Prólogo
Publicamos, en este libro inédito de Álvaro Cunqueiro, un conjunto de artículos sobre el mar aparecidos en su mayoría en la revista mensual «La Hoja del Mar» y que se refieren a todo el mundo de los mares, tan especial y fascinador para él, de ese gran violento que es el Océano, de sus geografías y sus animales míticos, de sus leyendas y aventuras. A estos artículos se han añadido un corto número de colaboraciones en la revista «Sábado Gráfico», que fue la postrera y más asidua presencia periodística en los últimos años de su vida. De hecho, cuando murió, aún se publicó en ella un artículo póstumo, que era su puntual colaboración semanal. Me han encargado a mí, que recortaba fielmente todos los artículos de mi admirado amigo, el placer de reunir estas colaboraciones aparentemente incoherentes, pero que conforman un libro cuya unidad reside en la fascinación del mar, pletórico como es de tantos y tantos misterios, de zoologías quiméricas, de increíbles geografías submarinas, de temerosas historias y trágicas leyendas sin fin, tan capaces de desarmar la incredulidad, como decía el poeta inglés Samuel T. Coleridge, y de alimentar inagotablemente la fértil imaginación de Cunqueiro.
Álvaro Cunqueiro, nacido en Mondoñedo, provincia de Lugo, hombre de tierra adentro, ciudadano libre y piadoso de una población episcopal antigua y venerable, rodeada de solemnes bosques y valles, sintió siempre la atracción, remota e imperativa, del mar y acabó viviendo en Vigo, bullicioso puerto pescador y muelle cosmopolita de navegación atlántica. De hecho, el mar ocupa en la obra de Álvaro Cunqueiro un lugar excepcional: su primer libro de poemas, Mar do norde, y dos novelas suyas tienen el mar como fondo, Las mocedades de Ulises y Cuando el viejo Simbad vuelve a las islas. La primera, una novela de iniciación de la gran y esbelta aventura en el gran secreto del océano. La otra, la más patética quizá de Álvaro Cunqueiro, la nostalgia del mar y la frustración crepuscular del piloto Simbad, el héroe de los viajes de las Mil y una noches. Cunqueiro le presenta viejo, apoplético y fatigado, lleno de imaginaciones que no se realizarán.
Álvaro Cunqueiro (1911-1981) fue un escritor completo en dos lenguas, gallego y castellano, de las que conocía profundamente el léxico, el secreto eficaz y feliz de los múltiples resortes sintácticos, la retórica legítima de la metáfora y la elegancia armoniosa de los conceptos. Pocos como él han manejado tan diestramente el adjetivo, supremo estímulo de la belleza literaria, lujosa dilapidación de la poesía. Gran poeta en lengua gallega, alcanzó un sentido trágico entre solemne, desnudo y bárbaro, en su obra mayor de arte dramático, la tragedia Hamlet, escrita en un gallego escalofriante y añejo, delicadamente bárbaro, a base de las crónicas de Snurri Sturloson, el feudal y desmesurado poeta islandés del siglo XIII, que Cunqueiro tenía por tan gran creador como el propio Shakespeare.
Novelista de invenciones y fábulas inagotables, llenas de erudiciones aprendidas y de intuiciones certeras, Alvaro ha sido el primero de nuestros grandes fabuladores y puede colocarse al lado de sus admirados Lord Dunsany, Jorge Luis Borges, Italo Calvino, el catalán Joan Perucho y otros maestros en el arte de soñar la realidad. Sus novelas, Merlín y familia, Las crónicas del sochantre —que ganó el Premio Nacional de la Crítica en 1959—, Cuando el viejo Simbad volviera a las islas, Las mocedades de Ulises, Un hombre que se parecía a Orestes —que obtuvo en clamorosa unanimidad el Premio Nadal de 1968—, La vida y las fugas de Fanto Fantini, son novelas antológicas, escritas algunas de ellas en gallego primero y traducidas más tarde por el propio Cunqueiro al castellano.
Al lado de ello, está su obra de periodista. Lo fue cumplidamente en todas sus dimensiones. Desde director de «El Faro de Vigo» hasta redactor anónimo de increíbles, sutiles, sorprendentes epígrafes de fotografías. Como articulista, se enfrentó con todo género de nuevas reales e imaginarias. Artículos en que la trágica actualidad se convertía en sobrecogedora advertencia, como el que redactó para «El Faro de Vigo» en la noche aciaga en que asesinaron al Presidente Kennedy, texto que bien podría ser, para siempre, un ejemplo clásico sobre la inutilidad de los magnicidios. O bien artículos sobre las cosas menores que se iluminaban con sus alusiones; estos artículos respondían a su gusto de fabular, de convertir el artículo en un microcosmos de novela en ocasiones: como decía él muy bien, había en ellos la curiosidad por las hadas y por los demonios, por los elfos y por los gnomos, por los perros que hablan y los caballos que disertan, por los héroes rebeldes y arrebatados de Irlanda, por los gentilhombres de Francia y los estrambóticos matemáticos del Renacimiento italiano; por los sabios catadores de los manantiales chinos, por el vino y la cocina, por los espías venecianos y, sobremanera, por las hermosas señoras, desde «Berthe au gran pied», madre del imperante Carlomagno, a Cléo de Merode o a Marilyn Monroe, de tan frágil y amada memoria. Le gustaba pegar el brinco imaginativo en sus erudiciones pasmosas y, si no inventaba tanto como lo hiciera fray Antonio de Guevara —alegre y soberano mentiroso, del mentir por el placer de mentir bello—, obispo que fue de Mondoñedo, sabía encerrar las más inverosímiles creaciones en el enigma dorado de su estilo.
Está luego el Cunqueiro gastronómico, que se dispersa en centenares de artículos y que se concreta en tres libros fundamentales: La cocina cristiana de Occidente[1], El teatro venatorio y coquinario gallego, que luego publicó bajo otro título, el Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, que escribiera en colaboración con José María Castroviejo, y A cociña galega, irreprochable manual de esta cocina. Como escritor gastronómico, unía Álvaro a su insondable erudición el prodigioso y abigarrado tapiz de sus conocimientos y, además, unos dones irrefutables de paladar, de olfato y de memoria. Creó un nuevo lenguaje gastronómico que todos hemos imitado, y yo me confieso el primero, pues siempre anduve fascinado por la misteriosa precisión con que adjetivaba un plato, un aroma, una salsa, el simple vaho nutricio, casi animal, de la cochura del pan. Podemos decir que ha renovado el léxico y ha creado esta literatura gastronómica que, con mejor o peor fortuna, vamos escribiendo en esta segunda mitad del siglo veinte.
Así, pues, sus preocupaciones son antiguas y eternas, serena y dura su palabra, casi sagradas, de tan literarias, sus bizarras tabulaciones, que jamás fatigaron, ni en su prosa ni en su voz, pues fue un admirable narrador. Él decía a menudo: «¿No tiene pena de la vida quien, en la larga noche, no sepa decirse un cuento?». Para él, la verosimilitud de la imaginación era un axioma. Creía en aquel refrán provenzal que dice que las canciones antiguas nunca mienten. Eran naturales y vividas las doscientas ciudades sumergidas, ahogadas en los mares, en las rías y en las lagunas de los mundos celtas; era ciudadano predilecto de ellas. O el discurso del caballo Lyofante ante el senado de la Serenísima República de Venecia, o el jovial y estremecedor carruaje de los muertos corriendo, estrepitoso, por las nieblas y los bosques de la Bretaña rebelde de los años de la revolución.
Con sus invenciones pretendía dar un rostro más complejo del mundo, hacer más vivaz y a la vez expresar su sorpresa ante la fauna y la flora mundanal, ante el hombre, «el animal más extraño», que adopta distintos rostros pero es siempre igual a sí mismo, ante los grandes y los pequeños trabajos humanos, que componen el rompecabezas de la historia. Y, sobre todo, como él decía, pretendía mantener el respeto y la rendida lealtad a las verdaderas riquezas; el pan, el pensamiento libre, el vino, los sueños y el derecho a la limosna y al trabajo…
Sólo nos resta hablar de estos temas del mar. Son, para Álvaro Cunqueiro, profundísimos, de una fertilidad en sus años de madurez. He leído mucho, casi todo, lo que escribió sobre el mar, pero le he oído hablar de él también muchísimo. En Agrigento, ante la insolente claridad del Mediterráneo. En Elsinor, ante el mar plomizo de Hamlet, con la costa sueca al fondo, velada por la neblina, cuando se sentía defraudado porque, en el nuevo castillo barroco, no había almenas; sólo le consolaron los viejos cuervos agoreros y alborotadores y el hecho de que hubiera diseñado la fortaleza Tycho Brahe, el gran astrónomo. O en el dulce mar de Provenza, cerca de la Camarga, o en el mar rompedor y levantado de su Finisterre natal. Siempre se sintió muy preocupado por el cosmos infinito submarino y, sobre todo, por los peces. Habíamos hablado muchísimo de la Historia natural de los peces de Cuvier, que es la obra científica quizá más admirada por los ictiólogos, tan densa, tan misteriosa en su cientifismo, tan llena de formas sorprendentes de vida como el propio mar. Pero también le agradaban aquellos dos antiguos volúmenes de la Historia natural de Micer Ulises Aldrovandi, sabio de Bolonia, publicados en tamaño infolio. (Ulises Aldrovandi fue un célebre naturalista que se arruinó encargando a dibujantes y pintores los grabados para los trece volúmenes apasionantes que componen su Historia natural, que publicó entre 1599 y 1608. Murió Aldrovandi prácticamente en la miseria, después de ofrecer a la posteridad un cálido texto latino, lleno de fabulosas y memorables invenciones, escrito con lentitud ceremoniosa y grave, pues, sobre todo en lo que atañe a los peces, la imaginación del boloñés era realmente desaforada). A Álvaro Cunqueiro le embelesaban estos caligráficos y monstruosos grabados zoológicos del siglo XVI v XVII. Como le admiraban los textos del obispo de Upsala, el portentoso Olaos Magno o los del arzobispo finlandés Potoppidan, fabulosos cronistas hiperbóreos, o la antigua Navigatio Brandani, crónica irlandesa del XII, o las viejas historias de Plinio el Viejo, tan llenas de estupendas noticias. O cuanto tocara a las navegaciones mágicas de los ingenuos pilotos árabes, de piel arrugada como orejones de albaricoque, que estudia el libro de George Fadlo Hocerani, editado en Princeton en 1951, moderno y riguroso clásico de estas investigaciones. Tenía como lecturas predilectas, entre tantas curiosidades suyas, las obras recientes sobre la Atlántida, sobre las leyendas marineras, sobre los barcos veleros fantasmales, desarbolados y perdidos, sobre los obispos fabulosos de Bretaña quienes, con sus diócesis dispersas en el fondo del mar, pastoreaban una voluptuosa feligresía de sirenas. Ante los abismos del mar, la capacidad de creación de Álvaro Cunqueiro era infinita, siempre renovada. Le complacía crear geografías que en nada coincidían con los textos e inventar los mapas rigurosos. Su mundo se ancheaba —por decirlo con sus palabras— enormemente, la imaginación podía añadir algunas cosas fulgurantes, preciosas, a miles y miles de sucesos y misterios que se conocían. Como le tocó vivir un siglo tan áspero para un hombre de tan adorables imaginaciones, quiso poner a salvo, en toda su obra, y lo hace en estos breves trabajos, infinidad de tesoros de la memoria consciente e inconsciente de los pueblos y de tantas vastas culturas que han vivido a orillas del mar o que lo han soñado. Y aun quiso añadir algo de su parte cuando los viejos, venerables y asombrosos textos no le colmaban.
Leyendo a Álvaro Cunqueiro, en la fantasía libre y desatada de estos artículos, se comprende que se sintiera obligado a contar cuanto imaginaba, que en toda su obra quisiera conservar la incitación que es, para el hombre, un mundo que tiene muchos significados, infinidad de enigmas enriquecedores, muchedumbre de noticias prodigiosas. Y se agradece profundamente que quisiera perpetuar todo ello con espléndida eficacia, «como quien, en cabaña de monte nevado, conserva el tesoro del fuego».
Néstor Luján
Barcelona, agosto-septiembre de 1982