XIV

He envejecido tanto que todo lo he dejado atrás. Miro por la gran placa reverberante de mi vitrina. Ahí abajo están los hombres. Unos infusorios sobre una laminilla de microscopio. ¿Puede uno interesarse por los dramas de familia de los infusorios?

Si no fuera por este dolor al corazón que me parece vivo, me hundiría en sueños vagos, como un viejo tirano. Hace diez minutos inventaba este cuento de figurantes. Era falso como para dar náuseas. Cuando entrevi los cazadores, ¿pensé acaso en suspiros tiernos? Pensé en avispas punzantes. Eso sí. Eran minúsculas esas porquerías.

¡Cómo he podido inventar, sin sentirme asqueado, esta imagen de traje de cola! ¡No he pensado en traje de cola por la sencilla razón de que nunca he visto mi propia estela! Desde esta carlinga en donde estoy encerrado como una pipa en su estuche, me es imposible observar nada detrás de mí. Miro hacia atrás por los ojos de mi ametrallador. ¡Y aun eso! ¡Si los laringófonos no están averiados! Y mi ametrallador nunca me ha dicho: «Aquí vienen unos pretendientes enamorados de nosotros, que siguen nuestro traje de cola…».

No hay aquí más que escepticismo y malabarismo. Claro que yo quisiera creer, quisiera luchar, quisiera vencer. Pero, ya pueda uno fingir que cree que lucha, que vence incendiando sus propios pueblos, es muy difícil sacar de ello exaltación alguna.

Es difícil existir. El hombre no es más que un nudo de relaciones, y resulta que mis lazos no valen ya gran cosa.

¿Qué hay en mí que no ande bien? ¿Cuál es el secreto de los intercambios? ¿De dónde viene que lo que ahora me resulta abstracto y lejano, en otras circunstancias me pueda trastornar? ¿De dónde viene que una palabra, un gesto puedan ir formando en una vida círculos hasta lo infinito? ¿De dónde viene que, si yo soy Pasteur, el juego de los infusorios me pueda parecer patético hasta el punto de que una laminilla de microscopio se me aparezca como un territorio más vasto que un bosque virgen, y me permita vivir, inclinado sobre ella, la forma más elevada de la aventura? De dónde viene que este punto negro que es una casa de hombre allá abajo…

… Y me vuelve un recuerdo.

Cuando yo era niño… busco lejos en mi infancia. ¡La infancia, ese gran territorio del que cada uno de nosotros ha salido! ¿De dónde soy? Soy de mi infancia. Soy de mi infancia como de un país… Bueno, pues, cuando yo era niño, viví una noche una curiosa experiencia.

Tenía cinco o seis años. Eran las ocho. Las ocho, hora en que los niños deben dormir. Sobre todo en invierno, pues es de noche. Sin embargo, se habían olvidado de mí.

Y había en la planta baja de aquella gran casa de campo un vestíbulo que me parecía inmenso, y al cual daba la pieza, abrigada, en la que comíamos los niños. Yo siempre había tenido miedo de aquel vestíbulo, tal vez por aquella débil lámpara que, hacia el centro, lo sacaba apenas de su penumbra, una señal más que una lámpara, tal vez por causa de aquellos altos zócalos de madera que crujían en el silencio, a causa también del frío. Pues se desembocaba allí, viniendo de las piezas luminosas y calientes, como en una caverna.

Pero aquella noche, viéndome olvidado, cedí al demonio del mal, me puse de puntillas hasta alcanzar el picaporte de la puerta, la empujé suavemente, desemboqué en el vestíbulo y me fui, fraudulentamente, a explorar el mundo.

El crujido de la madera, sin embargo, me pareció un aviso de la cólera celestial. Yo entreveía vagamente en la penumbra los grandes paneles que me lanzaban reproches. No atreviéndome a continuar, efectué lo mejor que pude la ascensión de una consola, y, con la espalda apoyada en el muro, me quedé allí, con las piernas colgantes y el corazón latiéndome, como hacen todos los náufragos, sobre un arrecife en pleno mar.

Entonces fué cuando se abrió la puerta de un salón y dos tíos, que me inspiraban un terror sagrado, volviendo a cerrar la puerta tras sí al ruido y las luces, empezaron a deambular en el vestíbulo.

Yo temblaba de que me descubrieran. Uno de ellos, Huberto, era para mí la imagen de la severidad. Un delegado de la justicia divina. Aquel hombre, incapaz de dar un bofetón a un niño, me repetía frunciendo las terribles cejas con motivo de cada uno de mis crímenes: «La próxima vez que vaya a América traeré una máquina de dar azotes. Todo está muy perfeccionado en América. Por eso los niños de allí son la bondad misma. Y eso representa una gran tranquilidad para los padres».

A mí no me gustaba América.

Y he aquí que deambulaban sin verme, de arriba abajo, a lo largo de aquel vestíbulo glacial e interminable. Yo les seguía con los ojos y con los oídos, reprimiendo la respiración, atacado de vértigo. «La época presente…» decían. Y se alejaban, con su secreto para personas mayores, y yo me repetía: «La época presente…». Luego volvían como una marea que hubiera de nuevo traído hacia mí sus indescifrables tesoros. «Es insensato, decía el uno al otro, es positivamente insensato…». Yo recogía la frase como si fuera un objeto extraordinario. Y repetía lentamente para probar el poder de estas palabras sobre mi conciencia de cinco años: «Es insensato, es positivamente insensato…».

Luego la marea alejaba a los tíos, y la marea los devolvía. Este fenómeno, que me abría sobre la vida perspectivas aún mal esclarecidas, se reproducía con una regularidad estelar, como un fenómeno de gravitación. Yo estaba bloqueado sobre mi consola por toda la eternidad, oyente clandestino de un conciliábulo solemne, durante el cual mis dos tíos, que lo sabían todo, colaboraban en la creación del mundo. La casa podía aguantar aún mil años; dos tíos, durante mil años, paseando a lo largo del vestíbulo con la lentitud de un péndulo de reloj, seguirían dándole sabor de eternidad.

Este punto que miro es sin duda una casa de hombre a diez kilómetros por debajo de mí. Y yo no recibo nada de ella. Sin embargo, tal vez se trate de una gran casa de campo, en donde dos tíos se pasean de arriba abajo y construyen lentamente, en una conciencia de niño, algo tan fabuloso como la inmensidad de los mares.

Descubro, desde mis diez mil metros, un territorio de la amplitud de una provincia, y sin embargo todo se ha empequeñecido hasta asfixiarme. Dispongo aquí de menos espacio del que disponía en aquel grano negro.

He perdido la noción de la extensión. Me siento ciego para la extensión. Pero es como si tuviera sed de ella. Y me parece tocar aquí una medida común de todas las aspiraciones de todos los hombres.

Cuando una casualidad despierta el amor, todo se ordena en el hombre según este amor y el amor le lleva la noción de la extensión. Cuando yo vivía en el Sahara, si unos árabes, surgiendo de noche en torno a nuestros fuegos, nos advertían de amenazas lejanas, el desierto se concretaba y empezaba a tener sentido. Aquellos mensajeros habían construido su extensión. Lo mismo ocurre con la música cuando es bella. Lo mismo con un simple olor de armario viejo, cuando despierta y anuda los recuerdos. Lo patético es la noción de la extensión.

Pero yo también comprendo que nada de lo que concierne al hombre se cuenta ni se mide. La verdadera extensión no es para el ojo, no se concede más que al espíritu. Vale lo que vale el lenguaje, pues el lenguaje es el que anuda las cosas.

Me parece que en adelante podré entrever mejor lo que es una civilización. Una civilización es una herencia de creencias, de costumbres y de conocimientos lentamente adquiridos a través de los siglos, difíciles a veces de justificar con la lógica, pero que se justifican ellos mismos como caminos si conducen a algún lado, puesto que abren al hombre su horizonte interior.

Una mala literatura nos ha hablado de la necesidad de la evasión. Cierto que uno sale de viaje en busca de espacio. Pero el espacio no se encuentra. Se funde. Y la evasión nunca ha conducido a ningún lado.

Cuando el hombre necesita, para sentirse hombre, correr en carreras, cantar en coros, o hacer la guerra, son ya lazos que se impone a fin de atarse a los otros y al mundo. Pero ¡qué lazos tan pobres! Si una civilización es fuerte, satisface al hombre aunque éste permanezca inmóvil.

En tal pueblecito, silencioso, bajo la luz grisácea de un día lluvioso, veo una enferma enclaustrada que medita apoyada contra su ventana. ¿Quién es? ¿Qué han hecho de ella? Yo juzgaría la civilización de este pueblecito por la densidad de esta presencia. ¿Qué valemos una vez que estamos inmóviles?

En el Dominico que reza hay una densa presencia. Este hombre nunca es tan hombre como cuando está prosternado e inmóvil. En Pasteur que retiene su respiración sobre su microscopio, hay una densa presencia. Pasteur no es nunca tan hombre como cuando investiga. Entonces progresa. Entonces se da prisa. Entonces avanza a paso de gigante, aunque esté inmóvil, y descubre el espacio. Así Cézanne, inmóvil y mudo frente a su esbozo, tiene una presencia inestimable. No es nunca tan hombre como cuando se calla, experimenta y juzga. Entonces su tela es para él más vasta que el mar.

Extensión conseguida por la casa de mi infancia, extensión conseguida por mi habitación de Orconte, extensión conseguida por Pasteur en el campo del microscopio, extensión abierta por el poema, son otros tantos bienes frágiles y maravillosos que sólo una civilización distribuye, pues la extensión es para el espíritu, no para los ojos, y no hay extensión sin lenguaje.

Pero ¿cómo reanimar el sentido de mi lenguaje a la hora en que todo se confunde? En que los árboles del parque son a la vez navio para las generaciones de una familia y simple pantalla que incomoda al artillero. En que la prensa de los bombarderos que aplasta las ciudades, ha hecho correr un pueblo entero por las carreteras como si fuera un jugo negruzco. En que Francia toda muestra el desorden sórdido de un hormiguero reventado. En que se lucha, no contra un adversario palpable, sino contra balancines que se congelan, manijas que se agarrotan, pernos que fallan…

—¡Puede descender!

Puedo bajar. Bajaré. Volaré sobre Arras a poca altitud. Tengo mil años de civilización detrás de mí para ayudarme. Pero no me ayudan. No es sin duda la hora de las recompensas.

A ochocientos kilómetros por hora y a tres mil quinientos treinta revoluciones por minuto, pierdo mi altitud.

He dejado, al virar, un sol polar exageradamente rojo. Ante mí, a cinco o seis kilómetros por debajo, veo un banco de nubes de frente rectilínea. Toda una parte de Francia está enterrada en su sombra. Arras está en su sombra. Me imagino que bajo mi banco de nubes todo es negruzco. Se trata del vientre de una gran sopera en donde la guerra bulle lentamente. Embotellamientos de carreteras, incendios, materiales dispersos, ciudades aplastadas, barullo, inmenso barullo. Se agitan en el absurdo, bajo su nube, como cochinillas bajo sus piedras.

Este descenso se parece a una ruina. Tendremos que chapotear en su barro. Volvemos a una especie de barbarie deteriorada. ¡Todo se descompone allí abajo! Somos semejantes a unos viajeros ricos que, habiendo vivido durante mucho tiempo en países de coral y de palmeras, vuelven una vez arruinados, a compartir, en la mediocridad natal, los platos grasientos de una familia avara, el agridulce de las querellas intestinas, los ujieres, el desagrado de las preocupaciones monetarias, las falsas esperanzas, los desahucios vergonzosos, las arrogancias del hotelero, la miseria y la muerte maloliente en el hospital. ¡Por lo menos aquí la muerte es limpia! Una muerte de hielo y de fuego. De sol, de cielo, de hielo y de fuego. Pero, allá abajo, ¡ser digeridos por la arcilla!