XXVIII

Me he reunido con mis camaradas. Debíamos encontrarnos todos hacia la medianoche para recibir órdenes. El Grupo 2/33 tiene sueño. La llama del gran fuego se ha convertido en brasa. El Grupo parece aguantar todavía pero no es ya más que una ilusión. Hochedé interroga tristemente su famoso cronómetro. Péricot, en un rincón, con la nuca apoyada contra la pared, cierra los ojos. Gavoille, sentado encima de una mesa, con la mirada vaga y las piernas colgando, hace pucheros como un niño que va a llorar. Azambre se tambalea con un libro en la mano. Solamente el Comandante, alerta pero de una palidez que asusta, bajo una lámpara y con unos papeles en la mano, discute en voz baja con Geley. «Discute», por otra parte, no es más que una imagen. El Comandante habla. Geley menea la cabeza y dice: «Sí, naturalmente». Geley se agarra a su «Sí, naturalmente». Se adhiere, cada vez más íntimamente a los enunciados del Comandante, como el hombre que se ahoga, al cuello del nadador. Si yo fuera Alias diría, sin cambiar de tono: «Capitán Geley… usted será fusilado al alba…». Y esperaría la respuesta.

El Grupo no ha dormido desde hace tres días y aguanta en pie como un castillo de cartas.

El Comandante se levanta, va hacia Lacordaire y le saca de un sueño, en el que tal vez Lacordaire me ganaba al ajedrez:

—Lacordaire… usted saldrá al amanecer. Misión a ras de suelo.

—Bien, mi Comandante.

—Debería usted dormir…

—Sí, mi Comandante.

Lacordaire se vuelve a sentar. El Comandante, que sale, arrastra a Geley en su estela, como arrastraría un pescado muerto en la punta de una caña. Hace ya, sin duda, no tres días, sino una semana que Geley no se ha acostado. Lo mismo que Alias, ha piloteado misiones de guerra y llevado sobre sus hombros la responsabilidad del Grupo. La resistencia humana tiene límites. Los de Geley están ya franqueados. Helos ahí, sin embargo, salen los dos, el nadador y su ahogado, en busca de órdenes fantasmagóricas.

Vezin, sospechando, ha llegado hasta mí, ese Vezin que duerme de pie como un sonámbulo:

—¿Duermes?

—Yo…

He apoyado mi nuca contra el respaldo de un sillón, pues he descubierto un sillón. Yo también me dormía, pero la voz de Vezin me atormenta:

—¡Esto acabará mal!

Esto acabará mal… Interdicción a priori… Esto acabará mal…

—¿Duermes?

—Yo… no… ¿qué es lo que acabará mal?

—La guerra.

¡Esto es nuevo! Me vuelvo a hundir en mi sueño. Y contesto vagamente:

—… ¿Qué guerra?

—¿Cómo: «¡Qué guerra!»?

Esta conversación no llegará muy lejos. ¡Ah, Paula, si fuese por los Grupos Aéreos de las ayas tirolesas, el Grupo 2/33 estaría todo entero en la cama desde hace mucho rato!

El Comandante empuja la puerta de golpe:

—Está decidido. Nos mudamos.

Detrás de él viene Geley, bien despierto. Dejará para mañana sus «Sí, naturalmente». Y sacará, para hacer trabajos extenuantes, otra noche más, utilizando reservas que él mismo ignoraba.

Nosotros, nos levantamos. Decimos: «Ah… bueno». ¿Qué íbamos a decir?

No diremos nada. Aseguraremos la mudanza. Solamente Lacordaire esperará el alba para despegar, a fin de cumplir su misión. Si vuelve, irá directamente a la nueva base.

Tampoco diremos nada mañana. Mañana, para los testigos, seremos unos vencidos. Los vencidos deben callarse. Como las simientes.