La vecindad del océano
Los gallegos estábamos tan tranquilos en vecindad y amistad con el océano, recogiendo en él cosechas de los tiempos más antiguos, y probablemente no supimos que estas oscuras rocas eran el Finisterre, el final de la tierra conocida, hasta que llegó el legionario latino con su pesado paso —dicen que lo imitaba muy bien un torero madrileño, Vicente Pastor, al que llamaron «el soldado romano»— y vio, «con religioso terror», hundirse el sol en el mar, allá donde los abismos del Tenebroso se poblaban de enormes bestias. El habitante, remoto antepasado, fabricó naves, inventó en su día la ligera dorna y, si hubiese sabido aquello que dijo el griego del océano «fértil en peces», lo hubiera podido comprobar cada día con la merluza do pincho, el rodaballo y el sardina. También era mariscador, y ahí están los cocheiros, los montes de conchas de todos los frutos de la mar que comió el gallego prehistórico y protohistórico. Fue un tipo valeroso, que se atrevió a ver si lo que tenía dentro la centolla era comestible. Y lo era. Y tuvo paciencia para la nécora. Un heleno, Aristón de Chíos, dijo, tres o cuatro siglos antes de Cristo, que el estudiante de lógica, de dialéctica, se parecía al comedor de cangrejos, que para llevar un poco de carne a la boca tiene que hacer un gran montón de cáscaras. Las rías daban todas las nécoras apetecidas y, absorto en aprovecharlas, el gallego no se dedicó a razonar ni aun a estudiar la nécora. En esto el gallego se parece un poco al chino. El recientemente fallecido Lin Yutang, dice que nunca la zoología y la botánica han adelantado mucho en China, porque lo primero que hace el chino ante un animal desconocido o una planta insólita es averiguar si animal o planta son comestibles. Así el gallego, dejando de lado los estudios de Aristóteles y los temores al kraken del hombre del Norte, que se prolongan hasta Julio Verne, ha hecho del pulpo uno de sus manjares favoritos. (Estos días anduvo por aquí un profesor de español en Tejas, oriundo de Kansas y con una abuela india cherokee, quien, al ver a una pulpeira sacar con un gancho un gran pulpo de la caldera en la que lo había cocido, se echó hacia atrás, asustado del bicho, como si acabase de aparecer ante sus ojos el terrible kraken devorador de buques, descrito por el obispo Pontoppidan en el siglo XV).
Digo que estábamos tranquilos aquí en esta esquina de Europa, en buenas relaciones con el océano y, eso sí, pagando anuales tributos de humanos a la que Yeats llamó en un famoso verso «la asesina inocencia del mar». Nuestro don Ramón Otero Pedrayo ha dedicado páginas admirables a describir la que él llamaba «la sinfonía atlántica», ese misterioso orden vital en el que se suman la ola marina, el granito y ciertos apetitos del alma gallega, que quizás en gran parte se resuman en la palabra saudade. Ese gigantesco animal que llaman el océano respira dos veces al día, y el gallego desde su roca lo contempla, viendo, como en Swindurne, los pies del viento brillar a lo largo del mar. El gallego antiguo, que vio tantas ballenas costeando, nunca supo que existiera Leviatán, y, por tanto, no tuvo miedo de que con el viento del Oeste viniese el hedor de la gran bestia, creada por Dios antes de la creación —o en el quinto día de ésta; hay opiniones entre rabinos de Israel—, y con una gran marea apareciese sobre nuestra ribera su baba oscura y espesa. El mar era la claridad, la brisa vivificante, la despensa, la libertad y la aventura, y en días dolorosos, el camino de la emigración ultramarina, con el «negreiro vapor» de Curros. El mar próximo lo conocía el gallego —y lo conoce— mejor que su tierra de valles, colinas y montes. Recientemente ha sido publicado un libro de hidrotopónimos de la ría de Arosa, y el lector queda boquiabierto ante la precisión y minuciosidad, la certera mirada y la fantasía denominadora con la que el gallego ha titulado toda punta, cala, piedra. También una prueba de la antigüedad de su amistad con el mar. Todo lo peligroso que quieran, pero tajo cotidiano. Y además, limpio. El gallego lo ha dicho en un cantar:
Non te cases cun ferreiro,
que é mui malo de lavare.
Cásate cun mariñeiro,
que ven lavado do mare[2]!
¡Lavado del mar! Pero viene el «Monte Urquiola», se rasca contra un bajo a la entrada de La Coruña, y todo lo que el gallego dejó de soñar de las babas de Leviatán ahora está ahí, ensuciando el mar de los ártabros, destruyendo la población marina y batiendo contra las rocas y llenando de «pichi» los arenales. Y ya pueden las notas oficiales y oficiosas decir lo que quieran, que la verdad es que la pobre Galicia está sufriendo, en una parte de su mar, una gran catástrofe sin precedentes. Se lo decía hace muy pocos días a las gentes del mar: ahora deben saber que hay un monstruo, una enorme bestia imprevisible, que se llama el petrolero, que viaja constantemente hacia nuestras costas, y que hay que exigir que, desde que aparece ante ellas, sea dominado como Dios dominaba a Leviatán. (En Los mitos de los hebreos de Graves, Dios ataca al insolente Leviatán a patadas. ¡Si era necesario!) No se puede dejar entrar en una bahía gallega a un petrolero de cien mil toneladas como él quiera, sino como queramos nosotros, bien escoltado a babor y estribor, a hora de marea, y que vomite, como el perro del Gran Turco, en el pozo que le está destinado. Ahora padece Galicia la irresponsabilidad de la bestia petrolera. Y durante largo tiempo el mar que lavaba al gallego, las olas y la espuma, no existirá. Y no existirán los peces ni el marisco. ¿Y de dónde saldrá el pan nuestro de cada día?