IX

Lo estoy viendo acostado en su cama del hospital. La parte trasera del avión le enganchó la rodilla y se la rompió mientras saltaba con el paracaídas. Pero Sagon no sintió el choque. Su cara y sus manos están heridas de bastante gravedad, pero después de todo no ha sufrido nada que sea alarmante. Nos explica lentamente su historia, con una voz cualquiera, como un informe de algo desagradable.

—… He comprendido que tiraban al sentirme envuelto en balas luminosas. Mi tablero de a bordo estalló. Luego vi un poco de humo, ¡oh, no mucho!, que parecía venir de la parte delantera del avión. Pensé que era… usted sabe que allí hay una tubería de conjugación… ¡Oh, no ardía mucho!…

Sagon hace un gesto. Pesa el asunto. Estima importante decirnos si ardía mucho o no ardía mucho. Vacila:

—Sin embargo, era fuego… Entonces les dije que saltaran…

¡Pues el fuego en diez segundos convierte un avión en antorcha!

—Abrí entonces mi trampa de salida. Hice mal. Hubo succión de aire… el fuego… me molestó.

Un horno de locomotora te escupe en el vientre un torrente de llamas a siete mil metros de altura y ¡te molesta! No traicionaré a Sagon exaltando su heroísmo o su pudor. Diría: «¡Sí!, ¡sí! Me molestó…». Por otra parte, hace todo lo que puede por ser exacto.

Yo sé muy bien que el campo de la conciencia es minúsculo. No acepta más que un problema a la vez. Si usted se traba a puñetazos y la estrategia de la lucha le preocupa, no sufre por los puñetazos. Cuando creí ahogarme en un accidente de hidroavión, el agua, que estaba helada, me pareció tibia. O, más exactamente, mi conciencia no consideró la temperatura del agua. Estaba absorbida por otras preocupaciones. La temperatura del agua no dejó ninguna huella en mi recuerdo. Así la conciencia de Sagon estaba absorbida por la técnica de su salida. El universo de Sagon se limitaba a la manija que gobierna la trampa corrediza, a una cierta empuñadura del paracaídas cuyo emplazamiento le preocupó y en la suerte técnica de su equipo. «¿Han saltado ustedes?». Nadie responde. «¿Nadie a bordo?». Ninguna respuesta.

—Pensé que estaba solo. Y que me podía marchar… —ya tenía la cara y las manos asadas. Me levanté, monté sobre la carlinga, y me mantuve de momento sobre el ala. Una vez allí, me incliné hacia adelante: no vi al observador…

El observador, muerto de golpe por el tiro de los cazas, yacía en el fondo de la carlinga.

—Reculé entonces, y tampoco vi al ametrallador…

También el ametrallador se había desplomado.

—Me creí solo…

Reflexionó:

—Si hubiera sabido… hubiera podido volver a bordo… Tampoco ardía tanto. Me quedé así mucho tiempo sobre el ala… había, antes de dejar la carlinga, dirigido el avión hacia arriba. Encabritado. El vuelo era correcto, la respiración soportable y yo me sentía cómodo. ¡Oh! sí, me quedé mucho rato sobre el ala… No sabía qué hacer…

No es que se le plantearan a Sagon problemas inextricables: se creía solo a bordo, el avión ardía y los cazas pasaban y repasaban salpicándole con sus proyectiles. Lo que quería decirnos Sagon es que no experimentaba ningún deseo. No deseaba nada. Disponía de todo el tiempo. Sentía un infinito agrado. Y punto por punto yo reconocía esa extraña sensación que acompaña a veces la inminencia de la muerte, un bienestar inesperado… ¡Qué bien desmentida queda por la realidad esa imaginería de la jadeante precipitación! ¡Sagon se quedaba allí sobre su ala, como lanzado fuera del tiempo!

—Y luego salté —dijo—, pero salté mal. Me vi revolotear. Temí, abriéndolo demasiado pronto, enredarme en mi paracaídas. Esperé a estar estabilizado. Y esperé mucho tiempo…

Así Sagon conserva el recuerdo de haber, desde el principio hasta el final de su aventura, esperado. Esperaba que ardiera más. Luego esperaba sobre el ala, no sé qué. Y, en caída libre, vertical, hacia el suelo, esperaba aún. Y se trataba de Sagon, y hasta de un Sagon rudimentario, más ordinario que de costumbre, de un Sagon un poco perplejo y que, suspendido sobre un abismo, pateaba de aburrimiento.