Capítulo 7

Debería odiar el hecho de vivir con una tía literata.

Stevie Smith

Novela en Papel Amarillo

Al día siguiente, desde su habitación de Dunster, Kate llamó a Andy Sladovski para enterarse en la medida de lo posible en qué situación estaba el Departamento de Inglés.

—¿Quién sabe? —dijo Andy—. Si quieres tener la oportunidad de descubrir algo, ¿por qué no vienes esta noche conmigo a los Yámbicos de Harvard? Leen trabajos sobre poetas. Nadie puede decir que conoce Harvard sin haber asistido a ellos.

—Pero es que nadie me ha invitado.

—Te invito yo. Una insulsa estudiante, una cachorra de Clarkville, ha escrito un trabajo sobre el «Fra Lippo Lippi» de Browning. Puedo prometerte que el esfuerzo por no bostezar va a ser muy duro, pero después habrá comida y bebida y podrás olisquear por ahí. ¿No te interesa Browning? Me parece recordar que es de la época que tú estudias.

—Tengo todas las credenciales en regla, excepto la invitación.

—Solo invitamos a los visitantes ilustres. Creo que uno va a llevar a su esposa, así que yo podría llevar a Lizzy, supongo, pero Lizzy no irá a menos que se hable de The Golden Notebook, lo cual es bastante improbable por varias razones poderosas, una de las cuales tiene que ver con la métrica. Tal vez te tomen por Lizzy.

—Alto —dijo Kate—. Acepto. ¿Crees que importará que mi visión de Browning sea bastante poco académica?

—Eso suena innovador. Nos veremos en Adams House. ¿Sabes dónde está?

—Sé donde hay un plano. ¿Por qué Adams House?

—Es la residencia de la que es tutor Howard Falkland. El que lee el trabajo es el anfitrión.

—Me parece una buena idea —dijo Kate, sorprendida al escuchar el nombre de Falkland—. La atención que se pierde durante el análisis, se recupera con la comida, ¿no es eso?

—A las ocho en punto, entonces —dijo Andy, y colgó el teléfono.

«Bueno», pensó Kate, «Fra Lippo Lippi: “Dios se sirve de nosotros para ayudar a otros/sirviéndose de nuestras ideas”. Browning pensaba en el arte. Yo pienso en un asesinato».

A las ocho menos cuarto, Kate entró en el Salón de Profesores de Adams House y se instaló en una de las sillas de cuero dispuestas en círculo. En las paredes brillaban los retratos de las personalidades de Harvard, por lo que pudo deducir. Cuando Andy llegó ya era evidente que no iban a ser más de once personas, de ellas solo otra era mujer: presumiblemente la esposa.

—Comenzamos —anunció Clarkville. Kate estaba sorprendida de que no la hubiera reconocido. Pero para Clarkville, todas las mujeres de mediana edad se parecían entre sí—. Nos reunimos esta noche —continuó— para escuchar un trabajo escrito de Howard Falkland sobre Browning. Después de la lectura daremos paso a las preguntas. Y después de las preguntas tendremos nuestro habitual cóctel. Acabaremos a las diez. Howard.

Kate fue incapaz de recordar lo que Falkland dijo sobre Browning; en realidad, no estaba segura de haber podido escuchar más de diez palabras seguidas. Pero el mejor de los artículos, leído en voz alta, ya es difícil de seguir. Y este no era el mejor, aunque Kate estaba bastante entretenida. No podía apartar la vista de Clarkville; la fascinaba, la horrorizaba y la atraía al mismo tiempo, como una serpiente a un conejo. Clarkville no podía anotar su fascinación, pues había adoptado la postura ideal para evitar que nada le llamara la atención y para que nadie pudiera leer en su semblante los síntomas de somnolencia. Estaba sentado en un gran sofá de piel; sentado en el sentido de que sus nalgas y el sofá, en algún momento del clímax, habían llegado a encontrarse. Y a partir de ese instante, Clarkville, un hombre grandón y desgarbado, se había ido recostando hasta el punto de intersección entre estar sentado y tumbado. Tenía los ojos cerrados en dirección al techo. Pero no estaba dormido, no; escuchaba. Y de esto daba pruebas el reloj de bolsillo que se había sacado del chaleco y que colgaba ahora de una larga cadena sujetada por una mano alzada, de forma que la esfera dorada se balanceaba de un lado a otro con una regularidad agonizante. Era extraordinario lo perturbador que resultaba este minúsculo movimiento y lo difícil que era apartar la vista de él. Kate ni siquiera lo intentó. Y Howard Falkland no tenía necesidad de preocuparse por él mientras leía el trabajo. Todos los demás miraban alternativamente a Howard, al suelo y al techo. Kate buscó a Andy con la mirada y él le guiñó un ojo. La voz de Howard seguía murmurando. Y esto, pensó Kate, son los grandes logros de la academia americana. Pero en quien ella pensaba no era en Browning ni Fra Lippo Lippi, que hubieran encontrado el acto tan absurdo como ella, sino en el hombre que era amigo del amigo de Luellen. Su nombre, por supuesto, era Howard Falkland. Ciertamente, los estudios sobre Browning parecían destinados al fracaso si sus futuros especialistas solo estaban capacitados para ser el tema de un monólogo dramático.

Cuando por fin acabó la lectura, gracias a Dios, hubo murmullos de admiración e interés. Muy gentilmente, todos enfilaron el camino hacia la comida, que era en verdad una impresionante comilona.

—¿Preparó usted mismo todos estos manjares? —preguntó Kate cuando Andy le presentó a Howard. Si Reed hubiera estado allí, ya habría notado que Kate había entrado en una de sus fases «femeninas», lo cual era señal de peligro.

—No —contestó Howard—. Lo hizo una mujer que conozco.

—Por supuesto. Estoy tan excitada con las costumbres de Harvard. A propósito, me ha invitado Andy Sladovski —Kate se sintió recompensada por su ironía al ver a Howard alejarse de ella; definitivamente, no valía la pena conocerla.

—Bueno —preguntó Andy—. ¿Te ha pedido Howard tus credenciales?

—No tuvo oportunidad. Me hice pasar por una tía solterona, la tuya, creo. Fui la tía solterona durante años —añadió sin venir a cuento—. Un papel bastante interesante y poco cansado.

—Te deseo buena suerte esta vez; aquí viene Clarkville. Veamos si te acepta como solterona o decide que eres mi esposa. Solo ha visto a Lizzy cinco veces.

Pero para gran disgusto de Kate, Clarkville la había reconocido y se había decidido por la cordialidad.

—¿Está interesada en Browning? —preguntó Clarkville.

—Mi especialidad es la literatura victoriana.

—Ah, sí, en una universidad de Nueva York, ¿verdad?

—Exacto, una de ellas.

—Si lo hubiera sabido, la habría invitado a que se uniera a nuestro grupo. Ya sabe, los Yámbicos de Harvard.

—Hubiera sido muy amable por su parte —dijo Kate. «¿Cuánto tiempo podré mantener esta farsa?» Andy se había esfumado.

—La policía no parece muy contenta con nuestro, eh, pequeño incidente de la semana pasada —dijo Clarkville.

—¿Ah, no? ¿Han ido a verle?

—Oh, bueno, solo para tomarme declaración después de encontrar el cuerpo. Pobre mujer. Pobre, pobre, pobre mujer. Estaba tan desorientada.

«¿En el aseo de caballeros o en el departamento?», quiso preguntar Kate con todas sus ansias. Pero se limitó a murmurar:

—¿Desorientada?, —se sentía exactamente igual que un personaje de una novela de James.

—Bueno, ya sabe, venir a Harvard, este departamento, una ciudad extraña; la idea en sí estuvo mal aconsejada, sí, mal orientada —podía haberse quedado murmurando eso eternamente, si Kate no se hubiera excusado para ir por una bebida, lo cual pensaba que se tenía bien merecido.

Al volver a casa más tarde con Andy, reconoció que se sentía intrigada porque Clarkville no hubiera oído hablar de ella.

—No es que yo haga alarde de la fama que tengo dentro de la crítica, pero tengo, o creía que tenía, lo que mis colegas masculinos llaman reputación a nivel nacional. No te digo que me conozcan en Peoria o Pocatello, Idaho, pero al menos saben quién soy en la mayor parte de los lugares que tienen alguna rama universitaria. Apuesto a que Clarkville ha oído hablar de hombres menos famosos que yo.

—Mi querida Kate —dijo Andy—, si no eres de Harvard, ¿qué importancia tiene haber oído hablar de ti? Además, aquí nadie conoce a las mujeres hasta que no obligan a contratarlas. ¿Qué puedes pensar entonces?

—Eso digo yo.

La noche siguiente, Leighton se sentía encantada de cenar con su tía en el comedor de Dunster. Se había unido a ellas un grupo de amigos de Leighton y, como era de esperar, la conversación se centró totalmente en lo indescriptible, lo horrible que era Harvard, y no porque se hubiera asesinado allí a una mujer, sino, sencillamente, porque era un lugar odioso.

—Pero ¿por qué habéis venido aquí? —preguntó Kate una vez más, sabiendo que no iba a ser la última—. Comprendo las razones de Leighton: buscaba un lugar donde pasara totalmente desapercibida. Pero no es posible que todos vosotros tengáis el mismo motivo.

Las respuestas eran de lo más variado: Cambridge y sus encantos; la proximidad de Boston con todos sus acontecimientos culturales; el nombre; poder decir que uno había ido a Harvard; la convicción de que nadie puede rechazar la oportunidad de ir allí; porque estaba allí, sencillamente, como el Everest; y porque era seguro que en un lugar tan grande se podría encontrar a gente con las mismas inquietudes.

—¿Y tú has encontrado a esa gente? —preguntó Kate dirigiéndose a una chica tranquila, casi insulsa, que estaba sentada al otro lado de la mesa. Le pareció que tenía una expresión muy similar a la de Janet.

—No —contestó la chica—. Sé que es culpa mía, todos me lo dicen, pero la gente que he conocido aquí me parece, bueno, tan superficial, tan interesada en las calificaciones, o en el sexo, o en vivir una relación apasionante, que al final es tan vulgar como las que aparecen en cualquier libro. O, bueno, francamente, me parecen aburridos y egocéntricos. Sé que se preguntará si no soy yo la egocéntrica, y por supuesto que lo soy, pero creo que soy capaz de interesarme por alguien que no quiere aparentar frialdad, o refinamiento, o que se comporta como si estuviera posando para el póster central de Playboy.

Kate se negó a que Playboy distrajera el tema de conversación.

—Pero esa es la queja más antigua que se oye en las universidades de todo el mundo. Si uno no se adapta al modelo del año, se queda solo y excluido, a menos que sea muy brillante, muy rico, o muy seguro de sí mismo. ¿Por qué Harvard iba a ser diferente?

—Casi nadie está contento aquí —dijo uno de los chicos.

—«La felicidad vuela como el viento, pero lo interesante permanece». Es una frase de Georgia O’Keeffe. Y todo el mundo admira a Georgia O’Keeffe —añadió, recordando la cita que Sylvia había leído de Time—, incluso Joan Didion.

—Ya os dije que siempre está haciendo citas —dijo Leighton triunfante—. Aunque últimamente no lo haces tanto, tía. Leo dice que has cambiado.

—Los sobrinos y las sobrinas siempre están diciendo que una ha cambiado, pero en realidad es porque ellos han crecido. Sin embargo, es cierto que hago menos citas. Ya no hay muchas cosas que citar, por lo menos a los autores que yo leía en mi educación convencional. Pero, ahora que lo pienso, hay una muy interesante —y miró picaronamente a Leighton.

—Oh, vamos —dijo Leighton fingiendo tristeza—, ya están advertidos.

—Bueno, Strether, en Los Embajadores, decía de algunos de los personajes lo que yo podría decir de vosotros. «Sois mi juventud, puesto que de alguna manera, en el momento preciso, ninguna otra cosa lo fue jamás». Janet Mandelbaum, sin embargo —prosiguió Kate, volviendo firmemente a su tema—, no hubiera estado de acuerdo. ¿La conoció alguno de vosotros?

—Yo —respondió un joven. (Debo dejar de pensar en ellos como chicos y chicas, pensó Kate en ese momento)—. Estoy interesado en Simone Weil, y por tanto en Herbert. Me ayudó bastante, aunque desde luego se crispaba si uno se atrevía a sugerir que Herbert era un contemporáneo. Aun así, explicaba su religión de una forma que hacía ver a Weil con más claridad. Le estoy muy agradecido.

—¿Cómo se comportaba? —preguntó Kate.

—Como una auténtica profesional. Nada de trato personal, como hacen algunos de los profesores más jóvenes. No me llamaba por mi nombre, y a mí en ningún momento se me hubiera ocurrido llamarla por el suyo. Bueno, ya sé que eso es superficial, pero con toda su dignidad y distanciamiento, siempre pensé que se alegraba de verme.

—¿Sabías por qué?

—Sí —dijo el chico, como intentando demostrar que había que tener cerebro para ir a Harvard y que los grandes cerebros siguen yendo allí—. Yo no presentaba ninguno de los problemas de las mujeres: no le pedía apoyo como mujer. Además, no intentaba hacer la pelota; me interesa de verdad el siglo XVII, aunque solo sea como anexo a Weil. Estudio la religión, y a ella le gustaba. Yo la trataba como si…, —el joven guardó silencio.

—Como si fuera un hombre, un profesor —dijo Kate.

—Sí. Así era ella, creo. No le gustaba pensar que antes que nada era mujer. Por supuesto, eso no quiere decir…

—Sé exactamente lo que quieres decir —dijo Kate—. No pensaba en ella misma como un hombre sexual, física y psíquicamente, esa es una tontería freudiana. Pero se consideraba como un miembro de pleno derecho de la hermandad de profesores, todos ellos hombres. Por supuesto que sí. ¿Y sabes? —añadió con tristeza—, creo que murió por eso.

—Judith también la conoció —dijo Leighton, para romper el silencio—. La traje hasta aquí casi de los pelos para que pudieras hablar con ella. Judith se raja cuando no ejerce de periodista.

—Trabajo para el Independent —dijo Judith—. Es mucho mejor que el Crimson —añadió, como si quisiera contrariar la idea de Kate, aunque esta era totalmente inocente.

—Un periódico, supongo —dijo Kate haciéndose la tonta.

—Sí, que no se cree nada esnob, como Harvard. ¿Me entiende?

—Tengo que leerlo —dijo Kate—. Es bastante difícil ponerse al día en todo tan deprisa. Al parecer, lo único que encuentro es la Gazette.

—Esa solo cuenta lo que va a haber la próxima semana —dijo Judith—. Es igual, el caso es que me mandaron entrevistarla porque era la nueva profesora, ya sabe, todo eso, y cuando le pedí la entrevista por teléfono me dijo que no quería hablar del tema de ser la nueva profesora, y menos por ser mujer. Bueno, ya sabe, le dije que solo quería saber si le gustaba Cambridge; era una trola, pero tenía que agarrarla como fuera, y ella, bueno, ya sabe, me soltó la charla de que las mujeres nunca llegarían a ninguna parte si seguían entrevistándose como mujeres. Me dijo que en la entrevista solo podía preguntar acerca de su trabajo profesional.

—¿Y lo hiciste?

—Bueno, mi fuerte no es precisamente la literatura, así que no sé mucho del siglo XVII. Pero a Leighton le chifla Tristram Shandy.

—Siglo XVIII —no pudo evitar decir Kate.

—Bueno, andaba cerca. Así que pregunté a Leighton por Tristram Shandy, pero lo único que logré recordar fue que el padre jodía después de sonar el reloj, y que a Tristram le cortaron la polla en una ventana, y yo, sinceramente, no creía que…

—No se cortó la polla —dijo Leighton con absoluta seriedad—, fue circuncidado. Oye, ¿cómo vas a ser periodista si lo confundes todo?

—Yo diría que ese es el principal requisito —dijo Kate—. ¿Y la Profesora Mandelbaum quería hablar de Tristram Shandy?

—Bueno —dijo Judith—, estuvo divagando un rato sobre Locke. No llegamos a ninguna parte. Me dijo que leyera sus libros. Y entonces yo le pregunté: «¿Y para esto formamos un comité y luchamos por los derechos de las mujeres en Harvard? ¿Para esto fundamos La Séptima Hermana?». Es otro periódico —añadió al ver la mirada interrogativa de Kate—. ¡Que lea sus libros! Puedo leerme los libros de cualquiera, si es que me interesa su aburrido tema. Eso no fue una entrevista.

—Ya veo —dijo Kate.

—A lo mejor puedo entrevistarla a usted.

—Yo no soy más que una profesora invitada por el Instituto.

—La típica desvalorización femenina.

—Puedes entrevistarme. ¿Te parece ahora mismo?

—Pensé que sería más en privado —dijo Judith, volviendo al parecer a su yo no reportero.

—Estoy a tu disposición. ¿Y tú que haces estos días en Griego? —preguntó mirando a Leighton.

—Nadie hace nada en Griego antes del período de lectura —contestó Leighton cargada de razón.

—¿No vas a clase?

—Desde luego que voy. El profesor habla y habla, y yo, o me dedico a fantasear, o me duermo, o escribo, depende de mi estado.

—¿Y cómo piensas aprobar? Tengo la sensación de que ya me lo has dicho, pero lo olvidé.

—Es muy fácil. El examen incluye una obra de teatro.

—Sí.

—Bueno, pues me la aprendo de memoria durante el período de lectura. Luego la traduzco a la perfección. Siempre saco matrícula. Y luego lo olvido todo.

—Eso se parece ligeramente a una cobra digiriendo un cerdo.

—Así es Harvard —dijo Leighton.

La cena había concluido.

Dos días después, estando Kate aún en Dunster, un mensajero enviado por Sylvia le entregó en mano los informes de la policía, o mejor dicho, un resumen de ellos. Kate se acomodó para leerlos, ignorando en lo posible los ruidos de las escaleras, los gritos, y la música que sonaba a un nivel de decibelios peligroso para el oído humano. Se había provisto de una pequeña radio con la que captaba la emisora de Harvard, una delicia. Ponían música y más música, algo de rock, en su mayor parte clásica. En tiempo de exámenes, y durante el período de lectura, le había dicho Leighton, organizaban orgías. «¿Orgías?», había preguntado Kate sorprendida. «Sí», le había contestado Leighton poniéndose la capa (iban andando), «orgías. Orgías de Bach, orgías de Mozart, orgías de Dylan. Cuarenta horas seguidas, sobre todo de música de tu estilo. Piensan que así resulta más fácil estudiar». Así que, como no era tiempo de orgías, Kate tenía a Beethoven de fondo para leer el informe del crimen.

Poco tiempo después de la lectura de este extraño documento, llegó a la conclusión de que la policía, a pesar de todos sus esfuerzos, que eran muchos, sabía poco más que ella. No habían conseguido trazar la pista del veneno, pero consideraban significativo un hecho: alguien debía haberlo tenido desde hacía tiempo, o lo había adquirido en otro lugar.

La víctima había residido (nadie vive nunca en los informes de la policía, pensó Kate) en un apartamento del último piso de una gran casa privada en Cambridge, propiedad de Harvard. Un decano de la universidad y su familia ocupaban el resto del edificio. El apartamento estaba totalmente aislado, tenía su propia entrada, pero tampoco había omitido la policía el detalle de que la familia tenía una hija dedicada por entero a la fotografía, y que tenía su propia cámara oscura de revelado. La casa tenía también un gran jardín en el cual, tras el registro, aparecieron viejas latas de pesticida con restos de cianuro. La policía no creía que el veneno procediera de ninguna de estas fuentes, pero el asunto de la fotografía era aún una posibilidad, aunque lejana. Lo que sugería la policía era que el cianuro, durante la Segunda Guerra Mundial, había estado a disposición de las fuerzas especiales y agentes secretos para realizar sus misiones, sobre todo en aquellas en que corrían el peligro de ser capturados por el enemigo. Por ejemplo, si un piloto volaba sobre un territorio enemigo y se averiaba su avión, se suponía que debía tomar el veneno y dejar que el avión se estrellara y ardiera para que el enemigo no encontrara pistas de ningún tipo. El cianuro se suministraba en forma de cápsulas y había sido ampliamente expedido en diferentes ocasiones. Hermann Goering había conseguido que le pasaran cianuro de contrabando en la cárcel a pesar de los controles, y así fue como se suicidó en Nuremberg poco antes de ser ejecutado en la horca. Muchos miembros de las fuerzas armadas lo conseguían extraoficialmente, o tenían acceso a las cápsulas por diversos conductos. El resultado de todo ello era que había una buena cantidad de veneno circulando por ahí. «Qué útil es todo esto», pensó Kate.

No había duda de que se trataba de cianuro, lo había revelado la autopsia. Incluso cuando Kate llegó al laboratorio del forense, persistía alrededor del cuerpo ese característico olor a almendras amargas. La autopsia había revelado también que el cadáver había sido trasladado de lugar tras la muerte; para ser más exactos, poco después de la muerte. De hecho, la rigidez del cadáver había comenzado antes de ser trasladado al servicio de caballeros. En cuanto al lugar donde había sido ingerido el veneno, no había ninguna pista. Cualquiera podía haberlo puesto en un vaso mezclado con una bebida fuerte, y haber lavado y secado el vaso después. Existía también la posibilidad de que hubieran sujetado a Janet y le hubieran metido el veneno a la fuerza en la boca, pero ella se habría resistido y no había señales de violencia.

La cuestión de cómo había sido movido el cuerpo sin que nadie se diera cuenta había sido examinada a fondo por la policía, con una minuciosidad igualada tan solo por la futilidad de los resultados. Puesto que el cadáver había sido encontrado por la mañana, existía la conjetura de que alguien lo hubiera hecho aprovechando la oscuridad de la noche, probablemente entre las tres y las seis de la mañana, al parecer el único intervalo de tiempo en el que Harvard permanecía desierto. Kate había vuelto a ir al Club de Profesores en los primeros días que estuvo en su buhardilla, cuando ya era muy tarde, y había sido una de las experiencias más horripilantes en una vida no exenta de acontecimientos. No había nadie por allí. El gran edificio antiguo crujía y chasqueaba, y todos los sonidos reverberaban en sus paredes. Evidentemente, cualquiera podría llevar allí algo de forma totalmente anónima.

Las llaves de Warren House no habían servido como evidencia: había demasiadas a mano y cualquiera podía haber hecho copias. Aun así, la posesión de una de ellas era verdaderamente sugerente, y apuntaba a los miembros del Departamento de Inglés, un grupo reducido, lo cual no debía de hacerles mucha gracia. Las secretarias habían sido interrogadas a fondo (apuesto a que sí, pensó Kate de mala gana).

La muerte por ingestión de cianuro es dolorosa y muy muy rápida. No hay vuelta atrás. Desde luego esa era la razón por la que lo llevaban los hombres que realizaban misiones en las cuales podía ser necesaria una muerte rápida. Había una descripción del cianuro adjunta al informe que Kate estaba examinando: el olor característico del cianuro, conocido también como ácido cianhídrico, o ácido prúsico, continúa siendo detectable en el cuerpo durante algún tiempo. Su acción es extremadamente rápida, agonizante pero veloz. (Eso es lo que yo he deducido, murmuró Kate). La respiración se dificulta, seguida de convulsiones, parálisis muscular y la muerte. Todo esto ocurre en cuestión de segundos. Una muerte cruel, pero el asesino se asegura de que la ayuda no llegará a tiempo. El veneno había sido suministrado en una bebida alcohólica. Pero ¿había tomado la víctima la bebida? La mezcla podía haber sido lo suficientemente fuerte como para garantizar que un trago sería suficiente, lo cual apuntaba a una dosis superior a la de una cápsula.

¿Por qué el servicio de caballeros? Tenidas en cuenta todas las consideraciones respecto al hecho de que era una mujer profesora que no había sido bien recibida en un departamento hasta entonces formado solamente por hombres, razones que la policía consideraba fantasiosas, (Kate resopló), el hecho principal era que el servicio de caballeros tenía dos ventajas obvias: era accesible para mucha gente, y estaba en el primer piso, mientras que el de señoras estaba en el segundo. La policía sabía que la víctima había sufrido ya otro incidente en ese aseo, pero no se habían detectado daños corporales. (Kate hizo un comentario sobre lo que sabía la policía, que no era ni halagador ni muy femenino). Finalmente, había otra razón: el servicio de caballeros tenía menos posibilidades de ser visto a primera hora, puesto que las primeras que llegaban eran las secretarias; el director, el orientador y los demás llegaban más tarde, y algunos días ni siquiera aparecían.

La policía había interrogado a todos los que de alguna manera estaban relacionados con la Profesora Mandelbaum, incluyendo a los que habían asistido a la primera fiesta que acabó en el suceso de la bañera, y a todos los que habían tenido alguna relación con la víctima antes de que viniera a Harvard y que estaban en Harvard en el momento de cometerse el asesinato. Entre esas personas estaba su anterior marido, «Moon» Mandelbaum, del que se había divorciado hacía más de veinte años, y que había declarado que la coincidencia de su llegada a Harvard había sido puramente casual; y Kate Fansler, que conoció a la víctima cuando estudiaban juntas en la universidad. También habían interrogado a la familia en cuya casa vivió la víctima ocupando el piso superior, y habían declarado que conocían muy poco a su inquilina, ya que tenía una entrada separada; todos los miembros del Departamento de Inglés de Harvard, quienes, sin excepción, no expresaron otra cosa más que su admiración por la víctima y un profundo dolor por su muerte. (Kate hizo una pedorreta). Dijeron que estaba realizando un excelente trabajo. Las secretarias de Warren House dijeron más o menos lo mismo. También interrogaron a otros profesores de otros departamentos que habían conocido a la víctima de una u otra forma. Aparte de algunos estudiantes y contactos sociales, también tuvo que prestar declaración Luellen May, residente en una comuna de mujeres de Cambridge; Howard Falkland, que había estado presente en la fiesta de Warren House antes mencionada; John Lightfoot, que había conocido a Luellen May en sus años de Harvard; y la asistenta de la víctima. No era exactamente una lista completa de sospechosos, pensó Kate, sobre todo porque el más probable, algún miembro de alto rango del Departamento de Inglés, no era tenido muy en cuenta.

Y, aunque con reluctancia, tuvo que reconocer que no era probable que lo hubiera hecho ningún miembro del personal profesional del Departamento de Inglés, del cual solo había conocido a Clarkville. Se habían inclinado por un tipo de muerte más lenta, y no tan física como esa. Solo tenían que tratar a Janet con desdén y distanciamiento, rebajarla ante los estudiantes haciéndolos ver que apoyarla no era el camino más rápido para ser apreciados en el cuartel general, y lentamente Janet habría desaparecido de la escena. ¿Para qué levantar todo este escándalo?

Supongamos, sin embargo, musitó Kate, que algún otro departamento de Harvard, temiendo ser el próximo que tuviera que contratar a una profesora por una donación, decidiera asesinar a esta y frustrar todo el esquema. Podían haberle cargado el muerto a Warren House esperando beneficiarse de ello. ¿Pero qué departamento podía ser? En realidad, había tantos que nunca habían tenido una profesora con plaza fija, que uno tendría que sospechar de todo el cuerpo docente de Harvard. «Pues yo sospecho», pensó Kate, «yo sí».

Una nota al final del informe de la policía decía que las transcripciones de los interrogatorios estaban disponibles para las personas autorizadas… etcétera. En resumen, pensó Kate, que no hemos llegado a ninguna parte. Harvard se va a salir otra vez con la suya. Y tú, se dijo a sí misma, te estás volviendo completamente tonta en este lugar. ¿Qué ha hecho Harvard por ti, excepto dejarte entrar en su Instituto de Radcliffe, un maldito y elegante lugar?

Y, en efecto, pensó Kate a la mañana siguiente en su estudio, era un maldito y elegante lugar. Si las mujeres no se sentían bien recibidas en otra parte, tampoco lo eran aquí. Y además, Harvard sabía como hacer las cosas. Miró por la ventana y vio un equipo de hombres retirando la nieve. Lo hacen para la graduación, le había dicho Leighton, quitan la nieve y plantan césped en todo el jardín; arrancan todo, pero funciona, luego sale una hierba preciosa. Kate apenas tendría tiempo de verlo. Si Leighton se graduaba, si se quedaba hasta entonces, si la vida continuaba…

Una llamada en la puerta y apareció otra vez la antipática recepcionista; esta vez, sin embargo, su irritación y malos modales estaban suavizados, si acaso ligeramente, por una sombra de temor.

—¿Otra llamada? —preguntó tímidamente Kate.

—Lo ha adivinado —contestó la recepcionista, girando sobre sus talones.

—Hombre, desde luego —dijo Kate en voz baja. Si Clarkville ha encontrado otro cadáver, pensó malhumorada, ya puede ir buscándose a otra para contárselo.

Pero era Moon. Había sido arrestado, acusado del asesinato de Janet, y le permitían hacer solo una llamada. ¿Podía buscarle un abogado y salir bajo fianza cuanto antes? Si no era así, desde luego lo comprendería; ya había estado antes en la cárcel, cuando le detuvieron durante unas manifestaciones en el Sur a favor de la paz, pero simplemente pensó que debía decírselo.

—Si tienes dudas, te diré que yo no lo hice —dijo Moon.