XII — CUENTOS SOBREVOLANDO EL VERDE PROFUNDO
—Alicia, cálmate.
La voz de Román, brusca y ronca, le sonó como el cantar de los ángeles. Cuando se dio la vuelta, le abofeteó y después le abrazó con efusividad.
—Gracias a Dios que estás bien —le dijo Alicia—, pero ¿qué haces en este avión? ¿También te han secuestrado? Y Eduardo ¿está bien?
—Hey, hey, hey... tranquilízate. Nadie está secuestrado.
—Pero a mí me tenían atada a una cama que...
—Te habíamos sujetado para que no te hicieras daño a causa de un movimiento brusco.
—Pero, pero, pero... ayer noche...
—Siéntate y te lo contaré —dijo Román sonriendo—.
*
“Cuando uno de los asaltantes dijo que estaba harto, fue cuando escuchamos un golpe, tu grito entrecortado, y supusimos que te habían tumbado. En aquel momento nos asustamos mucho, pero lo peor fue cuando ese energúmeno, que resultó ser un barbudo asqueroso, disparó. Por suerte para nosotros y para desgracia de ellos, no apuntaba ni a Eduardo ni a mí, sino a uno de los suyos que terminó hiriéndolo de gravedad. El disparo delató su posición y ya sabes cómo somos; nos lanzamos juntos a por él.
La oscuridad lo ocultaba todo, y aunque teníamos una clara idea de hacia dónde lanzarnos, nos dimos unos cuantos golpes en el suelo antes de atinar y reducir al tipo con la pistola. Eduardo hasta le mordió. Bueno, por no mencionar la paliza que le dimos; porque como estábamos preocupados por ti y los nervios nublaron nuestro juicio, le propinamos patadas y puñetazos hasta en las hemorroides.
Pistola en mano resultó más fácil actuar. Eduardo disparó al aire tres veces, amenazándoles con volarles la tapa de los sesos, reventarles el bazo, acordándose de sus madres y maldiciendo la raza que les trajo al mundo. Lo demás fue coser y cantar... más o menos. Lo de conseguir el avión resultó un poco complicado al principio, pero cuando extendimos uno de los cheques de tu padre en blanco, para ser rellenado por nuestro anfitrión y piloto Fernando, entonces sí que no hubo ningún problema. Claro que todavía es necesario que lo firmes falsificando la firma de tu padre”.
*
—...Y esa es la historia hasta llegar a este momento —terminó Román—.
Las nubes casi habían desaparecido y el avión volaba a baja altura. Formaciones de aves se movían como olas sobre un mar verde, mientras los ríos dibujaban mechas azules sobre un paisaje camaleónico, que mudaba sus escamas con cada variación del brillo del sol. Las vaporosas manchas del calor que se elevaba, le otorgaban un aire místico, mientras el hecho de volar hacía que uno se creyera partícipe de un sueño... despierto.
—Ni te imaginas cuánto me alegro de verte —dijo Alicia escapándosele una lágrima—.
Cuando Eduardo apareció, se lanzó sobre ella.
—¿Cómo te encuentras tiarrona? —le preguntó—. Nos has dejado preocupados.
—Anda que vosotros —contestó ella—. Uno de los dos podía haberse quedado a mi lado. Así no me asustaría tanto al despertarme.
Alicia sonrió. No quiso mostrarse demasiado quejicosa y se limitó a seguir abrazada a Eduardo mientras miraba por la ventanilla del avión. Aquella inmensidad, aparte de impresionarla, llegó a preocuparla. ¿Qué es lo que le ocurrió al hermano Matías? —se preguntó—. ¿Qué cosas llegó a ver?
*
Hace varios siglos...
Sin su diario se sentía desnudo, como si le hubieran robado la ropa de sus ideas. Ahora no sería capaz de compartir lo que veía. Era consciente de que lo más probable era que sus notas nunca llegarían ser leídas, pero al menos se comunicaba con él mismo; desarrollando una especie de esquizofrenia controlada que le mantenía atado a una cordura aislada. ¡Normal! No comprendía nada de lo que decían sus captores, sin mencionar que desconocía en qué momento le matarían o, incluso peor, le sacrificarían de una forma retorcida y dolorosa.
Por alguna razón percibía la tensión que se respiraba en el ambiente. A los guerreros se les hinchaban las venas del cuello cuando hablaban rabiosos, los más religiosos movían el cuerpo de manera mística, y los ancianos, aquellos que él consideraba como los sabios, observaban sin pestañear esperando el momento apropiado para pronunciar una o dos palabras. Era muy probable que estuvieran indignados al ver que el extraño aún seguía con vida. De los centenares de porteadores y familias que formaban el grupo de autoexiliados muchos habían perdido la vida durante el camino. Quizás más de la cuenta. No en vano se vieron obligados a enterrar algunos tesoros en indeterminados lugares para poder cargar con las provisiones que necesitaban para sobrevivir. Provisiones que también debían compartir con el extraño. Con el invasor.
En medio de toda la confusión... su diario. Ese objeto sin vida que le había acompañado durante los largos días y las tormentosas noches del viaje. Unos lo golpeaban con palos, acercándolo peligrosamente a la hoguera que rodeaban, otros los lanzaban al suelo con furia, doblando sus páginas y manchándolo con restos de comida y cenizas, mientras otros, los más prudentes, lo abrían, lo ojeaban, sentían el poder de su interior y lo colocaban encima de una mesita curvada hecha de oro.
Él hasta ese momento era tratado como un objeto inservible; como un perro sin amo que sólo vale para ser apaleado y despreciado. Con las manos atadas en una rama para mantenerle erguido, observaba con resignación la reunión en la que estaban decidiendo su fututo. Las manchas de sangre en su nariz, pruebas de los golpes que había recibido esa mañana porque sí, le molestaban. Deseaba rascarse, o mejor aún, lavarse; aunque en lo más profundo de sus pensamientos, y sabiendo que se trataba de un pecado capital, lo que en realidad ansiaba era ser recibido por la muerte. ¡Ehhhhhhhhhhh! —gritó Temoknapuk, y continuó hablando sin que Matías entendiera nada—. El anciano se apoderó del diario, acarició su cubierta, y lo guardó en un baúl que contenía objetos ceremoniales de plata y oro.
Matías, mareado y confuso, quiso reaccionar, pero sus ataduras se lo impedían. El anciano le miró ladeando la cabeza; la curiosidad colmaba las expresiones de aquel sabio anciano, que deseaba cada vez más conocer a aquel extraño que no sólo se atrevió a invadir el gran imperio al que pertenecía, sino que también exterminó casi por completo un modo de vida que había perdurado durante siglos.
A la mañana siguiente, cuatro niños y siete mujeres fueron a despertar al extraño. Le desataron con cuidado, le desvistieron, le lavaron, le dieron de comer carne, torta de maíz, leche y miel, y le vistieron con ropa sacerdotal. Matías no se creía lo que ocurría. De la noche a la mañana la actitud de aquel pueblo que le odiaba, y que él comprendía su odio, había empezado a tratarle más que con respeto, como a uno de los suyos. La incertidumbre ocupó sus pensamientos mientras decenas de preguntas nacían incontestables. ¿Qué había pasado? ¿Por qué le trataban bien? ¿Qué querían de él? ¿Dónde se encontraban? ¿Qué habían hecho con su diario?
Pero él no abrió la boca, se limitaba a hacer lo que le indicaban con gestos cada vez más amables. Finalmente le ayudaron a levantarse y le condujeron hasta la orilla de un río. Allí una veintena de hombres y mujeres, colocados en fila, le lanzaron pétalos de flores, le regalaron plumas exóticas y le vistieron con esmeraldas y rubíes engarzados en maravillosas obras de orfebrería.
El río, que terminaba en una cascada que se perdía en lo profundo de la selva, sonaba dulce y suave. No rugía ni rompía en rocas salvajes. Al lado de aquella cascada, Temoknapuk le invitaba a situarse a su derecha. Le cogió de la mano, y cuando apartó una enorme rama que le tapaba la vista, la visión de un mundo distinto deslumbró a Matías.