarse a una investigación cualquiera rompería la concentración y daría lugar a que el espíritu volviese a su domicilio ordinario, destruyendo así la causa del calor. Por otra parte, dedicarse a un análisis sobre otra persona es imposible. Los ermitaños y sus discípulos no tienen nada de la mentalidad de los médiums que dan sesiones en los países occidentales por una remuneración y admiten que se examinen de manera crítica los sucesos producidos por su intermediario.
El menos importante de los discípulos de un gomtchen tibetano se extrañaría mucho si le propusieran semejante cosa. Me parece oír su respuesta: «Me interesa muy poco que crea o no en estos fenómenos —diría—; no tengo el menor deseo de convencerle a usted. Eso está bien para los malabaristas que se exhiben, pero yo no doy representaciones teatrales».
El hecho es que los orientales no hacen gala de sus conocimientos misticofílosóficos o psíquicos. Es sumamente difícil obtener su confianza en este punto. Un viajero a la caza de observaciones puede perfectamente recibir hospitalidad de un lama, tomar té familiarmente con él durante meses y marcharse creyendo que su huésped es un perfecto ignorante, cuando éste hubiese podido no solamente contestar a todas sus preguntas, sino enseñarle muchas otras cosas en las que ni siquiera había pensado.
Sea cual fuere la historia del calor y de la sensación de calor producida por el ejercicio descrito anteriormente, más de una vez, acostada en mi tienda bajo la nieve, me ha calentado los pies y proporcionado un buen sueño. Pero cuando no se está habituado, esta práctica exige tal esfuerzo que resulta fatigosísima.
Para terminar el asunto haré observar que los términos traducidos por conocimiento, conciencia, espíritu, no tienen exactamente la misma significación en tibetano que en lenguas romance.
Los tibetanos distinguen hasta once tipos de conocimiento-conciencia, y poseen tres términos que precisamos traducir por espíritu, aunque cada uno tenga un sentido propio.
Una de las prácticas corrientes empleadas para darse cuenta del grado de concentración del espíritu durante la meditación consiste en colocar una lámpara encendida sobre la cabeza del novicio que va a meditar. Los que viven solos la colocan ellos mismos sobre su cabeza. Por lámpara se entiende un pequeño utensilio de cobre, algunas veces de barro, en forma de copa, montado sobre un pie de ancha base. Llenan estas copas de manteca derretida, después de haber colocado una mecha. La manteca enfriada forma una especie de torta, de donde sale la mecha.
La lámpara se sostiene con facilidad sobre la cabeza mientras se conserva una inmovilidad completa, pero al menor movimiento se cae. Como la concentración perfecta produce esa inmovilidad, su ausencia se prueba al caer la lámpara.
Cuentan que un maestro que había colocado una lámpara sobre la cabeza de un iniciado volvió al día siguiente y le encontró sentado meditando, pero sin su lámpara, que estaba junto a él, vacía de manteca. Contestando a la pregunta de su maestro, el novicio, que no se había enterado muy bien del objeto del ejercicio, dijo: «La lámpara no se ha caído; sencillamente, la he quitado cuando se apagó sola».
«¿Y cómo ibas a saber que estaba apagada, o que tenías una lámpara sobre la cabeza, si realmente hubieras alcanzado la concentración de espíritu?», replicó el maestro.
A veces, una tacita de agua sustituye a la lámpara. Otras el lama ordena a su discípulo, ya sea en el período de concentración, o antes de éste, o en cualquier momento, que lleve de un lado a otro una taza de agua llena hasta los bordes. El éxito de la prueba consiste en que durante el trayecto no caiga fuera ni una sola gota. Es una manera de registrar el grado de tranquilidad de espíritu. El más mínimo movimiento que se produce en éste determina un movimiento del cuerpo, y la taza, llena hasta el borde, vacila aun con un sencillo estremecimiento de los dedos, dejando caer el agua. La mayor o menor cantidad de agua vertida y el número de veces que se produce determinan el mayor o menor grado de desazón. Tal es la teoría de esta práctica, muy conocida en todo oriente, según creo. Los hindúes cuentan algunas lindas historias acerca de esto. He aquí una:
Un gurú tenía un alumno a quien consideraba muy avanzado en la perfección espiritual. Sin embargo, deseando que pudiese recibir un complemento de instrucción de Janaka, el sabio real de gran renombre, le envió a él. Este último dejó al viajero a la puerta de su palacio durante varios días, sin permitirle entrar, y el muchacho, aunque pertenecía a la nobleza, no manifestó el menor disgusto por aquella falta de atención. Cuando, al fin, lo condujeron ante el soberano, se le entregó una taza llena de agua hasta el borde, diciéndole que tenía que dar la vuelta a la sala del trono llevándola en la mano.
Janaka estaba rodeado de un fausto oriental: el oro y las piedras preciosas refulgían en los muros del amplio vestíbulo; los señores de la corte, ostentando espléndidas joyas, se encontraban reunidos en torno a su señor, y las bailarinas de palacio, maravillosamente hermosas y muy ligeramente vestidas, sonreían al joven extranjero mientras pasaba entre ellas. No obstante, recorrió el trayecto sin verter ni una sola gota. No le había conmovido aquel espectáculo que se presentaba ante sus ojos. Janaka le devolvió a su gurú diciéndole que nada tenía que enseñarle.
Los tibetanos conocen la teoría de los khorlos (ruedas), familiar a los hindúes, de quienes, verosímilmente, la han tomado, aunque en este caso intervienen algunos benpos y declaran que una doctrina análoga, «pero sin mezcla de superstición» (estas palabras son de un benpo letrado), era conocida por sus antepasados antes de que llegasen misioneros del budismo tántrico.
Sea como fuere, la interpretación de los habitantes del Tíbet difiere en muchos puntos de la clásica en los sectarios del tantrismo hindú.
Los khorlos son, según los místicos, centros de energía situados en diferentes partes del cuerpo. Están representados por lotos, cuyo número de pétalos y de color varía. El loto mismo es un mundo que contiene diagramas, deidades, etc. El loto es puramente simbólico, se entiende, y representante de las fuerzas diversas. Las teorías que se refieren a los khorlos y las prácticas a que han dado lugar, forman parte de la enseñanza oral ultraesotérica. El principio general del adiestramiento, en el que estos khorlos desempeñan un papel, es el de dirigir una corriente de energía hacia el loto superior, el dab tong (loto de los mil pétalos), situado encima de la cabeza. Las diferentes prácticas de este adiestramiento tienden a que se utilicen para el desarrollo de la inteligencia facultades espirituales o poderes mágicos, la suma de energía que, abandonada a su corriente natural, produce manifestaciones animales de orden sexual principalmente.
Los maestros tibetanos que pertenecen a la secta llamada dzogstchen (gran cumplimiento) tienen, casi exclusivamente, el monopolio de las prácticas relacionadas con los khorlos.
Aun reconociendo cierta utilidad a los diversos ejercicios arriba mencionados y a otros muchos, los adeptos iluminados del camino directo no les dan la importancia que se les concede en el adiestramiento yóguico hindú.
Leyendo las obras que tratan de estos temas, o escuchando las explicaciones orales que dan sobre ellos, se nota, a veces, una especie de impaciencia en el maestro que nos instruye. Parece que el lama quiere decir: «Sí, todo eso puede ser muy útil para muchos, probablemente para la mayoría de los estudiantes, pero sólo como gimnástica preparatoria; el objeto está en otro lado; acabemos rápidamente el ejercicio».
La sensación que se recibe así es curiosa y difícil de definir. El dominio del misticismo tibetano se presenta como un campo de batalla en el que luchasen las tendencias de razas, no sólo compuestas de mentalidades diferentes, sino a veces completamente antagónicas.
Un género de adiestramiento espiritual clásico, por decirlo así, entre los místicos tibetanos, es el siguiente:
El maestro, después de haber interrogado al joven monje que solicita su admisión como discípulo, y de haberse asegurado, sometiéndolo a varias pruebas, de que su resolución es sincera y firme, le ordena encerrarse en tsham para meditar, tomando como tema de su meditación su yidam, es decir, su dios tutelar. Si el neófito no ha escogido aún un yidam, le designa uno, y, en general, se celebra un rito para poner en relación al yidam y a su nuevo protegido.
Como ya hemos descrito, es necesario que el meditador concentre su pensamiento en el yidam, representándoselo bajo su propia forma y pertrechado de los accesorios que constituyen sus atributos personales, como flor, rosario, sable, libro que se tiene en la mano, collar, peinado, etcétera.
Pertenecen al rito la repetición de ciertas fórmulas y un kyilkhor apropiado, cuyo objeto consiste en obtener que el yidam se aparezca. Al menos así presenta el maestro el ejercicio al principiante.
Éste no interrumpe su meditación más que en las horas estrictamente necesarias a las frugales comidas (generalmente una sola al día) y al sueño, muy somero. (Normalmente, el tsham-pa no se acuesta.
Gran número de lamas riteu-pas siguen esta última práctica habitualmente o en períodos de meditaciones extraordinarias.
Existen en el Tíbet unos asientos especiales llamados gamti (asiento de cajón) o gomti (asiento de meditación); son cajones que miden sesenta centímetros por cada lado, aproximadamente, uno de cuyos lados forma respaldo. En el fondo del cajón se coloca un almohadón donde el lama toma asiento con las piernas cruzadas. Con objeto de permanecer fácilmente en esta postura cuando se duerme, o durante los largos períodos de meditación, el ermitaño usa la cuerda de meditación (sgom thag). Es una banda de tela que pasa por encima de las rodillas y detrás de la nuca, o sobre las rodillas y la cintura, de manera que sostenga el cuerpo. Para muchos ermitaños transcurren los días y las noches sin acostarse nunca. Dormitan de vez en cuando, sin llegar a dormirse profundamente, y aparte de esos breves momentos de somnolencia, no interrumpen su contemplación.
Meses y hasta años pueden pasar de este modo. De vez en cuando, el maestro se informa de los progresos de su discípulo. Por fin, un día, éste le anuncia que ha llegado al término de su labor. La deidad se ha dejado ver. Generalmente, la aparición ha sido breve, nebulosa. El maestro declara que es un estímulo, pero no un resultado definitivo. Desea que el novicio pueda gozar de la compañía de su protector más largamente.
El aprendiz naldjorpa es de la misma opinión y prosigue sus esfuerzos. Pasa otro largo período. Luego el yidam queda fijo, si puedo expresarme así. Vive el tsham-khang y el joven monje lo contempla constantemente en medio del kyilkhor.
«Excelente —contesta el maestro cuando le anuncian esto—, pero hay que merecer mayor favor y poder tocar con la cabeza los pies de la deidad, recibir su bendición, oír palabras de su boca». Las precedentes etapas del adiestramiento han sido fáciles de alcanzar, pero las siguientes son duras. Sólo una pequeña minoría tiene acceso.
El yidam acaba por cobrar vida. El recluso que lo venera siente sus pies sobre la frente cuando se prosterna ante él, siente el peso de sus manos sobre la cabeza cuando le bendice, ve que sus ojos se mueven, que sus labios se entreabren, que habla.,, Y he aquí que sale del kyilkhor, que se mueve en el tsham-khang. Es el momento peligroso. Cuando se trata de los to-ovos, los irascibles semidioses o demonios, nunca deben permitir que se escapen del kyilkhor cuyas murallas mágicas los retienen cautivos. Libres, se vengarían del que les había obligado a entrar. Ahora bien: se trata de un yidam, cuya forma es, a veces, terrible, y que posee un poder temeroso, pero cuya benevolencia consiguen sus fieles. Este personaje puede estar libre en el tsham-khang. Más aún: debe salir y por consejo de su maestro el novicio tiene que probar si el dios le acompañará a pasear afuera.
Es otro paso difícil. La forma que aparece y que hasta se mueve y habla en la tranquilidad del tsham-khang, normalmente sumido en la penumbra, perfumado de incienso, donde flota la influencia de la concentración del pensamiento que el recluso ha efectuado quizá durante largos años, esa forma, ¿podrá subsistir en pleno aire, al sol, en un medio tan diferente y expuesta a influencias que en lugar de alimentarla tratarán de disolver?...
Hay nueva eliminación entre los discípulos. El yidam de la mayor parte de éstos se niega «a salir con ellos». Se queda agazapado en su sombra o se desvanece y, a veces, se irrita y se venga de las bromas irrespetuosas a que quieren someterle. Algunos discípulos sufren accidentes raros, pero otros triunfan y conservan a su amado compañero, que les acompaña por todas partes.
«Has llegado al fin que anhelabas —dice el maestro al naldjorpa, feliz de su éxito—, ya no tengo nada que enseñarte. Has adquirido la protección de un instructor más poderoso que yo.»
Unos dan las gracias y vuelven satisfechos y orgullosos a su monasterio, otros se establecen en una ermita y juegan con su fantasma durante el resto de su vida. Otros, por el contrario, temblorosos y angustiados, se prosternan a los pies del lama y le confiesan una falta espantosa... Han tenido dudas que no han podido reprimir, a pesar de sus esfuerzos. En presencia misma del yidam, mientras les hablaba, mientras lo tocaban, han pensado que contemplaban una pura fantasmagoría creada por ellos mismos.
El maestro parece apesadumbrarse por esta confesión. Si es así, el discípulo debe volver a su tsham-khang y empezar otra vez el adiestramiento para castigar una incredulidad que no responde al favor insigne que el yidam le ha demostrado.
En líneas generales, la fe atacada por la duda no se recupera. Si el respeto inmenso que los orientales tienen por su guía espiritual no contuviese al discípulo, quizá cedería a la tentación de marcharse, porque su larga experiencia lé llevaría a una especie de materialismo. Pero casi siempre se queda. Duda del yidam, no de su guía.
Después de varios meses o de varios años, le renueva su confesión. Ésta es más decidida que la anterior. Ya no se trata de ninguna duda; está convencido de que el yidam ha nacido en su pensamiento, que lo ha creado él.
«Precisamente, eso es lo que había que ver —le dice entonces el maestro—. Los dioses, los espíritus del mal, el universo entero son un espejismo que existe en el espíritu: de él surge y en él se disuelve.»