Fabricantes de islas

Un poeta francés del primer cuarto de este siglo, Jean Paul Toulet, solía escribir hermosos poemas jugando con nombres eufónicos de la toponimia de su país, y con otros exóticos. Le gustaba, por ejemplo, el nombre de la villa de Coutances, y así escribió un día que no hay un buen verso:

… en France

si ne parle pas de Coutances!

Usó muchas veces el nombre que los europeos dimos en el Medievo a China, Catay, pero que en francés, agudo, suena mejor, como si se nombrase un pájaro: Cataí… Y en uno de sus poemas le pregunta a una princesa de allá, que viaja a Europa en un paquete de les Messageries du Levant, si ha visto Budrubuldur. Como sabrán, provincia y ciudad que se ha dudado, durante mucho tiempo, que existiera, perdida en tranquilas mañanas marineras en los confines de la China, con sus torres de porcelana y sus jardines de flores somnolientas. Se aseguraba que en el mar de Budrubuldur había islas navegantes, que ya se acercaban, ya se alejaban, conforme a las mareas de allá. Los portugueses de las descobertas de los días de Vasco de Gama y de Camoes en Macao, «procurador de ausentes y difuntos», anduvieron muy curiosos de estas islas, y llegaron a saber que eran treinta y dos, y se hicieron eco de la fábula de su origen. Que era éste como sigue:

Una gentil dama de allá, de la familia imperial, vio salir un día a su amante al mar, con un recado secreto del Emperador para el padre de los grandes dragones del océano. Esos recados eran de rigor cuando un Emperador de China mandaba una flota al mar, y por ellos se advertía a los dragones marinos que la expedición no iba contra su poder, soberanía y libertad. Los dragones marinos se daban por satisfechos, y no levantaban tempestades mientras las naves de China estaban en el mar. Un Emperador que, allá por el siglo XIII, mandó una flota contra el Japón, se olvidó de avisar a los dragones, los cuales, sintiéndose amenazados, y con sus inmensas colas batieron el mar, levantaron enormes olas, soplaron y crearon terribles vientos, y ni una sola nave china regresó a puerto. El matrimonio Latimer nos ha contado que, en la Cancillería imperial, en Pekín, hubo, hasta la caída de la última dinastía, un secretario letrado especializado en las formas de cortesía que había que usar en las cartas que el Emperador dirigía a los dragones marinos. Como estas formas nunca fueron publicadas —por secreto de Estado, claro es—, hubo gente que quiso inventarlas, como en nuestro tiempo ese gran escritor irlandés, lord Dunsany, el centenario de cuyo nacimiento estamos celebrando. Pero, volvamos a la gentil dama. Ésta tenía en Budrubuldur un jardín que daba sobre el mar, y no pudiendo enviarle cartas con suspiros, como deseaba, decidió echar a la mar macetas de madera en las que florecían las más bellas plantas de su jardín.

Allá se fueron las macetas por las olas, llevadas por las corrientes, y a cada maceta se fueron uniendo hierbas marinas y algas, y aves hicieron su nido en ellas, y al poco tiempo cada maceta era como una pequeña isla en el vaivén de las olas. Y fueron creciendo y creciendo hasta hacerse islas de verdad, las islas de verdad que desde el paquete de les Messageries du Levant veía en el horizonte la princesa viajera. Y recibía su perfume.

Habrán leído ustedes en Borges de los magos de Islandia, quienes entendían el lenguaje de los pájaros y eran capaces de hacer surgir tierra del fondo del océano, y tal tierra servía de isla para que en ella invernasen los viquingos, esperando mayo para volver a las osadas navegaciones. Cuando los viquingos se hacían a la mar, la isla creada por los magos volvía al fondo del océano. Si se interpreta bien cierto pasaje de una saga, los viquingos, antes de zarpar, le agradecían a la isla, obra de magia, el cobijo que les había dado. El ritual consistía en quemar sobre ella una nave de las suyas, y dar muerte y enterrar a un guerrero célebre, cuyo nombre servía, en los anales, para designar la isla.

La fábula del Rey de Irlanda, que logró que Dios le regalase una isla, es conocida. El Rey tenía siete hijas, pero no tenía más que seis ciudades, con lo cual una de sus hijas, la hija menor, se quedaría sin dote. El Rey le pidió a su niña que se metiese a monja, pero ella, como la niña del romance nuestro, se quería casar:

Yo me quería casar

con un mocito barbero,

y mis padres me querían

monjita en un monasterio…

El Rey lloraba, y un día en que estaba más triste que de costumbre, su ángel de la guarda le puso una mano en el hombro derecho, y le habló. Le dijo que estaba seguro de que el Rey inventaba un nombre para una isla, y a Dios le parecía que el tal nombre era hermoso, que pondría una isla en el mar que se llamase así, y que la podía dar de dote a la hija más pequeña, tan insistente en casar. El Rey lo pensó durante un año, y al final dio con un nombre, Tirnagoescha, es decir, Tierra de los Pájaros Sonrientes. A Dios le pareció muy bien, y un día de abril apareció esa isla en las costas de Irlanda, en sus bosques volando pájaros que sabían sonreír.

Éstas son noticias sobre cómo se han podido fabricar islas en los mares. Quizás alguna de las islas estables que están hoy en los mapas nacieron de este feliz modo.