XI
Vivía yo en Orconte, pueblo de los alrededores de Saint-Dizier en donde mi Grupo acampó durante el invierno del 39, que fué muy duro, en una granja construida con muros de argamasa. La temperatura nocturna descendía lo bastante para transformar en hielo el agua de mi rústica palangana, y mi primer acto antes de vestirme era, evidentemente, encender el fuego. Pero este gesto exigía que saliera de aquella cama en la que estaba caliente y me encogía con delicia.
Nada me parecía tan maravilloso como aquel simple lecho de monasterio, en aquella habitación vacía y helada. Disfrutaba en él la beatitud del reposo después de las jornadas duras. Disfrutaba también de seguridad. Nada me amenazaba. Mi cuerpo, durante el día, estaba expuesto a los rigores de la alta altitud y a los proyectiles cortantes. Mi cuerpo podía durante el día ser convertido en nido de sufrimientos y desgarrado injustamente. Mi cuerpo durante el día no me pertenecía… No me pertenecía ya. Podían retirarle algún miembro, podían sacarle sangre. Pues es también algo que sucede en la guerra que este cuerpo se convierta en un almacén de accesorios que no son ya de tu propiedad. El ujier viene y reclama los ojos. Y le cedes el don de ver. El ujier viene y reclama las piernas. Y le cedes el don de andar. El ujier viene con su antorcha y te reclama toda la carne de la cara. Y ya no eres más que un monstruo, después de cederle, como rescate, el don de sonreír y de mostrar tu amistad a los hombres. Así, este cuerpo que durante el día se podía mostrar en cualquier momento mi enemigo y hacerme daño, este cuerpo que podía convertirse en fábrica de lamentos, he aquí que era aún mi amigo, obediente y fraternal, bien enroscado bajo las sábanas de su duermevela, no confiando a mi conciencia nada más que su placer de vivir, su feliz ronroneo. Pero bien tenía que sacarlo de la cama y lavarlo en el agua helada y afeitarlo y vestirlo para ofrecerlo, correcto, a los fragmentos de la fundición. Y aquel saltar de la cama se parecía a un desprendimiento de los brazos maternales, del seno maternal, a todo lo que, durante la infancia, quiere acaricia, protege un cuerpo de niño.
Entonces, después de haber pesado bien, madurado bien, retardado bien mi decisión, saltaba de pronto, con los dientes apretados, hasta la chimenea, en donde encendía un fuego de leña que rociaba con nafta. Luego, una vez inflamada la nafta, y conseguido atravesar el cuarto otra vez, me hundía en la cama en la que volvía a encontrar un buen calorcito y en donde, metido bajo las colchas y el edredón hasta el ojo izquierdo, vigilaba la chimenea. De momento no prendía casi nada, luego había unos rápidos relámpagos, que iluminaban el techo. Después el fuego empezaba a instalarse allá adentro como una fiesta que se organiza. Empezaba a crepitar, a roncar, a cantar. Era alegre, tan alegre como un banquete de bodas campestres, cuando la gente comienza a beber, a calentarse, a darse con el codo.
O bien me parecía estar defendido por mi fuego benigno, como por un perro de pastor, activo, fiel y diligente, y que hacía bien su trabajo. Yo sentía, contemplándolo, un sordo júbilo. Y, cuando la fiesta estaba en su apogeo con aquella danza de sombras en el techo y aquella música caliente y dorada, y ya, en los rincones, aquellas construcciones de ascuas; cuando mi cuarto se había impregnado bien de aquel olor mágico de humo y de resina, yo saltaba de un amigo al otro, corría de mi cama a mi fuego, iba hacia el más generoso y no sé si me asaba el vientre o me calentaba el corazón. Entre dos tentaciones, cobardemente, había cedido a la más fuerte, a la más rutilante, a la que con su charanga y sus relámpagos conseguía hacer mejor su publicidad.
Así tenía que encender en tres veces el fuego, volverme a acostar, y recolectar la cosecha de llamas; las tres veces, crujiéndome los dientes, atravesaba las estepas vacías y heladas de mi cuarto, trabando conocimiento con las expediciones polares. Había marchado a través del desierto hacía una escala feliz y encontraba mi recompensa en ese gran fuego, que danzaba ante mí, para mí, su danza de perro de pastor.
Esta historia no parece nada. Y era una gran aventura. Mi habitación me mostraba, de un modo transparente, lo que yo nunca habría sabido descubrir si hubiera, un día, visitado aquella granja como turista. No me hubiera entregado más que su vacío trivial apenas amueblado con una cama, un lavabo y una mala chimenea. Habría bostezado durante unos minutos.
¿Cómo hubiera podido diferenciar unas de otras estas tres provincias, esta tres civilizaciones, la del sueño, la del fuego, la del desierto? ¿Cómo hubiera presentido la aventura del cuerpo, que es primero un cuerpo de niño suspendido del seno materno y acogido y protegido, luego un cuerpo de soldados construido para sufrir, después un cuerpo de hombre enriquecido de alegría por la civilización del fuego, que es el polo de la tribu? El fuego honra al dueño de la casa y honra a sus camaradas. Si visitan a su amigo toman su parte del festín, colocan su silla en torno a la de él y hablándole de los problemas del día, de las inquietudes y de los fastidios, dicen frotándose las manos mientras cargan su pipa: «¡Un fuego, de todos modos es agradable!».
Pero ya no hay fuego para hacerme creer en la ternura. Ya no hay cuarto helado para hacerme creer en la aventura. Me despierto del sueño. Ya no hay más que un vacío absoluto. Ya no hay más que una extremada vejez. Ya no hay más que una voz que me dice, es la de Dutertre, obstinada en su deseo quimérico: «Un poco de pie a la izquierda, mi Capitán…».