XX

A pesar de los setecientos metros, yo esperaba. A pesar de los parques de tanques, a pesar de la llama de Arras, yo esperaba. Esperaba desesperadamente. Remontaba por mi memoria hasta la infancia para recordar la sensación de una protección soberana. No hay protección para los hombres. Una vez que uno es hombre, lo sueltan… Pero ¿quién puede algo contra el niño que una Paula todopoderosa tiene de la mano, de una mano bien cerrada? Paula, yo he utilizado tu sombra como un escudo…

He usado de todos los trucos. Cuando Dutertre me ha dicho: «Esto se agrava», he utilizado para poder esperar, esta misma amenaza. Estábamos en guerra: era preciso que la guerra se mostrara. La guerra, al mostrarse, se reducía a algunos surcos de luz. «¿Éste es, pues, el famoso peligro de muerte sobre Arras? Deje que me ría…».

El condenado se había formado del verdugo la imagen de un descolorido robot. Se presenta entonces un buen hombre cualquiera, que sabe estornudar, o siquiera sonreír. El condenado se agarra a la sonrisa como a un camino hacia la liberación… No es más que un fantasma de caminos. El verdugo, aunque sea estornudando, le cortará la cabeza. Pero ¿cómo negarse a la esperanza?

¿Cómo no me iba a confundir un cierto recibimiento, puesto que todo se hacía íntimo y campechano, puesto que las pizarras húmedas y las tejas brillaban tan graciosamente, puesto que nada cambiaba de un minuto al otro, ni parecía tener que cambiar? Puesto que ya no éramos, Dutertre, el ametrallador y yo, más que tres paseantes que, a campo traviesa, regresan lentamente sin tener que levantarse demasiado el cuello, ya que apenas llueve. Puesto que en el corazón mismo de las líneas alemanas nada se veía que mereciera realmente ser contado y no había ninguna razón absoluta para que, más allá, la guerra cambiara. Puesto que hacía el efecto que el enemigo se hubiera dispersado y como fundido en la inmensidad de los campos, a razón tal vez de un soldado por casa, de un soldado tal vez por árbol, entre los cuales uno de vez en cuando, acordándose de la guerra, disparaba. Le habían machacado la consigna: «Tirarás a los aviones». En sus sueños la consigna se confundía. Largaba sus tres balas sin gran fe. Así he cazado yo patos, por la noche, sin darles demasiada importancia, cuando el paseo era un poco romántico. Les tiraba mientras charlaba de otra cosa; y no les molestaba demasiado…

¡Ve uno tan bien lo que se desea ver!: este soldado me apunta, pero sin convicción, y no me toca. Los otros me dejan pasar. Los que están en condiciones de hacernos una zancadilla respiran tal vez en este instante, con placer, el perfume de la noche o encienden cigarrillos, o terminan un chiste, y dejan pasar. Otros, desde ese pueblecito en el que acampan, tienden, tal vez, su escudilla hacia la sopa. Un murmullo se despierta y muere. ¿Es amigo o enemigo? No tienen tiempo de reconocerlo, están vigilando su escudilla que se llena: dejan pasar. Y yo intento atravesar con las manos en los bolsillos, silbando y lo más naturalmente que puedo, ese jardín que está vedado a los paseantes, pero en el que cada guardián —confiando en el otro— deja pasar…

¡Soy tan vulnerable! Mi misma debilidad es una trampa para ellos: «¿Por qué agitarse? Me abatirán un poco más lejos…». ¡Es evidente! «¡Anda que te ahorquen en otro lado…!». Le pasan a otro la fastidiosa obligación para no perder su turno en la sopa, para no interrumpir un chiste o simplemente por el gusto de respirar el aire de la noche. Abuso así de su negligencia y me salvo en este minuto en que la guerra les cansa a todos a la vez —como por casualidad—, ¿y por qué no? Y ya doy por descontado que de hombre en hombre, de escuadrilla en escuadrilla, de pueblo en pueblo, conseguiré terminar mi vuelta. Después de todo, no somos más que el paso de un avión en la noche… ¡ni siquiera hace levantar la cabeza!

Claro que esperaba volver. Pero al mismo tiempo sabía que algo ocurriría. Estás condenado al castigo, pero la cárcel que te encierra permanece aún muda. Te agarras a ese silencio. Cada segundo se parece al segundo que le precede. No hay ninguna razón absoluta para que el que va a caer, cambie el mundo. Este trabajo sería demasiado pesado para él. Cada segundo, uno tras otro, salvan el silencio. El silencio ya parece eterno…

Pero el paso de éste —que uno sabe muy bien que va a venir— se hace esperar.

Algo en el paisaje acaba de romperse. Así el leño, que parecía apagado, se derrumba de pronto y lanza una provisión de chispas. ¿Por qué misterio toda esta llanura ha reaccionado en el mismo momento? Los árboles, llegada la primavera, sueltan sus simientes. ¿Por qué esta súbita primavera de las armas? ¿Por qué este diluvio luminoso que sube hacia nosotros y que de pronto se declara universal?

La sensación que experimento, desde luego, es la de haber sido poco prudente. Lo he estropeado todo. ¡Basta a veces una ojeada, un gesto, cuando el equilibrio es demasiado precario! Un alpinista tose y desencadena el alud. Y ahora que ya lo ha desencadenado, todo ha concluido.

Habíamos caminado pesadamente por este pantano azul ya saturado de noche. Hemos revuelto este limo tranquilo y he aquí que, por decenas de millares, lanza hacia nosotros pompas de oro.

Un pueblo de malabaristas acaba de entrar en la danza. Un pueblo de malabaristas desgrana hacia nosotros, por decenas de millares, sus proyectiles. Éstos, faltos de variación angular, nos parece de momento que están inmóviles, pero, semejantes a esas bolas que el arte del malabarista no proyecta, pero lanza, empiezan lentamente su ascensión. Veo lágrimas de luz correr hacia mí a través de un aceite de silencio. De ese silencio que baña el juego de los malabaristas.

Cada ráfaga de ametralladora o de cañón de tiro rápido, lanza por centenares obuses, o balas fosforescentes que se suceden como las perlas de un rosario. Mil rosarios elásticos se tienden en nuestra dirección, se estiran hasta romperse y estallan a nuestra altura.

En efecto, mirados al través los proyectiles que no nos han tocado, muestran, en su paso por la tangente, una velocidad vertiginosa. Las lágrimas se convierten en relámpagos. Y he aquí que me veo de pronto sumergido en una cosecha de trayectorias que tienen el color de los tallos del trigo. Heme aquí centro de un espeso zarzal de lanzazos. Heme aquí amenazado por no sé qué vertiginosa labor de agujas. Toda la llanura se ha unido a mí y teje en torno mío una red fulgurante de hilos de oro.

¡Ah! Cuando me inclino hacia la tierra, veo estas capas de burbujas luminosas que ascienden con una lentitud de velos de neblina. Descubro este lento torbellino de simientes: ¡así vuela la cascarilla del trigo que se trilla! ¡Pero si miro por la horizontal, ya no veo más que gavillas de lanzas! ¿Tiro? ¡Pero no! ¡Me atacan con arma blanca! ¡No veo más que espadas de luz! Me siento… ¡No se trata de peligro! ¡Me deslumbra el lujo en que estoy sumido!

-¡Ah!

Me siento despegado de mi asiento veinte centímetros. Ha sido como una cornada de morueco contra el avión. Se ha roto, pulverizado… pero no… pero no… lo noto que responde aún a los comandos. No es más que el primer golpe de un diluvio de golpes. Sin embargo, no he observado explosiones. El humo de los estallidos se confunde sin duda con el sombrío suelo: levanto la cabeza y miro.

¡Este espectáculo es único!