XXI

Inclinado hacia tierra, no había reparado en el espacio vacío que poco a poco se ha ido agrandando entre las nubes y yo. Las estelas de los proyectiles derramaban una luz del color del trigo: ¿cómo iba a saber que en la cumbre de su ascensión distribuirían; uno por uno, como quien planta clavos, estos sombríos materiales? Los descubro acumulados ya en pirámides vertiginosas que derivan hacia la parte trasera con la lentitud de témpanos. A la escala de tales perspectivas tengo la sensación de estar inmóvil.

Yo bien sé que estas construcciones, apenas levantadas, han utilizado su fuerza. Cada uno de estos copos no ha dispuesto más que de un centésimo de segundo del derecho de vida o muerte. Pero me han rodeado sin darme cuenta. Su aparición hace pesar de pronto sobre mi nuca el peso de un formidable reproche.

Estas explosiones mates, sucesivas, cuyo sonido queda apagado por el ruido de los motores, me impone la ilusión de un silencio extraordinario. No siento nada. El vacío de la espera me trabaja como si se estuviera deliberando.

Pienso… pienso sin embargo: «¡tiran demasiado alto!», y echo atrás la cabeza con desgano para ver bascular hacia la parte trasera una tribu de águilas. Esos renuncian. Pero no se puede tener confianza alguna.

Las armas que no nos han tocado reajustan el tiro. Las murallas de estallidos se reconstruyen en nuestro piso. Cada hogar de fuego, en algunos segundos levanta una pirámide de explosiones que abandona en seguida, caducada, para construirla en otro lado. El tiro no nos busca: nos encierra.

—Dutertre, ¿lejos todavía?…

—… Si pudiéramos aguantar tres minutos aún, habríamos terminado… pero…

—Pasaremos tal vez…

—¡Nunca!

Es siniestro este negro grisáceo, este negro de harapos tirados en desorden. La llanura era azul. Inmensamente azul. Azul de fondo de mar.

¿Qué supervivencia puedo esperar? ¿Diez segundos? ¡Veinte segundos! La sacudida de las explosiones me está trabajando ya constantemente. Las más cercanas retumban sobre el avión como caen los pedruscos en un volquete. Después, el avión entero lanza un sonido casi musical. Extraño suspiro… Pero ésos son golpes fallidos. Sucede aquí como con el rayo. Cuanto más cerca está, más se simplifica. ¡Ciertos choques son elementales! Es que el estallido entonces nos ha marcado con sus proyectiles. La fiera no atropella al buey que mata. Planta sus garras con aplomo, sin raspar. Toma posesión del buey. Así los golpes que hacen blanco se incrustan simplemente en el avión como en un músculo.

—¿Herido?

—¡No!

—¡Ep!, ¿el ametrallador, herido?

—¡No!

Pero estos choques que uno no puede por menos de describir, no cuentan. Tamborilean sobre una corteza, sobre un tambor. En lugar de reventar los depósitos, hubieran podido lo mismo abrirnos el vientre. Pero el vientre, ¿qué es más que un tambor? El cuerpo, ¡qué le importa a uno! Él no es lo que cuenta… ¡esto es extraordinario!

Sobre el cuerpo tengo que decir dos palabras. Pero en la vida cotidiana uno está ciego ante la evidencia. Es preciso, para que la evidencia se muestre, la urgencia de semejantes condiciones. Se requiere esta lluvia de luces ascendentes. Se requiere este asalto de lanzazos. Se requiere, por fin, que sea erigido este tribunal para juicio final. Entonces uno comprende.

Yo me preguntaba mientras me vestía: «¿Cómo se presentan los últimos momentos?». La vida ha desmentido siempre los fantasmas que yo inventaba. Pero se trataba esta vez de andar desnudo, bajo el desencadenamiento de puños imbéciles, sin tener siquiera el pliegue de un codo para resguardar la cara.

Esta prueba yo la convertía en una prueba para mi carne. Me la imaginaba soportada por mi carne. El punto de vista que yo adoptaba era, necesariamente, el de mi mismo cuerpo. ¡Se ha ocupado uno tanto de su cuerpo! ¡Lo ha vestido, lavado, cuidado, afeitado, abrevado, alimentado tanto! Se ha identificado uno con este animal doméstico. Lo ha llevado al sastre, al médico, al cirujano. Ha sufrido con él. Ha gritado con él. Ha amado con él. Decimos de él: soy yo. Y he aquí que de pronto esta ilusión se desmorona. ¡Cómo se burla uno del cuerpo! Lo relega a la categoría de lacayo. En cuanto la cólera se aviva un poco, o el amor se exalta, o el odio se concentra, se deshace esta famosa solidaridad.

¿Que tu hijo está preso en un incendio? ¡Lo salvarás! ¡No hay quién te retenga! ¿Que te quemas? ¡Qué te importa! Dejas esta carne andrajosa para quien la quiera. Comprendes que no te importa aquello que te importaba tanto. ¡Venderías, si constituyera obstáculo, tu hombro para consentirte el lujo de dar un golpe de hombro! ¡Estás instalado en tu acto mismo! ¡Tu acto eres tú! ¡Ya no te encuentras fuera de él! Tu cuerpo es tuyo, ya no es tú. ¿Vas a pegar? Nadie te dominará amenazándote en tu cuerpo. ¿Tú? Es la muerte del enemigo. ¿Tú? Es la salvación de tu hijo. Te canjeas. Y no experimentas la sensación de perder en el cambio. ¿Tus miembros? Instrumentos. No nos burlamos poco de un instrumento que salta mientras cortamos. Y te canjeas por la muerte de tu rival, por la salvación de tu hijo, por la curación de tu enfermo, por tu descubrimiento, ¡si eres inventor! Este camarada del Grupo está herido de muerte. El parte reza: «Dijo entonces a su observador: estoy listo. ¡Lárgate! ¡Salva los documentos!…». ¡Lo único que importa es salvar los documentos, o el niño, o la curación de un enfermo, la muerte del rival, el descubrimiento! Tu razón de ser se muestra en forma resplandeciente. Es tu deber, es tu odio, es tu amor, es tu fidelidad, es tu invento. No encuentras nada más en ti.

El fuego, no solamente ha echado por tierra la carne, sino al mismo tiempo el culto de la carne. El hombre ya no se interesa por él mismo. Solamente se impone a él lo que él es. No se atrinchera si muere: se confunde. No se pierde: se encuentra. Esto no es deseo de moralista. Es una verdad usual, una verdad de todos los días, que una ilusión de todos los días cubre con una máscara impenetrable. ¿Cómo hubiera podido prever mientras me vestía y sentía miedo por mi cuerpo, que me preocupaba de tonterías? Sólo en el momento de entregar este cuerpo es cuando todos, siempre, descubren con estupefacción lo poco que estaban ligados a él. Pero claro que durante mi vida, mientras nada urgente me gobierna, mientras mi razón de ser no está en juego, no concibo problemas más graves que los de mi cuerpo.

¡Cuerpo mío, me importas un comino! ¡Estoy expulsado, fuera de ti, no tengo esperanza ninguna, y no me falta nada! Reniego de todo lo que he sido hasta este momento. Ni era yo el que pensaba, ni era yo el que sentía. Era mi cuerpo. Bien o mal, he tenido que traerlo a rastras hasta aquí, de lo cual deduzco que no tiene ninguna importancia.

A la edad de quince años recibí mi primera lección: un hermano más joven que yo, estaba, desde hacía quince días, considerado perdido. Una mañana, hacia las cuatro, su enfermera me despertó:

—Su hermano le llama.

—¿Se siente mal?

No me contesta. Me visto apresuradamente y voy al encuentro de mi hermano.

Él me dice con voz natural:

—Quería hablarte antes de morir. Me voy a morir.

Una crisis nerviosa le crispa y le obliga a callarse. Durante la crisis hace que «no» con la mano. Y yo no sé interpretar el gesto. Me imagino que el niño rechaza la muerte. Pero una vez calmado me explica:

—No te asustes… no sufro. No me duele nada. No puedo impedirlo. Es mi cuerpo.

Su cuerpo, territorio extranjero, ya otro.

Pero desea mostrarse serio, este hermanito que sucumbirá dentro de veinte minutos. Experimenta la necesidad urgente de delegar su sucesión. Me dice: «Quisiera hacer mi testamento…». Se sonroja, está satisfecho, claro, de hacer el hombre. Si fuera constructor de torres, me confiaría la construcción de su torre. Si fuera padre, me confiaría sus hijos para que los instruyera. Si fuera piloto de un avión de guerra, me confiaría sus papeles de a bordo. Pero no es más que un niño. No confía más que un motor a vapor, una bicicleta y una carabina.

Uno no se muere. Uno se imaginaba temer a la muerte: Se teme lo inesperado, la explosión, se teme uno a sí mismo. ¿La muerte? No. Ya no hay muerte cuando uno la encuentra. Mi hermano me dijo: «No te olvides de escribir todo esto…». Cuando el cuerpo se deshace, lo esencial se muestra. El hombre no es más que un nudo de relaciones. Sólo las relaciones cuentan para el hombre.

El cuerpo, caballo viejo, se abandona. ¿Quién piensa en sí mismo durante la muerte? Yo a ése no le he encontrado nunca…

—¡Capitán!

—¿Qué?

—¡Formidable!

—Ametrallador…

—Hem… sí…

—¿Qué…?

Mi pregunta ha saltado en el choque.

—¡Dutertre!

—¿… tán?

—¿Tocado?

—No.

—Ametrallador…

—¿Sí?

—To…

Es como si hubiera hundido una muralla de bronce. Oigo: —¡Ah!, ¡la!, ¡la!

Levanto la cabeza hacia el cielo para medir la distancia de las nubes. Evidentemente cuanto más observo en sentido oblicuo más los copos negros me parecen amontonados unos sobre otros. Por la vertical parecen menos densos. Es por lo que descubro, engastada sobre nuestras frentes, esta diadema monumental con florones negros.

Los músculos de los muslos tienen una fuerza sorprendente. Apoyo de golpe sobre el balancín como si desfondara una pared. He lanzado el avión de costado. Se inclina brutalmente hacia la izquierda, con vibraciones crujientes. La diadema se ha resbalado hacia la derecha. La he hecho oscilar de sobre mi cabeza. He oído el tiro que golpea en otro lado. Veo cómo se acumulan también hacia la derecha inútiles paquetes de explosivos. Pero antes de haber iniciado con la otra pierna el movimiento contrario, ya la diadema se ha vuelto a restablecer sobre mi cabeza. Los de abajo la han reinstalado. El avión dando quejidos se desploma de nuevo en unos pozos. Pero todo el peso de mi cuerpo ha aplastado por segunda vez el balancín. He lanzado el avión en viraje contrario, o más exactamente en patinada contraria (¡al diablo los virajes correctos!), y la diadema oscila hacia la derecha.

¿Durar? ¡Este juego no puede durar! Ya puedo dar estas patadas de gigante, el diluvio de lanzazos se recompone, ahí ante mí. La corona se restablece. Vuelvo a sentir los choques en el vientre. Y si miro hacia abajo, encuentro de nuevo bien centrada encima de mí, esta ascensión de pompas en una vertiginosa lentitud. Es inconcebible que estemos enteros todavía. Y sin embargo me siento invulnerable. ¡Me siento vencedor! ¡Soy vencedor en cada segundo!

—¿Tocados?

—No…

No han sido tocados. Son invulnerables. Son vencedores. Soy propietario de un equipo de vencedores…

En adelante cada explosión me hace el efecto de que en vez de amenazarnos nos endurece. Cada vez, durante una décima de segundo, me imagino mi aparato pulverizado. Pero responde siempre a los comandos y lo levanto como si se tratara de un caballo, tirando duramente de las riendas. Entonces me distiendo y me siento invadido por un sordo júbilo. No he tenido tiempo de sentir el miedo más que como una contracción física, la que provoca un gran ruido, cuando ya me es concedido el suspiro de la liberación. Debería sentir el sobresalto del choque, luego el miedo, luego el reposo. ¡Se imaginan ustedes! ¡No hay tiempo! Experimento el sobresalto, luego el reposo. Sobresalto, reposo. Falta una etapa: el miedo. Y no vivo en la espera de la muerte durante el segundo que sigue, vivo en la resurrección al salir del segundo que precede. Vivo en una especie de reguero de alegría. Vivo en la estela de mi júbilo. Y empiezo a experimentar un placer prodigiosamente inesperado. Es como si mi vida me fuera otorgada a cada segundo. Como si mi vida fuera resultando, a cada segundo, más sensible. Vivo. Estoy vivo. Estoy aún vivo. No soy más que una fuente de vida. La borrachera de la vida se apodera de mí. Se dice: «la borrachera del combate…». ¡Es la borrachera de la vida! ¡Eh! ¿Los que nos disparan desde abajo saben acaso que nos están forjando?

Depósitos de aceite, depósitos de nafta, todo está reventado. Dutertre ha dicho: «¡Listo! ¡Suba!» Una vez más mido con la vista la distancia que me separa de las nubes y me encabrito. Una vez más vuelco el avión hacia la izquierda, luego hacia la derecha. Una vez más echo una ojeada hacia la tierra. No olvidaré nunca este paisaje. La planicie entera crepita unas mechas breves y luminosas. Sin duda es el cañón de tiro rápido. La ascensión de glóbulos continúa en el inmenso acuarium azulado. La llama de Arras luce rojo oscuro, como un hierro sobre el yunque; esta llama de Arras bien instalada sobre reservas subterráneas, por donde el sudor de los hombres, la inventiva de los hombres, el arte de los hombres, los recuerdos y el patrimonio de los hombres, atando su ascensión a esta cabellera, se convierten en pavesa que el viento se lleva.

Ya rozo los primeros paquetes de bruma. Hay todavía en torno de nosotros, flechas de oro que suben y horadan por debajo el vientre de una nube. La última visión se me presenta cuando ya la nube me encierra, en un último agujero. Durante un segundo, la llama de Arras se me aparece encendida ya para la noche, como la lámpara de aceite de una profunda nave. Sirve a un culto, pero cuesta caro. Mañana lo habrá consumado todo y se habrá consumido. Llevo conmigo, en testimonio, la llama de Arras.

—¿Va bien, Dutertre?

—Va bien, mi Capitán. Doscientos cuarenta. Dentro de veinte minutos descenderemos por debajo de la nube. En algún lado del Sena nos cobijaremos…

—¿Va bien, ametrallador?

—Hem… sí… mi Capitán… va bien.

—¿No demasiado calor?

—Hem… no… sí.

No sabe nada. Está contento. Pienso en el ametrallador de Gavoille. Una noche, sobre el Rhin, ochenta proyectores de guerra envolvieron a Gavoille en sus haces. Construyen en torno de él una gigantesca basílica. Y he aquí que el tiro se entromete. Gavoille oye entonces que su ametrallador se hablaba a sí mismo en voz baja. (Los laringófonos son indiscretos). El ametrallador se hace sus propias confidencias: «¡Bien, compañero…! ¡Bien, compañero… se puede correr mucho mundo antes de encontrar en lo civil una cosa así…!». El ametrallador estaba contento…

Respiro con calma. Hincho bien el pecho. Es maravilloso respirar. Hay montones de cosas que voy a comprender… pero de momento pienso en Alias. No. En quien primero pienso es en mi granjero. Le interrogaré sobre el número de instrumentos… ¡Y! ¡Qué quiere usted! Yo tengo continuidad en las ideas. Ciento tres. A propósito… el indicador de la nafta, las presiones del aceite… ¡cuando los depósitos están reventados vale más vigilar estos instrumentos! Los vigilo. Los revestimientos de caucho aguantan firmemente. ¡Éste es un perfeccionamiento maravilloso! Vigilo también los giróscopos; esta nube es poco habitable. Una nube de tormenta. Nos sacude violentamente.

—¿No cree que podríamos bajar?

—Diez minutos… sería mejor que esperáramos diez minutos…

Esperaré, pues, diez minutos todavía. ¡Ah! sí, pensaba en Alias. ¿Pensará volver a vernos? El otro día llevábamos un retraso de media hora. Media hora, por lo general, es grave… Corro a reunirme con el Grupo, que está comiendo. Empujo la puerta y caigo en mi silla al lado de Alias. Justo en este instante el Comandante levanta su tenedor adornado con un racimo de tallarines. Se dispone a meterlos en el horno. Pero, sorprendido, se interrumpe en seco y me contempla con la boca abierta. Los tallarines cuelgan inmóviles.

—Ah… bien… ¡estoy contento de verle!

Y engulle los tallarines.

Tiene, para mi manera de ver, un defecto grave, el Comandante. Se obstina en interrogar al piloto sobre las enseñanzas recogidas en la misión. Me interrogará. Me mirará con una paciencia temible esperando que le dicte las primeras verdades. Se habrá armado de una hoja de papel y de una estilográfica para no desperdiciar ni una sola gota de este elixir. Esto me recordará mi juventud: «¿Cómo integra usted, candidato Saint Exupéry, las ecuaciones de Bernouilli?».

Bernouilli… Bernouilli… Y uno permanece ahí, inmóvil bajo aquella mirada, como un insecto adornado con un alfiler que le atraviesa el cuerpo. Las enseñanzas de la misión conciernen a Dutertre. Él, Dutertre, observa por la vertical. Ve una porción de cosas. Camiones, chalanas, tanques, soldados, cañones, caballos, estaciones, trenes en las estaciones, jefes de estación. Yo observo demasiado hacia la oblicua. Veo nubes, el mar, ríos, montañas, el sol. Observo muy en grande. Me formo una idea de conjunto.

—Sabe usted muy bien, mi Comandante, que el piloto…

—¡Vamos! ¡Vamos! Algo se ve.

—Yo… ¡Ah! ¡Incendios! He visto incendios. Eso es interesante…

—No. Todo arde. ¿Qué más?

¿Por qué es cruel Alias?