V — PUERTO CABELLO

El contenedor con el que transportaron la mayor parte de su equipo tardó casi un mes en llegar a su destino. Primero llegó al Puerto de España, en la isla de Trinidad y Tobago, donde se realizaron unos trámites administrativos “especiales” y de inmediato hizo trasbordo a un barco con menor calado para ser entregado al su destino final: Puerto Cabello.

La paradisiaca playa de Waikiki resultó ser el escenario perfecto para que los tres aventureros reuniesen la suficiente información para continuar con su expedición, y también para contactar con las personas adecuadas en Colombia que les ayudarían a llegar a su destino. Lo que no tenían nada claro es qué harían con el tesoro si llegan a encontrarlo, pero ese era un asunto que solucionarían rubíes en mano. Siempre podemos llegar a un acuerdo con las autoridades competentes. Y si no lo conseguimos, también tendremos la opción de “comprar un trato favorable” —Decía Román—. Finalmente un equipo de porteadores, un guía, dos cazadores y hombre de dudosa reputación, para realizar los trabajos más engorrosos, esperaban su llegada en la ciudad de San José del Guaviare, cerca de la selva amazónica.

La parte del puerto donde debían recoger el contenedor era de las más antiguas. Uno tenía la sensación de encontrarse en una de las entradas al nuevo mundo, en una época en la que los conquistadores construían imponentes fuertes costeros desde los cuales dominaban los mares y con ello el comercio. Las grisáceas paredes del baluarte que dominaba la entrada del puerto natural, contrastaba mucho con los cargueros oxidados que se encontraban amarrados en los muelles donde se descargaban los combustibles. Los trabajadores, algunos vestidos con trajes de marca y otros con harapos, iban y venían sin ningún sentido aparente; se podría decir que fluían entre sí como las aguas verdes y azuladas del océano que se mezclaban con las contaminadas y negras del interior de la bahía, pero que aun así eran necesarias para la impuesta convivencia entre naturaleza y progreso.

Esa mezcla entre el pasado y el presente, lo corriente y lo extravagante, lo bello y lo oscuro, eran los elementos que vestían aquella tierra lejana y bañada por las aguas del océano Atlántico.

Las cosas iban como la seda, aunque por desgracia los tres aventureros no contaban con la presencia de unos fanáticos...

*

El mejor momento para recoger el material del contenedor, era por la noche, cuando la mayoría de autoridades estaban fuera de servicio. Román había escogido un almacén aduanero que se llamaba “Servicios aduaneros de bananas y CIA” que según él, con el nombre lo decía todo. El encargado, un sesentón con perilla blanca, vaqueros Levi’s, sombrero blanco que le tapaba la calva y camisa con estampados de piñas y elefantes, les abrió la puerta para que pudieran entrar con la camioneta que habían alquilado aquella misma mañana. Lo primero que hizo nada más cerrar la puerta fue encenderse un cigarro de un palmo y de ponerse sus gafas de sol. Curioso, puesto que la poca luz en el interior del almacén invitaba a hacer justo lo contrario, pero así eran las cosas.

—¿Traéis el dinero? —fue lo primero que dijo—.

Con un ademán chulesco y a la vez bailongo se acercó a Alicia, y con su acento cantarín sureño continuó:

—No sabía que estarías tan bien acompañado, amigo Román. Permítame presentarme mademoiselle, mi nombre es Adolfo Raúl Menéndez Gordillo y estoy a su servicio.

—Siempre que el bolsillo sea el adecuado ¿cierto? —añadió ella—.

—¿Qué tienen que ver los negocios con la belleza? Además, son ustedes quienes me buscaron, y no al revés.

Román, que le gustaban las trifulcas y las diplomacias falsas, le abrazó por el hombro, sacó un sobre de su bolsillo y le dijo:

—Como siempre tienes razón, amigo Adolfo. Por eso en el sobre he metido lo acordado y he añadido una propina; para agradecer el buen servicio.

—Es usted todo un caballero, a pesar de lo que dicen las malas lenguas por aquí. Claro que cuando uno lleva menos de un mes paseando por una pequeña comunidad como la nuestra, no tiene la oportunidad de mostrar su lado más amable. O también tiende a ser malinterpretado —bromeó Adolfo y soltó una sonora carcajada—.

—Ya eres famoso —comentó Eduardo—, y eso que decidimos intentar pasar desapercibidos.

—Cuando hay que encontrar soluciones a problemas difíciles es imposible no remover el estiércol.

—Vaya manera de llamarnos mierdas —bromeó de nuevo Adolfo—, aunque supongo que algunos nos lo merecemos. Jajajaja.

Entonces levantó la mano y dos focos se encendieron.

—¡Vamos chicos! —voceó—. Cargad estas cajas a la camioneta, que no tenemos toda la noche.

De la nada salieron una docena de hombres canijos pero que poseían un nervio que daba miedo. En cuestión de segundos tomaron posiciones y empezaron a descargar el contenedor.

—Mientras mis chicos trabajan permitidme que os invite a una copa en mi oficina —dijo Adolfo ofreciéndole el brazo a Alicia y guiñándoles el ojo—. Me habéis caído bien, en especial la mademoiselle, así que me gustaría haceros un regalo.

—¿Un regalo, de qué clase? —preguntó Alicia—.

—De los que salvan vidas mademoiselle, de los que salvan vidas.

Alicia le agarró del brazo y siguiéndole el juego le acompañó hasta su oficina; sin que Román y Eduardo la perdieran de vista.

Cajas de archivar se amontonaban en un rincón, un par de cuadros torcidos tapaban unas manchas de humedad que apenas se disimulaban. Encima de una mesa había desenrollados varios mapas de navegación de la bahía y de las playas cercanas. Cosas del contrabando —pensó Román—. Un par de revistas guarras y un minibar, describían la aderezada oficina de Adolfo. Lo único que se salvaba de aquel aparente desastre eran los seis sillones de cuero negro que se reunían alrededor de una mesa de cristal, muy mona, aunque pasada de moda.

—Me gustan tus sillones —comentó Alicia—.

—Uno no debe poner su culo en cualquier sitio. Hazme caso. Nuestros pies no tocan el suelo porque tienen zapatos, con las manos tocamos cosas, pero también nos las lavamos cuando nos apetece, mientras el culo sólo lo protegemos por una fina capa de tela. Calculando que algunos de nosotros pasamos más tiempo sentados que de pie, es de sentido común proteger bien nuestros traseros. Jajajaja.

Entre risas y miradas furtivas, Adolfo les invitó a que se sentasen. Destapó una botella de Ron añejo, partió una lima en cuatro trozos, no sin antes quitarle la placenta que es la parte que más amarga, y lo mezcló todo añadiendo un par de cucharadas de azúcar moreno.

—Esto es lo que nosotros llamamos un Ron cañero —dijo sonriendo—.

Alicia bebió un trago y torció la boca.

—No le vendría mal un poco de hielo... por lo demás me parece perfecto.

—El hielo es un pequeño lujo en mi oficina.

—¿Por qué ha de ser un lujo? Un hombre como tú seguro que puede permitirse muchas más cosas —observó Alicia—.

—Imagínate por un momento que os preparo las copas con hielo picadito y añado dos pajitas de colores. Serían más refrescantes y festivas. Os gustarían mucho más y os apetecería quedaros a charlar. El lujo del hielo va acompañado por el lujo del tiempo. Y precisamente no es un lujo que vosotros —dijo entonando las palabras—, os podáis permitir.

—¿A eso te referías con el regalo que salva vidas? —comentó Eduardo—.

—Eso mismo, pero antes quiero un beso de la mademoiselle; y no un beso cualquiera, sino un beso tan caliente, dulce y acido como el del Ron cañero que os he invitado.

—¿Y qué recibiremos a cambio? —preguntó Alicia—.

—Una oportunidad para salvar vuestras vidas —sentenció Adolfo—.