Capítulo 3

Han pasado ya muchos años desde que se prohibía la entrada de mujeres en la Biblioteca Widener, y también de la historia que escribió Margaret Mead sobre una licenciada en antropología física que tenía que escuchar las conferencias escondida en un armario. Esos hechos no son hoy en día más que una anécdota divertida de la historia social de anteriores décadas.

Informe del Comité sobre la condición de las mujeres en la Facultad de Artes y Ciencias

Sylvia, que parecía estar viviendo un interludio matrimonial, le había reservado a Kate por unos días una habitación en el Club de Profesores de Harvard. En ninguna parte se había demostrado que dicho club destinara las peores habitaciones para las mujeres que no estaban ligadas, por lazos de sangre o de matrimonio, a los administradores y personal docente de Harvard. El único hecho evidente era que a Kate, a pesar de la petición de Sylvia, le dieron una habitación en el ático con una ventana en el techo, sin armario, y una sola toma de corriente a la que tenía que enchufar, por separado, la única lámpara de la habitación, la radio, y el aparato que llevaba el agua a una temperatura casi suficiente para disolver el incalificable café instantáneo que suministraban en pequeñas bolsitas. Kate se quedó mirando la habitación y pensó que ni a propósito podían haberle dado otra peor y más incómoda. El grado de malevolencia casual indicaba que había una mente siniestra en funcionamiento. En cualquier caso, Kate iba predispuesta para suponer que la actitud general de Harvard hacia las mujeres no estaba mal representada por esta habitación.

La única ventana de la habitación, y también su única fuente de luz natural, estaba situada en el angosto extremo de la buhardilla, que tenía al menos seis pies de largo. Tampoco podía entrar el aire por el estrecho pasaje, pues un aviso pegado en el cristal advertía: Estas ventanas han sido selladas durante el invierno. Si desea ventilación, por favor haga uso del aire acondicionado. Y puesto que la habitación necesitaba airearse un poco para quitar el olor a cerrado, Kate puso en marcha el aire acondicionado, que le devolvió una suave ráfaga de aire estancado y un ruido atemorizante, así que apagó el aparato. Se asomó por encima de este y contempló los hermosos árboles que temblaban con el aire de enero. Desde allí podían admirarse también las bellezas de Harvard que, dicho sea de paso, eran muchas. En ese momento, tan quieta estaba ella que una ardilla se deslizó por el canalón y se detuvo justo en el alféizar de la ventana; se sacó una gran nuez de la boca y la colocó con sumo cuidado entre los tubos de acero, apretándola después con las patas para que no se moviera. Un regalo, quizás, de lo que Hardy llamaba la Gran Madre, pensó Kate cuando se fue la ardilla. Al fin y al cabo era un mejor presagio de su aventura en Harvard de lo que había sido encontrarse con esa triste habitación. Se sintió un poco más animada y decidió salir a explorar Harvard y Cambridge antes de ver a Sylvia en el bar del Club a las cinco.

Desde la ventana de la buhardilla Kate había podido ver Warren House, en el interior de cuyas paredes Janet había encontrado su fatal destino. Cruzó bajo los hermosos árboles y entró en el edificio. A su izquierda, fuera de la vista, las secretarias, o tal vez solo mecanógrafas, se afanaban en sus ruidosas tareas. A la derecha había una puerta cerrada con un letrero: Orientación Pedagógica. Kate se estremeció de nostalgia. Ella también había sido orientadora en los malos tiempos, cuando el trabajo era escaso hasta para los doctorados en Harvard, suponía ella. Inmediatamente, antes de que apareciera alguien y le preguntara qué quería, subió las escaleras hasta el segundo piso. Allí, tras una puerta abierta, estaba el famoso salón del asmático o artrítico Sr. Warren. La cristalera continuaba en el mismo lugar del balcón. Y un poco más allá, en el pasillo, estaba el antiguo y rimbombante cuarto de baño. Las funciones propias de la naturaleza parecían contemplarse de distinta manera ante tanta caoba. En la puerta había pegado un pequeño cartel: Tocador de Señoras. Caballeros en el Primer Piso.

Warren House tenía poco más que el despacho del director, la oficina de orientación pedagógica para los alumnos, y las salas de reuniones. Por su gran cantidad de extraordinaria caoba antigua, la casa había sido convertida en la sede del poderoso Departamento de Inglés de Harvard y, a pesar de lo desierta que estaba, parecía hablar a gritos de las actitudes y costumbres patriarcales y de un poder mantenido desde hacía tiempo. De repente, Kate sintió que necesitaba tomar el aire. Salió del edificio, cruzó la calle Quincy con un suspiro de alivio y se fue a buscar una librería. Solo quería echar un vistazo. Las librerías que había en los alrededores de Harvard ofrecían al amante de los libros una ocasión única para darse el gusto de fisgonear. A diferencia de las librerías de Nueva York, tenían enormes colecciones de libros de todos los temas, y no solo los títulos aparecidos con gran publicidad en los últimos seis meses.

Kate empezó por la Coop, como la Sociedad Cooperativa de Harvard se llamaba a sí misma. Ignorando los libros más vendidos, que estaban en el primer piso, subió en las escaleras mecánicas en busca de los libros de bolsillo, cuando de repente oyó el grito de una figura excéntrica flotando hacia abajo en la escalera de al lado.

—¡Tía Kate! —gritó la criatura.

«¿Qué demonios hace esta aquí?», pensó Kate, teniendo la impresión de parecer la protagonista de un salón de masajes. Se quedó mirando absorta a su sobrina, si es que era ella, y el ascensor la soltó en el segundo piso, tal como era su misión. La que parecía ser su sobrina, con un mantón o capa con capucha que le tapaba unos pantalones vaqueros azules y la inevitable camiseta de moda, saltó de la escalera que bajaba y tomó la que subía con toda la agilidad de una bruja en su escoba, lo que ciertamente parecía. No tenía paciencia para aguantar la lentitud de las escaleras mecánicas. Subió a toda prisa los escalones y llegó jadeante junto a su tía, a quien miró con una expresión tal de alegría y abrazó con tanta fuerza, que Kate, a pesar de sí misma, cayó en lo que alguien había llamado una vez su más atractiva actitud «tial».

—¿Cómo estás, querida? —preguntó casi sin aliento.

—Bien, muy bien. Oye, qué increíble encontrarte aquí, quiero decir, de toda la gente de Nueva York. ¿Por qué no me dijiste que ibas a venir? ¿Lo saben mis padres? Supongo que no, nunca les dices nada, al menos de eso se quejan. ¿Vas a dar clases en Harvard, Kate? ¡Qué divertido! Les diré a todos que vayan a aplaudirte. Nadie aplaude mucho en Harvard, son demasiado sofisticados. Lo que más hacen es silbar.

Durante este monólogo, Kate y su sobrina (su nombre era demasiado corriente y decía llamarse, y así la llamaban todos excepto sus padres, Leighton, sin saberse muy bien si era o no el apellido de soltera de su madre. Kate era de lo más informal con sus parientes) estaban siendo empujadas de un lado a otro y atravesadas con la mirada por el desconsiderado gentío del segundo piso de la Coop.

—Parece que estás agotada —dijo Leighton—. Ya sé, necesitas beber algo. Vamos —y casi arrastró a su tía a las escaleras—. Por fin estoy aprendiendo a beber; ha sido muy aburrido hacer el papel de puritana, porque odio todo esto. Tú te tomas un martini, ¿no es eso lo que bebes siempre?, y yo me tomaré un sombrero.

—El bar del Club de Profesores no abre hasta las cinco —dijo Kate, saliendo esta vez de las escaleras con su propio pie y sintiéndose, como casi todos los que andaban por las cercanías de Harvard Square, como si tuviera doscientos años—, y además ya he quedado.

—Iremos al One Potato Two Potato —dijo Leighton—. ¡Sígueme!

Su paso, aunque rápido, permitía pensar más que hablar, y así Kate pudo sacar de su sobrina la información que en realidad ya tenía. No era mucha. Kate no se ocupaba especialmente de las familias, y en concreto, de la suya menos. Sus padres hacía tiempo que se habían ido a ese cielo maravilloso al que siempre habían estado seguros de que les conduciría su cuna y su constante rectitud de obras; y sus tres hermanos, todos mayores que ella, habían engendrado unos hijos que eran, con pocas y notables excepciones, tan lerdos y obtusos como ellos. Leighton, desde luego, debía ser la última de la familia numerosa de su hermano mediano. De hecho, recordaba vagamente haberle enviado un regalo apropiado, sí, dinero, cuando la chica se graduó en el Theban. Kate dio por cierto que había ido a Harvard como todos los demás Fansler, excepto su sobrino Leo. En los tiempos de Kate las damas de buenas costumbres no iban a Radcliffe a menos que vivieran cerca de Cambridge. Pero probablemente en los tiempos modernos cualquier chica que pudiera iba a lo que había llegado a conocerse como Colegios Universitarios de Harvard y Radcliffe, y si Leighton era una Fansler, Harvard y Radcliffe aceptarían su solicitud con una visión tolerante, por no decir previsora.

—Confío en que tengas dinero para pagar —dijo Leighton cuando llegaron al One Potato etcétera, donde Kate dudaba mucho de que supieran preparar un martini, para lo cual, en cualquier caso, era demasiado temprano—, porque yo no tengo un céntimo. Perdona que te lo diga tan a las claras, pero me ha parecido mejor que lo sepas antes de montar una escenita cuando llegue la hora de pagar.

—¿Y con qué pensabas pagar en la Coop? —preguntó Kate de una manera que le pareció dignamente seria. Esta aventura en la que se había metido ya era bastante complicada sin su sobrina. Seguro que la chica ya tenía que haberse graduado. Sí, recordó con toda claridad que le había hecho el regalo hacía más de cuatro años. Tal vez, concluyó con tristeza, era que el tiempo parecía más lejano a medida que uno se va haciendo viejo.

—Ah, bueno, nadie utiliza dinero en la Coop —dijo Leighton, como si Kate hubiera mencionado algo tan antiguo como el intercambio de mercancías—. Un sombrero, por favor —pidió a la camarera de turno mientras se echaba hacia atrás la capa que quedó arrastrando en el suelo ante la mirada de Kate. La camarera, al apartarse ligeramente a un lado, la pisó, pero ninguna de ellas se dio cuenta—. Y un martini muy seco, ¿no?

—Sí, por favor —Kate se sentía demasiado incómoda como para pedir una marca de ginebra—. ¿Qué es un sombrero? —preguntó cuando se fue la camarera—. La verdad es que hago la pregunta a pesar de que mi instinto me dice que no lo haga.

Kahlúa con leche. Está buenísimo, y es muy nutritivo. No he desayunado.

—Y, naturalmente, nunca comes a mediodía.

—Naturalmente. Hago régimen hasta las seis, cuando vencida por la autosatisfacción de haberlo conseguido y el hambre, empiezo a comer sin parar hasta las cuatro de la mañana. Es desmoralizante. Tía Kate —siempre pienso en ti como Tía Kate, aunque intentaré no llamártelo; espero que no te moleste—, ¿por qué no nací yo delgada, alta y refinada como tú? En serio, los genes son muy perversos a veces.

—Yo no soy refinada.

—Bueno, ahora eres más temperamental e irritable, desde luego, pero generalmente eres fría, elegante, intelectual y mi absoluto y único modelo a imitar. Se lo digo a todo el mundo. Quiero ser Profesora de Inglés en la universidad y leer poesía tan bien como tú. Bueno, probablemente seré actriz, pero solo porque ya no hay trabajo para los profesores de inglés. Sigues siendo mi modelo.

La llegada de las bebidas (el martini sorprendentemente bueno) afortunadamente evitó la respuesta de Kate a este bombardeo. Encendió un cigarrillo. El efecto combinado del tabaco y la ginebra la animaron a representar mejor su papel de tía.

—¿En qué curso estás? —preguntó.

—En el último —contestó Leighton—. Me descolgué un par de años para actuar y esas cosas, por eso debería haberme licenciado ya hace dos años. Me estoy especializando en Griego, vivo en South House. Creo que la educación de Harvard es asquerosa, pero espero que el título me ayude a encontrar trabajo, y paso la mayor parte del tiempo por el Teatro Loeb; te lo digo para evitar que me hagas las preguntas típicas. No pienses que soy una grosera, pero preferiría hablar de cosas más importantes. ¿No crees que este intercambio de datos de nuestra vida es un poco hipócrita y aburrido? Si no es así, pregunta lo que quieras.

Kate era de la misma opinión, aunque en ese momento ninguna pregunta sobre Harvard era hipócrita o aburrida, como Leighton imaginaba. Sin embargo, se sintió contenta al comprobar que su memoria no había distorsionado su percepción del tiempo, y que su sobrina no se había licenciado en Harvard sin que ella se enterara, aunque, lamentándolo mucho, había suspendido un par de cursos.

—¿Por qué Griego? —preguntó.

—Bueno, aprendí griego en el Theban. Es una de esas asignaturas que puedes aprobar estudiando todo de memoria cuarenta y ocho horas antes del examen. De esa forma, paso de curso y me concentro en lo que me gusta, que es ser actriz y escribir obras de teatro. Ahora estoy escribiendo una; estoy haciendo el famoso curso de Harvard para autores dramáticos.

—¿Famoso porque algunos de sus alumnos llegaron a ser después escritores importantes?

—En mi opinión, famoso por su profesor. Es el hombre más encantador, sencillo, amable y más anti-Harvard que he visto en mi vida. Nos conocimos en Warren House, donde se agarró la tajada esa profesora. ¡Kate! ¿Es por eso por lo que estás aquí?

—Supongo que todo el mundo se ha enterado ya de eso —dijo Kate.

—En realidad, si te interesa, eso la ha convertido en una persona más simpática. Es de ese tipo de personas que te revienta. Estirada como si llevara una estaca metida en el culo…

—Algo que no somos nosotras.

—Lo siento. Sigo olvidando que debería tratarte con más respeto.

—No es respeto, en todo caso decoro. No, tampoco decoro es la palabra. Inglés clásico, variedad Theban, el que enseñan en Theban para hablar en público —explicó Kate refiriéndose al colegio al que ambas habían asistido, cada una en su momento—. La referencia que has hecho a la Profesora Mandelbaum, significa, por lo que veo, que no es muy amable.

—Tú lo expresas mejor. ¿Puedo tomarme otro sombrero? Tengo ensayo dentro de diez minutos. Bueno, la verdad es que ya voy tarde, pero no entro hasta la segunda escena. Hedda Gabler. Mira, ahora que lo pienso, así es la Profesora Mandelbaum —Hedda, asustada—, aterrorizada por no ser convencional, pero rabiando por dentro. Por lo menos, Hedda no se hubiera quemado en Harvard. ¿No crees que sé por dónde van los tiros?

Leighton había captado la mirada de la camarera y la indicó el vaso para que le llevara otro sombrero.

—Creo que sé lo que quieres decir —contestó Kate—. Una posición bastante habitual en las mujeres de hoy día. Aborrecen a las mujeres corrientes, pero temen verse privadas de las propiedades adjudicadas al sexo femenino. Creo que es un comentario bastante perspicaz.

—¿Utilizas siempre expresiones como «verse privadas»?

—De vez en cuando. Cielos, mira qué hora es. Voy a llegar tarde a la cita que tenía a las cinco, y con una buena tajada, como te gusta decir a ti.

Leighton, captando la indirecta, se bebió de un trago el segundo sombrero y se puso en pie al instante, todo a la vez.

—Kate, lo he pasado estupendamente. Creo que eres maravillosa. Y no te preocupes, que no pienso espiarte. Pero si se empieza a hablar de ti, se sabrá que llevas mi apellido, o yo el tuyo, y entonces tendrás solo dos opciones: reconocerme o repudiarme. Espero que la decisión no te impida dormir. Muchas gracias por la invitación.

Y se marchó, poniéndose la capucha y dejando a Kate preguntándose si el talento dramático sería otra vez confinado al escenario. Aun así, tuvo que admitir, mientras daba un pequeño sorbo al segundo martini, que la sobrina Fansler había resultado ser mucho mejor de lo que esperaba. Incluso podía serle de utilidad. Los genes Fansler, concluyó, pensando en su sobrino favorito, estaban mejorando en la segunda generación; y mientras pagaba la cuenta y recordaba la misión que la había llevado a Harvard, pensó también que los genes problemáticos habían aparecido en el único miembro femenino de la familia, ella misma.

—Dios mío —dijo Sylvia al saludar a Kate en el bar del Club de Profesores—, no es posible que hayas empezado tan pronto. Solo son las cinco. ¿Qué tal tu habitación?

—Prefiero no hablar del tema —dijo Kate dejándose caer en la silla—. Tan solo diré que cuanto antes salga de allí, antes podré tener una visión objetiva de Harvard. En realidad, salí de mi habitación al mediodía y me encontré con una sobrina. Un injerto de Hedda Gabler y Griego envuelta en una capa flotante. ¿Crees que me servirán un vaso de soda?

—Alégrate, querida —dijo Sylvia, haciendo una seña al camarero para que trajera la soda—. George se va mañana de madrugada. Ahora que lo pienso, siempre sale de viaje al amanecer. Es una de sus características más encantadoras. Así que puedes venir conmigo; habitación y baño propio, los mejores servicios modernos. Otra cosa, Janet Mandelbaum cenará contigo mañana en Ferdinand’s. Cree que va a cenar con nosotras dos, pero ya me inventaré alguna excusa a última hora. De todas formas, reservaré una mesa para las dos. Y la tercera noticia, el Instituto está preparado para darte la bienvenida pasado mañana. Hasta entonces, puedes pasar el tiempo explorando Warren House.

—Ya he explorado Warren House. ¿Qué Colegio me han asignado?

—Dunster. Queda un poco lejos, pero es muy musical. Pensé que te gustarían los conciertos.

—¿Por qué razón cree Dunster House que estoy aquí?

—Dunster no piensa nada. Simplemente absorbe lo que venga, como una aspiradora. Los directores creen que trabajas aquí en el Instituto, y es verdad. Normalmente a los Colegas del Instituto les asignan un Colegio.

—¿Por qué hablas de los directores?

—La liberación de las mujeres, querida, un movimiento por la igualdad de derechos. Naturalmente, las directoras son las esposas de los directores, y al igual que las mujeres de los clérigos y los políticos, trabajaban dos veces más que sus maridos, quienes siempre tenían cosas más importantes que hacer, pero nadie reconocía su mérito, aparte de no recibir un céntimo por su trabajo. Ahora a los cónyuges se los considera codirectores y algunas veces, aunque pocas, la mujer es la Profesora Directora. A propósito, tengo tu carnet de profesora —Sylvia sacó una tarjeta de plástico con la que Kate podía entrar en todas partes, desde las bibliotecas hasta las canchas de squash.

—Sylvia, lo arreglas todo de una forma tan impresionante que me asustas. O, como diría Leighton…

—¿Quién es Leighton?

—Mi sobrina.

—Kate, esto puede ser lo más grande que hagas en tu vida por el sexo femenino, por la educación de las mujeres, por Janet Mandelbaum, y para apretar las tuercas a Harvard —si lo dijera Leighton.

Más tarde, cuando ella y Sylvia subían las escaleras del primer piso, el joven recepcionista la llamó.

—¿Profesora Fansler?

—¿Sí?

—Han dejado esto para usted. Siento tener que dárselo.

«Esto» era un ramo de claveles blancos con motas rojas en el centro, con un aspecto y aroma deliciosos. Junto a ellos había una tarjeta. Kate la leyó mientras el joven y Sylvia esperaban. De tu sobrina agradecida. Buena suerte. Y ojalá no acabes en ninguna bañera.

—Al parecer, tampoco se necesita dinero para comprar flores —dijo Kate a media voz.

Después de despedir a Sylvia, se dirigió al ascensor pensando lo bien que quedarían las flores en esa horrible habitación. Flores y una nuez, pensó. No estaba mal, teniendo en cuenta que aquello era Harvard.