Capítulo 20
Por cortesía, se le permitió al rey de Francia salir unas horas de prisión y Carlos me pidió que lo acompañara.
Francisco había desmontado en las cercanías de Manzanares para dar un paseo a pie.
—Señora, decid a vuestro hermano que acepto de buen grado estos paseos por el campo rodeado de escolta, pero que hay algo que me pesa y sorprende más que los grillos y es el desaire recibido al no ser visitado por él. Carlos me trata como a un vulgar preso.
No podía confesarle que mi hermano no había podido ir a verlo por encontrarse en las Cortes de Toledo, tratando el asunto de su matrimonio con Isabel. Era seguro que el francés guardaba como baza el ofrecer a Carlos una de sus hijas en matrimonio. De hecho, se había parlamentado sobre ello en alguna ocasión. Pero aquella candidata había sido arrinconada en el mismo lugar donde lo fue María de Inglaterra, al conocerse que su dote también estaba medio empeñada por las guerras de su padre.
Al final, la triunfadora había sido mi antigua hijastra. No sólo me sentía orgullosa porque mi «pequeño plan» había dado resultado, sino también satisfecha, pues a pesar de que no conocía a las otras candidatas, estaba convencida de que aquella jovencita que dejé tras de mí en Portugal superaba con creces a todas.
—No olvidéis que preso estáis —dije a Francisco saliendo de mis elucubraciones—. Tendréis que comprar vuestra libertad y por mucho que os cueste creerlo, todavía vuestra madre no se ha dignado contestar el requerimiento.
Quedé silenciosa atisbando un nido sobre una encina y dudando si revelar lo que a continuación diría.
Proseguí:
—Para ser sincera, rectifico lo anterior. Vuestra madre replicó nuestras pretensiones. Muy desacertadamente. Pues olvida sin duda la situación de desventaja en la que os encontráis. No pretendemos conseguir un simple tratado. Lo que se pide es de cumplimiento obligado y no se ha de someter a diálogo o pacto.
El rey francés fue a contestar, pero en un segundo perdió el sentido.
Intenté sujetarlo, pero en vano.
Tendido sobre la hierba temblaba sudoroso, mientras llamamos a la guardia, que presta acudió.
Su hermana y yo permanecíamos en la antecámara de la prisión esperando el veredicto de los médicos. Ella por amor fraterno, yo para comunicarlo a Carlos.
La princesa me miró con furia y gimió de nuevo. Aquella mujer vestida de luto por la reciente muerte de su marido a manos de nuestros soldados en la batalla de Pavía, estaba llena de rencor hacia nuestra corte.
En ese momento la puerta se abrió de golpe y mi hermano apareció.
Sin hablar le dirigí a la estancia del enfermo, al que tres médicos sangraban.
Tantas sanguijuelas tenía colocadas que repugnaban algunas zonas de su cuerpo, repletas de viscosos bultos oscuros.
Carlos ordenó que se las quitasen y lo abrazó.
Francisco se incorporó y, casi inaudiblemente, susurró:
—Veis, aquí postrado yace vuestro esclavo y prisionero.
Carlos replicó:
—No prisionero sino libre. Mi buen hermano y compañero, lo que más deseo es vuestra salud. Y bien podéis ver que ésta se atiende. En lo demás, se hará como vos dispongáis.
Francisco contestó sumiso:
—Querréis decir como vos mandéis. Lo que os ruego y suplico es que entre los dos no haya un tercero.
Dio un fuerte suspiro.
¿Había muerto?
A la llamada de Carlos, la hermana del rey entró corriendo desde la antecámara, se abalanzó sobre Francisco, le besó y le santiguó.
Carlos se encogió de hombros. En su rostro no había pesadumbre, pero sí un claro respeto hacia el difunto mezclado de desazón, porque esa muerte parecía contrariar sus planes.
La princesa ordenó a sus damas el inicio de los rezos. Éstas se disponían a abandonar la celda cuando las paralizó un grito, solicitando silencio.
Era uno de los médicos.
Todos quedamos quietos.
Aquel hombre miraba el cadáver, expectante. La sábana pareció moverse y el sanador sacó de su bolsillo un pequeño espejo. Lo pegó a la nariz de Francisco y milagrosamente se empañó.
Cuando salimos, no pude contener una pregunta.
—Carlos, aclaradme lo que le dijisteis. ¿Pensáis acaso dejarlo en libertad?
No me contestó.
—Por Dios, decídmelo.
Sin mirarme, siguió andando.
—Más vale vivo que muerto, Leonor. Si le doy la libertad y sana en sus estados, nos mostrará más agradecimiento que rencor. Aunque, si os soy franco, no estoy muy seguro de dejarlo partir.
—¿Faltaríais a vuestra palabra?
Carlos se enfadó porque sabía que no estaba actuando según los códigos del honor en los que decía creer. Aquellos estipulados desde tiempo inmemorial por la costumbre para los que la palabra dada tenía valor.
Me contestó indignado.
—No quiero hablar más de ello. De todos modos, Francisco incumple sus promesas con frecuencia. El que yo caiga en esta falta una sola vez, no es relevante. Lo importante es que sane, sea como sea. Porque un prisionero muerto pierde su valor de cambio.