XVI — NO HAY TIEMPO QUE PERDER

A la mañana siguiente, en el aeródromo...

—Buenos días capitán —saludó el pelirrojo—.

—Buenos días —contestó él—, parece que últimamente nos estamos convirtiendo en una atracción turística.

Del avión de carga bajaron doce mercenarios, ente ellos Carlos, armados hasta los dientes y con equipo moderno.

—¿Acaso tenemos pinta de turistas?

La escolta del capitán se puso nerviosa y desmontaron del camión tomando posiciones defensivas.

—La verdad es que no, pero considero que es mejor relajar tensiones en vez de que nos invada la testosterona. ¿No sé si me explico?

—Alto y claro —aseguró el pelirrojo—. Y hecho el alarde de fuerzas, ¿por qué no pasamos a los negocios? Tengo entendido que si uno quiere aventurarse por estos lares primero ha de gozar de su hospitalidad.

—Está en lo cierto, señor...

—Dólar, me puede llamar señor Dólar —dijo mirándole fijamente a los ojos mientras le entregaba un sobre con dinero—.

—Un nombre que inspira confianza.

La cordialidad que se respiraba entre los dos hombres hizo que los demás dejasen de apuntarse.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Dólar?

—Tengo entendido que, como buen anfitrión que es, hace poco recibió la visita de unos, ghmmm, amigos míos.

—Cierto, cierto.

—Me gustaría saber hacia dónde se dirigieron.

—Si son tan buenos amigos —añadió el capitán con ironía—¿por qué no les llama y se lo pregunta a ellos?

—¡Ohhh! Es que quiero darles una sorpresa.

El capitán se rascó la barbilla, agachó la cabeza y removió el polvo del suelo con su bota.

—Me temo que en esta parte del mundo las sorpresas son muy caras. Ya me entiende, las invitaciones para la fiesta, el transporte, la dirección del lugar... todo.

—Seguro que llegaremos a un acuerdo.

—Entonces no habrá ningún problema. Si queréis podéis acompañarme a la base donde...

—No pretendo ser descortés —le interrumpió el pelirrojo—, pero la verdad es que tenemos mucha prisa.

—De acuerdo, de acuerdo.

Dos de sus soldados corrieron hacia él con una mesa y dos sillas plegables que montaron en un segundo. Sacaron dos puros, uno para su capitán y otro para su invitado, desdoblaron un mapa de la zona, y regresaron corriendo a su sitio cerca del camión.

—Veamos, vuestros amigos bajaron al pueblo El Regreso con el propósito de conseguir provisiones y medios para seguir el curso del río hasta esta parte de aquí —dijo el capitán señalando un punto de montañas en el mapa—. Aunque la verdad es que me imagino que se dirigen un poco más hacia el oeste.

—¿Por qué piensa eso?

—Porque ahí se encuentra un trozo de selva del que nunca nadie regresó. Lo llamamos Las Colinas de los Muertos.

—Entonces ese debe de ser nuestro destino.

—Señor Dólar, le aseguro que si lo que desea es “despedirse” de sus amigos, no es necesario ir tras ellos. ¿Por qué hacer “una fiesta” cuando la propia naturaleza puede encargarse sin que usted tenga que ensuciarse las manos?

—Me temo que tienen algo que llevo buscando durante muchos años.

—Muy bien, ¿y qué más necesita de mí?

—Me gustaría llegar a ese lugar antes que mis amigos. ¿Cuál sería la ruta más corta?

—Jajajaja, pues la que se dibuja en línea recta —bromeó el capitán—. Aunque también es la más costosa.

—¿Por eso no se la ofreció a mi amigos?

—No creo que pudieran costeársela, señor Dólar; en cambio, mi instinto me dice que usted sí puede. Supongo que tres helicópteros serían suficientes para transportarle a usted y a sus socios.

—El dinero no es problema —aseguró el pelirrojo—.

Señaló el mapa y continuó:

—Pero quiero que nos llevéis a Las Colinas de los Muertos.

—Me temo que no existe suficiente dinero en el mundo como para llevaros a ese lugar, pero por un módico precio puedo dejaros a un par de millas al sur. Un conocido se está aprovechando de la mala fama del lugar y se está dedicando a la explotación maderera, ecológica, por así decirlo. Vamos, que tala lo que le da la real gana y que nadie le ecologiza, jajajaja.

—Supongo que no me queda más remedio que aceptar su generosa oferta.

El pelirrojo levantó la mano y Carlos se acercó con una mariconera negra llena de dinero.

—Son billetes de cien —matizó el pelirrojo—, ahora se podría decir que todo está en orden.

—Sin lugar a dudas, señor Dólar. Sin lugar a dudas.