XXVII
Pero lo he estropeado todo. He dilapidado la herencia. He dejado que la noción de Hombre se corrompiera.
Para salvar este culto de un Príncipe contemplado a través de los individuos y la elevada calidad de las relaciones humanas que fundamentaba este culto, mi civilización había empleado, sin embargo, una energía y una inteligencia considerables. Todos los esfuerzos del «Humanismo» han tendido solamente hacia este fin. El Humanismo se ha propuesto, como misión exclusiva, iluminar y perpetuar la primacía del Hombre sobre el individuo. El Humanismo ha predicado el Hombre.
Pero cuando se trata de hablar sobre el Hombre, el lenguaje se vuelve incómodo. El Hombre se distingue de los hombres. No se dice nada esencial sobre la catedral, si no se habla más que de piedras. No se dice nada esencial sobre el Hombre, si se intenta definirlo por medio de cualidades de hombre. El Humanismo ha trabajado de este modo en una dirección interceptada de antemano. Ha intentado captar la noción de Hombre por medio de una argumentación lógica y moral y transportarlo así a las conciencias.
Ninguna explicación verbal reemplaza nunca a la contemplación. La unidad del Ser no es transportable por medio de palabras. Si yo deseara enseñar a unos hombres, cuya civilización lo ignorase, el amor de una patria o de un dominio, no dispondría de ningún argumento para conmoverlos. Son unos campos, unos pastos y un ganado los que componen un dominio. Cada uno y todos juntos tienen por misión enriquecer. Existe, sin embargo, en el dominio, algo que escapa al análisis de los materiales, puesto que hay propietarios que, por amor a su dominio, se arruinarían para salvarlo. Es, por el contrario, este «algo» lo que ennoblece con una calidad particular los materiales. Pasan a ser ganado de un dominio, praderas de un dominio, campos de un dominio…
Así se convierte uno en el hombre de una patria, de un oficio, de una civilización, de una religión. Pero, para considerarse uno de estos Seres, antes hay que fundarlo dentro de sí. Y en donde no existe el sentimiento de la patria, ningún lenguaje lo transportará. No se funda dentro de uno el Ser que uno declara ser, más que por medio de actos. Un Ser no es del imperio del lenguaje sino de los actos. Nuestro Humanismo ha descuidado los actos. Ha fracasado en su tentativa.
El acto esencial ha recibido aquí un nombre. Es el sacrificio.
Sacrificio no significa ni amputación, ni penitencia. Es esencialmente un acto. Es un don de sí mismo al Ser que uno pretende ser. Solamente comprenderá lo que es un dominio, aquél que le haya sacrificado una parte de sí, que haya luchado para salvarlo y sufrido para embellecerlo. Entonces le vendrá el amor del dominio. Un dominio no es la suma de intereses, ahí está el error. Es la suma de dones.
Mientras mi civilización se ha apoyado en Dios, ha salvado esta noción del sacrificio que fundaba a Dios en el corazón del hombre. El Humanismo ha descuidado el papel esencial del sacrificio. Ha pretendido transportar al Hombre por medio de palabras y no de actos.
No disponía ya, para salvar la visión del Hombre a través de los hombres, más que de esta misma palabra embellecida por una mayúscula. Corríamos el peligro de resbalar por una pendiente peligrosa y de confundir un día al Hombre con el símbolo de la medianía o del conjunto de los hombres. Corríamos el peligro de confundir nuestra catedral con el conjunto de piedras.
Y poco a poco hemos perdido la herencia.
En lugar de afirmar los derechos del Hombre a través de los individuos, hemos empezado a hablar de los derechos de la Colectividad. Hemos visto cómo se introducía insensiblemente una moral de lo Colectivo que descuida al Hombre. Esta moral explicará claramente por qué el individuo se debe a sí mismo el sacrificarse a la Comunidad. No explicará ya, sin artificios de lenguaje, por qué una Comunidad se debe a sí misma el sacrificarse por un solo hombre. Por qué es equitativo que mil mueran para librar a uno solo de la prisión de la injusticia. Nos acordamos de ello todavía, pero lo vamos olvidando poco a poco. Y sin embargo, en este principio, que nos diferencia tan claramente del hormiguero, es donde reside, ante todo, nuestra grandeza.
Hemos resbalado —a falta de un método eficaz—, de la Humanidad que reposaba en el Hombre hacia este hormiguero, que reposa en la suma de individuos.
¿Qué podíamos oponer a las religiones del Estado o de la Masa? ¿Adónde había ido a parar nuestra gran imagen del Hombre nacido de Dios? Apenas si se reconocía aún a través de un vocabulario que se había vaciado de su substancia.
Poco a poco, olvidando al Hombre, hemos limitado nuestra moral a los problemas del individuo. Hemos exigido de cada uno que no perjudicara al otro individuo. De cada piedra, que no perjudicara a la otra piedra. Y seguramente no se molestan la una a la otra cuando están revueltas en un campo. Pero perjudican a la catedral que hubieran fundado, y que hubiera fundado, en cambio, su propia significación.
Hemos continuado predicando la igualdad de los hombres. Pero habiendo olvidado al Hombre, no hemos sabido ya de qué hablábamos. No sabiendo en qué basar nuestra Igualdad, hemos hecho una vaga afirmación de la que no hemos sabido ya servirnos. ¿Cómo definir la Igualdad, en el plano de los individuos, entre el sabio y el bruto, el imbécil y el genio? La Igualdad, en el plano de los materiales, exige, si pretendemos definir y realizar, que todos ocupen un lugar idéntico y tengan el mismo papel. Lo que es absurdo. El principio de Igualdad degenera entonces en principio de Identidad.
Hemos seguido predicando la Libertad del hombre. Pero habiendo olvidado al Hombre, hemos definido nuestra Libertad como una licencia vaga, exclusivamente limitada por el perjuicio causado a los otros. Lo que carece de significación, pues no hay acto que no comprometa a otro. Si yo me mutilo, siendo soldado, me fusilan. No existe individuo solo. El que se retrae perjudica a una comunidad. El que está triste entristece a los otros.
De nuestro derecho a una libertad así comprendida, no hemos sabido ya servirnos sin caer en contradicciones insuperables. No sabiendo definir en qué caso nuestro derecho era válido y en qué caso ya no lo era, hemos cerrado hipócritamente los ojos, a fin de salvar un principio oscuro de las trabas innumerables que toda sociedad, necesariamente, aportaba a nuestras libertades.
En cuanto a la Caridad, no nos hemos siquiera atrevido a predicarla. Efectivamente, antes, el sacrificio que funda a los Seres, tomaba el nombre de Caridad cuando honraba a Dios a través de su imagen humana. A través del individuo dábamos a Dios o al Hombre. Pero olvidando a Dios o al Hombre, no dábamos más que al individuo. Desde entonces la Caridad tomaba a menudo el aspecto de una diligencia inaceptable. Es la Sociedad, y no el capricho individual, quien debe asegurar la equidad en el reparto de las provisiones. La dignidad del individuo exige que no sea reducido a vasallaje por las generosidades de otro. Sería paradójico ver a los poseedores reivindicar, además de la posesión de sus bienes, la gratitud de los desposeídos.
Pero, por encima de todo, nuestra caridad mal entendida, se revolvía contra su objetivo. Exclusivamente fundada en movimientos de piedad hacia los individuos, nos hubiera imposibilitado de emplear cualquier castigo educativo. Mientras que la verdadera Caridad, como ejercicio de un culto rendido al Hombre, más allá del individuo, imponía combatir al individuo para engrandecer al Hombre.
Así hemos perdido al Hombre. Y perdiendo al Hombre, hemos enfriado esta misma fraternidad que nuestra civilización nos predicaba —puesto que se es hermano en algo y no solamente hermano. La repartición no asegura la fraternidad. Se anuda sólo en el sacrificio. Se anuda en el don común a algo más vasto que uno mismo. Pero confundiendo con una disminución estéril esta raíz de toda existencia verdadera, hemos reducido nuestra fraternidad a nada más que una tolerancia mutua.
Hemos acabado de dar. Y sucede que si yo pretendo no dar más que a mí mismo, no recibo nada, pues no construyo nada en que yo esté; luego, no soy nada. Si me vienen luego exigiendo que muera por intereses, me negaré a morir. El interés de momento manda vivir. ¿Cuál podría ser el impulso de amor que recompensara mi muerte? Se muere por una casa. No por unos objetos y unas paredes. Se muere por una catedral. No por unas piedras. Se muere por un pueblo. No por una muchedumbre. Se muere por amor del Hombre si es clave de bóveda de una Comunidad. Se muere solamente por aquello por lo que se puede vivir.
Nuestro vocabulario parecía casi intacto, pero nuestras palabras, que se habían vaciado de substancia real, nos conducían, si pretendíamos usarlas, hacia contradicciones sin salida. Quedábamos reducidos a cerrar los ojos sobre estos litigios. Quedábamos reducidos, no sabiendo construir, a dejar las piedras en desorden en el campo, y a hablar de la Colectividad, con prudencia, sin atrevernos mucho a precisar aquello de que hablábamos, pues efectivamente no hablábamos de nada. Colectividad es palabra vacía de significación mientras la Colectividad no se anuda en cosa alguna. Una suma no es un Ser.
Si nuestra Sociedad podía aún parecer apetecible, si el Hombre conservaba algún prestigio, es en la medida en que la civilización verdadera, que traicionábamos con nuestra ignorancia, prolongaba aún sobre nosotros su brillo condenado y nos salvaba a pesar de nosotros mismos.
¿Cómo hubieran podido comprender nuestros adversarios lo que nosotros ya no comprendíamos? No han visto de nosotros más que esas piedras en desorden. Han intentado devolver un sentido a una Colectividad que no sabíamos ya definir, porque no nos acordábamos del Hombre.
Los unos han llegado de primera intención, alegremente, hasta las conclusiones más extremas de la lógica. De esta colección han hecho una colección absoluta. Las piedras han de ser idénticas a las piedras. Y cada piedra reina sola sobre sí misma. La anarquía se acuerda del culto del Hombre, pero lo aplica con rigor al individuo. Y las contradicciones que nacen de este rigor, son peores que las nuestras.
Otros han reunido estas piedras diseminadas en desorden por el campo. Han predicado los derechos de la Masa. La fórmula no satisface. Pues si es intolerable que un solo hombre tiranice a una Masa —es tan intolerable que la Masa aplaste a un solo hombre.
Otros se han apoderado de estas piedras impotentes y del conjunto han hecho un Estado. Un Estado tal no trasciende tampoco a los hombres. Es igualmente la expresión de un conjunto. Es poder de la Colectividad delegada en manos de un individuo. Es reinado de una piedra que pretende identificarse con las otras, sobre el conjunto de las piedras. Este Estado predica claramente una moral de lo colectivo que rechazamos aún pero hacia la cual nos encaminamos también nosotros lentamente, por no acordarnos del Hombre, que sería el único que justificaría nuestra negativa.
Estos fieles de la nueva religión se opondrán a que varios mineros arriesguen su vida para salvar a un solo minero enterrado. Pues el montón de piedras sale entonces perjudicado. Rematarán al gran herido, si entorpece el avance de un ejército. El bien de la Comunidad lo estudiarán en la aritmética —y la aritmética les gobernará. Perderán la posibilidad de trascender a algo más grande que ellos. Odiarán en consecuencia lo que difiera de ellos, puesto que no dispondrán de nada superior a ellos en qué fusionarse. Cualquier costumbre, cualquier raza, cualquier pensamiento extraño, será para ellos necesariamente una afrenta. No dispondrán del poder de absorber, pues para convertir al Hombre no conviene amputarle sino expresarlo a él mismo, ofrecer una finalidad a sus aspiraciones y un territorio a sus energías. Convertir es siempre liberar. La catedral puede absorber las piedras que en ella adquieren un sentido. Pero el montón de piedras no absorbe nada y no pudiendo absorber aplasta. Así es —pero ¿de quién es la culpa?
Ya no me extraña que el montón de piedras que pesa mucho haya ganado la partida a las piedras revueltas.
Sin embargo, yo soy el más fuerte.
Soy el más fuerte si me vuelvo a encontrar a mí mismo. Si nuestro Humanismo restaura al Hombre. Si sabemos fundar nuestra Comunidad, y si para fundarla, empleamos el único instrumento eficaz que hay: el sacrificio. Nuestra Comunidad, tal como nuestra civilización la había construido, no era tampoco la suma de nuestros intereses —era la suma de nuestros dones.
Yo soy el más fuerte porque el árbol es más fuerte que los materiales del suelo. Los drena hacia él. Los convierte en árboles. La catedral es más radiante que el montón de piedras. Soy el más fuerte porque mi civilización es la única que tiene el poder de anudar en su unidad, sin amputarlas, las distintas variedades. Ella vivifica la fuente con su fuerza al mismo tiempo que abreva en ella.
He pretendido a la hora de la salida recibir antes de haber dado. Mi pretensión era vana. Ocurre con esto como con la triste lección de gramática. Hay que dar antes de recibir —y construir antes de habitar.
Yo he fundamentado mi amor hacia los míos en este don de sangre, como la madre fundamenta el suyo en el don de la leche. Ahí está el misterio. Hay que empezar por el sacrificio, para fundar el amor. El amor, luego, puede solicitar otros sacrificios y emplearlos en todas las victorias. El hombre debe dar siempre los primeros pasos. Debe nacer antes de existir.
He regresado de la misión habiendo fundado mi parentesco con la pequeña granjera. Su sonrisa ha sido transparente para mí y, a través de ella, he visto mi pueblo. A través de mi pueblo, a mi país. A través de mi país, a los otros países. Pues yo soy de una civilización que ha elegido al Hombre para clave de bóveda. Soy del Grupo 2/33 que deseaba combatir por Noruega.
Puede ser que Alias, mañana, me designe para otra misión. Me he vestido hoy para el servicio de un dios para el que yo estaba ciego. El tiro de Arras ha reventado la corteza y he visto. Todos los de mi casa han visto también. Si, pues, despego al alba, sabré por qué lucho todavía.
Pero deseo acordarme de lo que he visto. Necesito un Credo simple para recordar.
Combatiré por la primacía del Hombre sobre el individuo —como de lo universal sobre lo particular.
Yo creo que el culto de lo Universal exalta y anuda las riquezas particulares y funda el único orden verdadero, que es el de la vida. Un árbol está en orden a pesar de sus raíces, que difieren de las ramas.
Yo creo que el culto de lo particular no conduce más que a la muerte —pues fundamenta el orden en la semejanza. Confunde la unidad del Ser con la identidad de sus partes. Y devasta la catedral para alinear las piedras.
Yo lucharé, pues, con cualquiera que pretenda imponer una costumbre particular a las otras costumbres, un pueblo particular a los otros pueblos, una raza particular a las otras razas, una idea particular a las otras ideas.
Yo creo que la primacía del Hombre funda la única Igualdad y la única Libertad que tienen alguna significación. Yo creo en la igualdad de los derechos del Hombre a través de cada individuo. Y creo que la Libertad es la de la ascensión del Hombre. Igualdad no es Identidad. La Libertad no es la exaltación del individuo contra el Hombre. Yo lucharé con cualquiera que pretenda sojuzgar en un individuo —como en una masa— la libertad del Hombre.
Yo creo que mi Civilización denomina Caridad al sacrificio consentido al Hombre, a fin de establecer su reino. La Caridad es don hecho al Hombre a través de la mediocridad del individuo. Ella funda al Hombre. Yo combatiré con cualquiera que, pretendiendo que mi caridad honra la mediocridad, reniega del Hombre y aprisiona así al individuo en una mediocridad definitiva.
Yo combatiré por el Hombre. Contra sus enemigos. Pero también contra mí mismo.