VIII — FUEGO EN EL GALLO VERDE

La vida nocturna en la ciudad se caracterizaba por su animada diversidad de escenas y escenarios con los que uno se podía cruzar. Desde el más extravagante de los lujos, ambientado en los años sesenta, hasta el antro más moderno que te inducía a viajar a una ciudad de Los Ángeles. Las playas, como bloques encajados en un plano urbanístico, tenían varias funciones. Primero servían para darse un chapuzón —obviamente—, pero también servían para improvisar fogatas y fiestas, campos de vóleibol para borrachos y sobrios sobreexcitados, escenarios románticos para parejas de una noche, o como mucho dos, a veces también servía como lugar de descanso, donde alguno que otro se echaba a dormir unas pocas horas, o hasta el día siguiente; por no mencionar los rincones oscuros —y no tan oscuros— donde se practicaba el sexo, y los rincones iluminados donde las peleas de cangrejos o las carreras de ranas se convertían en el pretexto perfecto para efectuar apuestas. Ilegales, por supuesto. Pero aquí el ritmo de vida se había estancado en la continua lucha de vivir y disfrutar de un día a día tranquilo o ajetreado —según gustos—, sin preocuparse demasiado por el agotador mañana. Un mañana que no se sabía si llegaría.

Román, en su afán por alejarse de las carreteras principales, callejeaba entre gentes de buen parecer y elementos de mal vivir, sin evitar dar el cante a causa del deplorable estado de la camioneta. Menuda chatarra conduces, compadre. Hasta a mí me daría vergüenza ir en ella —bromeó el habitual de un antro, antes de vomitar—. En una ocasión el callejón que pretendía cruzar estaba tan lleno de fiesteros que se vio obligado a dar marcha atrás para salir de allí y tomar otro atajo. Mala suerte. Durante la maniobra golpeó la esquina de una casa y rompió el último faro trasero que quedaba intacto. En otra ocasión casi se queda encajado. La calle Dr. Rafael Medín se estrechaba conforme avanzaban, dando la sensación que se introducían en un embudo enorme. Pero para no dar marcha atrás, y evitar provocar más daño a la camioneta, Román decidió acelerar lo suficiente como para cruzar por los pelos. Mala decisión. El golpe fue inevitable. Por suerte la estructura de la camioneta era más “moldeable” gracias a los golpes sufridos hacía poco, y el metal se dobló lo suficiente como para poder saltarse esos escasos centímetros que les impedían el paso. Ojos que no ven, corazón que no siente —dijo Román—. Ninguno de sus dos compañeros comprendió qué pretendía decir exactamente, porque no sólo lo habían visto todo, sino que además sintieron los crujidos y chasquidos del roce, pero decidieron no abrir la boca. Total ¿qué importaba un rasguño más u otro abollón?

Cuando llegaron al cruce donde se encontraba la pensión en la que se alojaban, El Gallo Verde, Alicia puso la mano al volante con la intención de detener a Román.

—¿Qué ocurre, Alicia? —preguntó Román—.

—No sé si es buena idea la de ir a la Pensión. Después de lo del puerto estoy segura de que aquellos que nos persiguen harían cualquier cosa por detenernos. No sé por qué, pero un fuerte hormigueo en la barriga me indica que nos están esperando.

—Tienes razón. Yo tampoco estoy cómodo con la idea de entrar ahí dentro —secundó Eduardo—.

—Ya lo había pensado, pero tenemos que recuperar nuestras cosas, o al menos el libro. No sabemos si contiene pistas que nos ayudarán a seguir con la búsqueda —opinó Román—.

Alicia se echó hacia atrás y se cruzó de brazos:

—Cierto. Supongo que a nuestras cosas podemos darlas por perdidas, pero el libro no.

—¿Cómo lo recuperamos? —preguntó Eduardo—.

—Por suerte, antes de marcharnos lo dejé en la recepción empaquetado junto con un par de postales. No tenía ni idea de lo que tardaríamos en volver y estaba preocupada por si alguien llegase a entrar en la habitación para robarnos.

—¿Y quién iba a robar un libro? —dijo Román irónicamente—.

—No lo sé, pero seguí mi instinto y punto —dijo Alicia endureciendo el tono de su voz—.

—Bien hecho —interrumpió Eduardo—. Ahora dejémonos de retórica y pensemos en cómo entrar sin que nadie nos vea.

*

El pelirrojo, sentado en la cama de la habitación 205 en plena oscuridad, meditaba con los ojos abiertos esforzándose por mantener la calma. Los nervios se apoderaban de sus emociones, y ese no era el camino a seguir. Matar es igual a salvar vidas —se decía a sí mismo—. Trabajaba las respiraciones y extendía los brazos para dilatar la capacidad pulmonar. Inspiraba y exhalaba profundamente. Pensaba sobre sus opciones al mismo tiempo que se arrepentía de lo sucedido en el puerto. Apretaba los dientes hasta que le dolía la mandíbula y volvía a respirar para calmarse. Matar es igual a salvar vidas —pretendía auto convencerse—.

Cobijado en la negrura del ambiente, no se decidía. Sus opciones eran: Poner de patas arriba el lugar hasta hacerse con el libro, o esperar que sus actuales dueños, al comprobar de qué era capaz de hacer para conseguirlo, se dieran por vencidos y se lo entregaran sin más. En ambas opciones entraba la variante de matarles, o por lo menos alguno de ellos si no se comportaban como él quería.

—Matar es igual que salvar vidas.

*

Aparcaron la camioneta lejos de cualquier mirada curiosa que pudiera provenir de la pensión, y se concentraron para urdir un plan de acción.

—¿De acuerdo chicos? —preguntó Alicia—.

—Me parece un plan demasiado arriesgado. Y si...

—Escúchame Eduardo, no disponemos de demasiado tiempo, así que si se te ocurre otro plan mejor, sólo tienes que decirlo.

—Ella tiene razón —intervino Román—.

Eduardo asintió con la cabeza mostrándose escéptico.

—Bien —continuó Alicia—, estaré de vuelta en unos minutos.

Alicia desapareció en los callejones poco iluminados que se extendían a lo largo y ancho de la ciudad. La mirada melancólica de Eduardo la acompañó hasta donde pudo, quedándose con la odiosa sensación de inseguridad que se produce cuando uno se siente amenazado.

Román le cogió del hombro y le dijo:

—No te preocupes por ella. Sabe cuidarse sola.

—De eso estoy seguro.

—Pongámonos en marcha y situémonos donde Alicia nos dijo. Debemos asegurarnos de que no hay más indeseables de los que nos imaginamos.

Eduardo arrugó la frente.

—Ese es precisamente el primer fallo de este plan. No sabemos ni a quién nos enfrentamos, ni cuántos son.

*

Media hora más tarde...

En la habitación 205 parecía que no ocurría nada. Román por un lado y Eduardo por otro, no dejaron de observar a todo aquel que entraba y salía de la pensión, sin quitarle ojo a la ventana del cuarto por si conseguían distinguir alguna clase de movimiento sospechoso.

Nadie había encendido ninguna luz, por lo que entendían que nadie había subido. En la 206 y la 207 tampoco llegó a ocurrir nada. Ahora los dos compañeros dudaban de la posibilidad que alguien le esperase en la pensión, o puede que se hubieran marchado hacía ya tiempo.

Frente a la entrada principal no había sucedido nada del otro mundo. Alguna pareja metiéndose mano antes de pedir la llave en recepción; un par de chavales pateando una lata de cerveza vacía, y a los que el recepcionista echó de allí rápidamente; un borracho que tardó casi cinco minutos en recorrer cuatro metros y medio... y poco más.

—He encontrado a los valientes que nos van a ayudar —dijo Alicia sorprendiendo a Román—.

—¡Huuuy! Qué silenciosa eres cuando quieres.

—¿No me digas que te he asustado?

—No, no... qué va —dijo hinchando el pecho—, sabes muy bien que a mí nadie me asusta.

Alicia sonrió.

—Te presento a nuestro grupo de élite. Juan tiene catorce años y es el líder del grupo, Antonio tiene diez, Pedro y Manuel tienen nueve años.

—Gracias por vuestra ayuda chicos —dijo Román—.

—De ayuda nada, señor. Nos tiene que pagar lo acordado.

—Por supuesto —asintió Román y alargó la mano para estrechársela—.

Los cuatro chicos, vestidos con ropa de marca y deportivas, alejándose mucho del estereotipo de “chicos de barrio”, se movían con soltura y picaresca, como si no conocieran la sensación de vergüenza o de timidez. Juan, el mayor, se frotaba los dedos esperando un adelanto por los servicios que pronto él y sus compis prestarían con un fin que desconocían. Poco les importaba. El color del dólar les resultaba atractivo y los multicolores euros tampoco les desagradaban.

—Aquí tienes los cien euros que hemos acordado. Los otros cien te los daré si sale todo bien.

—Si sale todo bien, no —dijo Juan con aires chulescos—, cuando acabemos el trabajo. El resultado no es asunto nuestro.

Alicia le miró con semblante serio.

—Tienes razón. Toma los cien euros.

El chico cogió el dinero y con un juego de dedos, digno del mismísimo Houdini, doblo el billete y se lo guardó en el bolsillo.

—Aquí tienes el sobre del que te hablé —continuó Alicia—. Uno de vosotros lo entrega en la recepción y le dice al recepcionista lo que os dije.

—Manuel —ordenó Juan chasqueando los dedos—, te toca.

El renacuajo, con aires de adulto, acató la orden y sin vacilaciones cogió el sobre y se fue a la pensión.

La puerta, de estilo colonial, necesitada de una restauración urgente, estaba siempre abierta para que los actuales y potenciales huéspedes entrasen y saliesen a su antojo; sin mencionar el hecho de que así el lugar se ventilaba con mayor facilidad. Entre la puerta, las dos ventanas frontales y una tercera en el lateral del edificio, las calurosas corrientes de aire ahuyentaban los malos olores y refrescaban el ambiente. No demasiado, pero lo suficiente para que la temperatura del interior no se igualara a la de un horno. Las moscas, siempre presentes, se convertían en un atrezo necesario para que el lugar no perdiera su encanto, y para que los escasos clientes que tomaban la decisión de leer el periódico en el recibidor, además de empaparse de noticias, pudieran entretenerse cazándolas a base de golpes sin fuste que al final lo único que conseguían era pegarse a sí mismos, o abanicarse de forma ridícula.

El mostrador no tenía nada en particular. Sin duda destacaba mucho “la campanita de las narices”, como la llamaba cariñosamente el recepcionista, ya que a pesar de que él nunca abandonaba su puesto, los clientes se dedicaban a toquetearla porque el sonido les parecía gracioso y divertido. De las cortinas podrían prescindir. Siempre estaban enrolladas para que el aire circulase a su antojo. Más que un elemento decorativo se habían convertido en arrugados acumuladores de polvo o, en su defecto, en nidos donde las moscas, mosquitos y resto de insectos se alojaban. Los cuadros, de mal gusto. El techo necesitaba una mano de pintura, puesto que el humo de los cigarrillos, los cigarros y vete a saber qué más cosas lo habían adornado con tonalidades amarillas, grises e incluso negras. A pesar de esos detalles, se consideraba unas de las mejores pensiones de la ciudad debido a su localización. En el centro de todos y rodeado por cualquier establecimiento que uno pudiera desear.

“Trín” “Trín”

—¿Qué pasa chico? —preguntó el recepcionista—¿Es que estás ciego?

El pequeñajo hizo caso omiso a las ironías.

—Tengo un sobre.

—¿Y qué?

—Que me han mandado para entregártelo —dijo levantando los hombros, como si eso fuera obvio—.

—¿Qué es lo que hay en el sobre?

—No lo sé.

—Espero que no sea una broma —refunfuñó el recepcionista mirando a su alrededor y alargando la mano—.

El chico le entregó el sobre y no se movió de su sitio.

—Ya puedes irte.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque ahora tengo que esperar a que me des tú algo a mí.

—¿Como qué?

—No lo sé.

—Mira chico, me estás tocando las narices.

—Yo sólo hago lo que me han dicho. Dentro del sobre está todo.

El recepcionista abrió el sobre y miró en su interior alejándolo de su cara. En lo primero que se fijó era en un billete de cincuenta euros. Sonrió, y sin sacar el billete vio una carta escrita a mano.

—A ver qué pone aquí:

“Necesito un favor. Soy Alicia, la que se aloja en la habitación 205. Esta mañana dejé en recepción un paquete y un par de postales, pero como he tenido un pequeño contratiempo no puedo recogerlo yo misma y he enviado a mi amigo Juan para que me haga el recado. Por favor acepta el dinero por las molestias y entrégale el paquete y las postales. Gracias.”

—Bueno —masculló el recepcionista—.

Se agachó, rebuscó por debajo del mostrador, y sacó las dos postales. Si me han dado cincuenta euros sólo por entregar el paquete, seguro que contiene algo muy valioso —pensó—. Le dio las postales al chico y forzó una sonrisa.

—Aquí tienes lo que buscabas.

—¿Eso es todo?

—¡Pues claro! —dijo el recepcionista torciendo la boca—. ¿Qué esperabas?

El chico levantó los hombros, cogió las postales y se dirigió hacia la puerta de salida.

*

Los ojos oscuros de un hombre que vigilaba la pensión desde una esquina cercana, se detuvieron sobre el chico. Ladeó la cabeza, desconcertado, y llamó desde su teléfono móvil.

—Un chico está levantando la mano en la entrada. Me da la impresión de que sujeta unas postales.

—¿Qué más hace? —preguntó el pelirrojo—.

—Nada más. No se mueve ni habla. Sólo levanta la mano.

—Llama a Carlos. ¡Están aquí! —ordenó después de colgar—. Muy cerca —musitó—.

*

Antonio y Pedro se pusieron manos a la obra. El primero, al ser el mayor, se encargaría de la parte más peligrosa del plan. ¡Prender el fuego! Pedro amontonó varios periódicos y revista viejas en una esquina de la pensión. Se chupó el dedo y midió la velocidad del viento, como si entendiera de eso; luego hizo un par de bolas de papel y las colocó en la base del montón, y se situó al otro lado de la calle, justo enfrente de la entrada para que Manuel, que esperaba impaciente y con las postales en la mano, fuese capaz de distinguir la señal con claridad.

Llegó la hora de la verdad.

Antonio sacó un paquete de cerillas de su bolsillo, juntó un puñado, las encendió, colocó la caja entre los papeles y tiró las cerillas prendidas antes de salir corriendo.

—¡Fuego en El Gallo Verde! —voceó Antonio—.

—¡Fuego en El Gallo Verde! —voceó Pedro—.

—¡Fuego en El Gallo Verde, sálvese quien pueda! —voceó Juan—.

La hilera de humo que recorría la calle y pasaba por delante de la entrada principal provocó un inmenso pavor al recepcionista.

—¡Dios santo! —exclamó el recepcionista y salió corriendo para ver qué ocurría—.

Sin vacilar, Manuel saltó detrás del mostrador, justo donde el recepcionista se había agachado para coger las postales, abrió un armario, se hizo con el paquete, salió a hurtadillas y desapareció en los callejones.

*

El pelirrojo contemplaba la puesta en escena de la obra teatral desde la ventana de la habitación 205. Observaba con admiración la rapidez con la que actuaban los gamberretes, aunque sabía que el astuto plan había sido orquestado por sus tres objetivos. No estaba preocupado. Al igual que Alicia y sus compañeros jugaban sus cartas, él aguardaba con paciencia que le tocara jugar las suyas. El equipo encargado de adueñarse del diario de Matías no tardaría en llegar.

—No os vais a escapar —dijo en voz baja y salió de la habitación—.