Capítulo 4

A menudo las mujeres que han sido ultrajadas por un amigo o conocido no se atreven a pedir ayuda. Pero deberían hacerlo.

Departamento de Sanidad de la Universidad

La noche siguiente en Ferdinand’s, Kate tomaba un martini más pequeño y también más fino con ginebra Beefeater, y miraba a Janet Mandelbaum por primera vez desde hacía por lo menos diez años. Estaban charlando. Bueno, claro, charlar era lo que hacían las personas cuando se veían después de mucho tiempo de haberse separado por tener visiones divergentes sobre la vida. De hecho, Kate se sorprendió al notar que en realidad nunca le había gustado Janet lo más mínimo, y probablemente a Janet tampoco le gustaba ella. Sin embargo, Kate había admirado de verdad la erudición de Janet, eso era lo que se decía a sí misma, mientras que Janet, con esa actitud natural de superioridad propia de las personas dedicadas a los primeros siglos de la literatura inglesa, consideraba que los logros de Kate eran casi frívolos. Las novelas se leían, no se estudiaban, y menos aún en serio. Y Janet no era otra cosa más que una persona seria, aparte de hermosa. Su seriedad se había conservado intacta, su belleza quizás se había transformado en un buen aspecto, bien conservado y tal vez algo remilgado. Kate empezó a preguntarse si había algo que decir, aparte de mantener una charla banal.

Seguramente, si la hubiera considerado su amiga podría habérsele ocurrido algún comentario sobre la soledad de Janet. Quizás hay una época en la juventud en que el compañerismo, por muy superficial o circunstancial que sea, crea unos lazos de afecto y confianza más profundos que los que se dan en posteriores encuentros a lo largo de la vida. Aun así, jamás hubiera pensado Kate en recurrir a Janet, o tal vez fuera más honesto decir que Kate en ese instante no podía concebir ninguna circunstancia en que el apoyo de Janet, en caso de que se lo ofreciera, pudiera serle útil.

Janet esperó a que Kate leyera el menú; en realidad parecía bastante reacia a sacar su tema a colación, y mencionó la ausencia de Sylvia para hablar de algo.

—Supongo que ha pensado que debíamos vernos a solas —dijo—. Lo siento por ti. En estos momentos no resulto ser una compañía agradable.

—Sé de algunos que creerían que estás en la cima del mundo. Al fin y al cabo, es un logro llegar a ser profesora en Harvard, ¿no crees? Has llegado a lo más alto, al menos así se ve en el mercado académico.

—Eso creía yo al principio. Pero todas las mujeres —estudiantes, profesoras adjuntas, administradoras— parecen pensar que yo debería adherirme a algún movimiento feminista: estudios para las mujeres, los problemas de las mujeres en Harvard, incorporación de las mujeres a los programas para licenciados, a Radcliffe; como si hubiera un solo sexo en el universo. ¿Por qué tienen que interesarme más las mujeres que los hombres? A mí solo me interesan los buenos estudiosos del siglo XVII, me da igual su sexo, es lo de menos. Los cangrejos de esta zona son muy buenos, tienen la concha blanda. Congelados pero buenos. Los he probado.

—Janet, al venir a Harvard debiste imaginar que el hecho de ser mujer no sería irrelevante. A pesar de tu excelente currículum, y el de otras mujeres en el pasado, nunca antes se había contratado a una mujer en Harvard.

—He hecho algunas indagaciones sobre las becas Zemurray-Stone. ¿Sabes de qué hablo? —Kate asintió—. Nadie esperaba que esas mujeres hicieran otra cosa más que su trabajo; las contrataban para ser lo que eran, historiadoras, antropólogas, etcétera…

—Esos eran otros tiempos.

Janet partió un trozo de pan.

No pienso generalizar los sexos diciendo «persona a cargo de». Me resulta un término repelente. No voy a destrozar cada frase diciendo él/ella, le/la, ni esas tonterías. Sinceramente, pienso que las mujeres que tengan capacidad y estén dispuestas a pagar el precio, pueden hacerlo igual de bien que los hombres. Yo lo he conseguido. Y tú también.

Bien, acababa de decirlo. Necesitaba, sentía una urgencia desesperada por creer que los tiempos no tenían nada que ver. Ella había sido elegida por sus propios méritos, y sencillamente porque se habían fijado antes en ella. Kate quería hablar, pero sentía el oscuro problema que tenía esta mujer y sabía que la amabilidad residía en el lenguaje. Pero, mientras ella buscaba un tópico neutral, Janet, con un nudo en la garganta, empezó a llorar y era evidente que no podía evitarlo. Se tapó la cara con la servilleta y las lágrimas empezaron a caer en el paté. Kate hizo una seña al camarero, le dio su tarjeta de crédito, le explicó que su amiga se había indispuesto de repente, y en breves instantes se encontró caminando con Janet Mandelbaum por la calle Mount Auburn. Era una noche fría. Janet se sonaba la nariz con la servilleta que se había llevado de Ferdinand’s. El hecho de preguntarse si Janet se acordaría de devolver la servilleta era un síntoma de la rapidez con que Kate había virado entre dos mundos. «Tú eres de otro planeta», le había dicho una vez una joven feminista. «Quiero decir que parece que vives fuera de este mundo». Mundo en el cual se devuelven las servilletas prestadas, pensó Kate. «Necesito beber algo».

Cuando Kate volvió con Janet al apartamento que compartía con Sylvia (quien parecía haber salido a toda prisa) en la calle de Mount Auburn, resultó más fácil encontrar algo de beber que lograr que Janet se tranquilizara. Mientras esta dejaba de llorar poco a poco, Kate fue a buscar algo de comida y volvió con queso y unas galletas saladas. No sabía si Janet querría comer, pero lo cierto es que tenía gran fe en el efecto combinado del alcohol filtrado con la comida. En cualquier caso, ella tenía hambre.

Evidentemente iba a ser una larga noche. Sin duda todo este asunto resultaría ser una pesadilla infantil, como el coco de los niños. (¿De dónde había sacado esa idea? Hacía poco se había comprado un diccionario de tópicos recopilados por Eric Partridge, pero este tenía una forma desconcertante de decir lo que significaba tópico, cosa que Kate sabía, pero no cuál era su origen, que era lo que a ella la interesaba. Su pensamiento volvió de nuevo a Harvard). El apartamento en el que estaban tenía una cristalera que daba al río Charles. Por las mañanas muy temprano, como pronto descubriría Kate, los equipos de todos los colegios de los alrededores, y eran muchos, practicaban el remo gritando con un vigor acorde a su esfuerzo, pero perturbando el sopor de los durmientes. Sin embargo, la vista valía la pena. Había algo mágico en los ríos. Kate decidió pasar del alcohol al café y se excusó para ir a prepararlo a la cocina. Ojalá aquello no fuera más que una ilusión.

Cuando volvió, Janet estaba más tranquila. No se disculpó, cosa que Kate agradeció. De hecho, se mostraba ligeramente acusatoria.

—No sé por qué quería verte —dijo—. En los viejos tiempos estábamos en la misma pandilla y pensé que tú seguirías siendo la misma. No sé si entiendes lo que quiero decir. Siempre fuiste tan…

—¿Convencional?

—Sí, me temo que sí. Y no puedo creer que tú creas en los estudios para las mujeres. Nadie ha hablado nunca de los estudios para hombres —Janet empezaba a ponerse nerviosa otra vez. Kate decidió mantenerse serena.

—Janet, creo que será mejor que no abordemos el tema del feminismo. Es decir, si quieres que hablemos de ello, estaré encantada de hacerlo, pero después de medianoche. Y ahora, ¿por qué no me dices en qué pensaste que podía ayudarte si yo hubiera resultado ser la persona que tú creías?

—Antes de que me contrataran, algunos de los profesores del departamento me invitaron a cenar y cosas así; me recibieron bien y todo parecía de lo más civilizado. Pero en cuanto llegué aquí, a trabajar en serio, me encontré bastante aislada de todos. Bueno, siempre hay cosas que hacer en Harvard todas las noches del año, y yo tenía mucho trabajo, y las jóvenes de los diversos departamentos me invitaban a salir con ellas, pero…

—No los hombres. Son corteses y te saludan si te encuentran por los pasillos, pero no lo que se podría decir amigables.

—Eso es. Y entonces recibí una nota en el casillero del departamento diciendo que había una fiesta en el salón de Warren House, ya sabes, el de la cristalera…

—Lo he visto —dijo Kate—. Es un lugar encantador para una fiesta —pero la pobre Janet no lo vio tras la cristalera, como el propietario original de la casa, pensó para sus adentros.

—Cuando llegué allí era todo gente joven. De ambos sexos, y vestidos con mucha elegancia. Pensé que los profesores más antiguos llegarían después; una nunca sabe cómo son las costumbres de Harvard. Un joven muy agradable me ofreció una bebida. Y eso es lo último que recuerdo.

—¿Hasta?

—Hasta que me desperté en la bañera, empapada de agua, y vi a esa mujer… diciendo: «¿Quién coño eres tú?» Y entonces se acercaron algunos jóvenes y nos vieron, y uno de ellos dijo: «Al parecer, ya sabemos qué clase de mujer es». Quería decir que todas, todas esas mujeres son iguales. Son…

—¿Lesbianas? —preguntó Kate secamente.

—Sí —Janet empezó a llorar otra vez.

—Janet, ¿todavía te molestan esas cosas? Eres profesora desde hace años, tal vez no en Harvard, pero sí en otras universidades. ¿Qué creías que pensaban los hombres de mujeres como nosotras, sobre todo cuando no estamos casadas? Acuérdate de que cuando nos licenciamos era porque teníamos huevos, y ahora somos lesbianas. No es posible que algo así te siga importando.

—Pues me importa. Ni siquiera soy capaz de decir las palabras que tú dices.

—Con eso cuentan ellos, querida.

—Creo que esas, esas mujeres con gabanes largos y botas son espantosas.

—Pero me atrevo a decir —argumentó Kate olvidando sus firmes resoluciones— que prefieres a los maricas. Oh, Janet, perdona, siéntate, por favor. Sea cual sea tu opinión, o la mía, una cosa es clara: te tendieron una trampa. No solo querían que fueses encontrada borracha y empapada de agua, sino también en compañía de una feminista radical de una comuna. Parece que han pulsado de golpe todas las teclas del escándalo. La cuestión, desde luego, es quién lo hizo. Y por qué.

—El porqué es obvio, tenía que haberlo pensado antes. Para desprestigiarme.

—Sí, querida, pero ¿por qué? ¿Es un resentimiento personal contra ti, contra la presencia de las mujeres en Harvard, contra las profesoras de universidad, o contra las mujeres en general? ¿O fue tan solo una broma de mal gusto? Querían desanimarte y avergonzarte, pero ¿querían desprestigiarte a ti, al benefactor de tu plaza, a Harvard, o al movimiento feminista? Y sin necesidad de preguntarlo, ¿quiénes son ellos?

—¿Crees que me vendría bien beber algo?

—¿Whisky? Según los últimos informes produce cáncer.

—Puede ser un alivio agradable —Janet intentó recomponerse—. Si tienes, prefiero Campari con soda —y esperó a tener la bebida antes de seguir hablando—. ¿Sabes una cosa, Kate? Nunca me caíste bien. Pero yo quería simpatizar contigo. Parecías tan segura de ti misma, tan…

—Si dices refinada, te pego, te lo prometo.

—Te guardaba rencor, esa es la verdad. No sé por qué pensé que podías ayudarme. Pero ninguna de las profesoras de aquí me parecía digna de confianza; o bien eran lesbianas y obviamente suponían que yo lo era, y su…

—Janet, escucha. No dejo de interrumpirte y de decir que me escuches, pero ahora escucha por favor. Ahora estoy aquí. Sylvia también está aquí. Intentaremos ayudarte; nos puedes consultar lo que quieras y hablar con nosotras, y te prometemos no hablar de feminismo, pero tú por lo menos tienes que intentar no parecerte a Phyllis Schlafly en uno de sus días más histriónicos. Pregúntanos, habla con nosotras. Vamos a hacer todo lo posible por descubrir qué está pasando. Pero, y sé que es un gran pero, tienes que comportarte como si nada hubiera pasado. Nada. Tienes belleza y dignidad, eres una mujer equilibrada, y eres famosa como erudita, así que utiliza todas esas cosas que tienes. Ya sé que ahora parece difícil, pero todo esto pasará. Y en realidad no tienes otra alternativa, ya sabes, a menos que quieras pedir la jubilación anticipada y asociarte con Marabel Morgan. Ninguna universidad va a andar detrás de ti para contratarte si no eres capaz de superar todo esto. Así que, engánchate a nosotras, como tan espantosamente dicen los jóvenes, y déjanos ayudarte en todo lo que podamos.

—¿Pero cómo llegué a la bañera?

—Querida, por lo que veo siempre tomas Campari con soda. Tal vez había algo en la bebida que te ofreció el joven. Algo en tu Campari con soda. A propósito, ¿quieres otro?

Al día siguiente Kate fue recibida en el Instituto como en otro mundo. Por lo menos aquí las mujeres no eran problemáticas. Si Harvard las ignoraba, ellas solían devolver el cumplido, dejando aparte los asuntos prácticos. A Kate le enseñaron su despacho, la sala de reuniones de los Colegas, las cocinas y todas las normas del Instituto. Su respuesta inmediata fue que deseaba encerrarse en su despacho y meterse de lleno en su tarea académica —algo que tuviera que ver, tal vez, con los hábitos de las moléculas menores—. Por supuesto, ya tenía un proyecto, y le pedirían que diera clases sobre su materia durante el semestre. Pero en ese momento se sentía incapaz siquiera de recordar su tema.

Una vez sola en su despacho, se sentó en el sillón y entró en una especie de trance. Junto a la ventana, en el jardín de Radcliffe, había un viejo olmo, y mientras lo miraba empezó a nevar. Puso los pies sobre la mesa y contempló con placer la tranquila escena universitaria mientras dejó que sus pensamientos vagaran libremente por su imaginación.

Ella y Sylvia se habían quedado hasta las tantas hablando de Janet, que se había marchado a casa en un taxi, cuando Sylvia regresó. Kate había llegado a pensar, incluso, si Janet no habría sufrido un ataque de locura y se había metido ella misma en la bañera, quién sabe cómo o por qué.

—Yo también lo pensé —había dicho Sylvia—. Ya sabes lo inestables que son las mujeres, especialmente cuando se ve frustrado su instinto maternal. ¿Pero cómo explica eso lo de la mujer de la comuna? Alguien tuvo que llamarla. Alguien, además, que sabía lo suficiente como para hacerla ir allí mencionando simplemente la palabra «hermana». Kate, no quisiera decir esto a nadie más, pero ¿crees que las mujeres separatistas pueden ser capaces de querer boicotear a las mujeres convencionales y tal vez el plan les salió mal? Bueno, yo tampoco lo creo, pero estamos obligadas a pensar en todas las posibilidades. Y tenemos tal lavado de cerebro del patriarcado que yo culparía antes a un grupo de mujeres que a un profesor de Harvard, aunque Dios sabe que tiene tantas posibilidades de cometer una locura como cualquier otra persona, yo diría que tal vez más. ¿Sabes lo de ese que insistía ardientemente en su derecho del siglo XVII a dejar pastar una vaca en la zona común de Cambridge y mientras tanto la tenía en su cuarto de estar? Bueno, yo tampoco me lo creo, pero sirve de ejemplo, ¿no?

Lo que desde luego no correspondía a lo que Kate estaba pensando en ese momento, mirando el olmo, era la llamada que escuchó en la puerta.

—Entre —gritó Kate esperando ver, aunque no con certeza, a una mujer.

Pero la figura que entró era masculina, mejor dicho, arrolladoramente masculina, dado el estado mental de Kate. Había estado con ella en la universidad y era de hecho el primer hombre con el que se había acostado, aunque esa ocasión no había sido excepcionalmente buena, pero las siguientes… El caso, se recordó seriamente Kate, era que no se había casado con ella, sino con Janet.

—¡Moon! —exclamó recobrando la voz—. ¡Bendito sea Dios! ¿Qué haces tú aquí?

—¿Pones el énfasis en «tú», en «aquí», o en «haces»? —preguntó Moon. Entró y cerró la puerta—. ¿Puedo sentarme? —Kate le miró y sintió que le daba un vuelco el corazón. Bueno, tuvo que admitir que no era el corazón exactamente. «El caso es que…» pensó inútilmente…

—El énfasis está «aquí» —dijo—. En Harvard, en Radcliffe, en mi estudio. Aquí.

—Doy clases de composición literaria. Leí en la Gazette que venías de profesora a este lugar. Así que anduve por ahí preguntado y aquí estoy. ¿Cómo estás, Kate?

—Podía estar mejor. En cierto modo, nunca he estado peor. Estoy metida en un buen lío. La verdad es que no se cómo me metí ni cómo voy a salir de él.

—Eso fue casi lo primero que me dijiste una vez. Tú no te acuerdas, pero yo sí. Era sobre tu tesis doctoral. No sabías cómo te habías metido en ello, etcétera. Desde luego, te dieron la calificación más alta; pero tú siempre lo conseguías todo. Es bonito volver a verte. Estás tan estupenda como siempre.

—Tú también. Los dos necesitamos ya gafas para leer, y si no las necesitaremos pronto. Uno de los consuelos de tener que usar gafas para leer es que cuando te las quitas pareces más guapo. Tienes muy buen aspecto. ¿Sabe Janet que estás aquí?

—Por supuesto. Lo que es más, sospecha que fui yo quien la engañó y la metió en una bañera por misteriosos propósitos. ¿Cómo iba a imaginar yo que Janet se convertiría en la mujer del siglo? Simplemente me pidieron que viniera a dar un par de cursos de composición y, bueno, pensé que podía aprovechar para ver el Este otra vez. Así que vine. Nadie relacionó el apellido; el mundo está lleno de Mandelbaums. Y aquí estoy. Y aquí estás tú. Colega del Instituto y amiga de una Janet en la bañera.

—Moon —dijo Kate—, si mencionas otra vez la bañera, haré, no sé lo que haré, pero seré el terror de la tierra. Querido Moon —añadió vagamente.

El primer nombre de Moon Mandelbaum era Milton, nombre que él odiaba y que por eso no usaba nunca. Milton Mandelbaum ya era solo Moon a secas cuando Kate le conoció. Era un hombre de complexión fuerte, poético, maravilloso, y que se había casado con Janet.

—¿Por qué te casaste con Janet? —le preguntó.

—Porque era guapa —contestó Moon, sabiendo de antemano que tendría que contestar a algunas preguntas una y otra vez en diferentes contextos—, incluso más gentil que tú, no sé si ves lo que quiero decir. Y también porque pensé que era la única forma de acostarme con ella. Y resultó que no se había acostado conmigo, no porque valorase la virginidad, aunque muchas mujeres lo hacían en aquella época, sino porque no le gustaba mucho la cama. Janet no es una persona cálida, ya sabes. Tiene muchos remilgos y manías. Y si mal no recuerdo, te negaste a casarte con nadie.

—¿A qué te refieres con remilgos?

—Todo la ofendía. No la gustaban los modales de este hombre, o el modo de ser de aquel. Está tan loca que le gustan los hombres dominantes, y yo cometí la locura de jugar al dominante y acabamos en la iglesia; para infinito pesar de sus padres, por no mencionar el de los míos. Mientras tanto, ella se convirtió en una famosa especialista y a mí me dieron un puesto para dirigir el programa de redacción y composición en Minneapolis. Luego me enteré de que te habías casado.

—Sí —dijo Kate—. ¿Hacía tanto tiempo que no nos veíamos? Él está en África, Asía, el Tercer Mundo —otro mundo, pensó ella.

—En cuanto a mí, me casé otras dos veces después y tampoco me fue bien. Tal vez sea yo, pero más bien creo que son las mujeres. No me gusta ser autoritario, no quiero triunfar, no me importa el éxito; me encanta el sexo y cantar. Me alegré cuando me enteré de que ibas a venir. Harvard es un lugar asqueroso, una mierda de veinticuatro quilates, repugnante al cien por cien. Tú lo mejoras.

Kate miró a Moon. Al cabo de tantos años seguía pareciendo el mismo. Quizás necesitaba gafas, pero era el mismo de siempre. Seguía teniendo esa expresión indefinible de dulzura, y por lo que ella podía ver, conservaba todo, incluyendo ese mismo e intenso atractivo. Ejercía sobre ella el mismo efecto de siempre, y ahora estaba allí, en su estudio de Radcliffe. Kate sabía que había vivido muchas experiencias demasiado deprisa, y que iba a ceder. Lo único que podía salvarla era que Moon no se diera cuenta. Pero Moon siempre se daba cuenta de todo.

—Lo único que tengo es una habitación asquerosa casi en la misma Central Square. Con cocina y baño. Tengo un colchón en el suelo, mi guitarra, una botella de tequila que me regaló un estudiante que se licenció el año pasado y que tal vez llegue a escribir algún día, y un limón. ¿Estás muy ocupada?

Kate recordó que la mujer del Instituto que le había enseñado su estudio le había dicho: «Acuérdese de cerrar con llave al salir». Kate lo tuvo en cuenta.