Capítulo 11
Baluarte masculino durante más de tres siglos, pasando de ser un colegio sectario para hombres a una universidad superior, Harvard ha tardado mucho en reconocer los cambios ideológicos en cuanto al papel de los sexos.
Informe del Comité sobre la condición de las mujeres en la Facultad de Artes y Ciencias
—Te pedí que vinieras a verme, Kate —dijo al día siguiente John Cunningham—, porque esos detectives que me obligaste a contratar han encontrado algunas evidencias. Completamente negativas —añadió en cuanto Kate levantó la vista—, pero tienen su importancia —Kate le miró expectante—. Espero que pienses que ha valido la pena gastarse el dinero en ellos. De todos modos, son una buena firma. Uno de ellos, aunque no lo creas, es profesor de Filosofía, con su doctorado y todo. Prefirió vivir en lugar de pensar en la vida, me dijo. Me imaginé que sabría algo sobre cómo indagar por la universidad, y eso hizo; así que le dimos el trabajo. A propósito, informé en Harvard de cuál era su cometido. No quiero tener más problemas ni suspicacias de las que hay.
—Y supongo que Harvard no puso ningún impedimento.
—Digamos que se lo supe plantear bien. Digamos, además, que soy un destacado licenciado de su Facultad de Derecho, y un generoso contribuyente. Además, y puedo presumir de ello, fui un excelente presidente en el 25 congreso de donantes.
—Y colaborabas en la Revista de Leyes cuando estuviste allí. Dime, John, supongamos que hubieras estado por debajo de la media de Derecho, digamos de los que estaban de la mitad para abajo en cuanto a calificaciones, y que además te hubieras interesado por los derechos de los ciudadanos, por ejemplo, o por las mujeres que están en prisión, y que nunca hubieras ganado tanto dinero ni hubieras contribuido con más de diez dólares al año. Supongamos que una de las mujeres encarceladas hubiera sido acusada como Moon y tú la estuvieras defendiendo. ¿Crees que habrías obtenido su permiso, o, en todo caso, su conformidad?
—El problema contigo, Kate, es que eres una mujer rica con complejo de culpa que, si hubiera ido a la Facultad de Derecho de Harvard, habría colaborado en la Revista de Leyes y habría hecho espléndidas donaciones. ¿Quieres escuchar las evidencias que tengo o no?
—Perdona, John. No me siento precisamente estupenda, como dirían los ingleses.
—¿Y por qué diablos iban a decir eso? No me lo digas. Volviendo al caso que tan febrilmente nos ocupa, resulta que la noche en cuestión, la noche antes de que el cuerpo de Janet Mandelbaum fuera encontrado en el servicio de hombres de Warren House, se reunieron un montón de estudiantes de primer curso en el campus para celebrar la vida, o algo así, y decidieron pasar allí toda la noche. Bueno, no recuerdo exactamente qué estaban celebrando, pero eso no importa. El caso es que empezaron por Weld y otros cuantos colegios, y entre unas cosas y otras acabaron en el jardín de Warren House y unos cuantos, medio borrachos, decidieron tomar el aire y se quedaron sentados bajo los árboles. El único punto importante es el siguiente: el detective cree que, por muy borrachos o colocados de marihuana que estuvieran, es imposible que ninguno de ellos advirtiera la presencia de alguien trasladando un cuerpo a Warren House. Un momento —dijo Cunningham levantando la mano—, sé lo que vas a decir porque yo dije lo mismo. Considerando lo que hacen en público, y el estado en que se encontraban, aparte de que ya cualquier tipo de conducta es bien vista en cualquier parte y a cualquier hora, ¿por qué iban a darse cuenta de algo raro? Bien, te lo diré.
—Por favor —dijo Kate.
—Había dos estudiantes sentadas en la escalinata de Warren House. El dar con ellas fue en parte una suerte, y en parte una habilidad, sobre todo una habilidad de nuestro brillante detective. Y digo esto porque se le ocurrió nada menos que comprobar si había habido alguna queja esa noche. Y las hubo; hubo quejas y protestas repetidas por parte de dos chicas que viven en Weld. Son dos mujeres muy curiosas, porque sus nombres aparecieron juntos en la pantalla del ordenador desde un principio. No interrumpas. Harvard agrupa siempre a las nuevas estudiantes para que sean compañeras de habitación según sus afinidades: las que no fuman, las que están todo el día oyendo música punk, ese tipo de cosas. Parece una pesadilla, ¿verdad? Pero gracias a Dios, ese no es nuestro problema. El caso es que estas dos chicas, como te he dicho, tienen los mismos gustos: quieren tener TRANQUILIDAD, ODIAN LA MÚSICA ROCK y el ruido, quieren trabajar en silencio, etc… Así que, claro, al clasificar los datos, el ordenador las agrupó para ser compañeras de habitación. Y luego, en seguida se hicieron famosas como la pareja que estaba siempre pidiendo silencio en Weld. No sé si son la única pareja cuerda del lugar, o si deberían haberse ido a un convento, pero eso no viene al caso.
—No sé —dijo Kate—, a mí me parece que sí, dada la vida que se lleva hoy. Cuando fui a la universidad, y Dios sabe que fue una horrible experiencia, al menos una podía descansar por las noches y estar en silencio. He paseado por Harvard a todas horas, créeme, y siempre hay música a todo volumen y un ruido estruendoso saliendo de las ventanas. A veces los niñatos ponen los discos al máximo de volumen y sacan los altavoces por fuera de las ventanas. Tal vez esas dos parezcan unas mojigatas, pero no sé por qué ya nadie tiene derecho al silencio. Estoy segura de que a ti no te gustaría tenerme que escuchar por una radio andando por las calles de Nueva York. Le dije esto mismo a mi sobrina Leighton, ¿y sabes qué me contestó? Que si alguien quería tener silencio, debería ponerse tapones en los oídos. Preferí no continuar la discusión.
—Algo raro en ti —dijo Cunningham—. El caso es que estas chicas, al parecer, se rindieron al ver que no podían dormir y se fueron a la Unión a echar una partida de billar —verdaderamente forman una pareja curiosa, lo reconozco—, y acabaron pasando la noche en el pórtico de Warren House. Juran que estuvieron hablando casi todo el tiempo acerca del destino humano y que ni siquiera se adormilaron. Insisten en que nadie pudo entrar en Warren House, y mucho menos llevando un cadáver, sin que se hubieran dado cuenta. Estuvieron allí hasta que empezaron a aparecer los coches y la gente de madrugada, por eso nuestro detective piensa que es imposible que trasladaran el cuerpo allí esa noche. No es definitivo, pero es verdaderamente sugerente.
—¿Qué te sugiere a ti?
—Oye, Kate, de verdad, ¿qué te pasa? Solías ser muy rápida de comprensión. Me sugiere la posibilidad de que muriera en Warren House, desde luego. Clarkville encontró el cuerpo por la mañana, bastante temprano. Mi detective dice: vaya usted mismo y trate de actuar como sí estuviera acarreando un cuerpo. Coja un coche, vaya por las calles, cruce el patio, entre por la calle Quincy, o por Prescott. Nadie se atrevería a hacerlo. Asegura, que no pudo haber alguien capaz de hacerlo. Eso significa que Janet Mandelbaum fue andando a Warren House y murió allí. No es que nos aclare mucho, desde luego, dada la cantidad de personas que tienen llaves de la entrada, pero es muy sugerente, Kate, realmente sugerente.
—Mal se le ponen las cosas al Departamento de Inglés.
—Lo has dicho tú, no yo —concluyó Cunningham.
Kate llamó de nuevo desde el teléfono público del vestíbulo. Clarkville estaba en su despacho, acababa de salir de una reunión del departamento. Sí, estaría encantado de verla otra vez, la esperaba en la antigua sala de estar. Poco después, al salir del metro en Central Square, fue andando a Warren House pensando en las dos chicas que habían pasado la noche bajo el pórtico. Puede que fueran unas mojigatas, pero el silencio de las mojigatas molestaba menos a los demás que el ruido que hacían los novatos. Debo probar ese argumento con Leighton, pensó mientras subía las escaleras.
Por primera vez, Kate vio a Clarkville, no como el fastidioso descubridor de un cadáver, ni como a una morsa durmiente en una reunión literaria de Harvard (donde al fin y al cabo el acto había sido terriblemente aburrido), ni como a un famoso y brillante conferenciante de la novela victoriana, sino como a un hombre corpulento con una buena dosis de autocontrol y un encanto que saltaba a primera vista. Y de repente tuvo que enfrentarse a la súbita revelación de alguien en toda su humanidad, cuando hasta entonces le había sentido tan solo como un espectro, un fantasma.
—Un asunto terrible —dijo Clarkville—. Terrible. Supongo que todavía no ha hecho ningún progreso con respecto a lo que pudo haberle ocurrido a Janet.
—Bueno, alguno hemos hecho —dijo Kate—. Espero que no me guarde ningún rencor por mi participación en todo esto. Han arrestado a una persona y estoy bastante segura de que no es el culpable.
—Fui yo quien la llamó la mañana que encontré el cadáver. Y naturalmente, eso le da todo el derecho.
—Entonces tiene que saber que su muerte afecta a todas las profesoras de una manera general, por tanto es totalmente normal que una de ellas quiera intervenir para descubrir lo que pasó. Tengo la sensación, Profesor Clarkville, de que no le gusta que haya mujeres profesoras. ¿Es eso cierto? Por favor, no piense que imagino que sea esa la razón para matar a una de ellas, incluso de su propio departamento. Espero que vea lo estúpida que es esa idea. Sin embargo, tal vez no le importe decirme qué tiene en contra de las mujeres profesoras en Harvard.
—Sospecho que se ha exagerado mucho mi horror por las mujeres profesoras —dijo Clarkville—. Desde luego, no voy a intentar convencerla de que hubiera preferido que el asunto no se hubiese llevado a cabo, y perdone por mi sinceridad. Pero hay muchos a los que el tema les preocupa más que a mí, o al menos más de lo que a mí me preocupaba. De hecho, pensé que Janet era la mejor persona que podíamos elegir como especialista en el siglo XVII, sobre todo si no queríamos vernos como inundados por los últimos expertos en semiología y deconstructivismo, y, francamente, al final hasta me agradó. Bueno, si me hubieran dado a elegir, habría preferido no tener a una mujer en el departamento. Suelen dar problemas, por la simple naturaleza de las cosas. Pero no soy tan enemigo acérrimo de las mujeres como lo son algunos. Nuestros mejores alumnos son mujeres, y eso es así en la mayoría de las universidades en este momento, así que lo más correcto es que tengan al menos un representante de su sexo dentro del profesorado del departamento. Y también, por supuesto, estaba encantado de que Janet no fuera una feminista radical, de las que se ofenden simplemente porque un hombre tenga la amabilidad de abrirles la puerta —sonrió.
—No creo que ninguna mujer se ofenda por eso —Kate le devolvió la sonrisa—. Con sinceridad, creo que son los hombres más estúpidos los que se inventan esas historias, le abren la puerta a una mujer y luego tímidamente dicen que esperan que no se les considere unos asquerosos machistas por haberlo hecho. Qué pelmazos. ¿Le resulta difícil charlar conmigo? Si es así, dígalo y le ahorraré mis teorías —en realidad, Kate notó que la humanidad de Clarkville empezaba a disminuir cuando se sentía escrutado.
—No, no encuentro difícil tratar con usted. A no ser que insista en defender los cursos de estudios para las mujeres.
—En los cuales no cree.
—En realidad, ni siquiera creo que exista tal cosa. Como sabe, estoy especializado en George Eliot. Si hay algún otro acercamiento a ella, o a otras mujeres novelistas, esperaría poder abrazarlo de buena gana sin tener que etiquetar el curso con el nombre de «estudios para las mujeres».
—Entonces es eso. Su interés varía en función del matiz feminista, y precisamente en eso se basan los estudios para las mujeres. Supongo que ocurriría lo mismo si hubiera que ver a algún autor a la luz de las teorías de Marx, Freud o Einstein. Pero incluso a Samuel Johnson se le estudia ahora bajo un enfoque freudiano.
—Bueno, dicho así parece razonable. Me atrevo a decir que tengo mis prejuicios. ¿Ha venido a escuchar mi opinión sobre George Eliot y el feminismo? Porque si es así, estoy dispuesto —Clarkville se acomodó en la silla—. Solo quiero saber los puntos a tratar.
—No, he venido a discutir una teoría —dijo Kate.
—¿Una teoría literaria? —Parecía que había una nota de esperanza en su voz.
—No. Una teoría sobre la muerte de Janet. Creo que fue en Warren House donde murió. No creo que su cuerpo fuera trasladado hasta allí porque habría sido imposible hacerlo sin que nadie se diera cuenta. Además, ¿por qué llevarla hasta allí si había muerto en cualquier otro lugar?
—Ya veo —dijo Clarkville—. Bien, ¿en qué puedo ayudarla?
—En primer lugar, puede contarme con todo detalle lo que ocurrió aquí la tarde anterior a la muerte de Janet. Permítame insistirle en que sea sincero, no solo por las muchas referencias que podría ofrecer a mi aguda naturaleza y mis rectos principios, sino también por utilizar el chantaje de una manera, digamos, menos frívola. Las cosas han sido muy fáciles hasta ahora para el Departamento de Inglés de Harvard. De hecho, es usted el único miembro fijo de ese departamento que he conocido. Pero si no descubrimos la verdad de esto, puedo prometerle que el Departamento y todos sus miembros se van a ver seriamente implicados en el asunto. Por otro lado, si podemos llegar a la verdad y saber lo que ocurrió, seguro que va a ser menos complicado y bochornoso para todos. Incluso podríamos evitar que algunos miembros tuvieran que verse sometidos a un prolongado y fastidioso interrogatorio.
—¿Hay alguna razón por la que crea que puedo, o que quiero contarle lo que ocurrió aquí esa tarde?
—Digamos que, puesto que quiso compartir conmigo el descubrimiento del cadáver, tal vez quiera que yo comparta mi teoría con usted.
—Verá, el problema —dijo Clarkville, poniéndose en pie y empezando a pasear por la sala— es que una verdad lleva, por así decirlo, a otra que, sin embargo, uno desearía ocultar. No sé si ve lo que quiero decir.
—Lo veo, pero no estoy de acuerdo con usted en la estrategia utilizada. Unas cuantas personas cultas saben ocultar mejor ciertos hechos que una multitud desorganizada metiendo la pata. Y llegarán a meter la pata, profesor Clarkville, eso se lo puedo asegurar. Y por supuesto les diré lo que sepa o averigüe del asunto.
—Pero todavía no lo ha hecho.
—No. Empecemos por esa tarde. A ninguno de nosotros se nos ha ocurrido pensar en eso. ¿Qué ocurrió la tarde antes de morir?
—Tuvimos una reunión de departamento.
—¿Aquí?
—Sí. En una sala al otro lado del vestíbulo, donde las celebramos siempre. Duró más de lo habitual. No estaba todo el departamento, claro, solo los profesores con plaza fija, incluida Janet, desde luego.
—¿Ocurrió algo durante la reunión que considere…? —No quiero poner las palabras en su boca.
—Hablamos de posibles contratos y ascensos. De eso suelen hablar los profesores cuando se reúnen como cuerpo; sin duda es igual donde usted trabaja. Tenemos que contratar a algunos profesores ayudantes para el próximo curso, hablamos de las especialidades en las que serían necesarios, y el jefe del departamento mencionó que había otra petición para algunos cursos de estudios para las mujeres en el Departamento de Inglés. Nuestro jefe no es exactamente un amante de estos cursos, y, como le he dicho, la mayoría de nosotros piensa que es una moda y que pasará, pero el hecho es que Harvard ha iniciado un programa de estudios para las mujeres y el Departamento de Inglés no puede dar la espalda. Nuestra política, explicó el jefe del departamento, era que diese el curso quien lo deseara. Alguien sugirió que contratáramos a alguna profesora joven que tuviera interés en enseñar algún tema en especial. Luego otro hombre, digamos uno de los más avanzados en este sentido, preguntó por qué dejábamos siempre estos cursos a cargo de los ayudantes. Uno de los problemas que tenemos es que estos cursos no los da nunca un profesor fijo del departamento, desde luego, sea hombre o mujer. Y bueno, entonces todos, más o menos, empezaron a mirar a Janet interrogativamente.
Clarkville hizo una pausa y Kate esperó que continuara. Su conducta indicaba que no lo había contado todo, pero mantuvo el silencio.
—¿Y? —preguntó finalmente Kate.
—Ella, bueno, ella —era evidente que estaba buscando una frase acorde— se hizo la tonta, ya sabe, y se molestó un poco. Empezó a decir que por qué tenían que cargarle el curso a ella, que era una especialista en el siglo XVII; que si había un punto de vista femenino sobre Donne, Marvell y Milton ella no lo conocía, y esto y lo otro… Seguro que se lo imagina. En resumen, que la sugerencia le pareció absurda —Clarkville volvió a hacer otra pausa—. Bueno —continuó—, fue un poco embarazoso para todos. No estamos acostumbrados a las escenas, y menos de ese tipo. El caso es que todo se hubiera pasado por alto y hubiéramos pasado a otra cosa, pero he aquí que uno de nuestros miembros —permítame no mencionar su nombre de momento— dijo: «Profesora Mandelbaum, ya que ha llegado usted aquí gracias a los esfuerzos de esas mujeres tan devotas a sus estudios, no entiendo por qué quiere adoptar una postura tan soberbia y altanera. Por supuesto que esos programas de estudio son una estupidez, una pura tontería. Así es la acción afirmativa en nuestros días; así es la mayor parte de las cosas que ocurren en nuestro mundo, con gobiernos que arruinan las universidades y todo lo que encuentran a su alrededor. Pero, ya que hemos tenido que cargar con usted, lo menos que podía hacer es ocuparse de este problema que tanto nos afecta».
Kate se quedó mirando fijamente a Clarkville.
—Como diría una estudiante que conocí hace poco, «¡Guau!».
—Sí —dijo Clarkville—. Naturalmente nos pareció mal a todos que dijera eso. Es un hombre de opiniones extremadamente conservadoras. Lo siento, todos los extremos son malos, y desde luego la delicadeza no es su mejor cualidad. Lo que dijo no solo era una grosería, sino que ni siquiera era verdad. Después de todo, encargamos al comité que buscara una mujer que fuera totalmente ajena al tema del feminismo y de los estudios para las mujeres. Pero, tal como veo ahora las cosas, quizás eso fue un error. Y mientras todos protestábamos contra este tipo, Janet empezó a llorar. En silencio, ya sabe, y era evidente que no podía evitarlo, aunque hubiera dado cualquier cosa en el mundo por no hacerlo. Las mujeres son tan conscientes de que los hombres no lloran en público, ya sabe. Me temo que todo fue bastante…
—Bochornoso —apuntó Kate.
—Sí, lo fue. Ninguno de nosotros sabía qué hacer, así que nos quedamos esperando que abandonara la sala. Pero no lo hizo. Siguió allí sentada con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Finalmente el jefe de departamento sugirió que lo mejor era aplazar la reunión, y eso hicimos. De una manera bastante abrupta, me temo. Ella estaba todavía sentada y nos fuimos marchando uno por uno. Pensé quedarme, ya sabe, y ofrecerle un poco de consuelo, pero me resultaba difícil saber lo que ella quería. Y esa fue la última vez que la vimos con vida. Todos excepto el asesino, desde luego, como se supone debo añadir ominosamente.
—¿Y han ocultado todo esto a la policía?
—La policía fue muy escueta al interrogarnos. Cuanto menos se hable, antes se arreglan las cosas, como solía decir mi querida madre. Si la sirve de consuelo, creo que todos nos portamos mal con ella; muy mal, de verdad. Pero no estamos acostumbrados a tratar a las mujeres como colegas, y para ser sincero le diré que jamás habría imaginado que Janet pudiera llorar en esa situación, en una reunión del departamento.
Se quedaron sentados durante un momento de silencio. Luego habló Kate.
—Profesor Clarkville, puede que esa fuera la última vez que la vio usted con vida, pero no fue la última vez que la vio, ¿verdad? Quiero decir, aparte de encontrar su cuerpo en el servicio de caballeros.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Clarkville.
—Quiero decir que creo, sé, las secretarias saben, que usted entró en el despacho del jefe de departamento esa mañana. Yo creo que la encontró allí.
Hubo un largo silencio.
—¿Cómo lo supo? —preguntó finalmente Clarkville.
—Una suposición muy ingeniosa. El aseo de caballeros no era un lugar lógico, por las jocosas posibilidades que hubiera sugerido, como indicando que las mujeres allí estaban fuera de lugar. Pero sabemos que el cuerpo fue llevado allí después de morir, de hecho cuando ya había comenzado a ponerse rígido o estaba en pleno efecto, no sé si esa es la frase correcta. El rigor empieza poco después de la muerte y desaparece a las veinticuatro horas. He aprendido mucho de estas cosas, aunque estoy segura de que aún queda espacio para los errores. ¿Por qué llevaría el cadáver al servicio de caballeros? Después de todo, no es un lugar tan ilógico. Mi suposición es que el cadáver tenía las piernas encogidas, por lo que, dadas las circunstancias, la postura encajaba muy bien en uno de los servicios; mientras que dejarlo en el despacho del jefe de departamento le hubiera involucrado a este. Finalmente, ¿por qué creo que la encontró usted en el despacho? Nuevamente, se trata de otra suposición. Normalmente la explicación más simple es la que más sentido tiene. La encontró, la trasladó a otro lugar, y al final dijo que «descubrió el cadáver». En cuanto a por qué murió en el despacho del jefe, eso no lo sé. Supongo que no fue usted quien la mató. ¿Por qué supongo eso? Porque usted es un hombre muy inteligente, y no es probable que la matara, ni en ese despacho, ni en ningún otro lugar. Pero se preocupó cuando la encontró en el despacho del jefe de departamento y decidió llamarme a mí y a la policía para que nos entretuviéramos en adivinar la historia. Eso no fue una muestra de amabilidad, o de cortesía, si lo prefiere.
—Sabía que ya estaba muerta —dijo Clarkville—. Como muy bien dice usted, el cuerpo estaba rígido, como en una posición más o menos de persona sentada. Mi primera idea fue sacarla de allí. Pensé en el aseo de señoras, para que pareciera que formaba parte de una conspiración. Tenía la ventaja de que no tendría que haber bajado el cadáver por las escaleras, pero eso era hacer una faena a las secretarias. Me pareció mejor ponerla en uno de los servicios de caballeros. Lo crea o no, la llamé porque pensé que alguien debía ocuparse de ella. No se me ocurrió nadie más y había oído que usted y ella eran amigas —pero estaba claro que el tono razonable de Clarkville ocultaba temor.
—Más o menos —dijo Kate—. Más o menos.
—Espero que crea que yo no la maté.
—Quienquiera que fuese el que la matara —dijo Kate—, estuvo con ella en ese despacho, y la forzó o la convenció para que tomara el cianuro en una bebida. Borró todas las evidencias cuando se marchó. Solamente a Sherlock Holmes le dejan los asesinos briznas de tabaco. ¿Aparte de quitar el cuerpo, no quitó usted ni borró algo más?
—Cielos, no, excepto su bolso, que lo dejé con ella en el servicio. Mi única idea, y reconozco que no es muy digna, fue sacarla de allí. Francamente, pensé que si encontraban allí el cuerpo, jamás terminaríamos con este embrollo. El servicio me parecía un territorio más general. Es interesante, sin embargo —Clarkville musitaba ahora casi al estilo académico—, lo deprisa y fríamente que trabaja la mente de uno en casos de emergencia.
—Supongo que será como en la universidad donde yo trabajo, que una llave abre todas las puertas.
—Sí. Ya hemos hablado de cambiar eso; para evitar el hurto, ya sabe, los ladrones.
—¿Quiere hacer algo por mí? —preguntó Kate.
—Si puedo. ¿Va a contar esta historia a la policía?
—No, hasta que llegue el momento oportuno. Lo que quiero es ver el despacho de Janet. Sé que la policía lo ha dejado para el uso del departamento. ¿Puedo echarle un vistazo antes de que alguien lo vacíe para ocuparlo?
—Desde luego —dijo Clarkville, poniéndose en pie—. Su despacho está en Widener. Le dejarán entrar allí. La esperaré aquí, si no tiene inconveniente. Cuando acabe, pásese a buscarme y nos iremos juntos. Me gustaría saber lo que descubre y hacer parte del camino paseando con usted. Es una tontería, sin duda, pero no puedo creer que una profesora de otra universidad venga aquí a resolver un problema, sea del tipo que sea.
—Gracias —dijo Kate al coger las llaves. Se quedó de pie un momento, mirando fijamente a los ojos de Clarkville. Era perfectamente posible que eso fuera una trampa, que este tipo fuera un maníaco y un asesino, pero lo dudaba. Decidió aprovechar todas las oportunidades. Clarkville se adelantó unos pasos y encendió la luz para que ella pudiera ver hasta las escaleras de la salida; pasó por delante del famoso tocador de señoras, donde empezó todo, pensó Kate al salir.
El despacho de Janet, para su sorpresa, parecía más habitado, como si hubiera hecho allí más vida que en su apartamento. Había algunos libros esparcidos que tal vez había estado leyendo en sus momentos de ocio. Debía de haber pasado mucho tiempo en este despacho, esperando, tal vez, o trabajando. Kate se sentó en la silla del escritorio y miró a su alrededor. Uno de los libros que debía de estar leyendo, y que había dejado encima de la mesa, era el volumen II de la vida de Eleanor Marx, escrito por Yvonne Kapp. Había otras biografías y libros recientes amontonados por la habitación; solo este volumen estaba en el escritorio. No era una biografía que Kate hubiera relacionado a primera vista con Janet, aunque, por lo mismo, tampoco había adivinado que este era el lugar donde solía leer en sus ratos libres. ¿Era este despacho un hogar lejos de casa, donde podían llegar las noticias y ocurrir algo agradable? Reprimiendo sus fantasías, Kate concluyó simplemente que Janet trabajaba más tiempo aquí, se entregaba más a su labor en este despacho.
Cuando volvió a Warren House, Clarkville estaba esperándola donde la había dejado antes.
—He cogido un libro de su despacho —le dijo—. ¿Cree que le importará a alguien? Ya he comprado uno de sus libros, una edición rústica que tenía en su casa, y estoy dispuesta a pagar por este también. Pensé que debía leerlo para ver qué le interesaba a Janet de Eleanor Marx.
—Quédese con él de todas maneras —dijo Clarkville—. No sé mucho de Eleanor Marx, excepto que tradujo Madame Bovary. Es la traducción que utilizan todavía muchos de mis alumnos. La verdad es que jamás hubiera pensado que Eleanor Marx interesara a Janet. Qué poco nos conocemos los seres humanos.
—Ahora que lo menciona, ¿qué tal conoce a Howard Falkland? ¿Es uno de sus estudiantes más destacados?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Clarkville con cierta aspereza en su voz.
—Quiero decir —y le miró a los ojos—, si le cree capaz de poner vodka puro en la bebida de alguien que no está acostumbrado a beber solo porque usted le sugiera que sería algo muy gracioso.
Clarkville se quedó mirando a Kate durante un minuto. Luego apagó las luces y la acompañó a la puerta.
—Howard Falkland —dijo, mientras bajaban la escalinata— está loco.