5. DISCÍPULOS DE AYER Y DE HOY
Generalmente, servirían de materia para una novela curiosa las peripecias de la admisión de un discípulo por un maestro místico, los primeros años de su noviciado, las pruebas a que se somete y las circunstancias en las que se produce su iluminación espiritual.
Circulan por el Tíbet centenares de maravillosas aventuras, antiguas o recientes, referidas por la tradición, inscritas en las biografías de los lamas célebres o relatadas por testigos vivientes. El encanto de esta extraña leyenda dorada lamaísta se evapora traducida en lengua extranjera, leída en países de costumbres, de pensamiento y de aspecto físico tan diferentes de los del Tíbet. Pero narrada con la patética expresión de un cuentista creyente, en el claroscuro de una celda monacal o bajo la bóveda de roca de una caverna de anacoreta, el alma tibetana se desprende de ella en su poderosa originalidad, sedienta del más allá.
Relataré, en primer lugar, la historia legendaria y simbólica del modo como Tilopa el Bengalí fue iniciado en la doctrina que, por él, ha sido importada al Tíbet y se ha transmitido, de maestro a discípulo, en la secta de los Khaguyd-pas, de quien es antepasado espiritual.
Advierto, de paso, que en un monasterio de aquella secta, el lama Yongden, mi colaborador e hijo adoptivo, comenzó su noviciado a los ocho años.
Tilopa, sentado, estudia un tratado filosófico, cuando una vieja mendiga surge detrás de él, lee o finge leer algunas líneas por encima del hombro y le pregunta bruscamente: «¿Comprendes lo que lees?». Tilopa se indigna. ¿Cómo una vulgar mendiga se atreve a formular pregunta tan impertinente? Pero la mujer no le deja expresar sus sentimientos, sino que, de súbito, escupe sobre el libro.
El lector salta de su asiento. ¿Qué se figura aquella diabla que se permite escupir sobre las santas escrituras?
En respuesta a sus vehementes protestas, la vieja escupe por segunda vez, pronuncia un nombre que Tilopa no comprende y desaparece.
Por un efecto singular, la palabra que sólo ha sido para Tilopa un sonido indistinto, calma de repente su cólera. Se siente invadido por una penosa sensación, surgen en su espíritu dudas sobre su ciencia. Después de todo, quizá no ha comprendido la doctrina que el tratado expone..., ni aquélla, ni ninguna otra, y sólo es un estúpido ignorante...
¿Y qué ha dicho la rara mujer? ¿Qué palabra ha pronunciado que no ha podido captar? Quiere saberlo. Es necesario que lo sepa.
Tilopa marchó en busca de la vieja desconocida. Después de numerosas etapas largas y fatigosas la encontró, una noche, en un bosque solitario (otros dicen que en un cementerio). «Sus ojos rojos brillaban como brasas en las tinieblas.»
Hay que comprender que la mujer era una dakini. Estas hadas desempeñan un gran papel en el misticismo lamaísta, tal como enseñar doctrinas secretas a quienes las veneran o a los que saben obligarlas a revelárselas por procedimientos mágicos. Frecuentemente se tratan con el calificativo de madre. Se aparecen a menudo bajo la forma de ancianas, y uno de sus signos característicos es que sus ojos son verdes o rojos.
Durante la entrevista que tuvo con él, la mujer aconsejó a Tilopa que fuese al país de los dakinis para ver a su reina. En el camino que tenía que seguir —decía— le aguardaban muchos peligros: abismos, torrentes furiosos, animales feroces, espejismos engañosos, apariciones horribles, demonios hambrientos. Si se dejaba llevar del miedo, si salía del sendero, estrecho como un hilo, que serpenteaba a través de aquella terrible región, sería devorado por los monstruos. Si, empujado por el hambre o por la sed, bebía en un fresco manantial o comía las frutas pendientes de los árboles del camino al alcance de su mano, si cedía a las jóvenes beldades que le invitaban a retozar con ellas en rientes bosquecillos, se atontaría y no sería capaz de encontrar su camino.
Como viático la vieja le dio una fórmula mágica. Tenía que repetirla continuamente, con el pensamiento concentrado en ella, sin pronunciar una palabra, ciego y sordo a cuanto le rodease.
Algunos creen que Tilopa efectuó realmente el fantástico viaje. Otros, más al corriente de las percepciones y sensaciones que pueden acompañar a ciertos estados extáticos, ven una especie de fenómeno psíquico. Por ultimo, los terceros consideran puramente simbólica la descripción.
Fuera como fuese, según su historia, Tilopa contempló las innumerables visiones terribles o encantadoras que le habían anunciado. Luchó sobre las pendientes rocosas y en los torrentes espumeantes. Tembló de frío en la nieve, se achicharró en los desiertos arenosos y tórridos y nunca aflojó su concentración de pensamiento en las palabras mágicas.
Finalmente, llegó a los muros de bronce blanco del castillo, que despedían una claridad cegadora. Gigantescos monstruos hembras abrían bocas enormes para devorarle; árboles cuyas ramas tenían armas afiladas le obstruían el camino. Sin embargo, entró en el palacio encantado: numerosas habitaciones suntuosas formaban un laberinto, pero Tilopa encontró su camino a través de ellas y llegó al departamento de la reina.
Allí se hallaba ésta, de una belleza divina, sentada en su trono, adornada con joyas maravillosas, y sonrió al heroico viajero cuando atravesó el umbral de la habitación.
Pero él, sin dejarse conmover por su gracia, escaló las gradas del trono y, repitiendo siempre la fórmula mágica, arrancó los adornos rutilantes del hada, pateó sus guirnaldas de flores, rasgó sus vestidos de brocado de oro y, cuando se quedó desnuda sobre su trono saqueado, la violó.
La conquista de una dakini, sea violentada o mágicamente, es un tema corriente en la literatura mística de los lamaístas. Es una alegoría que se refiere a la conquista de la verdad y a cierto procedimiento psíquico de desarrollo espiritual.
Tilopa transmitió su doctrina a Narota (Narota era su verdadero nombre, pero los tibetanos lo han convertido en Naropa), y el discípulo de este último, Marpa, la introdujo en el Tíbet. El eminente discípulo de Marpa, el célebre poeta Milarespa, se la comunicó, a su vez, a su discípulo Tagpo Lhadji, y la descendencia continúa en nuestros días.
La biografía del filósofo Narota, heredero espiritual de Tilopa, describe de manera divertida, pero no tan increíble como pudiera creerse, las pruebas imaginadas por un maestro del sendero directo para moldear a su discípulo.
Entre los místicos tibetanos es clásica la historia de las doce pruebas grandes y de las doce pequeñas del sabio Narota, y se la repiten con frecuencia a los jóvenes naldjorpas como ejemplo. Un breve resumen dará idea de ella.
Narota nació en el siglo x, en Cachemira, era hijo de brahmanes, muy letrado, y tenía fama de experto en magia. Mientras desempeñaba las funciones de capellán de un rajá, habiéndole ofendido éste, Narota resolvió vengarse por un medio oculto.
Se encerró en un recinto aislado y construyó un círculo mágico cuya finalidad era causar la muerte del príncipe. Mientras procedía a los conjuros requeridos, se le apareció una dakini y le preguntó si se creía capaz de dirigir el espíritu del difunto hacia una esfera dichosa o bien volverlo a introducir en el cuerpo que había abandonado para resucitar este último. El mago hubo de confesar que su ciencia no iba tan lejos. El hada, entonces, le amonestó severamente. Le hizo observar que no se debía destruir lo que no se era capaz de reconstruir, y le declaró que la consecuencia de su acción odiosa e inconsiderada sería un renacimiento en uno de los purgatorios. Aterrorizado, Narota se informó del medio de evitar aquel sino espantoso. Se le aconsejó que fuese a buscar al ilustre Tilopa y le rogara que le iniciase en la doctrina del sendero directo, que destruye los resultados de los actos, fueran los que fuesen, y asegura obtener el nirvana «en una sola vida». Si llegaba a empaparse del sentido de aquella enseñanza y a asimilarse el fruto, escaparía a un nuevo renacimiento, y también, por consiguiente, a los tormentos del purgatorio.
Narota abandonó su kyilkhor55 y se dirigió presuroso a Bengala, donde vivía Tilopa.
Tilopa gozaba de gran reputación cuando Narota fue en su busca. Después de su iniciación, cuyas circunstancias particulares se han relatado, se había convertido en una especie de avadhuta, de los que se dice «que no aman nada, no aborrecen nada, no se avergüenzan de nada, no sacan gloria de nada, porque han roto las ligaduras de familia, sociedad y religión». Narota, al contrario, era un ortodoxo hindú, imbuido de su superioridad como letrado y como miembro de la casta superior de los brahmanes. La reunión de estos dos hombres de caracteres tan distintos iba a dar lugar a lo que nos parece una comedia divertida, pero que debió de ser un drama desgarrador para Narota.
Su primer encuentro con el que había de ser su guía espiritual tuvo lugar en el patio de un monasterio búdico. Tilopa, casi desnudo, comía pescados fritos y, a medida que los comía, dejaba a un lado las espinas. Por no manchar su pureza de casta, Narota iba a dar un rodeo para pasar lejos del que comía cuando un monje, saliendo de la cocina, apostrofó a este último, reprochándole la ostentación de su falta de piedad con los seres (consumiendo una comida que había costado la vida de animales) en el recinto mismo de un monasterio budista. Al decir esto, le ordenó marcharse. Tilopa no se dignó contestar. Hizo un gesto, pronunció una mantra y las espinas, cubriéndose de carne, volvieron a ser pescados, que se elevaron un momento en el aire y luego se desvanecieron. De la cruel comida no quedó ni rastro y Tilopa se alejó.
El asombro petrificó a Narota, pero súbitamente, rápida como el rayo, una idea atravesó su mente. El Tilopa que buscaba debía de ser aquel singular taumaturgo. Se informó en el acto, y como las noticias que obtuvo coincidiesen con su intuición, trató de alcanzar al yoguin, pero éste permaneció invisible.
Y empezó para Narota una serie de peregrinaciones que sus biógrafos se han encargado de alargar y de adornar, pero cuyo fondo es, probablemente, auténtico. De ciudad en ciudad, el candidato a discípulo persigue al invisible Tilopa. En cuanto oye decir que se encuentra en un lugar corre allí, pero invariablemente Tilopa ha desaparecido cuando él llega. Después hay encuentros que a Narota le parecen fortuitos, pero que son apariciones ilusorias creadas por el mago.
Un día llama a la puerta de una casa, situada en el borde del camino para pedir de comer. Le abre un hombre y le ofrece vino, que rehúsa.56 En seguida, el espejismo se desvanece, la casa desaparece, se encuentra solo en el camino y la voz irónica de Tilopa, invisible, ríe burlonamente: «¡Aquí estaba!».
También, otro día, ve a un hombre arrastrando por el pelo a una mujer sollozante que pide socorro. El bruto dice al viajero: «Es mi mujer, quiero matarla, ayúdame o, en caso contrario, sigue tu camino». Pero Narota, indignado, cae sobre el miserable, le deja medio muerto, salva a su víctima y... se encuentra otra vez solo, en tanto que la misma voz le hace burla: «¡Aquí estaba!».
Más allá, un aldeano le pide ayuda para desollar a un animal muerto. Es una tarea que sólo incumbe a los parias intocables, cuyo contacto, y hasta el acercarse, mancha al hindú que pertenece a una de las castas puras. El brahmán Narota huye con repugnancia e irritación. Y el invisible Tilopa se burla: «¡Aquí estaba!».
La serie de sus aventuras continúa de igual modo.
Por muy hechicero que fuese, Narota no ha tenido nunca idea de tal fantasmagoría. Se vuelve loco; sin embargo, el deseo de alcanzar a Tilopa y de ser aceptado como discípulo suyo se acrecienta. Deambula al azar a través del país, llamando en voz alta al mago, y sabiendo que es capaz de adoptar cualquier forma, se postra a los pies de cada transeúnte.
Una noche llega a un cementerio; brilla una fogata en un rincón, la llama oscura se escapa aún, de vez en cuando, dejando ver entre los tizones restos humanos encogidos y ennegrecidos. Narota entrevé vagamente una forma echada en el suelo. Mira... Una risa burlona responde a su inspección. Ha comprendido, cae de rodillas, cogiendo los pies del maestro y poniéndolos sobre su cabeza. Esta vez Tilopa no desaparece.
Durante años, el ex capellán sigue a su maestro sin que éste quiera instruirle en la menor cosa. Por el contrario, pone a prueba su obediencia, su confianza, haciéndole pasar por una serie de pruebas. Sólo señalaré algunas.
Según costumbre en los ascetas de la India, Narota había ido a mendigar alimentos y había vuelto con una taza de arroz y de guiso, que ofreció a su maestro. La regla quiere que el discípulo no coma hasta que su gurú esté harto. Tilopa acabó toda la porción y declaró que el plato era tan bueno que con su gusto hubiera comido más. Sin esperar otra orden explícita, Narota volvió a coger el tazón y se encaminó de nuevo a la casa hospitalaria donde había recibido los manjares que tanto gustaron a su maestro. Halló la puerta cerrada. El celoso discípulo no se apuró por aquel detalle; forzó ésta, encontró en la cocina arroz y guisado puestos al calor en la cazuela y se sirvió de lo que Tilopa había declarado que le gustaba. Los dueños de la estancia volvieron mientras tanto y le administraron una buena paliza.
Muy magullado, Narota se arrastró cerca de su maestro, que no le demostró la menor lástima.
—¡En qué aventura te has metido por mi causa! —dijo únicamente con una calma burlona—. ¿No te arrepientes de ser mi discípulo?
Narota empleó toda la fuerza que le dejaba su desastrosa situación para hacer protestas de que, lejos de lamentar el haber seguido a un gurú como Tilopa, juzgaba que el privilegio de ser discípulo suyo había que pagarlo muy caro, aunque fuese al precio de la propia vida.
Otra vez, pasando a lo largo de una alcantarilla descubierta, Tilopa dijo a los discípulos que le acompañaban:
—¿Quién de vosotros beberá de esta agua si se lo mando?
Hay que pensar que no se trataba sencillamente de sobreponerse a la repugnancia natural, sino de adquirir impureza ritual, cosa muy grave para un hindú que pertenece a una de las castas puras, porque trae consigo la exclusión de su casta y hace de él un paria. No obstante, mientras los otros dudaban, Narota el brahmán se abalanzó y bebió el líquido infecto.
Aún más bárbara fue la prueba siguiente:
El maestro y el discípulo vivían en aquel momento en una choza en la linde de un bosque. Un día, al volver del pueblo, Narota vio que, durante su ausencia, Tilopa había cortado cierto número de largas agujas de bambú y que las endurecía al fuego. Extrañado, indagó lo que quería hacer con ellas.
El yoguin sonrió de manera singular.
—¿Podrías soportar cualquier sufrimiento que yo te infligiese? —dijo.
Narota contestó que le pertenecía por completo y que podía hacer de él lo que quisiese.
—Bueno —contestó Tilopa—; alarga la mano.
Narota le obedeció. Tilopa le clavó una aguja entre cada uña y después hizo lo mismo con los dedos de los pies. Luego encerró al torturado en la cabaña, le mandó que esperase su regreso y se fue tranquilamente.
Pasaron varios días antes de que volviese el feroz gurú. Encontró a su discípulo acurrucado en la cabaña con las agujas incrustadas aún en la carne.
—¿En qué has pensado mientras estabas solo? —le preguntó Tilopa—. ¿No te parece ahora que soy un maestro desnaturalizado y que harías bien en dejarme?
—He pensado —contestó Narota— en la vida atroz que llevaré en los purgatorios si por vuestra gracia no alcanzo la iluminación en la doctrina del sendero directo logrando así escapar a un nuevo renacimiento.57
Citaré otra prueba, de carácter divertido para quien no sea la víctima.
Tilopa, paseando con varios discípulos suyos, tropezó con un cortejo nupcial que conducía a la recién casada al domicilio conyugal. El yoguin preguntó a los que le rodeaban: «¿Cuál de vosotros se apoderará de esa mujer y me la traerá? La deseo». Una vez más, antes de que Tilopa hubiese acabado de hablar, Narota echó a correr hacia el cortejo. Al reconocer a un brahmán, las gentes de la boda le dejaron acercarse, creyendo que deseaba bendecir a la novia para darle suerte. Pero cuando vieron que la agarraba y que quería arrastrarla, empezaron a tirarle cuanto tenían a mano: los palos del palanquín, los candelabros, los cofres que contenían ios regalos de la nueva esposa, cuanto servía de arma, y el celoso discípulo fue otra vez molido a golpes y allí quedó inanimado.
Cuando volvió en sí, con gran trabajo, se unió a Tilopa. Éste le recibió con la misma pregunta de siempre:
—¿No te arrepientes?...
Y, como siempre, Narota aseguró que mil muertes le parecían poca cosa por tener el privilegio de ser su seguidor.
A continuación se tiró desde lo alto de un tejado, atravesó una hoguera y ejecutó otros varios ejercicios extraordinarios que pusieron más de una vez su vida en peligro.
Narota alcanzó, por fin, la recompensa de sus largos sufrimientos, pero no en forma regular de iniciación y de enseñanza. Si hemos de guiarnos por la tradición, Tilopa empleó esta vez un método extraño, parecido al que usaban ciertos maestros chinos de la secta de Ts’an.
No cabe duda de que, durante su dinámico noviciado, Narota había aprendido muchas de las teorías que profesaba su maestro, aunque nada le enseñara directamente. No obstante, el modo de recibir la iluminación está relatado como sigue:
Se hallaba sentado cerca del fuego, al aire libre, con su gurú, cuando sin pronunciar una palabra, éste se descalzó y con uno de sus zapatos le aplicó un fuerte golpe en la cara. Narota vio las estrellas, y al mismo tiempo el sentido profundo del sendero directo iluminó su espíritu.
Narota tuvo numerosos discípulos a los que, según la tradición, ahorró las pruebas, no queriendo infligirles los sufrimientos cuya crueldad conocía por haberlos padecido.
Después de brillar como filósofo, consagró muchos años (doce según dicen) a la contemplación continua, y alcanzó el mtchog gi ngos grub) («éxito perfecto»), es decir, la condición de buda.
Ya en edad muy avanzada se retiró al Himalaya para vivir como ermitaño.
Narota es especialmente conocido en el Tíbet con el nombre de gurú de Marpa, que también fue el del célebre asceta poeta Milarespa, cuyo nombre, historia y cantos religiosos son muy populares entre los tibetanos.
Si Narota fue dulce con sus discípulos no sucedió igual con Marpa. Torturó durante años al infortunado Milarespa, ordenándole construir, sin ayuda ninguna, una casa que le hacía echar abajo y volver a levantar varias veces. Milarespa, solo, tenía que desenterrar las piedras para la construcción y transportarlas a cuestas. El roce de éstas acabó por producirle horrorosas llagas, que no tardaron en infectarse. El padre espiritual del trabajador no pareció darse cuenta de su martirio, y cuando su mujer, que quería a Milarespa como a un hijo, le reprochó con lágrimas su crueldad, aconsejó a su desdichado discípulo que colocase un pedazo de fieltro agujereado sobre su espalda para aislar las llagas. Un procedimiento empleado en el Tíbet para las bestias de carga.
Todavía existe en el país de Lhobrag (Tíbet meridional) la casa construida por Milarespa.
Los tibetanos dan por auténticos los relatos de este género. Si no podemos rivalizar con su fe, no hay que considerar, sin embargo, como puras invenciones las extrañas aventuras de los novicios naldjorpas, ni hemos de pensar que se trata de hechos antiguos que no pueden repetirse en nuestros días.
La mentalidad de los tibetanos no ha cambiado desde la época de Marpa (siglo XI). En varios lamas he encontrado, hasta en sus menores detalles, la copia exacta de su interior y de sus costumbres tal como se describe en los libros.
El joven monje que busca un gurú se halla también, si no absolutamente animado por la fe y el celo de un Narota o un Milarespa —que fueron siempre excepciones—, dispuesto, por lo menos, a muchos sacrificios, y esperando los prodigios la singular novela se repite a diario en los cuatro puntos del «país de las nieves».
El candidato a las iniciaciones llega a la ermita del maestro que ha escogido, ya en un estado de espíritu especial, influido por los temores, las angustias que le han asaltado durante el tiempo en que maduraba su resolución, por el viaje, tan largo a veces, efectuado a través de las soledades. El aspecto salvaje o lúgubre del lugar en que el maestro ha fijado su residencia y la reputación que tiene de mago, impresionan aún más profundamente al muchacho, y no hay duda de que está muy bien preparado para ver surgir milagros a cada paso.
Desde ese día, y mientras dure su aprendizaje mental y espiritual, vivirá en continua fantasmagoría. En su derredor, el Cielo y la Tierra danzarán la más pintoresca zarabanda; los dioses y los demonios le perseguirán con visiones espantosas primero, irónicas y desconcertantes luego, cuando haya vencido el miedo. Continuará durante años la sucesión enloquecedora de acontecimientos inverosímiles: diez, veinte años quizá. Martirizará al discípulo hasta su muerte, a no ser que un día despierte comprendiendo lo que debía comprender y vaya, tranquilamente, a postrarse ante su terrible maestro y a despedirse sin pedirle más lecciones.
Entre varias, que me han contado los mismos héroes, relataré, como típicamente tibetana y porque conozco los lugares donde ha acontecido, la historia de uno de esos agitados noviazgos.
Yechés Gyatzo había estado ya varias veces encerrado en tshams. Buscaba la solución de un problema que le atormentaba: «¿Qué es el espíritu?», se preguntaba. Inútilmente se esforzaba por fijar, por agarrar el espíritu para examinarlo, analizarlo, y la cosa fugitiva, «como el agua que un niño trata de retener en su mano cerrada», se le escapaba siempre. Su guía espiritual, uno de los lamas del monasterio a que pertenecía, le aconsejó que fuese a buscar a un anacoreta que le señaló, y que solicitase su admisión entre sus discípulos.
El viaje no era muy largo: sólo dos semanas es poca cosa en el Tíbet; pero la senda que conducía hasta la ermita atravesaba grandes espacios desiertos y gargantas de más de 5.000 metros de altitud. Yechés Gyatzo partió, con algunos libros y provisiones compuestas de un saco de tsampa, un trozo de manteca y un poco de té. Era durante el segundo mes del año;58 una espesa capa de nieve cubría las alturas y el peregrino pudo contemplar, a lo largo del camino, los espeluznantes paisajes nevados de las altas cumbres que parecen pertenecer a otro mundo.
Un día, a la puesta del sol, llegó a la morada del gomtchen: vasta caverna ante la cual se extendía una terracita cercada por un muro de piedras. Más abajo, a cierta distancia, algunas chozas albergaban a cuatro o cinco discípulos admitidos temporalmente cerca del lama.
Las viviendas de los anacoretas ocupaban las gradas superiores de un círculo de montaña formado por rocas negruzcas que se reflejaban desde arriba en un laguito de color esmeralda.
He llegado allí, a la misma hora del crepúsculo, y comprendo la impresión del aspirante a la sabiduría oculta al pararse en aquel lugar desolado. Se hizo anunciar al maestro, que no le recibió. Esto es cosa corriente; Yechés no se admiró y compartió la celda de un discípulo.
Pasó una semana. Tímidamente hizo recordar al ermitaño que deseaba verlo. La contestación fue categórica: el gomtchen le ordenó que se marchase en seguida y que volviese a su casa.
Ni las súplicas lanzadas al espacio en el área del lama, ni las prosternaciones al pie de la roca sirvieron para nada: Yechés tuvo que marcharse.
Aquella misma noche una tempestad de granizo barrió la meseta que atravesaba, distinguió fantasmas gigantescos que le amenazaban, perdió su camino y vagó a la ventura toda la noche. Abrevio. Los días siguientes pasaron miserablemente, el tiempo continuó horrible, el viajero se quedó sin provisiones, estuvo a punto de ahogarse al atravesar un torrente y llegó a su gompa extenuado, enfermo, desesperado.
Sin embargo, conservó intacta la fe que por intuición había concebido de la alta ciencia espiritual del anacoreta. Tres meses más tarde volvía a emprender el camino, desafiaba las tempestades, que no podía menos de creer desencadenadas por el lama para poner a prueba su perseverancia, o provocadas por los malos espíritus que querían impedir su instrucción en la doctrina mística.
Rechazado nuevamente, hizo dos veces el viaje al año siguiente, y a la segunda vez fue admitido a presencia del maestro.
—Estás loco, muchacho —le dijo, en sustancia, este último—. ¿Por qué empeñarse en tal forma? No quiero discípulos nuevos. Por otra parte, me he informado sobre ti. Ya has estudiado filosofía y has hecho largos retiros, ¿Qué deseas de un buen hombre como yo? Si quieres instruirte en la doctrina secreta, ve a buscar al lama X., ., de Lasa. Es un sabio doctor, conoce todas las Escrituras y está plenamente iniciado en las tradiciones esotéricas. Ese es el maestro que necesita un joven sabio como tú.
Yechés sabía que aquella manera de hablar es corriente en todo maestro que desea medir el grado de confianza que el candidato a discípulo ha puesto en él. Además, tenía fe. Su tenacidad salió triunfante.
Otro monje que conocí obedeció a motivos mucho menos filosóficos al buscar un maestro, y si cito su caso es por contraste con el anterior y para mostrar un aspecto distinto de la mentalidad tibetana.
Karma Dordji nació de familia pobre, de baja condición. Muy niño, en el monasterio donde sus padres le colocaron, se vio expuesto a las burlas y al desprecio de los otros frailecillos, que pertenecían a una clase social superior a la suya. Tales vejaciones cambiaron cuando fue mayor, pero varios de sus colegas le hacían siempre sentir, hasta en silencio, la inferioridad de su origen. Karma Dordji era orgulloso y estaba dotado de una gran fuerza de voluntad. Me dijo que no era más que un muchachito cuando juró que se elevaría sobre los que le humillaban.
Para conseguir su objetivo, su origen y su condición de monje eran tan sólo puntos de partida. Necesitaba ser un gran asceta, un mago, uno de los que someten a los demonios y los tienen como servidores. Así, aquellos de quienes deseaba vengarse, temblarían bajo su poder.
En tal disposición, nada piadosa, fue a buscar al superior del monasterio y le pidió una licencia de dos años, porque deseaba retirarse al bosque para meditar. Nunca se niega un permiso de este género. Dordji subió a lo alto de la montaña, encontró un lugar cerca de un manantial y se construyó una cabaña. En seguida, para imitar mejor a los ascetas, versados en el arte de desarrollar el calor interno, prescindió de su vestimenta y se dejó crecer el pelo. Las pocas personas que, de cuando en cuando, iban a llevarle víveres, le encontraban sentado, inmóvil, desnudo aun en pleno invierno, como abismado en la contemplación.
Se empezaba a hablar de él, pero todavía estaba muy lejos de la celebridad que deseaba. Comprendió que su ermita y su desnudez no eran suficientes para dársela. Volvió, pues, a su monasterio y esta vez solicitó permiso para abandonar el país y buscar un gurú en otra región. No hicieron nada por retenerle.
Sus peregrinaciones fueron más extraordinarias que las de Yechés Gyatzo, porque éste sabía siquiera a dónde iba, mientras que Karma Dordji lo ignoraba. No logrando descubrir un mago que mereciese su plena confianza, resolvió llegar a él por medios ocultos. Karma Dordji creía firmemente en los dioses y en el espíritu del mal, sabía de memoria la historia de Milarespa —que hizo caer una casa sobre sus enemigos— y recordaba muchas otras en las que tos terribles grandes traen al centro del kyilkhor formado por el mago las cabezas sangrientas que éste ha reclamado.
Dordji conocía un poco el arte de los kyilkhors. Construyó uno con piedras en el fondo de una garganta estrecha y comenzó sus conjuros para que las formidables deidades le dirigiesen hacia uno de los maestros a quienes sirven. A la séptima noche se dejó oír un estruendo espantoso. El torrente que corría por la garganta de la montaña creció súbitamente. Una tromba, debida quizás a la rotura de un bolsón de agua o al aluvión sobre las montañas más altas, barrió el lugar donde se encontraba el joven monje y le arrastró con su kyilkhor y su pequeño bagaje. Rodando entre las rocas, tuvo la suerte extraordinaria de no ahogarse, y fue a parar a la salida del desfiladero, a un valle inmenso. Cuando amaneció, vio un riteu resguardado contra una muralla de rocas en la estribación de la montaña.
La casita, encalada, aparecía de color blanco rosáceo, luminosa bajo los rayos del sol naciente. El salvado creyó ver haces de luz que venían a posarse sobre su frente. De seguro que allí vivía el maestro que tanto había buscado. Ya no le cabía duda de que las deidades respondían a sus invocaciones. Mientras su intención era ir remontando la garganta para atravesar la cadena de montañas, las deidades le habían obligado —muy rudamente, es verdad— a bajar hacia el valle en vista de aquel riteu.
Halagado por tal convicción, Karma Dordji no dio la más mínima importancia a la pérdida de sus provisiones y de su ropa, arrastradas por la corriente, y completamente desnudo, como se había puesto para imitar a Heruka59 mientras oficiaba en su kyilkhor, se dirigió hacia la ermita.
Cuando llegó, un discípulo del anacoreta bajaba a sacar agua. Poco faltó para que, al ver aquella extraña aparición, no dejase caer el recipiente que llevaba. El clima del Tíbet es muy distinto del de la India, y si en esta última región los ascetas y seudoascetas desnudos forman legión y no asombran a nadie, no es igual en el «país de las nieves». Sólo algunos raros naldjorpas van así, viviendo fuera de los caminos, en los repliegues de las altas cadenas de montañas, y casi nadie los ve.
—¿Quién habita este riteu —preguntó Karma Dordji.
—Mi maestro, el lama Tobsgyes —contestó el monje.
El aspirante a mago no quiso saber más. ¿Para qué informarse? Lo sabía de antemano: las deidades le habían guiado hacia el maestro que necesitaba.
—Ve a decir al lama que los tcheu-kyongs60 le envían un discípulo —pronunció enfáticamente el hombre desnudo.
Asustado, el portador de agua fue a avisar a su maestro, y éste le ordenó que introdujese al visitante.
Después de haberse prosternado con devoción, Karma Dordji volvió a anunciarse como discípulo enviado por las deidades «a los mismos pies del maestro».
El lama Tobsgyes era letrado. Nieto de un funcionario chino casado con una tibetana, había heredado sin duda, de aquel antepasado una tendencia al agnosticismo amable. Probablemente se había retirado al desierto más bien por gusto aristocrático de soledad y por el deseo de no ser molestado en sus estudios. Así me lo figuré, al menos, por el retrato que de él me hizo Karma Dordji. Él mismo se había informado de los monjes que le servían, pues como veremos, sus relaciones con este último fueron breves.
El eremitorio de Kuchog Tobsgyes respondía, por su situación, a las reglas de las antiguas escrituras búdicas. «Ni muy cerca del pueblo ni muy lejos del pueblo.» Desde sus ventanas el anacoreta veía un ancho valle desierto, y al atravesar la montaña contra la que se apoyaba su vivienda, se encontraba un pueblo, en la vertiente opuesta, a menos de medio día de marcha.
El interior de la ermita era de una simplicidad ascética, pero tenía una biblioteca muy bien provista, y algunos bellos thangkas,61 colgando de los muros, indicaban que el ermitaño no era ni muy pobre ni ignorante en materia de arte.
Karma Dordji, individuo de gran estatura, no llevando por vestimenta más que su larga cabellera en trenza, alargada aún por crines de yak que le llegaban a los talones, debía formar un extraño contraste con el delgado y educado sabio que me describió.
Este último le dejó contar la historia del kyilkhor y de la crecida milagrosa del torrente, y mientras Dordji repetía, una vez más, que había sido llevado a sus pies, se limitó a hacerle observar que el sitio donde las aguas lo habían depositado estaba bastante lejos de su retiro.
Después preguntó al aprendiz de mago por qué viajaba desnudo.
Cuando Dordji, lleno de importancia, le habló de Heruka y de los dos años que había pasado sin vestimenta en el bosque, el lama lo consideró un instante y luego, llamando a sus servidores, dijo sencillamente:
—Conducid a este pobre hombre a la cocina, sentadle junto al fuego y que beba té muy caliente. Buscadle también un vestido viejo de piel de cordero y dádselo. Ha tenido frío durante años.
Y con esto le despidió.
Karma Dordji sintió gran placer al ponerse la hopalanda de piel que le dieron, por muy estropeada que estuviese. El fuego y el té con manteca le reconfortaron después de su baño nocturno. Pero este placer, puramente físico, resultaba echado a perder por la mortificación de su vanidad. El lama no le había acogido como debía, como a un discípulo que le llegaba milagrosamente. Contaba, sin embargo, después de restaurarse, con hacer comprender al ermitaño quién era y lo que deseaba. Pero Tobsgyes no le invitó a comparecer y parecía haberse olvidado por completo de él. Dio órdenes, sin duda, respecto a él, porque le alimentaban bien y tenía su sitio fijo junto al hogar.
Los días pasaban y Dordji se impacientaba; la cocina, por muy confortable que fuese, acabó por parecerle una cárcel. Hubiera querido siquiera trabajar, sacar agua o recoger leña, pero los discípulos del lama no lo consentían. El maestro había ordenado que se calentase y que comiese, sin añadir otra cosa.
Karma Dordji estaba cada vez más avergonzado de que le tratasen como a un perro o como a un gato familiar, a quien cuidan y de quien nada se exige. Varias veces, en los primeros días de su estancia, había rogado a sus compañeros que le recordasen al maestro su existencia, pero ellos siempre se excusaban diciendo que no podían permitírselo y que si rimpotché62 deseaba verle le llamaría. Después no se atrevió a insistir. Su único consuelo era atisbar la aparición del lama, que se sentaba algunas veces en un balconcito delante de su cuarto, o ponerse a escuchar cuando aquél, a largos intervalos, explicaba un libro filosófico a sus discípulos o a algún visitante. Aparte de estos raros resplandores en su existencia, las horas transcurrían para él monótonas y vacías, mientras vivía y volvía a vivir en su pensamiento las circunstancias que le habían conducido adonde estaba.
Transcurrió así poco más de un año. Dordji se consumía. Hubiera soportado valientemente las más rudas pruebas impuestas por el lama, pero aquel completo olvido le desconcertaba. Llegaba a imaginar que Kuchog Tobsgyes, con su poder mágico, había adivinado su baja condición —aunque sin querer confesárselo— y que le despreciaba dándole hospitalidad como pura limosna. Aquella idea, que se apoderaba más y más de su espíritu, le torturaba.
Convencido siempre de que un milagro le había guiado junto al lama y que para él no había mejor maestro en el mundo, no pensaba en ir a buscar otro, pero la idea del suicidio cruzaba a veces por su mente.
Karma Dordji estaba a punto de sumirse en la desesperación cuando fue a visitarle un sobrino del anacoreta. Era un lama tulku, abad de un monasterio, y viajaba acompañado por un cortejo numeroso. Resplandeciente con sus vestiduras de brocado amarillo, tocado con un brillante sombrero de madera dorada, puntiagudo como el techo de una pagoda, el lama, rodeado de su acompañamiento, paró en la llanura, al pie del eremitorio. Armaron magníficas tiendas y, después de haberse refrescado con el té que el ermitaño le envió en una enorme tetera de plata, el tulku se encaminó a la casita de su pariente.
Habiéndose fijado durante los días siguientes en la extraña catadura de Karma Dordji, con su harapienta piel de borrego y su cabellera que le llegaba al suelo, le interpeló, preguntándole qué hacía sentado siempre junto al fuego. Dordji aprovechó la ocasión como un nuevo favor de los dioses que al fin volvían su mirada hacia él, y presentó todos sus títulos, desde su retirada al bosque, el kyilkhor en la montaña, la crecida del torrente, el descubrimiento de la ermita, los rayos de luz que, partiendo de esta última, se habían posado sobre su cabeza, y terminó por el olvido en que el lama le tenía, rogando al tulku que intercediese en su favor.
Por lo que se desprendía de este relato, el tulku debía de tener parecido con el modo de ser de su tío y poca inclinación a dramatizar las cosas. Miró extrañado al hercúleo Karma Dordji y le preguntó a qué enseñanza aspiraba el lama.
Viendo, al fin, que alguien se interesaba por él, el aspirante a hechicero volvió a sentirse seguro. Quería, contestó, adquirir poder mágico, volar a través del aire y hacer temblar la tierra, pero no mencionó la razón que le impulsaba al deseo de obrar estos milagros.
El tulku, no cabe duda, se divertía cada vez más. Prometió, sin embargo, hablar a su tío a favor del demandante. Luego, durante las dos semanas que duró su visita, no le volvió a mirar.
El lama se había despedido de su tío y se dirigía a la llanura donde le esperaba el séquito. Desde el umbral de la ermita se veía a los criados teniendo de las riendas a los hermosos caballos, con gualdrapas de paño rojo y amarillo, cuyas sillas y arneses, con adornos de plata bruñida, brillaban bajo el claro sol matinal. Karma Dordji observaba el espectáculo pensando que el que debió interceder por él no le había transmitido ninguna respuesta del ermitaño y al marcharse le dejaba sin la menor esperanza.
Se preparaba a saludar al tulku prosternándose, según es costumbre, cuando éste le dijo lacónicamente:
—Sígame.
Karma Dordji se asombró. Nunca le habían pedido el menor favor. ¿Qué querría el lama? Las tiendas y los equipajes, empaquetados por los sirvientes, habían sido enviados al amanecer con la caravana de las bestias de carga. No veía nada que hacer. Se trataría, probablemente, de llevar a la ermita cualquier cosa que el lama había olvidado dar a su tío.
Al llegar al pie de la montaña, el tulku se volvió.
—He comunicado a Kuchog rimpotché —dijo— su deseo de adquirir los poderes mágicos. Me contestó que no poseía la colección de obras que deberá usted estudiar para eso. Ésta existe en mi monasterio y rimpotché ha ordenado que me acompañe para que pueda usted comenzar su educación. Hay un caballo dispuesto. Caminará usted con mis trapas.
Dicho esto, le volvió la espalda y se unió al pequeño grupo de dignatarios del monasterio que le acompañaban en su viaje.
Se inclinaron todos en la dirección de la ermita para saludar al lama Tobsgyes; luego montaron a caballo y se alejaron trotando.
Karma Dordji se quedó como clavado en el sitio; un criado le puso las riendas del caballo en la mano... Y se encontró a lomos del animal, trotando a buen paso con las gentes del lama, sin darse cuenta de lo que le pasaba.
Transcurrió el viaje sin incidentes. El tulku no prestaba la menor atención a Dordji, que compartía la tienda y la comida de sus servidores clericales.63
El monasterio del tulku no era inmenso, como algunas gompas del Tíbet, pero aunque pequeño, tenía un aspecto muy confortable y la realidad coincidía con la apariencia.
Al cuarto día de su llegada, un trapa vino a advertir a Karma Dordji que el tulku había mandado a un tshamskhang la colección de las obras que Kuchog Tobsgyes le recomendaba estudiar cuidadosamente para alcanzar lo que deseaba. Añadía que, durante su reclusión, le enviarían con regularidad víveres del monasterio.
Dordji siguió a su guía, que le condujo un poco más allá de la gompa, a una casita muy bien situada. Su ventana tenía una bonita vista del monasterio, con sus tejados dorados, y más allá se percibía un valle encuadrado por pendientes llenas de arboleda. Colocados en estantes, al lado del altarcito, había unos treinta volúmenes enormes, cuidadosamente envueltos y atados por correíllas con maderitas esculpidas.
El futuro mago se sintió feliz. Por fin empezaban a tratarle consideradamente. Antes de dejarle, el trapa le dijo aún que el tulku no le prescribía un tshams riguroso. Era libre de regular su vida como le pareciese, de ir a buscar agua al arroyo cercano y de pasearse si le gustaba. Dicho esto le dejó, después de enseñarle las provisiones y el combustible depositados en el tshams-khang.
Karma Dordji se abismó en la lectura. Se aprendió de memoria una cantidad de fórmulas mágicas y se ejercitó en repetirlas, con la intención de que su gurú, el lama Tobsgyes, a quien esperaba volver a ver, le enseñase la entonación exacta. Construyó cantidades de kyilkhors según las instrucciones de los libros, gastando más harina y más manteca en fabricar tormas (tortas rituales) de todas clases en mucha mayor cantidad de las que consumía para su alimento. También se dedicaba a numerosas meditaciones indicadas en sus libros.
Durante año y medio no decayó su ardor. Unicamente salía para ir a buscar agua; no dirigía nunca la palabra a los trapas que, dos veces al mes, venían a renovarle las provisiones, y no se acercaba jamás a la ventana para echar una mirada afuera. Luego, poco a poco, se infiltraron en sus meditaciones pensamientos que nunca había tenido antes. Ciertas frases de los libros, ciertos dibujos de los diagramas, le parecieron tener otro significado. Se paró ante su ventana abierta, contemplando las idas y venidas de los monjes. Por fin salió, recorrió la montaña, considerando largamente las plantas, las piedras, las nubes errantes en el cielo, el agua siempre corriente del arroyo, el juego de luces y de sombras. Durante largas horas permanecía sentado, con los ojos fijos en los pueblos diseminados en el valle, observando a los trabajadores en el campo, a los animales que pasaban cargados por el camino y a los que vagaban por los pastos.
Todas las noches, después de encender la lamparilla del altar, permanecía meditando, pero ya no trataba de seguir las prácticas enumeradas en los libros, ni de evocar a las deidades en sus diversos aspectos. Hasta muy tarde, hasta el amanecer a veces, permanecía inmóvil, ajeno a toda sensación, a todo pensamiento, viéndose como a la orilla de una costa y mirando avanzar la marea de un impalpable océano de luminosa blancura a punto de sumergirle.
Transcurrieron varios meses, hasta que una noche, no podía decir cuándo, Karma Dordji sintió que su cuerpo se elevaba sobre el cojín donde estaba sentado. Sin cambiar la postura de meditación, con las piernas cruzadas, traspuso la puerta y, flotando en el aire, recorrió el espacio. Al fin llegó a su país, ante su monasterio. Era por la mañana, los trapas salían de la asamblea. Reconoció a muchos de ellos: dignatarios, tulkus, antiguos condiscípulos. Les encontraba la cara cansada, preocupada y triste, y los examinaba con un curioso interés. ¡Qué pequeños le parecían desde la altura en que se cernía! ¡Qué asombrados y asustados iban a estar cuando se dejase ver! ¡Y cómo se prosternarían todos ante él, el mago que había alcanzado poderes supranormales!
Y la idea misma le hacía sonreír de piedad; se fatigaba al considerar a aquellos pigmeos; ya no le interesaban. Pensaba en la beatitud que acompaña a la marea del extraño océano de tranquila luz, cuya tersa superficie no agita la más pequeña ola. No se dejaría ver. ¡Qué le importaban sus pensamientos, ni los suyos propios, su antiguo desprecio o el placer del desquite!
De nuevo se movía en el aire para irse... Entonces, de repente, los edificios del monasterio temblaron, se dislocaron. Las montañas circundantes se agitaron confusamente; sus cimas se desmoronaron mientras surgían otras. El sol atravesó el espacio como un bólido que parecía caer del cielo. Otro sol apareció rasgando el cielo. Y, constantemente acelerado el ritmo de la fantasmagoría, Dordji no distinguió ya más que una especie de torrente furioso, cuyas ondas espumosas estaban formadas por todos los seres y todas las cosas del mundo.
Visiones de este tipo no son raras en los místicos tibetanos. No hay que confundirlas con los sueños. El sujeto no está dormido y, con frecuencia, y a pesar de las peregrinaciones que lleva a efecto, de las sensaciones que experimenta y de los cuadros que contempla, conserva la conciencia bastante clara del sitio en que está y de su personalidad. Muchas veces también, cuando ocurren las visiones y la persona en trance se encuentra en un lugar expuesta a que la molesten, siente temor y desea, muy conscientemente, que nadie venga, ni le hable, ni llame a su puerta, etc. Aunque se encuentre, a veces, en la imposibilidad de hablar o de moverse, oye y se da cuenta de lo que ocurre en torno. El ruido y las idas y venidas de las gentes le producen sensaciones penosas, y si la sacan del estado psíquico particular en que se halla o si, por cualquier razón, se libera ella misma con gran esfuerzo, la conmoción nerviosa le produce, generalmente, un choque doloroso, primero; después, un malestar que dura mucho tiempo.
Para evitar esta conmoción y los efectos molestos que su repetición puede tener en la salud, se han dictado reglas que conciernen al modo de terminar un período de meditación, aun ordinaria, si se ha prolongado. Conviene, por ejemplo, volver la cabeza lentamente, de derecha a izquierda, darse masaje en la frente durante un rato, estirar los brazos uniendo las manos en la espalda y echando el cuerpo hacia atrás, etcétera. Cada cual escoge el ejercicio que más le conviene.
En los miembros de la secta Zen, en el Japón, donde los religiosos meditan juntos en una sala común, un vigilante, ejercitado en discernir los síntomas del cansancio, alivia a los que lo padecen y reanima su energía dándoles un palo bien fuerte en el hombro. Cuantos lo han experimentado concuerdan en que la sensación sufrida es un relajamiento agradable de los nervios.
Karma Dordji, al volver de su extraño viaje, miró a su alrededor. Su celda, con los libros colocados en los estantes, el altar y el hogar, estaba lo mismo que la víspera y tal como la había visto durante los tres años que la habitaba. Se levantó y fue a mirar por la ventana. El monasterio, el río, el valle y los bosques que cubrían las vertientes de las montañas tenían su aspecto acostumbrado. Nada había cambiado y, sin embargo, todo era diferente. Muy tranquilo, Karma encendió lumbre, y cuando la leña prendió, cortó con un cuchillo su larga cabellera de naldjorpa y la echó al fuego. Luego hizo té, bebió y comió tranquilamente, reunió algunas provisiones, que se echó a la espalda, y salió, cerrando cuidadosamente la puerta del tshams-khang.
Al llegar al monasterio se dirigió a la morada del tulku, encontró a un criado en el patio de entrada y le rogó que informase a su amo de su partida y que le diese las gracias, en nombre suyo, por las bondades que había tenido para con él. Luego se marchó.
Ya había recorrido alguna distancia cuando sintió que le llamaban. Uno de los jóvenes monjes de familia noble que formaba parte de la casa eclesiástica del lama corría detrás de él.
—Kuchog rimpotché quiere veros —le dijo.
Karma Dordji volvió sobre sus pasos.
—Nos abandona usted —dijo cortésmente el lama—. ¿A dónde va?
—A dar las gracias a mi gurú —contestó Karma.
El tulku guardó silencio un momento; luego dijo tristemente:
—Hace ya seis meses que mi venerado tío se fue más allá del dolor.64
Karma Dordji no pronunció una palabra.
—Si usted desea ir a su riteu le daré un caballo —prosiguió el lama—. Será mi regalo de despedida al huésped que me abandona. En el riteu encontrará un discípulo del rimpotché que ahora vive allí.
Karma Dordji se lo agradeció y no aceptó nada. Unos días más tarde volvió a contemplar la casita blanca de donde creyó haber visto salir luz y posarse sobre su cabeza. Penetró en el cuarto donde sólo había estado una vez, el día de su llegada; se prosternó largamente ante el asiento del lama y pasó la noche en meditación.
Por la mañana se despidió del nuevo anacoreta y éste le entregó un zen que había pertenecido al difunto, quien había encargado que se lo diesen cuando saliera de su tshamskhang.
Desde entonces, Karma Dordji llevó una existencia vagabunda, parecida a la del célebre asceta Milarespa, a quien admiraba mucho y a quien veneraba profundamente. Cuando le encontré, ya era viejo, pero no pensaba buscar ningún sitio para fijar su residencia.
Es poco frecuente que los comienzos de todos los anacoretas tibetanos sean tan singulares como los de Karma Dordji. Las circunstancias de su noviciado mismo son muy particulares y por eso las he relatado tan largamente. No obstante, el adiestramiento espiritual de todos los discípulos de los gomtchens se compone, casi siempre, de curiosos detalles. He oído muchas historias sobre este asunto, y mi propia experiencia, tan áspera a veces, del papel de discípula en el «país de las nieves» me convence de que buen número de ellas son auténticas.