Siete

Joseph regresó a casa, se lavó para quitarse la saliva de Viv, preparó un poco de té y se hizo unos huevos duros, porque tenía hambre. Su gata estaba en casa y se comió toda una lata de carne con salsa; a continuación, se sentó al lado de Joseph frente a la estufa, levantó una pata y empezó a limpiarse sus partes pudendas. Ya no podía estar más gorda. Con cuidado y ternura, se lamió los pezones hinchados, que se habían convertido en clavos carnosos alargados, romos y rosados. Tenía varios pechos listos para amamantar y se movía torpemente. Exigía atención con maullidos roncos e imperiosos; Joseph le acarició la cabeza y le rascó detrás de las orejas.

—Blancanieves — le dijo —, princesa de nieve.

La gata ronroneaba arrobada, contorsionándose ante las caricias; no sabía que él se comportaría como Dios con el fruto de su vientre y que lo dispersaría. Gracias a la tregua de Navidad, ningún tiroteo estremecía la plácida pradera de estrellas del mes de diciembre. Y Joseph aún conservaba el dulce olor de la señora Boulder, cuya piel había absorbido tantos aromas y lociones perfumadas a lo largo de los años que más que piel parecía un costoso producto de laboratorio; era una nave bien tapizada de ciencia ficción que lo había arrojado al interior de la tierra, donde todo está patas arriba, ahora estaba seguro de que era así, una desorientación sin límites, su cuarto estaba tan oscuro que los perros habrían tenido miedo de ladrar antes de que encendieran la estufa. Se sentía muy cansado y confuso. Suponía que haber hecho el amor con la señora Boulder había destruido un polo del mundo que jamás había sabido que existiese; Viv lo había golpeado y escupido, su amistad había cambiado irremediablemente, convirtiéndose quizás en algo menos civilizado. Se quedó sentado, perplejo entre las cáscaras de huevos, hasta que Anne llamó a la puerta.

—¿Qué te pasa? — le dijo, al ver lo abstraído que estaba.

—Tengo el cerebro lleno de figuras de todos los colores — dijo Joseph —, Soy un tipo colorido pero confuso.

—Ya estás otra vez haciendo de las tuyas — dijo Anne fastidiada —, Ocultando tus limitaciones con lenguaje florido.

—Eres una flor de hierro. Tengo que reconocerlo.

Anne hizo un gesto de desprecio. Su vestimenta no hacía concesión alguna al ambiente festivo, seguía acorazada en su traje gris de franela y encadenada con perlas artificiales. Era tan dura y severa como un precepto moral, pero cojeaba.

—Recuerdo que te iba a invitar a salir — dijo Joseph.

—Es cierto. No vas a faltar a tu palabra, ¿verdad?

Joseph se sintió conmovido.

—Naturalmente que no. Lo malo es que ya no soy amigo de mi amigo, así que me voy a sentir incómodo en la fiesta.

—¿Quién? ¿Ese tipo del sombrero? ¿Qué le hiciste?

—Me metí con su chica —dijo Joseph improvisando.

—Eso quiere decir que no te importan mucho tus amigos.

—Así parece — dijo Joseph. Se abotonó el abrigo raído, recordando con tristeza las chaquetas victorianas de caza, los anoraks forrados con piel de lobo y los antiguos gabanes militares de ese elegante pasado que recordaba la señora Boulder; probablemente ahora todos ellos adornaban a viejos del Bajo o dejaban estupefactos a los empleados de las hospederías del Ejército de Salvación. Afuera, la noche era fría y brillante; la ciudad estaba acurrucada allá abajo como un animal plagado de luces eléctricas. Todo estaba en paz, todo brillaba en derredor.

—Seguramente todos los niños ya están empezando a alborotarse — comentó Anne de improviso.

—Me imagino que sí — convino Joseph —. En estos días reina la inocencia.

—Si no fuera por toda esa comercialización… — dijo Anne —. No es en absoluto inocente, ¿no?

—¿Quieres que tengamos una charla de buenos liberales sobre la comercialización de las Navidades? — preguntó Joseph—. En ese caso, te aseguro que preferiría contemplar las estrellas.

—¿Qué quieres decir? — dijo Anne retrocediendo —. ¿Qué significa «inocente» para ti?

Nadie le había pedido jamás que definiera lo que significaba para él esa palabra. Miró el rostro rígido y pálido de Anne.

—Mi gata mata pájaros con toda inocencia. ¿Qué te parece eso?

—Eso es convencional — dijo Anne burlándose —. Es un cliché.

—Algunos clichés sólo se convierten en clichés porque son verdad. Como «los muros de piedra no hacen una prisión y las rejas de hierro no hacen una jaula». Así que estoy empezando a pensar que quizá Kay tenía razón y que no tendríamos que haber soltado al tejón, que quizá ya no podía vivir en un mundo donde gente como tú cree que puede morder.

—No te salgas por la tangente, Joseph. Escúchame, ¿tu gata seguiría siendo inocente si se comiera a los recién nacidos como hacen los conejos?

—¿Por qué no?

—¿Y yo? ¿Y si yo hubiera matado a mi hijo porque no podía soportar que me sonriera?

—Sí-dijo Joseph lentamente —. Eso sería crear tus propias reglas del juego, ¿verdad?

—¿Quién es culpable, entonces? — preguntó Anne rencorosamente.

—Lyndon Johnson — gritó Joseph como un lobo.

—¿Por qué? No puede dejar de comportarse como un político.

—Él contrata a otros para que asesinen en su nombre y nunca les dice que están cometiendo un asesinato. Y algunos jamás lo descubren. Conoces el cuento del traje nuevo del emperador; bueno, los políticos usan capuchas de verdugo hasta que la capucha termina por convertirse en su rostro y engañan a todos, salvo a los niños y a los locos, haciéndoles creer que ése es su verdadero rostro.

—Tú no estás loco — dijo Anne con desprecio.

—Lo sé. Soy capaz de distinguir a un halcón de una piojosa sierra de mano y es una desilusión enorme. Estoy cuerdo y soy un adulto pero de todos modos no voy a confraternizar.

—Yo soy una mujer sencilla — dijo Anne —. Siempre andas con enigmas.

Joseph le tironeó las mangas de tweed.

—Pregúntales a los asesinos, ellos saben que los ahorcados sólo comprenden el lenguaje de la soga.

—Yo sabía que estabas en contra de la pena de muerte — dijo Anne, esforzándose por soltarse —. Incluso en el caso de esos monstruos asesinos de niños, ahorcarlos es poco.

Joseph la soltó.

—¿Tú crees que tendría que reintegrarme a la sociedad? —preguntó Joseph, sin esperar una respuesta.

—Después de todo, han establecido una tregua en Vietnam, una tregua de Navidad —dijo Anne titubeando, sin saber cómo reaccionaría Joseph.

—Lo más seguro es que los budistas no entiendan qué está pasando.

—¿Por qué no vas a predicar a Speaker’s Córner? —dijo Anne en tono burlón.

El ángel de Joseph despertó otra vez y le exigió que intentara violarla.

—¿Te gustaba hacer el amor, Anne? —le preguntó con un tono diabólico—. Háblame de tu vida sexual, ¿te gustaba cuando la tenías?

Joseph no consiguió avergonzarla ni resquebrajar el barniz que la rodeaba.

—No mucho — contestó Anne en un tono perfectamente neutro —. Me daba lo mismo y generalmente prefería no hacerlo.

Los matorrales y los árboles del jardín que rodeaban al niño de piedra se mecieron y susurraron como si aplaudieran delicadamente su abstinencia.

—¿No hay nada que te interese, entonces? — preguntó Joseph, recordando a la desmañada ninfa aferrada a los brotes de hojas.

—En uno de los cuartos donde viví había un macetero — dijo Anne —. Planté unas semillas. Vinieron los pájaros y se las comieron; una mañana vi. a un gorrión que se alejaba volando con una semilla en la boca. «¡Qué desfachatez!», pensé. Así que no brotó nada pero aprendí la lección y nunca planté nada más.

—¿Qué semillas plantaste?

—De capuchinas. Se supone que brotan fácilmente.

—Tú sí que te escondes, ¿ah?, andas siempre con tu aire de indiferencia metida en esa especie de bata de pelo de camello. — Joseph la imaginó preparando melancólica una comida frugal en un vestido de casa que le sentaba pésimamente.

—No te entiendo — dijo Anne con un dejo de recelo. Iban bajando por la colina; Joseph, que iba un par de pasos más arriba, se apoyó con fuerza en los hombros de Anne.

—Si tuviera auténtico talento para la inmolación, me casaría contigo — dijo.

—¡Cierra el pico! — gritó Anne; ese insulto de escuela primaria lo reanimó y lo hizo sentir inexplicablemente más tranquilo. Así llegaron a la casa de Kay, repleta de linternas y música retumbante. Un estrépito sordo de charlas y risas se escapaba por la puerta abierta; las paredes del vestíbulo estaban recubiertas de espejos que reflejaban en imágenes distorsionadas a los invitados vestidos con ropas agitanadas de tantos colores que, al moverse, parecían fragmentos de un caleidoscopio gigantesco que la inquieta mano de un niño hacía girar sin cesar o pedazos de un arco iris desintegrado. Una muchacha con vaqueros blancos y un sombrero con cerezas y flores gritó:

—No lo puedo creer, es Joseph Harker — se apartó de los demás y le dio un beso, aunque Joseph no recordaba haberla visto antes.

—Yo creía que te habías muerto — dijo la muchacha.

—Resucité — explicó Joseph. Anne lo miró de reojo.

Este era el trazado de la casa: debajo de ellos había un sótano que rezumaba humedad. En la planta baja había dos cuartos imponentes y de techos altos, uno delante y el otro atrás, que daban a un jardín con matorrales y a la callejuela, y el elegante vestíbulo del que nacía una lánguida escalera curva que conducía al monumental salón del primer piso. Era un salón salido del San Petersburgo de los zares, un salón para bailes informales, veladas musicales y recepciones formales; en la parte de delante había un cuarto un poco más pequeño que tenía el mismo estilo grandioso. Los cuartos del segundo y el tercer piso eran cada vez más pequeños y menos impresionantes y la casa terminaba en un laberinto de áticos y buhardillas y alacenas y umbrales que no conducían a ninguna parte. Toda esa gran acumulación de mampostería y revoque pertenecía a la señora Kyte, que no había salido de su habitación desde hacía quince años, y se iba desmoronando lenta e inexorablemente.

Los amigos de su hijo caminaban con mucho cuidado sobre las tablas carcomidas. Las ventanas estaban constantemente abiertas o cerradas por siempre jamás porque todas las cadenas para contrapeso se habían roto. Los techos agrietados estaban caídos y combados. El único excusado solía negarse a funcionar. Todos los áticos tenían goteras. Todas las maderas estaban carcomidas. El papel de empapelar de casi todas las paredes estaba surcado de pliegues. La curvilínea escalera gemía, se estremecía y temblaba bajo las pisadas. La casa también estaba curiosamente decorada y amueblada.

La madre de Kay vivía sumida en su pasado teatral. Había comprado esa ruinosa mansión para vivir allí y la había convertido en un escenario para representar en él el papel protagonista que jamás le habían ofrecido en el teatro. El tamaño y la grandiosidad de la mansión respondían a sus pretensiones y nunca se había dado cuenta de que se iba desintegrando. En el cuarto que estaba encima del salón revivía los éxitos que nunca había conocido, bajo el efecto de sedantes; la casa estaba llena de enormes fotografías de la señora Kyte con marcos plateados y de espejos manchados y cubiertos de polvo, y gruesas cortinas orladas, tiesas, polvorientas y sucias, y grandes urnas y vasos con diseños egipcios o chinos colocados en nichos, todo comprado de segunda mano.

El mundo flotante de Kay acampaba en ese bufonesco entorno de lujos artificiales y absoluto descuido. Había mantas y colchones desparramados sobre alfombras tan gastadas que se alcanzaba a ver el cañamazo. Por la noche, en cada canapé de papier maché dorado (con patas de león y cojines de color rojo desteñido) había un joven que soñaba. Los cuartos que Kay y los que pasaban constantemente por la mansión habían pintado con estallidos de estrellas plateadas o lunas sonrientes estaban llenos de juguetes, plantas, libros de historietas y prendas abandonadas. Aquí y allá, en toda la casa, había fragmentos de cuadros, bosques de flores, nubes y soles que surgían inusitadamente en paredes recubiertas con terciopelo rojo oscuro o raso estriado en tonos pastel pero todo parecía estar inacabado, como si el artista o los artistas se hubiesen hastiado en medio de su obra y, luego de dejar caer indolentemente el pincel, se hubieran marchado sin rumbo fijo. En algunos casos, todo un rellano estaba pintado con colores que hacían juego. Esa noche todas las puertas estaban abiertas salvo la del cuarto de la señora Kyte. En casi todas las chimeneas había un fuego encendido. Olía a incienso. Joseph y Anne subieron al salón.

Cuatro ventanas alargadas daban al balcón en el que parpadeaban las bombillas de colores; más allá había un escarpado precipicio de brillante oscuridad, una vista parecida a la que podía observarse desde la proa de un barco. Una puerta doble comunicaba con el otro cuarto; la habían dejado abierta, de modo que gran parte de la fiesta se desarrollaba en una enorme y barroca sala de baile en forma de L. En la base de la L, Viv y sus amigos tocaban música en medio de un remolino de luces parpadeantes. Las llamas rugían en la chimenea de mármol, tallada con imágenes castamente suntuosas de urnas y guirnaldas; festones y guirnaldas de yeso coronaban las paredes, y la chimenea y el friso estaban bordeados de serpentinas de Woolworth, en apariencia colgadas por el mero placer de crear un desbordamiento de colores y formas. También había adornos de papel enroscados en torno a los limoneros artificiales severamente erguidos en sus macetas entre las altas ventanas.

Una de las paredes alargadas estaba cubierta de arriba abajo con un espejo rosáceo, una buena adquisición que provenía de algún lujoso lavabo para damas desmantelado; la habitación, arbitrariamente distorsionada por el espejo, se duplicaba y parecía charlar y bailar con sus propios reflejos; y en esa pared de espejo también se reflejaban las ventanas y los árboles y la oscuridad exterior, de modo que la noche amenazante rodeaba por los cuatro costados a los presentes. El reflejo del juego de luces de la orquesta parecía un espectáculo de mudos fuegos artificiales. Era tanto el calor y la música reverberante y las voces chillonas que el cuarto palpitaba.

Sobre la repisa de la chimenea había un enorme cuadro al óleo de la señora Kyte en su niñez, con un vestido blanco y un cachorro de perro de aguas, pintado en los colores claros y con las anchas pinceladas de los pintores de moda de finales de los años veinte. En la repisa de la chimenea, dentro de una pantalla de vidrio, había un par de zapatillas de ballet que la señora Kyte usó cuando era muy joven, en la única ocasión que había bailado un foxtrot con el Príncipe de Gales. Había una foto del difunto señor Kyte, el piloto de combate, que lucía un bigote de dimensiones que superaban las posibilidades de su hijo. También había una enorme mole tambaleante de sobres usados y de cartas, cuentas, tarjetas, guantes, zapatos, lápices de colores, potes de pintura, restos de cigarrillos, papel para cigarrillos, pedazos de chocolate a medio comer, sobres de preservativos y residuos domésticos de todo tipo.

Las gruesas cortinas de terciopelo de color verde almendra tenían vetas doradas y plateadas toscamente pintadas; en las paredes, que originalmente habían sido rosadas para que hicieran juego con el espejo, habían pintarrajeado peces y aves tropicales. Joseph se alegró al ver el ave azul del paraíso del Príncipe Rodolfo. Una lámpara compuesta por una serie de piezas de vidrio rosado opaco que se intersectaban, una reliquia de un cine monumental abandonado, colgaba en el centro de la habitación; la habían adornado con coronas de rosas de plástico. Anne se quitó ceremoniosamente el abrigo y la chaqueta y se quedó en posición de firmes con las dos prendas colgando del brazo. Al parecer, le bastaba con apoyar la espalda en un espejo y estudiar gravemente a los presentes. Llevaba una chaqueta beige de punto sobre la blusa blanca. Joseph le llevó una jarra de sidra de barril; luego se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, al lado de ella, mirando a través de un bosque de piernas.

—Tengo una sensación de déjá vu —se lamentó. Aunque nunca había estado en casa de Kay, la mayoría de las caras que lo rodeaban nadaban en un distante mar de recuerdos anteriores a la partida de Charlotte; la música, la sidra que desbordaba del barril y caía al suelo y las jarras de vino tinto barato, todos esos rostros sonrientes tan afectados como las sonrisas pintadas de los acróbatas, todo eso había sido algo muy familiar para él en otra época. Ahora le extrañaba estar rodeado de tanta gente otra vez, entre tanta gente disfrazada que parecía divertirse.

—¿Quién crees que ha venido disfrazado de la Peste? — preguntó, pero Anne no alcanzó a oírlo a causa de la música.

Barbie, la chica americana, bailaba enfundada en un vestido de lamé plateado que le dejaba la espalda al descubierto y que evidentemente había sacado del tesoro histórico de la señora Kyte. La cabellera de color mermelada, claveteada de flores artificiales, le caía por la oscura espalda desnuda y bronceada y la cola de lamé culebreaba como un pez; era una sirena sosa. Reía y era un solo tintineo de brazaletes de metal. Anne lanzó un gruñido burlón. Eran alrededor de las once, la hora en que Papá Noel sale en su trineo para luego descender por las chimeneas; la Opera Eléctrica terminó su presentación y salió de la parte del cuarto en forma de L en busca de bebida. Allí estaba Viv.

—¡Cabrón! — insultó violentamente a Joseph —. Cerdo.

—Hay damas presentes — dijo Joseph en tono de regaño, inmutable de tan cansado que estaba.

—¡Vaya! — exclamó Viv —. Si es Annie, la huerfanita.

Esbozó una sonrisa; lucía su traje y su sombrero de pistolero. La perla regordeta que llevaba en la corbata resplandecía con el mismo brillo que sus dientes.

—Me alegra ver que has salido y te estás divirtiendo — le dijo a Anne con voz remilgada.

Anne lo miró recelosa. Se oyó un chasquido y todas las luces se apagaron. La saltarina luz del fuego convirtió en oro ardiente la cola del vestido de la americana, que se puso a repartir bengalas entre los invitados y todos empezaron a encenderlas. Fuera y dentro del espejo, por todas partes, caían centelleantes cascadas de chispas. Viv sacó dos cohetes del interior de su chaqueta, los encendió con un vistoso y flamante encendedor y le pasó uno a Anne; ella se quedó mirando sus primeros chisporroteos. Era un objeto mágico.

—¡Hace años que no veo uno de éstos! — dijo. Comenzó a dibujar leves círculos de luz en la oscuridad; reía con ganas. Su rostro se cubrió de un brillo mínimo, extraño a ella.

—Perdón — dijo Joseph, feliz al verla sonreír. Anne y Viv estaban tan atareados encendiendo cohetes que no se dieron cuenta de que Joseph salía escurriéndose del salón de baile en busca de un lugar tibio donde dormir, porque no soportaba la idea de salir al frío para dar una deprimente caminata hasta su miserable cama. En el rellano se cruzó con la señora Boulder, escoltada por un enorme africano que medía dos metros por lo menos, y robusto, tal como correspondía a su estatura, de un color negro reluciente.

La señora Boulder iba envuelta en un boa de plumas blancas; llevaba un estrecho vestido de raso blanco abierto a un costado, zapatos plateados con tacones de aguja y purpurina plateada sobre el esponjado merengue de sus cabellos y sombra plateada en los párpados; su rostro lucía espléndido. Era blanco sobre blanco de pies a cabeza, parecía un ventisquero a la luz de la luna; era una reina blanca y el africano era un rey negro. El africano llevaba una hermosísima túnica dorada y carmesí y una gorra con bordados de oro en la cabeza escultural. Tenía una expresión sabia y cínica.

—¡Joseph, tesoro! — gritó la señora Boulder sobresaltada. Joseph vio el bosque azul, la fuente, la virgen extasiada y comprendió que jamás regresaría a ese lugar.

—Veo que su unicornio resultó ser negro — dijo con extrema claridad; ella pensó que estaba borracho, y sonrió.

—¿Cómo? — preguntó el africano con una pizca de acento francés.

—Joseph — dijo la señora Boulder rodeándose de una majestuosa compostura —, quiero presentarte a Toussaint, uno de mis más antiguos amigos; mi mejor amigo, en realidad, como ha quedado demostrado en todos estos años.

—Enchanté — dijo el africano, apretando los dedos de Joseph con seguridad pero suavemente con la mano que no rodeaba el brazo de la señora Boulder. Ella tenía hasta la punta de los dedos plateados.

—Toussaint dijo —, éste es el amigo de mi Vivian, Joseph.

—He aquí al soñador, ¿eh? — dijo el africano, examinando a Joseph. Lanzó una sonora pero controlada carcajada, como si les ahorrara el estallido de su risa sobrehumana por consideración. La señora Boulder se apoyó en su hombro carmesí y sonrió. Estaba absolutamente sobria.

—Lo siento, pero no entiendo nada — dijo Joseph.

—Es una alusión bíblica — dijo la señora Boulder serenamente. Llevaba una nueva joya, un reloj de pulsera de diamantes. ¿Y era posible que Joseph sólo hubiese soñado que hacía el amor en esa torre de marfil y que se adentraba en los misterios de la mujer de la luna, que ahora aparecía renovada junto a un sol negro, dorado y carmesí? Se excusó precipitadamente otra vez, descompuesto, y subió corriendo las escaleras mientras ellos avanzaban con aire imponente hacia el salón de baile.

Joseph abrió la primera puerta que encontró, atravesó el umbral y la cerró sigilosamente a sus espaldas. Se encontró en un cuarto poco iluminado que olía a vómito. Aunque el cuarto reverberaba con el renovado clamor que producían los músicos en el piso de abajo, conservaba una silenciosa calma. En una cama gigantesca en forma de concha de vieira, cubierta y rodeada por un dosel de gasa sucia, una mujer se movía de un lado a otro y gemía. Había muebles de vidrio por todas partes y un gramófono enorme y anticuado. Kay estaba poniendo en él un disco para que su madre pudiese escuchar su propia música; era un silbante disco 78. Kay apoyó el brazo del gramófono.

Él baila allá arriba, en el techo, cerca de la cama…

La dicción cristalina de una cantante de los años treinta, muy dulce y atrevida.

Cerca de mí

toda la noche…

La sombra de Kay bailaba en la pared; no se había puesto nada especial para la fiesta, iba vestido como de costumbre, de color azul cielo. La enferma, su madre, dejó de quejarse para escuchar, encallada en un arrecife de almohadas; el zumbido de la Ópera Eléctrica la golpeteaba dulcemente, como un oleaje atlántico de vítores y aplausos que celebraban éxitos que jamás había conocido.

Susurro «vete, amor mío, no es justo»,

pero estoy tan feliz al ver que sigue allí…

Había un Pierrot sucio y descoyuntado sobre el cubrecama de raso blanco. Kay atizó el fuego para que su madre enferma se calentara. En la repisa de la chimenea había una caja de cristal con un minúsculo ramillete de flores en un soporte de plata obsequio de C. B. Cochrane a la señora Kyte en la flor de su juventud y su belleza. Las rosas, originalmente rosadas, y lo que había sido un extravagante adorno blanco eran ahora de un parejo gris espectral. Joseph salió del cuarto tan sigilosamente como había entrado y subió otro tramo de la escalera hasta llegar a esa parte vacía y solitaria de la casa donde los cuartos eran menos ostentosos, los techos bajos, los rellanos estrechos. Vio a la muchacha regordeta, Rosie, alejándose por un corredor marrón. La arbitraria decoración de la señora Kyte no se extendía tan arriba y toda la luz provenía de una mísera bombilla. Rosie masticaba algo y tarareaba en voz baja.

Recordando la tregua de Navidad, Joseph renunció a sus intenciones de dormir y se acercó a Rosie por detrás. Le metió la mano izquierda entre las piernas y recorrió con la uña la cremallera de sus pantalones. Ella le apartó suavemente la mano y se dio la vuelta, sin dejar de comer lo que fuese que estaba comiendo. Llevaba una camiseta de hombre con un recorte de un enorme corazón sobre el pecho izquierdo. Le sonrió con aire soñador. Los rizos negros le serpenteaban a lo largo de las mejillas rojizas de campesina. Joseph deslizó la mano derecha debajo del corazón recortado; la piel de Rosie era deliciosamente esponjosa. Fue aplastando cuidadosamente la envoltura de papel del caramelo Crunchy hasta convertirla en una bola y luego la tiró. Joseph volvió a ponerle la mano izquierda entre los muslos; Rosie se le acercó.

—Hola, Joseph — dijo. Empezó a hurgar entre sus ropas —. ¿ Eres Joseph, verdad?

Joseph le respondió:

El mundo está tan lleno de tantas cosas

que estoy seguro de que todos seremos felices como reyes.

Se acariciaron. Él la empujó contra la pared marrón. El aliento de Rosie era dulce y olía a chocolate. Mientras Joseph se balanceaba para entrar en ella, Rosie le dijo:

—¿Te puedo pedir un favor?

—Por supuesto — le prometió Joseph, que no tenía ánimo para discutir.

—Dime «Rose, eres la mujer más hermosa del mundo».

Joseph sintió un arranque de tal ternura que pensó que le iba a estallar el corazón.

—Rose — repitió suavemente —, eres la mujer más hermosa del mundo.

Ella lanzó un suspiro de satisfacción, apretó exageradamente los párpados («no mires antes de que haya contado hasta tres y te enseñaré un secreto») y se pegó a Joseph como una enredadera de campanillas. Cuando se apartaron, aturdidos y mareados, Joseph se apoyó en la pared; el revoque cedió apenas y se resquebrajó. Ella le sonrió con un gesto dulce y soñador.

—Mi madre es tan gorda que hace veinte años que no se ve los pies — dijo —. Tengo terror de engordar.

—Yo no me preocuparía por eso — le dijo Joseph, con el tono más tranquilizador de que era capaz.

—Estas cosas son hereditarias — dijo ella escépticamente. Se arregló las ropas, volvió a sonreír y se alejó en dirección a la escalera. Era tierna e irreprochable como una nube. Atontado como estaba, Joseph reanudó la búsqueda de un lugar donde dormir.

Al abrir la puerta más cercana, se encontró en el techo, entre las estrellas, en un estrecho parapeto en el que había una maceta cubierta de ligustros y una piña de piedra. Se produjo un gran revuelo de alas; decenas de palomas que dormían pacíficamente, con la cabeza oculta bajo las plumas, posadas alrededor de las chimeneas y en los salientes que había en lo alto de la casa, fueron arrancadas cruelmente del sueño y comenzaron a elevarse y a volar en círculos. Luego, todas las campanas de todas las iglesias de la ciudad empezaron a repicar porque era la medianoche de Navidad. La puerta se cerró con un golpe detrás de él. Joseph quedó suspendido en un cielo fantástico entre alas y campanas.

A continuación, una a una, las aves se dejaron caer pesadamente en los varales y comenzaron a arrullar soñolientas mientras se redistribuían, y las campanas se calmaron y dejaron de sonar en las torres de las iglesias y se produjo un luminoso silencio que sólo perturbaban los lejanos ruidos de la fiesta. Joseph se quedó en el parapeto un rato más, observando las sombras de las luces del salón de baile que brincaban en los árboles del jardín y mirando las ventanas iluminadas de las terrazas cercanas y distantes donde en ese preciso momento las madres y los padres estarían rellenando fundas de almohadas con muñecas, trenes, rompecabezas, disfraces de enfermera, pistolas de juguete, un laboratorio en miniatura, una manzana, una naranja y un puñado de nueces. Joseph pensó en su abuelo muerto. El rostro que recordaba tenía un tono sepia, de foto antigua; por primera vez se preguntó si había querido al viejo porque estaba inofensivamente muerto y no podía exigirle nada.

Se habría echado a dormir en el parapeto pero hacía demasiado frío. Tenía los dedos entumecidos y la cara tirante; buscó refugio en la casa. El corredor marrón estaba a oscuras. Avanzó tanteando la pared hasta encontrar una puerta. En ese ático, una vela se consumía en un plato. Había un colchón en el suelo y un montón de mantas del ejército. Un puñado de carbones lanzaba destellos en el hogar. En las paredes había difusas y enmarañadas siluetas de tigres. Joseph se dio cuenta de que una pila de monedas abandonadas y un montículo de flores artificiales delataban la presencia de Barbie, la americana; ella y Kay dieron un brinco en el colchón. Ninguno de los dos llevaba nada encima excepto un collar de corales y una llave de puerta colgada de una cuerda. Kay parpadeaba sin las gafas de sol.

—Siento molestaros —dijo Joseph disculpándose—. Tendría que haber supuesto que todas las camas estarían ocupadas esta noche; se podría decir que no hay lugar en la posada.

—¡Ah!, pero siempre se te puede hacer un hueco, Joseph — dijo Kay cortésmente, empujando a una dócil Barbie a un extremo del colchón. Sometiéndose en seguida a lo inexplicable, Joseph se balanceó siguiendo el vaivén de la puerta y se echó a reír. Reía con tantas ganas que empezó a sentirse débil y fláccido. Reía con tantas ganas que los otros dos se contagiaron aunque no sabían de qué se trataba el chiste. Kay se contrajo en un ovillo mientras reía histéricamente y Barbie reía como Doris Day, enseñando unos dientes perfectos; sin dejar de reír y con los hombros temblantes, se rodeó las rodillas suaves y oscuras con los brazos delgados y oscuros.

—Otra vez a la conejera — dijo Joseph; cuando despertó, los otros se habían marchado, la vela se había apagado, sólo quedaban unos restos de fuego y el cuarto estaba sumido en una cálida oscuridad. Lo habían arropado con mucho cuidado con las mantas y Barbie le había puesto las margaritas falsas en el pelo. Aunque sólo había dormido un par de horas, se sentía renovado y listo para enfrentarse a las nuevas sorpresas que la noche pudiera ofrecerle. Dobló cuidadosamente las mantas y salió de nuevo al corredor. Un coro de campanas de iglesias dio las cuatro.

Aunque las luces estaban encendidas, en el primer rellano no se oía ni siquiera un leve eco de la fiesta, ni un solo sonido. Bajó por las escaleras; un racimo de muchachos y muchachas dormía apaciblemente en la gastada alfombra delante del cuarto de la señora Kyte. Joseph se detuvo y prestó atención; el gramófono estaba detenido, pero se oía una voz de mujer. Abrió la puerta con el mismo sigilo que antes; todo seguía igual en el cuarto, los muebles de vidrio, el fuego encendido, el muñeco de raso y la inválida de aspecto indescriptible en la cama rococó. Kay ya no se encontraba junto al gramófono, pero Rosie, con el corazón fuera del pecho, estaba sentada al lado de la cama leyendo en voz alta con la monotonía de una colegiala que recita la lección, vacilando en las palabras largas.

—Estoy completamente decidida: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! De nada les servirá que metan sus cabezas por el pozo y me digan, «sube acá arriba, cariño»; me limitaré a mirar hacia arriba y a replicar, «a ver, ¿quién soy?», «decidme eso primero y luego, si me gusta serlo, subiré, y si no me quedaré aquí abajo hasta que sea otra persona…»

Rosie estaba leyendo Alicia en el país de las maravillas. Joseph descubrió que todas las noches se turnaban para leerle a la señora Kyte cuentos que había leído en su niñez, para hacerla dormir: Mujercitas, La historia de Katy, La princesa y el trasgo, Detrás del viento norte, Alicia, A la caza del snark y Silvia y Bruno. Tanto tenía que alejarse hacia su pasado para recordar plácidos sueños. Un atrasado reloj francés de oro y brillantes dio las cuatro con un melodioso tañido, anunciando el lento transcurrir del tiempo de la señora Kyte.

Los que dormían se apiñaban en las escaleras como las palomas en el techo y había bebidas derramadas, vidrios rotos, comida tirada y colillas de cigarrillos por todas partes. En una silla de arzobispo de madera terciada, tapizada con brocado turquesa, Joseph encontró a Maggie, la chica irlandesa, la primitiva ave azul del paraíso del Príncipe Rodolfo, que había llegado a la fiesta de algún modo y que dormía profundamente con la zampoña apoyada en la alfombra a sus pies. La casa era un solo zumbido de ensueños. El salón de baile seguía estando tibio y fragante pero sólo quedaban unos pocos supervivientes tranquilamente sentados entre los restos de la fiesta y las pilas de soñadores, que reaparecían en esa otra dimensión del espejo rosado como cadáveres de bruces en un campo de batalla la mañana siguiente al combate.

El Rey Negro y la Reina Blanca habían desaparecido. Los integrantes de la Ópera Eléctrica dormían entre los instrumentos abandonados, con la excepción de Viv, que sostenía una gran tetera marrón de la que iba sirviendo té en pesados picheles blancos a Barbie, Kay, Anne Blossom y el viejo Sunny. Joseph se sorprendió al ver que Anne había aguantado hasta el final.

Sus cabellos eran una maraña de virutas de alambre y tenía una mancha irregular en el delantero de la chaqueta de punto. Anne estaba cortando rebanadas de pan y trocitos de mantequilla; en una bandeja había todo tipo de cosas de comer. Si Joseph se había sorprendido al ver a Anne, se quedó atónito al ver a Sunny, que llevaba puestos el abrigo y la gorra a pesar del fuego y sostenía un violín en una mano y un grueso emparedado de jamón en la otra. Primero le dio un buen mordisco al emparedado; luego lo dejó a un lado y bebió un largo sorbo de té. Saludó a Joseph con una inclinación de cabeza.

—Vivo aquí, en el sótano — dijo —. Siempre he vivido ahí. Desde hace cuarenta años. No lo sabías, ¿no?

—No — dijo Joseph. Quizás el violín era sólo una ilusión. No se atrevía a tocarlo, por temor a que no fuese real.

—Vivo en el sótano desde hace cuarenta años — repitió Sunny muy satisfecho de sí mismo —. La señora me compró junto con la casa. La ley de alquileres. Ta ti, ta ti. La ley de alquileres. Nunca te enteraste de que vivía con Kay.

Joseph aceptó un pichel de té.

—¿Viste a su Príncipe Negro? — intervino Viv —. Llegué a casa de un humor endemoniado y ahí estaba, enorme, descomunal; estaban sentados como dos tórtolos y ella parecía una muchacha, toda sonrojada, y ahora se va a ir a Costa de Marfil con él y me va a abandonar y dice que va a cortar amarras, que ya es hora de que me las arregle solo. Cariño, te aseguro que me quedé de una pieza. Y había malgastado todas mis emociones contigo, así que no pude reaccionar decentemente.

Era tal su resignación que parecía desintegrarse. Se había quitado la corbata y desabotonado la camisa, dejando al descubierto un frondoso vello negro.

—Así que supongo que aprenderé a perdonarte; a la larga, cuanto menos se diga, mejor, aunque me enteré de que no te bastó con lo que le hiciste a mi madre, también se la metiste a Rosie. Tú sí que estás recuperando el tiempo perdido. Pero, claro, hay que ser amigable durante las fiestas.

—¡Vamos!, dame un poco de té — dijo Sunny; Viv le llenó el pichel.

Joseph se preguntó qué podría haberle sucedido a Anne Blossom, si le habían hecho el amor o había tenido visiones. Estaba pálida pero tenía una expresión inconmovible. Barbie ya no llevaba el vestido plateado sino una bata suelta de una tela estampada y brillante, y estaba descalza. Contemplaba imágenes en el fuego; ahora tenía plumas de pavo real en el pelo. Joseph se sentó a su lado y le preguntó:

—¿A qué te dedicas, Barbie? ¿Cuál es tu rollo?

—La carne es polvo — repuso ella con aire ausente, como si repitiera la lección del día.

Joseph sintió que el día siguiente bien podría ser el día del juicio final. Pensó agradecido que tal vez se estaba olvidando de pensar o sentir salvo a través de los sentidos. Examinó las imágenes laberínticas que tenía en las diez acaracoladas yemas de los dedos, posibles mapas de un nuevo mundo.

—¿Quién es el enemigo? — le preguntó, seguro de que le respondería.

—El tiempo — dijo ella de inmediato —. Está aquí, allí y en todas partes y siempre triunfa al final. — Pronunció la «i» de «tiempo» redondeándola, con un delicioso acento americano.

—Ponme entre tus recuerdos — dijo Joseph, jugueteando con el collar de coral. Barbie rió con una risa de directora de los que alientan a un grupo de deportistas de escuela secundaria; tenía un aspecto tan sano y normal, tan alegre y colorido, que Joseph se sentía fascinado. Barbie se quitó las plumas de pavo real, sacó inesperadamente un peine de la pechera del vestido y se desenredó el pelo.

—Intentaste hacer explosivos o algo por el estilo, ¿no? — le preguntó —. Oí una historia muy rara. Kay dijo que estabas muerto pero que no querías quedarte quieto.

—Voy a deshacerme del libro de datos — dijo Joseph.

Después de terminarse el emparedado y de tragar el resto del té, Sunny se puso de pie. Mostró muy orgulloso el violín, un violín de verdad.

—¡Colofonia! — dijo perentoriamente.

Kay, que estaba tostando una rebanada de pan, soltó el tenedor y hurgó en el revoltijo que había en la repisa de la chimenea hasta que encontró un cubo ámbar de colofonia. Sunny la frotó contra el arco y lo exhibió con orgullo.

—Lo voy a bautizar con una melodía — dijo— Mi hermoso violín nuevo, el mejor regalo de Navidad que he recibido, gracias a Kay. Ta, Kay, ta, hijo. Es un regalo hermosísimo.

Sunny empezó a afinarlo. Esto molestó tanto a un muchacho disfrazado de indio piel roja y profundamente dormido, que se alejó rodando hasta un rincón. Kay empezó a untar mantequilla en su pila de tostadas. Parecía un duende, un espíritu del lar. Tenía las gafas apoyadas en la frente. Comieron tostadas, pastel y emparedados de jamón.

—He actuado ante la realeza, en «El café real» por ejemplo — anunció Sunny irguiéndose y apoyando el violín bajo el mentón —. De lo ridículo a lo sublime: tema en clave de sol para violín de Juan Sebastián Bach.

Y realmente sabía tocar el violín. Aunque gruñía, sudaba y suspiraba, procedió a tocar el tema en clave de sol para violín con gran vibrato. La dulce y exquisita melodía resonaba en el aire como partículas de miel o gotas de oro y los dedos de Sunny se estremecían en las cuerdas. Deteniéndose arrobado en cada nota en crescendo fue llegando lenta y sudorosamente al final con tal entrega que todos se quedaron silenciosos en el silencio que se produjo a continuación y Sunny miró con curiosidad en torno a él, molesto por no recibir los elogios y los aplausos que merecía. Pero Rosie, que había entrado sigilosamente en el cuarto sin que Sunny lo advirtiera mientras tocaba, se le acercó corriendo, lo besó en las ajadas mejillas y lo abrazó.

—Nunca he oído nada igual, abuelo — le dijo —. Esto sí que es música, y no esas basuras modernas.

Sunny estaba radiante de satisfacción y resplandecía como el letrero de la Compañía de Seguros El Sol[3], que quizás había sido el origen de su nombre. Bebió más té y se comió varios emparedados, sin soltar el violín ni un solo instante.

—Estoy segura de que fue un gran músico en su juventud, tal como dijo — le comentó Anne. Era una ceremoniosa disculpa por la descortesía con que lo había tratado —. Estoy segura deque tocaba el violín como un verdadero maestro.

—Así es — dijo Sunny satisfecho, acercando las botas al fuego.

—Yo creía que habías sido siempre igual — dijo Joseph.

—Pero estabas equivocado, ¿no es cierto? — dijo Sunny, lamiendo y masticando una corteza de pan con aire satisfecho.

Kay echó más leña al fuego.

—Esta noche es tan fría como la caridad — dijo.

—No hablas mucho — comentó Joseph.

—¿Qué quieres que diga? — respondió Kay —. No soy un tipo hablador.

Tenía una boca pequeña, delgada, con una dulce sonrisa. En realidad, era una boca serena. Su rostro, enigmático también, era un rostro envejecido, lleno de surcos y arrugas. Joseph sentía que podía perdonarlo por ser feliz.

—Deberías sonreír más — le dijo inesperadamente a Joseph —. Yo trato de sonreír por lo menos una vez cada media hora, incluso si no sucede nada agradable.

—Voy a tener que perseverar — dijo Joseph sin convicción —.Hay que ser testarudo como el demonio para hacer eso.

Viv y Rosie dormían. Tenían una expresión apacible e indefensa. A Barbie se le iban cerrando los ojos; tenía el peine enredado en el pelo.

—El mundo está lleno de crueldades espantosas e incomprensibles — dijo Joseph —. ¿Cómo puedes seguir sonriendo cada treinta minutos cuando estás rodeado de serpientes y relámpagos?

—¿Lo ves? — preguntó Kay, mostrándole la foto de su padre, el héroe de guerra —. Es el señor Kyte, el piloto de combate. También participó en los bombardeos de Dresde. He leído todos los libros en que hablan de eso, el tema me obsesionó durante años, creía que yo había provocado los incendios; es mi padre y ahora lo tengo ahí, para no quitarle los ojos de encima. Pero los muertos siguen muertos, en el agujero negro.

Sunny bostezó y soltó el violín.

—¿Negro, has dicho? ¿Viste al admirador de mi madre, la buena señora Boulder, que es tan negro como tu sombrero, o más? ¿Qué hace ella con un negro, eh, eh?

—Fornica — explicó Kay bondadosamente—. Me imagino, a esta hora…,

—¡Un negrazo! dijo Sunny en tono de queja —. ¡Qué tamaño! Claro que a las mujeres les gustan los negros por su aparato, eso ya se sabe, ¡qué tamaño!

Volvió a bostezar. La vejez había hecho que su rostro recuperara la espontánea transparencia de la niñez; tenía sueño y se sentía feliz, era evidente. Se abrazó al violín, apretándolo contra el pecho.

—Buenas noches, damas y caballeros — dijo —. Buenas noches, buenas noches.

A modo de fínale, tocó «Te veré en mis sueños», luego se derrumbó como todos los otros y siguió abrazado al violín aun después de dormirse.

—Fue muy delicado de tu parte regalarle el violín — dijo Joseph.

—A ti nunca se te ocurrió — le dijo Kay, con un asomo de acusación —, Ahora están todos como un tronco, salvo tú y yo y Anne, pobre Anne con su pobre pierna.

Anne alzó la cabeza. Ella y Kay se quedaron mirándose un buen rato. El viento se arrastraba y gemía. Las brasas rodaron en la chimenea y las serpentinas crujieron.

—Pobre Anne — repitió Kay en un tono extraño, forzado, como si hubiera entrevisto algo extraordinario, la posibilidad de que sucediese algo que escapaba por completo a todo lo que conocía. Se puso de pie titubeando y cogió a Anne de la mano. El minúsculo diamante centelleó, y una cuerda muda vibró en la amplia habitación; una palpitación inexplicable pareció agitar los cabellos en la cabeza de los que dormían. Joseph se dio cuenta de que jadeaba y tenía las uñas enterradas en la palma de la mano. Se acurrucó y se quedó mirando cómo el excéntrico y delicado Kay tironeaba a la torpe Anne hasta hacerla ponerse en pie de mala gana. Había llegado al solsticio de invierno, uno de los goznes numinosos del año.

—Anne — dijo Kay, casi susurrando, con un susurro ronco, secreto, de amante —, camina sin cojear. Yo pienso que puedes caminar sin cojear esta noche, si lo intentas.

—¿Qué dices? — dijo Anne —. ¿Qué?

—Despiértate, Anne, y camina por la habitación. ¡Camina!

—Puedo caminar pero voy a cojear — dijo Anne.

El viento silbó y unas chispas se elevaron por la chimenea. Los verdes ojos soñadores de las plumas de pavo real de Barbie lanzaban destellos, y los únicos seres despiertos en todo el mundo eran Joseph, Kay y Anne, que navegaban en un mágico barco de luz sobre un océano de oscuridad. Los horizontes se contrajeron en torno a ellos. Estaban solos.

—No vas a cojear si dices que no lo vas a hacer — dijo Kay, ardientemente convencido; la estrechó entre los brazos, mientras su cuerpo menudo parecía palpitar en un éxtasis de vehemencia. Anne tuvo que inclinar un poco la cabeza para ponerse a la altura de Kay; su expresión cansada y vacilante se transformó finalmente en un deseo de que la persuadiera, en algo así como un arranque de amor.

—Está bien, Kay — dijo con un tono débil y juvenil —. No me grites.

Él dejó escapar el aliento con un siseo.

—Camina por la habitación conmigo y no cojees — dijo —.No vas a cojear ni una sola vez.

La cogió del brazo y empezaron a caminar, mientras Joseph, arrodillado sobre las cenizas, los observaba absorto, como si su vida dependiera de que ella pusiera un pie delante del otro, uno, dos. Anne caminaba muy lentamente, con las piernas tan tensas que Joseph no alcanzaba a darse cuenta de si cojeaba o no.

Los dos se asomaron en el espejo, una extraña pareja duplicada, dos jóvenes enjutos, dos muchachas huesudas. Lentamente, lentamente, los cuatro siguieron avanzando por la habitación. Y Joseph advirtió que Anne no cojeaba en absoluto sino que, a medida que avanzaba y se iba sintiendo más segura, caminaba incluso con cierta gracia, incluso con orgullo, apoyándose apenas en Kay.

—Camina sola — le ordenó Kay, soltándole el brazo —. Camina sola, ahora. Eres capaz de hacerlo.

Una oleada de terror se reflejó por un instante en la cara de Anne; se balanceó peligrosamente pero no se cayó y poco a poco se fue enderezando hasta quedar elegantemente erguida y llegó hasta el extremo de la habitación caminando orgullosa como un caballo de carreras que hace su entrada en la pista.

—¡Corre! le gritó Kay —. ¡Corre hasta aquí!

Anne se volvió y se le acercó corriendo. Reía alborozada. Luego corrió hasta la chimenea, giró y regresó a donde estaba Kay, compitiendo con su imagen en el espejo.

—Estoy bien de nuevo — dijo —. No era un castigo por lo que hice.

—¿Eso creías, Anne? — le preguntó Joseph, impresionado al darse cuenta de que no se le había ocurrido.

—Sí, por supuesto — dijo Anne —. Creía que me habían dejado coja por ser un plan fácil. Creía que me habían castigado por eso.

Siguió corriendo de un lado para otro durante varios minutos. Sus pesados zapatos chocaban con un sonido sordo en la pelusa gastada de la alfombra de terciopelo rojo oscuro. De un lado para otro. Kay se fue acercando lentamente a Joseph. Sacó una botella medio vacía de vino tinto de detrás de una silla y bebió un poco. Le temblaban las manos y se le derramó algo de vino en la chaqueta. Luego le pasó la botella a Joseph y empezó a liarse un pitillo, pero se le derramó todo el tabaco y tuvo que empezar de nuevo; volvió a hacer otra porquería y acabó por tirarlo todo displicentemente.

—Tenía una parálisis histérica — dijo —. Cualquiera podría haberla curado, cualquiera que le hubiera dicho con toda seguridad: «¡Tonterías!, en realidad no cojeas». No es un milagro. No es un milagro. No fue un milagro, ¿verdad?

Anne seguía corriendo de un lado a otro, estremeciéndose de risa como un arroyo sereno.

—Padre mío —dijo Kay—, que no estás en los cielos. Me repugna esa cara asquerosa que tienes, siempre me ha repugnado.

Cogió la foto que estaba en la repisa de la chimenea y la lanzó al fuego con marco y todo; el vidrio se partió en dos.

—¡Y ella me importaba un bledo en realidad! — se dijo a si mismo, como si no lograra comprenderlo —. Sólo tenía la intuición de que me iba a oír, nada más.

En su cuarto, la vieja comenzó a agitarse en su colchón; los primeros copos blancos de nieve bajaban flotando más leves que el rocío y las iglesias empezaron a tocar las campanadas de las cinco. Anne se detuvo finalmente delante del fuego agonizante; se quitó el diminuto anillo y lo tiró entre las brasas.

—Quien lo encuentre se lo puede quedar — dijo.

—Yo quemaría el rizo — le sugirió Joseph, que veía el cuarto como un lugar incandescente.

—Ya se me había ocurrido — dijo Anne. Estaba roja por el esfuerzo que había hecho —. Mientras corría y corría, pensaba: «Voy a quemar ese rizo, sería morboso quedarme con él». ¡Ay, qué mañana de Navidad!

—Me he reconciliado con el tiempo — dijo Joseph, sin advertir que hablaba en voz alta.

—Todos ganan y a todos nos tocan premios — dijo Kay. Sonaba desecado, agotado. Cogió la botella de vino. Dijo con una exquisita cortesía —: Perdonadme por abandonaros por un rato; tengo que ir a hacerle compañía a mi madre.

Se bamboleaba al caminar como si fuese un pedazo de foto trucada y pudiese desaparecer súbitamente, con tanta discreción que el aire ni siquiera se agitaría a su paso. Como si ese gesto de buenas noches fuese a adormecerlos, Joseph y Anne se recostaron y cerraron los ojos apenas salió del cuarto, los dos, cada uno a su modo, perfectamente satisfechos; el prodigio ya parecía algo natural, como el violín de Sunny, y se había incorporado a la realidad de la casa. Todos dormían en la habitación pero esta vez Joseph tampoco durmió mucho. Soñó que el fuego se apagaba y que hacía frío y, al despertar, sintió frío porque el fuego, en efecto, se había apagado. Era un simple sueño y se hizo realidad.

El cuarto estaba iluminado por la nieve, que resplandecía con un brillo duplicado por el reflejo del enorme espejo. Todo estaba cubierto de blanco; una nevada de tres o cuatro horas había extendido sobre la ciudad sábanas incomparablemente blancas y todas las colinas distantes eran lujosas camas blancas o coloridos contornos de las elevaciones y los planos del cuerpo de la señora Boulder. Las gaviotas se arqueaban y revoloteaban sobre el río desierto. Nadie se movía aún en el salón de baile. Viv y Rosie dormían abrazados, como Dafnis y Cloe. Los rizos bermejos de Barbie se deslizaban como hiedra por los brazos y el cuello de Anne porque el azar del sueño las había acercado como amantes. Nadie se movía en toda la casa cuando Joseph se abrió camino tímidamente hacia la gélida mañana, donde casi todo el resto del mundo ya estaba despierto. Había olor a tocino e imágenes fugaces de alegres salas con árboles relumbrantes, y algunos niños, bien abrigados con prendas de lana, salían a hacer figuras de nieve o a probar las bicicletas nuevas.

Joseph subió a su cuarto; la gata dormía entre las mantas y ronroneó una sinfonía al verlo aparecer en casa, incrustando la cabeza en su regazo mientras él le acariciaba el vientre bamboleante, los pechos diminutos y el sedoso trasero. Joseph llegó a la conclusión de que le faltaban pocas horas para volver a ser madre. Pensó que nunca había visto nada tan hermoso como los almendrados ojos verdes de la gata. La llevó al parapeto, hizo un hueco en la nieve y se sentó en lo alto de la mañana, con la gata ronroneante sobre una rodilla. Contempló el cuenco matinal lleno de nieve. Había una luz terracota. Unos pocos niños jugaban en el jardín, junto al niño de piedra que tenía los ojos cegados por la nieve y lucía un casco de nieve en la cabeza. Joseph llevó a la gata al cuarto y cerró las ventanas para que no saliera; se incorporó y apoyó un pie en la muralla baja del parapeto, semiansioso por dejar que el cuerpo siguiera a la mente en una caída libre. Vio su sombra azul sobre el pavimento cubierto de nieve y alzó los brazos por encima de la cabeza como un buzo a punto de arrojarse a la eternidad. Se asombró al ver aparecer como por arte de magia el rostro afable y cansado del doctor Ransome y pensó enfadado que era una alucinación.

—Déjeme en paz — dijo Joseph —. No es más que un efluvio, un curalotodo. Un augur. Vaya a ocuparse de los enfermos.

La sonrisa bondadosa del doctor Ransome no se borró ni por un solo instante pero su rostro comenzó a desaparecer de inmediato. Joseph cruzó el antepecho, le dio comida y leche a la gata, se tendió en la cama y se quedó profundamente dormido.

Cuando despertó era el amanecer violeta de una nueva mañana y a los pies de su cama había un asombroso ronroneo; la gata mostraba los dientes y ronroneaba como un aeroplano a punto de despegar mientras amamantaba a cinco gatitos blancos como la nieve y hermosos como estrellas.