XVII — UN VIAJE POR LAS SOMBRAS

En el pasado...

Las pesadillas, la fiebre, el calor, el sudor con el que estaba empapado, los escalofríos, la intensa sed. El hermano Matías se revolvía en su lecho, buscando con la mirada a un objeto o a una persona que le confirmase de que la muerte no se lo había llevado. Las borrosas paredes se le caían encima, las sábanas se le antojaban pesadas y las gotas del líquido que le obligaban a tomarse le envenenaban el paladar.

—Hermano Matías... hermano Matías... ¿Cómo te encuentras?

Las palabras de su amigo y compañero, Arcadio, resonaban en sus oídos como eco de otros mundos. Alargó la mano en su busca, con el fin de ser ayudado a levantarse, pero resultó inútil. Arcadio le observaba con la mirada triste.

—¿Por qué no me ayudas a levantarme? —le preguntó Matías—.

No recibió respuesta alguna.

Con mucho esfuerzo consiguió sentarse en la cama y sujetándose en el cabezal se puso de pie. Palpaba la pared a la vez que hincaba los dedos en las desgastadas ranuras para no perder el equilibrio; no caminaba, sino que arrastraba los pies para mantener un permanente contacto con el suelo que una veces le daba la sensación de que era gelatinoso, y otras se le antojaba lejano; hasta que por fin logró acercarse a la puerta de lo que era un balcón, y se apoyó en el marco.

—¿Qué es lo que ocurre? —dijo estupefacto—.

Frente a él, la desdibujada silueta de un largo puente, que parecía cortar un lago en dos. En una punta del puente, una ciudad de templos, pirámides, enormes muros de piedra y empalizadas, aguardaba el inminente ataque de los hijos de los dioses que se aprovecharon de su hospitalidad de todas las formas posibles; y en la otra punta del puente, un ejército compuesto por dos mil infantes, ochocientos jinetes y treinta cañones, se alineaba para tomar la ciudad donde, según se susurraba, el oro cubría los suelos, las paredes e incluso los techos de la mayoría de las casas.

—Esto ya lo he vivido antes —se dijo a sí mismo confundido—. No es posible.

Se dio la vuelta y busco a Arcadio entre las sombras de su aguada ceguera.

—Ahora que lo pienso, tú tampoco deberías estar aquí, porque estás muerto. O a lo mejor quien no debería estar aquí soy yo. ¿Qué es lo que me pasa?

—Date la vuelta —le invitó Arcadio—.

Sobre el puente los hombres de ambos bandos luchaban a muerte; las espadas de los españoles arrancaban la carne de sus oponentes que carecían de una armadura que les protegiera del afilado acero. Para más inri, los mosquetes escupían balas envueltas por el calor de la pólvora, que masacraban a los arqueros y demás aztecas que se preparaban en la retaguardia. Los cañones destrozaban las murallas de piedra, y los templos, y las casas, y reducían a astillas las empalizadas que a su vez se clavaban en los cuerpos de los hombres que se encontraban cerca. Por otro lado, las flechas rebotaban en las armaduras, las flechas no alcanzaban el otro lado de la orilla, las hachas, porras, cuchillos y lanzas de los aztecas, no causaban daños considerables a los españoles. El humo, el fuego, la sangre. Los charcos de muerte se difuminaban en las aguas del lago, creando manchas de color púrpura; hasta que la sangre se distinguía más que el limpio azul.

—Esto ya ha sucedido —dijo Matías con lágrimas en los ojos—.

De pronto los soldados, el fuego y las armas, desaparecieron. En su lugar, una manta de cuerpos mutilados y sin vida ocultaba la hierba, la piedra y la tierra. Matías recordó verse a sí mismo caminando entre los cadáveres, perdonando los pecados de los españoles e ignorando las almas de los paganos. En aquel momento le pareció que la obra de Dios debía llevarse a cabo costase lo que costase; no era capaz de ver en la mirada del pueblo indígena la influencia de Dios. Estaba confundido, o mejor dicho, cegado por los prejuicios y la ignorancia.

—No quiero ver nada más. ¡Quiero que pares! —gritó Matías—.

—Yo no puedo parar —dijo Arcadio—.

—¿Por qué?

—Tú mismo lo dijiste. Estoy muerto.

—Entonces ¿por qué me hablas, por qué revivo la batalla, por qué estoy aquí?

Arcadio salió al balcón sin contestar.

—¡Contesta! ¡Contesta! —exclamó Matías—.

—No conozco las respuestas. Sólo tú puedes ayudarte —dijo Arcadio—.

El sol se movía tan rápido que las horas parecían minutos. La noche pronto prevaleció sobre lo que Matías veía, y su cuerpo temblaba de miedo y agonía. Su cuerpo deambulaba en la ciudad de los asesinados, continuando la búsqueda de aquellos ojos donde sería capaz de vislumbrar la gracia divina.

—No... no... no... —repitió asustado e incapaz de reaccionar—.

Un grupo de supervivientes apareció de la nada. Los hombres, embriagados por el odio, se abalanzaron sobre él como fieras que ansían devorar a su presa. Los golpes no cesaron hasta que un anciano le detuvo con un sencillo gesto. Descabellado aunque cierto. El gesto de un viejo que acababa de ser deshonrado, destrozado y desterrado, fue el que salvó la vida a Matías; una vida que cambiaría para siempre durante su travesía en la selva.

—Sigo sin saber por qué me perdonaron la vida —musitó Matías—.

Pero al darse la vuelta comprobó que Arcadio ya no estaba con él. En su lugar, varios hombres y mujeres, que conocía únicamente de vista, aguardaban sus palabras apoyados en las paredes de la habitación. Puede que deseasen escucharle pedir perdón por las atrocidades sufridas, o puede que se estuviesen preparando para cobrar su venganza ahora que Matías conocía de primera mano sus motivos para odiarle. Ahora que se había encariñado con sus pequeños, con la sencillez que les caracterizaba, con el modo de vida que llevaban.

—Entonces me encuentro en la ciudad ¿verdad?

Temoknapuk apareció.

—Fuiste tú quien me salvo desde el principio.

El anciano se le acercó y le sonrió.

—¿Qué es lo que debo hacer ahora?

En un abrir y cerrar de ojos, el anciano abrió la boca, mostrando unos enormes colmillos, y se abalanzó sobre Matías.