Capítulo 2
Tenéis tanto miedo a perder vuestro sentido de la moral que estáis dispuestos a mantenerlo aún en medio de un lodazal.
Gertrude Stein
—Por supuesto que es gay —añadió Mark Evergreen cuando el camarero les llenó los vasos de agua y les dejó a solas con su almuerzo en el Club de Profesores—. Pero ya lo sabes.
—Eso he oído —dijo Kate—. Vivaz, simpático, y dado a llevar colores alegres; lleno de vida y actividad.
—Vamos —dijo Mark—, no debería haberlo dicho tan a las claras. Estás ofendida.
—Solo por la palabra. Lamento las palabras. Clarissa Dalloway pensaba de Peter Walsh: «Si me hubiera casado con él, habría disfrutado de esta alegría todo el día». ¿Podría alguien escribir esa frase ahora? Evocaría ese tipo de risita que hace pensar en aquellas ocasiones de mi niñez cuando uno inocentemente mencionaba a las hadas. Tal vez, si alegre viene a significar homosexual, recuperaremos a las hadas para describir a los diminutos animalillos que viven en la tierra de mi jardín o en cualquier otro lugar.
—¿No tienes nada en contra de los homosexuales como tales?
—«Como tales». En serio, Mark, ¡qué frase! Dejando aparte el lenguaje, me alegro de los cambios de los setenta. Las décadas impares de nuestro siglo parece que han sido horrorosas, ¿no lo has notado? Los treinta, los cincuenta, los setenta. Llenos de depresiones, cazas de brujas y corrupción en las altas esferas. Aun así, hubo muchas renovaciones en los setenta, incluyendo más sinceridad y comprensión hacia los homosexuales. Un amigo mío encantador, marica en todo el maravilloso sentido de esa palabra, me confió, siguiendo el sentido del humor de los tiempos, que él había salido del armario. Ahora bien, esa es una frase que no apela injustificadamente al lenguaje —de hecho, como frase, es etimológicamente bastante acertada. La cuestión es que era tan encantador, tan agradable, tan digno de confianza y tan culto dentro del armario como fuera de él, y descubrí que apenas había cambiado en nada, excepto que había usurpado esa deliciosa palabra, gay. Yo no podía ir por ahí diciendo que era el hombre más gay que conocía, lo cual era la pura verdad, y también un gran cumplido, por cierto.
—Kate, ¿te pasa algo? Sé que eres dada a las disquisiciones improvisadas, pero pareces un poco más frívola que de costumbre. ¿Qué más puedo decirte de Clarkville? Supongo que conoces su trabajo tan bien como yo.
—Justamente, tú le conoces mejor que yo, y me preguntaba…
—Has oído los rumores sobre lo de Janet Mandelbaum en la bañera. Tenía que haberlo imaginado.
—No lo he oído exactamente; me lo han contado, ya que conoces tan bien a Clarkville, ¿sabes lo que ocurrió?
—Estaba borracha y empapada. Clarkville más o menos sugirió que la presión había sido excesiva para ella. Yo creería que el hecho de ser la primera mujer profesora en el Departamento de Inglés de Harvard sería mucho para Afrodita, pero no para Janet Mandelbaum. Al parecer, se tomó una copa de más y decidió darse un baño para refrescarse, pero se desmayó.
—¿Has oído si hay alguien más involucrado en el asunto?
—Sí, una mujer de por allí. Parece que acudió en su ayuda, nadie sabe por qué. Janet afirma no haberla visto jamás, y la otra también. Por lo que sé, las dos niegan enfáticamente que se conocieran, incluso con insultos. ¿Te preocupa todo esto?
—Mark, ¿recuerdas cómo era Janet Mandelbaum?
—Cómo no. Belleza e inteligencia. Y casi tan convencional y poco imaginativa como John Livingstone Lowes, que se dedicó a contar todas las palabras que había leído Coleridge.
—También era de Harvard.
—Naturalmente. Recordarás que, según ella, aplicar el criticismo moderno a Donne y Herbert es tan aceptable como considerar a Shakespeare uno de nuestros contemporáneos. Coleccionaba libros de himnos contemporáneos, es decir, de la época de Donne y Herbert. Yo pensaba que era la mujer más aburrida que había conocido, y así hubiera sido de no ser por su increíble atractivo.
Levantó los ojos y miró a Kate.
—No era muy amable —dijo ella—. Al menos, no lo parecía.
—No, no mucho. Aunque los estudiantes del siglo XVII, cuyo trabajo ella tiraba por tierra, babeaban al verla. Todos suspirábamos por ti, desde luego, pero…
—Mark. Parece ser que ha preguntado por mí. No directamente, ya sabes, pero de algún modo tiene relación con todo esto de Harvard. ¿Te parece que puede ser verdad? ¿Crees que este lío puede ser serio?
—La segunda pregunta primero. Si me interesasen las mujeres de Harvard, pensaría que es serio de verdad. Y eso es lo que creo. Si fuera como la mayoría de nuestros colegas masculinos, lo encontraría risible. Me reiría. Y ahora la primera pregunta: ¿Es verdad que Janet quiere verte y ha preguntado por ti, indirectamente, desde luego? Janet no fue nunca una persona directa. ¿Quién más hay en todo esto, Kate? Las mujeres de tu edad, de nuestra edad, que son profesoras en prestigiosas universidades y que saben cómo funciona el sistema, no están precisamente muy unidas. Si, además, una de esas mujeres estudió la carrera contigo, soportó contigo las aburridas sesiones masculinas y coincidió contigo en el aseo durante los descansos, sí, incluso Janet podría pensar en ella. Tú.
—Mark, si Harvard te pidiera que ingresaras en su departamento, ¿irías?
—Como una bala.
—¿Por qué?
—Odio Nueva York. Si pudiera ejercer la docencia en Harvard, podría vivir en el campo y tener una barca.
—A mí me encanta Nueva York. No puedo imaginar pasarme toda la vida en los alrededores de Harvard Square, donde todo el mundo es tan agresivamente joven.
—Sin embargo, tal vez consideres la idea de ir a hacer una visita. Creo que han quitado esa estación de metro que había en medio de la plaza. Ya sabes, esa que salió en los periódicos cuando el Presidente Lowell se opuso a ella. «El Presidente lucha contra las obras en Harvard Square», creo que así se llamaba el polémico titular. No es bueno intentar ocultar la risa; sé que lo encuentras gracioso.
Ciertos acontecimientos, como escribiría más tarde Kate a Reed en su carta, están predestinados a ocurrir; al parecer hay muchas causas en acción que conspiran para producirlos. Una de estas causas, una mujer madura e ingeniosa, esperaba a Kate esa noche en un restaurante. Como ella mismo dijo, estaba de paso y venía de Washington. Kate no se atrevió a preguntar «¿en dirección a dónde?», pero no tenía intención de quedarse sin saberlo.
—Voy a Harvard, he pedido una excedencia en el trabajo. Aunque no lo creas, voy como asesora del Departamento de Gobierno, o del Kennedy Center, o de ambos. De todo un poco, a matar varios pájaros de un tiro: Harvard cuenta con una asesora en asuntos prácticos y con una mujer que figure en sus estadísticas sin tener que sentirse obligados hacia ella. Yo, a cambio, vivo una nueva experiencia y tengo la oportunidad de ver qué demonios pasa por ahí, aunque no es difícil de adivinar. Así George tiene tiempo para descubrir si lo que quiere realmente es navegar, escribir una novela, o acostarse con la secretaria de alguien, y mi subordinada de Washington aprovecha la ocasión para abusar un poco del poder. ¿Qué más se puede pedir?
—¿Y George está de acuerdo?
—Kate, querida, entre nous, me importa un comino. Sé a cuantas mujeres podría confesar que eso lo entendería hasta un tonto utilizando la mitad de su capacidad, pero el hecho es que, bueno, me importa, desde luego, esa no es forma de decirlo, pero ya no me quedo sentada a esperar. Es la visión más clara que jamás he tenido del papel masculino. Quiero a George, respondo a todas sus peticiones, discusiones y emergencias, pero él ya no es todo en mi vida. Quería tener una ocasión para salir de la rutina, de la competencia feroz, de vivir de acuerdo al ritmo de la naturaleza, ya sabes, así que ahora tiene la oportunidad de hacerlo. Si descubre que el ritmo de la naturaleza no es lo suyo, pues muy bien, ¿no te parece? Tengo un apartamento lo suficientemente grande en Cambridge para que venga a visitarme cuando quiera, y reconozco que lo que venga después es problema suyo. Ahora puedes largarte del restaurante y buscar unas amigas más femeninas, las encontrarás hundidas en la culpa. Pero espera a tomarte la pasta, es exquisita.
—¿Has notado que últimamente hay una tendencia a tener siempre las conversaciones en los restaurantes? Creo que es una nueva forma de comunión, pan, vino y una mesa. Cuando Reed está en casa, de vez en cuando charlamos sin necesidad de consumir nada. Naturalmente, también hablo con los estudiantes y a veces incluso con mis colegas desde el otro lado del escritorio. Pero la mayor parte de las veces los amigos comparten las calorías y el estado de ánimo simultáneamente.
—¿Y qué tal te va sin Reed? Piensa lo sincera que he sido yo con respecto a George.
—Sylvia, no querrás que empiece a relatarte mis inquietudes maritales para tu deleite. Reed siempre ha sabido que yo necesitaba pasar temporadas sin él. Y yo siempre supe que nunca me aburriría estando con él. Es un macho en cuya extraña composición se omitió la pomposidad. Aunque le echo de menos, no suspiro cuando estamos separados, ni anhelo la soledad cuando estamos juntos. Mayor tributo no se puede rendir a una mujer.
—Soledad en el matrimonio. Qué divertido. A medida que he cumplido años, me he ido dando cuenta de los mitos del matrimonio americano. Mi preferido en este momento es el mito de tener que compartir el dormitorio. Sáltate eso y perderás tu matrimonio, todo excepto los escabrosos requisitos legales. Unos amigos míos de Washington —jugamos juntos al tenis, y ella está empezando a despertar su deseo de independencia— llegaron a la conclusión de que llevaban años incordiándose el uno al otro en las horas de descanso. Él ronca y ella se levanta varias veces durante la noche, una costumbre que intentó quitarse no tomando líquidos después de las ocho de la tarde. Pues bien, en uno de esos momentos mágicos de iluminación se les ocurrió la brillante idea de que, puesto que disponían de un montón de dormitorios en la casa, ¿por qué no dormir separados? Pensarás que es una locura tan grande como tatuarse o llevar armas a Cuba. ¿Qué pensará la gente? Ese era el tema, y finalmente lo resolvieron poniendo un gran cartel en la puerta de uno de los dormitorios: Jodemos Aquí.
—Te he echado de menos, Sylvia.
—Pues claro. ¿Por qué no cambias esa institución machista en la que trabajas por una más machista aún junto al río Charles? Puedes venirte a mi apartamento, cuando no esté George, claro.
—¿Y qué hago cuando él esté allí?
—Te coges una habitación en cualquier residencia y te buscas la compañía de los estudiantes y te tomas un jerez con los Colegas mientras yo retozo con mi marido.
—No hemos hablado de lo que haría en Harvard, eso sin preguntar cómo consigo que me den una habitación en una residencia.
—Soy una mujer influyente, ¿no lo sabías? Conozco a los Kennedy y a gente que conoce a los Kennedy, y cuando yo hablo, la gente escucha.
—Muy bien, te escucho, pero permíteme recordarte que aún no ha acabado este semestre y que tengo que dar clases en el siguiente. Tengo un contrato, corto, como ya han notado algunos de mis colegas.
—Tonterías. Pides una excedencia sin sueldo. Estarán encantados; piensa en el dinero que se van a ahorrar, la mitad de tu salario anual. Si alguno de tus cursos es absolutamente imprescindible, contratarán a algún genio en paro para que los dé por la quinta parte de tu sueldo. Ya lo he arreglado, Kate. Eres rica, gracias a Dios. Vete a ese Instituto que tienen allí para mujeres licenciadas que se están especializando, quédate en mi casa y ayuda a Janet Mandelbaum.
—Bueno, por fin hemos llegado al asunto de Janet Mandelbaum. Qué coincidencia.
—No es una coincidencia; una concatenación de causas, tal vez.
—Antes de que expliques eso, contéstame a unas preguntas, si no tienes inconveniente. ¿Por qué piensas que me va a aceptar ese Instituto para mujeres licenciadas? Seguramente ya tienen el cupo más que cubierto.
—Siempre hay sitio para una más, siempre y cuando lo pida la persona adecuada, claro. En realidad, no pueden dar tantas plazas como quisieran, pero si vienes, como dicen los ingleses, con el honor pero sin los emolumentos, te encontrarán un estudio, te darán un casillero, te llamarán Colega, y te pedirán que des alguna conferencia sobre el tema que estás investigando. ¿Qué te parece? El Instituto no será un problema, ya verás. Lo de quedarte en una residencia será un poco más complicado. Tendrás que jurar que asistirás a todos los almuerzos de Colegas, precedidos de jerez y seguidos de una indigestión espiritual, pero seguro que lo harás por el bien del sexo femenino.
—Sylvia, ¿qué es lo que hago por el bien del sexo femenino?
—Salvar a Janet, desde luego, y defender la causa de las mujeres profesoras en Harvard. Le están tendiendo una trampa, estoy segura.
—¿Una trampa?
—Eso es lo que he dicho. Si no estás de acuerdo, averígualo por ti misma. Entre nosotras, querida, cuando al patriarcado le preocupa algo, entra en acción, con su dinero y con todo el dinero que pueda comprar. ¿No sabías que la Iglesia Mormona dio quince millones de dólares en un año para derogar la Enmienda de la Igualdad de Derechos?
—¡Sylvia, te estás convirtiendo en una de esas horribles defensoras feministas! —exclamó Kate disimulando su espanto.
—Pues claro que sí. Ahora como sostenes; mi preferido es el 34B, rosa, más bien provocativo. Y me comeré uno pronto si no viene el camarero. ¿Quieres que nos lo tomemos con vino tinto o blanco?
El camarero, quizás para evitarlo, apareció deshecho en atenciones, y durante la cena hablaron de muchas cosas informales. Fue al acabar el café irlandés cuando Sylvia, sin mucha dificultad, convenció a Kate de que la complaciera, y esta volvió al tema de su posible visita a Harvard.
—Sylvia, puede o no puede que vaya a Harvard, pero ni siquiera voy a enviar una tarjeta a Janet, a menos que me digas por qué crees que le están tendiendo una trampa. En realidad, dime, ¿por qué piensas que todo esto es tan importante?
—¿Qué sabes de esas nuevas plazas para las mujeres en Harvard?
—Bastante poco; en realidad, nada.
—Sabrás que no es la primera vez que se hace ese honor a una mujer. Hace cosa de treinta años se fundó en Harvard la Cátedra Zemurray-Stone. Hasta ahora la han ocupado tres personas desde 1948[2]. Probablemente la cátedra ha sido un éxito, tal como está la cosa con las cátedras, pero parece que no ha hecho gran cosa por las mujeres. La primera titular fue una escocesa. Naturalmente, Harvard no podía encontrar una americana cualificada, y al menos, ya que tenían que contar con una mujer, podían asegurarse de que viniera de fuera. Todos los informes señalan que esta mujer, Helen Cam, historiadora, era una joya, y en el comité que la eligió había una mujer, lo cual era bastante mejor que el comité que eligió a la pobre Janet. El caso es que Helen Cam no solo era una gran erudita y buena amiga, sino que en general era buena persona y pronto consiguió el permiso para asistir a los Maitines de Harvard, aunque era la primera mujer que lo hacía desde que estos fueron instituidos en 1638.
—¿Fue la primera mujer profesora de Harvard?
—No. Creo que a las mujeres se las llamó siempre lectoras incluso cuando sabían más que todos los que estaban a su alrededor, como ocurrió en Astronomía con la Dra. Alice Hamilton, solo que a esta la hicieron Profesora Adjunta en la Facultad de Medicina. Creo que no tuvieron elección, ya que era ella quien había inventado el campo de la medicina industrial. Bueno, el caso es que si no fue la inventora, fue su practicante más destacada, y nadie en Harvard podía negarlo. Pero todos los años recibía una invitación a la Fiesta de Fin de Curso con una postdata escrita a mano: «No está permitido que las damas marchen en el desfile de profesores». Creo que ella también estaba de acuerdo en no hacer uso de sus derechos para sacar las entradas de los partidos de fútbol. A propósito, Alice Hamilton vivió hasta los 95 y se opuso públicamente a la guerra de Vietnam, pero volvamos a la cuestión. Cuando una empieza a hablar de las mujeres de Harvard, en seguida pierde el hilo. ¿Dónde estaba?
—Helen Cam, escocesa.
—Ah, sí. Después de que Cam se jubiló, su silla fue ocupada por Cora Du Bois, una antropóloga famosa por sus investigaciones sobre los pobladores de Alor, una isla de las Antillas Holandesas. Cuando se jubiló se eligió a su actual ocupante; no es mucho mayor que tú y que yo. Su campo es Clásicas, y acaba de publicar un libro muy elogiado sobre el arte griego, creo. Una erudita de primera categoría.
—¿Pero está interesada en la causa de las mujeres como tales? Es una nueva frase que me he apropiado: como tales.
—Tanto si lo está, como si no, una sola plaza para una mujer no puede cumplir con el propósito final de la Zemurray-Stone: más atención para las mujeres profesoras en Harvard. De todas formas, alguien —ese es el secreto mejor guardado en los últimos años— ha hecho una donación a la plaza de esta mujer y amenaza con dotar a otras. Digo amenaza porque creo que es así como lo ven algunas personas.
—¿Crees que alguien se ha propuesto sabotearlo?
—Sí, pero como yo siempre me he burlado de las teorías de conspiración, me resistiré a la tentación de desarrollar una. Digamos que no se trata de una conspiración, sino que es simplemente un lunático. Sigo pensando que Janet Mandelbaum necesita ayuda. Y ha preguntado por ti.
—Eso dicen todos. La última vez que la vi, hace años, no teníamos muchas cosas de que hablar.
—Sospecho que tal vez ahora tengáis más cosas que contaros, Kate. Piénsalo, está tan sola. Una vez que el club masculino se niega a apoyar a sus especiales miembros femeninos, ¿dónde crees que puede acudir? Harvard no le ofrece ningún apoyo. Por lo que he oído, ni siquiera recibe cordialmente a los profesores nuevos o invitados de su mismo sexo. Janet no quiere el apoyo de las feministas, y tampoco puede esperarlo. Debe sentirse acorralada.
—¿Y por eso vuelve a sus compañeras del pasado, incluso de un pasado vivido en un mundo diferente?
—Creo que sí. Tú al menos podrás comprenderla. Y por supuesto está molesta porque la relacionan con las mujeres de esa comuna. No me digas que eso no es un complot.
—He conocido a una de las mujeres de esa comuna, ¿lo sabías? El modelo perfecto de feminista, con su bullterrier y todo. Hicieron el viaje hasta Nueva York para invitarme.
—¿Qué pensaste de ella? De la mujer, me refiero.
—Me dijo que era una hermana, y me temo que me cayó bien.
—¿Por qué te lo temes?
—Porque están deseando utilizarme. Si viene la revolución seré la primera en acudir.
—Creo que tendremos que esperar un poco. Mientras tanto involucrar a las hermanas es el mayor error que han cometido quienesquiera que sean.
—¿Error?
—Querida Kate, utiliza la cabeza. No había razón para que esas mujeres, que viven al margen de las instituciones en una comuna, acudieran en ayuda de cualquier mujer normal. Las mujeres normales trabajan con el opresor, se identifican con los valores masculinos, y tienen preferencia por los amantes masculinos.
—Sylvia, ¿es inevitable que entre en esto la vida sexual de una persona?
—Inevitable. La cuestión, sin embargo, es que ellos pensaron que podían desacreditar a Janet relacionándola con una comuna feminista de Cambridge. Tal vez para añadir otra sospecha a su deteriorada reputación. Pero cometieron una estupidez. Unieron dos grupos que, de otra forma, jamás habrían tenido nada que ver el uno con el otro: el identificado con lo masculino y el identificado con lo femenino.
—Bueno, me niego en rotundo a identificarme con cualquiera de ellos —dijo Kate.
—Lo sé, querida, por eso te necesitamos. Pero no olvides que vives con un hombre, trabajas con hombres, apoyas las instituciones patriarcales.
Kate levantó una copa de brandy que habían puesto ante ella.
—¿No fue una institución patriarcal la que inventó el brandy?
—Las mujeres que llevan la cafetería de Cambridge probablemente te dirán que lo inventaron las mujeres, que eran las que se ocupaban de las viñas y las uvas, y que los hombres usurparon tanto la fama como el licor. Es posible que tengan razón, pero que nadie te oiga decirlo.
—Creo que me gusta más Joan Theresa que Janet Mandelbaum.
—Ese, querida, es uno de los problemas. Y no se te ocurra nunca decirlo mientras tomas jerez en cualquier residencia de Harvard en la que acabes viviendo.
—¿Cómo me pongo en contacto con tu instituto de mujeres de Radcliffe, suponiendo que siga adelante con este ridículo plan?
—Yo lo arreglaré todo. Deja eso en manos de Sylvia. ¿No es a ella a la que obedecen todos los galanes? Te enviaré un buen paquete con toda la información de las mujeres de Harvard. Es una colección especialmente deprimente. Primero, Harvard nunca pensó que hubiera ningún problema. Luego, cuando cien años después vieron que había uno, organizaron una comisión y redactaron un informe sobre el tema. Un informe bastante bueno. Y luego no ocurrió nada. Al menos, nada importante.
—¿Y qué hay de Radcliffe? ¿No puedes obtener ayuda allí?
—Querida, Radcliffe surgió por casualidad, y nunca se le ha considerado más que como una conveniencia para Harvard. Una mujer que creció en Cambridge acaba de escribir un libro sobre su juventud. Dice que el experimento de Radcliffe College, que originalmente se llamó Anexo de Harvard, naturalmente, «fue un intento por parte de unas cuantas damas que estaban bastantes desorganizadas, de forma que si fracasaba, Harvard no se haría responsable, y si el éxito coronaba el intento, Harvard se llevaría la gloria». Eso resume las relaciones Harvard-Radcliffe. Las «damas» siguen estando bastante desorganizadas.
—¿Sabes por qué tal vez vaya a Cambridge, a pesar de mi odio por Harvard Square? —preguntó Kate—. Porque será un castigo horroroso y delicioso para mis hermanos, que piensan que las mujeres no deberían ni acercarse a la Biblioteca Widener. Pensándolo bien, tengo una sobrina que debe de haberse licenciado hace poco en Radcliffe. Bueno, estoy deseando volver a ver a Yocasta.
—¡Cuidado, Janet Mandelbaum! La unidad de rescate va en camino.