Cinco

Joseph contó el dinero que tenía y, al ver que le alcanzaba, llamó a la puerta de la señorita Blossom; sabía que estaba allí por la luz que se filtraba por el marco de la puerta pero no le abrió en seguida. Se oyó un crujido dentro de la habitación y un ruido de cajones atascados como si alguien los cerrara torpemente y de prisa, ocultando todo.

—¡Ah! —dijo la señorita Blossom sorprendida o satisfecha—. Es usted.

—Vamos al bar. —le dijo Joseph, con el tono más tentador de que era capaz. Se había lavado la cara y las manos.

—Ya le dije que no bebo.

—Puede beber un cóctel —se arriesgó a decir Joseph, ya que ése era uno de los tragos más populares en las fiestas de oficina.

—¿Por qué me molesta? —Joseph no le veía la cara porque la luz le daba desde atrás y la rodeaba; era una figura muy alta y oscura que parecía una tiesa maestra de escuela o una señora Noé salida de un arca jardín de infancia.

—¡Vamos, encanto! —dijo Joseph irritado—. Dése un respiro.

Curiosamente, la señorita Blossom se ablandó.

—Está bien —dijo y se puso el abrigo de tweed amarronado, mientras Joseph seguía de pie en el descanso expuesto a la corriente de aire, preguntándose qué hacer a continuación.

—Hace meses que no salgo con una chica — dijo.

—Espero no ser su chica.

—Usted no es nada amistosa — dijo Joseph en tono quejoso.

—No confío en los amigos — repuso ella. Bajaron muy despacio las escaleras por la cojera de Anne.

—¿Qué piensa de la guerra de Vietnam? —preguntó Joseph.

—Tengo mis propios problemas.

—¿Pero de quién es partidaria?

—No me dé la lata con guerras en lugares desconocidos —dijo ella irritada—. Perdí a mi padre en la última. O — añadió en el tono más dubitativo que Joseph le había oído hasta entonces —tal vez haya perdido a mi padre, es decir, yo, es posible, es decir, es posible y parece probable…

Su voz se fue apagando. Bajo la luz mortecina de la minúscula bombilla que había en el vestíbulo, tenía una expresión abierta, tierna y frágil; Joseph nunca la había visto así antes, como si cualquier cosa pudiera herirla. De algún modo, recurriendo a algún truco, se había vuelto vulnerable.

—¿Puedo tomarlo del brazo? —dijo la señorita Blossom—. Me duele mucho la pierna.

Cuando oyó pasos en el vestíbulo, la hija del almirante que vivía en la habitación delantera de la planta baja le dio un tirón al visillo y miró por la ventana tratando de averiguar quién podía ser. Joseph vio que las cortinas se movían en el cuarto oscuro. La vieja no podía darse el lujo de encender de noche la luz de su habitación; se sentaba ante unos pocos carbones encendidos y volvía a recorrer Australia, Nueva Zelanda y las islas del Pacífico, donde morenos niños desnudos saltaban al agua desde un muelle para recoger monedas de medio penique.

—Hoy sorprendí a la hija del almirante dándole una pechuga de pollo a mi gata, aunque el dinero no le alcanza para comprarse comida decente —dijo Joseph—. Pero me dijo que la gata tiene que comer bien porque va tener gatitos otra vez.

—Si le gustan tanto los gatos, ¿por qué no le da uno, un gatito, cuando nazcan?

—Dice que un gato sería una atadura, que le impediría viajar.

—Pero si nunca sale de la casa…

—Ya lo sé. ¿Usted querría un gatito, Anne?

—No — negó Anne en tono categórico.

—Sería algo que podría querer — dijo Joseph tratando de tentarla.

—No, jamás; gracias de todos modos — dijo ella bruscamente.

Un barco hizo sonar una melancólica sirena desde el río. El inmenso cielo negro estaba salpicado de gélidas estrellas de diciembre; hacía mucho frío. Las ramitas de los matorrales del jardín dejaban escapar susurros secos parecidos al roce de viejos periódicos.

—Cuenta la leyenda que Odín estuvo en la copa de un árbol durante nueve noches, suspendido entre el cielo y la tierra, y que descubrió muchos secretos — dijo Joseph.

—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

—¿Va a ir a su casa para Navidad?

—Soy huérfana y me crié en el Hogar de Barnardo.

—¡Oh! Lo siento.

—A veces suceden desgracias… — gruñó sordamente la señorita Blossom.

Impresionado por la inesperada ferocidad de su voz, Joseph respondió:

—En realidad no lo siento. Me da lo mismo. ¿Por qué tendría que importarme? Me importa un rábano.

—Está clarísimo —dijo ella, aparentemente aplacada, por algún motivo—. ¿Y usted, va a ir a su casa?; le convendría lavarse bien antes de hacerlo.

—¡Dios mío! —dijo Joseph—, No me deprima. — Aún no les había escrito— Me temo que este año no podré ir a casa para Navidad, pero el próximo será mejor, mamá y papá… mamá y papá, lo siento tanto…, pero las circunstancias me impiden… mamá y papá, tengo malas noticias. En fin, nunca lo entenderían —concluyó—. Creerían que lo hice a propósito para molestarlos.

—¿Los quiere?

—No sé. No paso mucho tiempo con ellos.

—Me preguntaba, nada más —dijo Anne— Cuando uno no tiene familia, siempre siente curiosidad.

—Mi amigo Viv quiere a su madre —dijo Joseph—. Pero ella es especialista en eso de querer.

—¡No bromee con eso! —La señorita Blossom lo regañó con tanta dureza que volvió a parecerle una maestra de escuela. Joseph decidió hartarla de detalles sobre su familia y empezó a canturrear:

—Mi padre se levanta tan de mañana que todavía no ha empezado el nuevo día cuando ya ordena los periódicos para los repartidores. Anota la dirección en cada uno con un lápiz negro y blando. Tiene las manos teñidas por siempre jamás con la tinta de periódicos y de la mañana a la noche anda con un lápiz afilado detrás de la oreja, la punta le hace rayitas negras en la sien. En la tienda usa zapatillas de fieltro que se abren como pan donde se juntan los huesos.

—¿Adonde vamos? — preguntó la señorita Blossom.

—No me está prestando atención — dijo Joseph tristemente.

—¿Por qué tendría que hacerlo?

Bajaron la colina dejando atrás las crujías tachonadas de luces. Las hileras de casas elevadas parecían farallones con fogatas encendidas por bárbaros, que ardían a la entrada de unas cavernas. Cuando pasaron por delante de la casa de Kay todas las luces estaban encendidas y en el desvencijado balcón había dos muchachas que colgaban bombillas de colores en medio del frío. Las dos reían bajo la luz que salía a raudales por las ventanas sin cortinas; eran Barbie, la americana, y Rosie, la chica menuda y gorda. Rosie llevaba vaqueros y una camiseta, como siempre, pero Barbie tenía un vestido suelto de brillante terciopelo verde que resplandecía como musgo húmedo. Estaba sonando algo de Chuck Berry en un gramófono que aullaba desde el interior de la casa. Barbie conectó un enchufe y las bombillas se encendieron, fresas, uvas, grosellas, rosas y limones eléctricos y linternas mágicas que parpadeaban y centelleaban caprichosamente.

—¡Qué alboroto! —dijo Anne.

—Van a dar una gran fiesta.

—Da la impresión de que ya empezó.

—No, sólo se están preparando.

—Siempre ponían un árbol de Navidad de casi dos metros de alto en el Hogar —dijo Anne—. Lo llenaban de luces como ésas y guirnaldas brillantes y nieve artificial. A los pies del árbol dejaban todos los regalos que nos daban personas de buen corazón, juguetes usados y cosas por el estilo. Después venía Papá Noel y nos daba a cada uno algo que sacaba de la bolsa.

—Cuando yo era niño, mi abuelo me metía montones de cosas en un calcetín. Siempre había una naranja, una manzana, algunas almendras y nueces del Brasil en un envoltorio de papel con una ramita de acebo, una pelota de goma, un número anual de Superman, una pistola de juguete, una barra de chocolate con frutas y nueces y un petardo asomando por la punta. Siempre lo mismo. ¿Quién se iba a imaginar que llegaría a saber de memoria lo que había dentro? Entonces se murió, por supuesto.

—¿Vivía con vosotros?

—Hasta que cumplí seis años.

—Era una verdadera familia, entonces.

—No le faltaba nada. Mi abuelo era un viejo muy respetable. Todo tenía que estar impecable, las camisas limpias y todo eso. Volvía loca a mi madre haciéndola almidonar los cuellos de las camisas. Decía que me iba a dejar el reloj de oro que le habían regalado en los ferrocarriles cuando se jubiló pero cuando le dijeron que tenía cáncer rompió el reloj, lo tiró sobre el hormigón en el patio y le saltó encima. «No me ha servido de nada», dijo. Después dijo que se iba a emborrachar aunque nunca tomaba una gota, salvo en Navidad o en las bodas. Pero mi madre se echó a llorar, así que se quedó en casa y se puso a mirar la televisión con nosotros pacíficamente.

—¿Viene a este bar. esa fulana escandalosa?

—¿Quién?

—Esa fulana. La que estaba en el café aquella vez.

—¡Ah!, la señora Boulder. Sí, viene a este bar., pero generalmente está ocupada durante las fiestas.

—Es que estoy como curiosa porque también podría ser mi madre — dijo Anne. Joseph se dio cuenta, asombrado, de que el comentario de Anne había sido una broma macabra, cruel, agresiva. En la oscura callejuela que había entre las murallas del jardín, hicieron levantarse de un brinco al viejo Sunny, que estaba descansando en una isla de densa sombra.

—¡Mi pobre corazón! —dijo. Se les acercó lenta y penosamente—. Si tuvieseis este corazón viejo no iríais tan deprisa, vosotros los jóvenes.

—¿Sigue siendo mi amigo? —le preguntó Joseph.

—A veces sí, a veces no —dijo Sunny—. Te conozco, tú andabas con una señorita rubia. Frunció los labios y lanzó un silbido de admiración. Una señorita rubia que no se parecía nada a ésta —dijo categóricamente.

—Es la señorita Blossom —dijo Joseph—. Señorita Blossom, éste es Sunny Bannister. —La presentación sonaba parca; para adornarla, agregó: —Sunny toca el violín.

—Tocar el violín es como cortejar a una joven —dijo Sunny en seguida, iniciando de inmediato su acto de saltimbanqui—. Uno tiene que amar al violín. Acariciarle suavemente la panza. Como cuando uno acaba de casarse, el arco da algunos problemas, no está bien tenso, pero la perfección exige práctica, ¿verdad? Después, cuando uno termina, se limpia el arco con un trapo.

Sunny terminó el breve monólogo jadeando de tanto reír en la callejuela iluminada por las estrellas y dándole a Joseph codazos de complicidad, pero cuando vio la dura expresión de Anne dejó de reír y murmuró:

—Perdone, mami. Perdone usted, señora.

—Usted es muy desagradable.

—En mi juventud, era igual al Príncipe de Gales —dijo Sunny agresivamente—. Y un verdadero seductor, se lo aseguro.

—Ya pasó el verano, papaíto —dijo ella—. Y llegó el invierno.

—Nunca es invierno en mi corazón —rebatió Sunny—. Si usted tuviera un violín, le tocaría algo.

Volvió a resollar con una alegría sospechosa pero Anne le dijo despectivamente:

—Apuesto a que no es capaz de tocar una sola nota.

«¿Por qué estoy perdiendo el tiempo con esta puta malhumorada?», pensó Joseph.

Caminando muy despacio llegaron finalmente a la taberna. Habían colocado todos los adornos de papel; el bar., al que los condujo Sunny, tenía un techo falso hecho de serpentinas y guirnaldas amarillas, verdes, rosadas y lila que subían y bajaban como colgaduras en la tienda de campaña de Gengis Kan. Campanas de papel recortado colgaban a intervalos sobre la barra profusamente decorada con orlas de papel plateado, bolitas de vidrio y de acebo, hiedras y muérdagos artificiales. Un calor achicharrante salía de los radiadores y dos dedos rojos y cálidos se extendían en la estufa eléctrica encajada dentro de la chimenea. El camarero tenía un ramito de muérdago detrás de la oreja; Joseph no se había dado cuenta de que ya habían empezado las fiestas de Navidad. Había colgado un enorme cartel en el que decía feliz navidad a todos nuestros clientes.

—Nada sectario —le dijo Joseph a Anne pero ella no rió, ni siquiera sonrió. Pidió un zumo de pomelo. Sunny pidió media pinta de sidra. Parecía un niño melancólico.

—Toqué en muchas orquestas importantes ante testas coronadas —dijo—. La testa de la Reina. La testa del Rey.

—En las calles y en tabernas —corrigió Anne despectivamente—. Ya lo sabía. —De pronto, empezó a cantar una triste canción:

Echa una moneda más

en la jarra de lata del viejo,

cuando toca el violín

desafina, desafina, desafina.

Los polvos de tocador se le apelotonaban en granos rosados sobre los labios y el lápiz de labios le había manchado los dientes. Bebía el zumo a sorbos afectados y precisos.

—No conozco a ninguna otra mujer que use lápiz de labios —dijo Joseph. Anne nunca parecía tener más de veintitrés o veinticuatro años—. A ninguna mujer tan joven como usted, quiero decir; la señora Boulder se embadurna entera.

—Yo siempre digo que el lápiz de labios mejora la apariencia — dijo ella.

—Ganábamos mucho dinero —insistió Sunny—. Libras y libras, pasábamos el sombrero y nos caía el dinero. Clic, clic.

Evidentemente se sentía feliz de tener un público que no podía dejar de escucharlo. Empezó a tocar el violín imaginario y a cantar «Esperando a Robert E. Lee».

—Están papá y mamá y Efraín y Sammy…

—¿Quiere otro trago, viejo tonto? — dijo Anne bruscamente.

—Gracias, querida. Vieja gorda — añadió en un susurro. Siguió tocando. Anne pagó la bebida; el bar. empezaba a llenarse de parrandistas y se refugiaron en una mesa que había junto a la gramola.

—En el Hogar cantábamos «En la cima del viejo Smokey» dijo Anne y, para que no se oyera la voz de Sunny, empezó a cantar:

En la cima del viejo Smokey,

donde nunca llega nadie,

vi a Betty Grable

totalmente desnuda.

Sunny bajó el violín.

—Bestia inmunda —masculló—. Ahora voy a tocar un vals. Es mi vals favorito, un hermoso vals, se llama «Dulces rostros del país de ensueños». Le escribí a Harry Davidson pidiéndole que lo tocara en la radio, pero no lo conocía.

Mientras tocaba iba canturreando la melodía, lo que era mucho mejor, porque si no lo hubiera hecho, jamás la habrían escuchado.

—Le voy a contar un chiste —le dijo Anne a Joseph por sobre la cabeza de Sunny—. Yo era el bebé más limpio del mundo y me metieron en la bolsa más limpia que había y me dejaron a la entrada del Hogar de Barnardo y en mi limpísimo chal venía una nota sujeta con un alfiler en la que decía: «Por favor cuide a mi florecita». Por eso me pusieron este apellido, Blossom.

—¡Qué cruel es! —dijo Joseph con irónica admiración. Anne parecía más misteriosa que nunca, una muñeca articulada de carne y bilis.

—Un hermoso vals —dijo Sunny, jadeando.

—Cállese —conminó Anne—. Cállese o lárguese.

—Una vez la vi en el jardín —dijo Joseph—. De mañana.

—Me fascina la naturaleza —dijo ella en un tono severo—. Por eso me gusta tanto el Bajo.

—Ahora os cantaré una canción divertida que se llama «Muy, muy lejos de aquí» — terció Sunny, desesperado al ver que dejaban de prestarle atención. En seguida empezó a cantar:

»¿Dónde está mi suegra? Ahora quiero que todos vosotros cantéis a coro, que todos cantéis a coro esto:

Muy, muy lejos de aquí,

¿por dónde anda regañando?

»¡Vamos!, divertíos un poco, todos juntos…

—Ya le dije que se largara, así que lárguese antes de que le diga al encargado que nos está molestando y le pida que lo echen a palos.

Una expresión infinitamente socarrona cruzó la cara de Sunny.

—Dame un beso — dijo.

—Bueno — dijo Anne, sonriendo abruptamente. Dejó que la besara en la frente, lo que aparentemente hizo que Sunny recuperara todo su buen humor.

—Ahora márchese — le pidió; él se puso de pie tambaleándose.

—Buenas noches, buenas noches, bonita —dijo Sunny—. Buenas noches, buenas noches, joven. —Se acercó lentamente a los que atestaban el lugar, una multitud densa y locuaz.

—¡Vaya! —dijo Anne—. Gracias a Dios que se marchó. Debería quedarse en casa en vez de ponerse a deprimir a los demás.

Se bebió melancólicamente el zumo. Joseph también comenzaba a sentirse deprimido. El lamentable espectáculo de Sunny, los recuerdos de la niñez y el ruido y las risas agobiantes que los rodeaban lo hacían sentirse intolerablemente sepia y bidimensional. Sentía que su conciencia podía empezar a soltar amarras y a alejarse de su cuerpo como un globo errante; era una sensación que lo dejaba sin aliento. Palpó el contorno frío del vaso con dedos como ajenos y miró la tela gastada de su abrigo como si fuera el abrigo de otra persona, y el brazo que había dentro, como si fuera el de otro hombre.

—Ayúdame —le dijo violentamente a Anne—. Hazme sentir que existo de alguna manera.

—¿Qué quieres decir? —dijo Anne—. ¡Qué frase! ¡Qué proposición!

De pronto estalló un alboroto a la entrada de la taberna y entró un grupo de músicos irlandeses, vestidos con trajes azul marino de gala; la muchacha que los acompañaba tocaba una tímida melodía en un pito de hojalata. Llevaba una vihuela roja esmaltada colgada a la espalda. Los hombres se abalanzaron sobre la barra; la muchacha dejó de tocar el pito de hojalata, descolgó la vihuela y empezó a tocar algo. Joseph oyó que los irlandeses la llamaban Maggie.

La muchacha llevaba una chaqueta azul claro de punto gastada en los codos y deshilachada en los puños sobre un vestido azul claro con hilos brillantes entretejidos. El cuello redondo del vestido estaba adornado con flores chatas de la misma tela. Seguramente era un vestido muy ordinario porque estaba lleno de pliegues y de arrugas, era demasiado largo y le cortaba en dos las piernas regordetas en su punto más grueso; le faltaban pocos años para que las piernas se le pusieran fofas, venosas y blancuzcas, y llevaba medias brillantes, transparentes y nada favorecedoras, con una carrera en la pernera izquierda. Los zapatos eran de cuero negro grueso, feos y con tacones raídos. Lucía grandes pendientes largos y brillantes como adornos de árbol de Navidad y sus cabellos eran una fuente de ámbar, que se arqueaba desde la frente ancha y redonda, una frente Estuardo como las de las mujeres de los retratos de Lely y tenía los mismos tonos, una piel lechosa y ojos salientes azul claro, que seguramente la habían llevado a elegir un vestido de ese color. Era una cara asimétrica, desafiante, una cara de putilla sinvergüenza; la muchacha era una campesina huesuda, muy joven y muy alegre, el alma del sábado por la noche en pueblecillos perdidos, una chica mala de barrio que no pretendía hacer daño. Por una razón perversa, Joseph sentía que se parecía a Anne, como si Anne, de ser feliz, pudiese haber sido como ella. Maggie se paseaba entre los juerguistas tocando una melodía que no alcanzaban a oír por el zumbido de la gramola.

—Ahora voy a beber una ginebra —dijo Anne—. Quizás un trago fuerte me anime.

Joseph miró a la muchacha vestida de azul claro y recordó un cuadro que había visto una vez, en el que aparecía un pájaro de plumaje azul claro llamado el ave azul del paraíso del Príncipe Rodolfo. Se dirigió mecánicamente a la barra a pedir el trago para Anne; cuando regresó a la mesa, Maggie estaba apoyada en la gramola. Tenía el rostro encendido; le sonreía a Anne en un rebosamiento de alegría y las dos parecían hermanas, la hermana disipada y la hermana censuradora. Se produjo un silencio entre dos discos; Maggie empezó a tocar y a cantar. Tenía una voz aguda y chirriante. Se divertía pavoneándose y rezumaba exuberancia. Todos los irlandeses empezaron a corear la canción. Ella comenzó a improvisar unos compases de vals pueblerino en el bajo, y luego cantó con voz vigorosa y absoluta falta de emoción:

Él subió a acostarse

y la encontró colgada de una viga,

cogió un cuchillo y la descolgó

y en el corpiño encontró una nota.

«Espero y espero, pero todo es en vano,

ojalá volviera a ser doncella.

Pero nunca lo seré

mientras los manzanos no den cerezas.

» Cavadme una tumba ancha y profunda,

poned un mármol a la cabeza y los pies

y en el medio una tórtola

para que les cuente que he muerto de amor.»

Los irlandeses aplaudieron. Joseph miró a Anne y vio que unas gruesas lágrimas le rodaban por las mejillas. Anne cogió su vaso y, sin una sola palabra, se lo alargó a la muchacha, Maggie, que lo aceptó como si lo mereciera y se bebió todo el líquido.

—Llévame a casa — dijo Anne.

El llanto la afeaba; las lágrimas le brotaban reacias y tenía la cara contraída en pliegues lastimeros, góticos, como las figuras llorosas de las tallas medievales, hinchada y escarlata también. Se esforzaba por llorar en silencio. Se marcharon en seguida. Fuera del bar., un viento furioso azotaba la calle del costado del río que estaba desierta. No había luces encendidas en el piso de los Boulder, encima de la tienda de automóviles usados. Anne buscó a tientas un pañuelo; cuando llegaron a la callejuela apartada, le dio rienda suelta al llanto, sofocándose y sollozando, apretando los puños contra los ojos y moviendo la cabeza de lado a lado. Se apoyó en una pared y las lágrimas salpicaron la acera. Cuando Joseph la tocó, lo apartó con todas sus fuerzas. Lloró a lágrima viva durante cinco minutos; luego se fue serenando entre hipos y se refregó la cara con el pañuelo.

Se apoyó en Joseph pero más en busca de ayuda que de consuelo; subieron por la callejuela dejando atrás la casa de Kay que ahora, por algún motivo, estaba absolutamente silenciosa y a oscuras, excepto por el brillo de las bombillas de papel. Sus pisadas eran sonidos apagados que, mientras avanzaban sin decir una palabra, le parecían cada vez más pérfidos a Joseph hasta que al fin identificó la amenaza como disparos distantes, disparos nuevamente. Disparos inconexos, aislados. La alucinación se apoderó de Joseph con tal fuerza que le daba la impresión de que a cada paso hacía que una bala indolente se escapara plañidera de un rifle. La bala no apuntaba a nada en especial, no estaba dirigida contra nada salvo contra unos cuantos movimientos ondulantes, hojas mecidas por el dulce viento oriental que olía a té de jazmín mezclado con sangre. Y a veces le respondía el estallido de otra bala y a veces un grito y a veces sólo las hojas que seguían ondeando como si nada hubiera sucedido. A cada paso una lluvia de balas. Un grito. ¿O era el viento tal vez? ¿O un grito?

—Detente —dijo Joseph— No puedo seguir. —Vio el feo rostro de Anne arrasado en lágrimas; estaba a punto de enloquecer. — Sé que perdiste un hijo —dijo.

—No lo perdí —respondió Anne—. Lo regalé. Mi hijo. Es la historia más vieja que hay. Hace demasiado frío, no puedo quedarme quieta, Joseph; hace tanto frío que me duele la cabeza. Tenemos que volver a casa.

Ahora era ella la más fuerte. Su mano era una pista que lo guiaba a lo largo de un laberinto; esquivaron una lluvia de tiros y llegaron a la casa.

—Ven a mi cuarto —dijo Anne—. Tienes muy mala cara.

Él se tendió boca abajo en la cama.

—Saca los zapatos sucios de la colcha —dijo Anne regañándolo—. Apuesto a que nunca te limpias los zapatos. Voy a preparar una buena taza de té.

Cuando regresó de la cocina, con la tetera y las tazas, Joseph estaba enterrado en la cama aterronada como si hubiese querido hundirse en el colchón y desaparecer. Anne dejó la bandeja sobre el tocador y se sentó a su lado en el lecho. Le apoyó una mano en el hombro; Joseph retrocedió con una convulsión.

—Joseph —dijo Anne en un tono muy suave para ella—, ¿qué te pasa?

—No sé — dijo Joseph con voz apagada.

—Puedes contármelo todo — dijo Anne con una pizca de ironía. Se levantó y se sirvió un poco de té. Al cabo de un rato, Joseph se puso boca arriba y comenzó a observar con recelo las manchas que había en el techo.

—Mi chica me abandonó cuando más la necesitaba — empezó a decir, tratando de desarrollar una nueva teoría.

—¿ Cuándo?

—Cuando estaba embarazada. ¿Me das un poco de té? — Joseph pensó: «Es lo que podría haber pasado, aunque en realidad no fue así».

—¿Tú eras el padre?

—Ella me dijo que sería un mal padre. Le dieron un sobresaliente.

—¿Qué?

—En los exámenes. Los dos estábamos estudiando. Ella se tomaba muy en serio eso de ser estudiante pero, de todos modos, fue un poco vulgar por su parte sacar tan buenas notas.

—¿Es cierto todo eso? —preguntó Anne con suspicacia, removiendo el té con sus típicos gestos cortos, tensos.

—Sea como sea, me abandonó —dijo Joseph en tono desafiante—. Después de eso estuve trabajando en el hospital sacando mierda y limpiando miembros amputados.

—¿Qué pasó con el bebé?

—¿Qué bebé?

—Tu hijo.

Joseph le echó esa mirada furtiva que solía reservar para Ransome.

—Fue un sueño tan vivido… — dijo, en el mismo tono de profunda convicción.

—No eres más que un niño, Joseph.

—No me vengas con eso, Anne. No sabía de qué manera explicar la incesante sensación de culpa que le provocaba el estar vivo. La estufa de gas del cuarto de Anne resollaba como un asmático. Anne cogió la caja de plástico en forma de conejo; no sabía que Joseph había visto lo que contenía. Comenzó a recitar:

La Reina de las tierras sombrías

le dio al Rey de las tierras perdidas

una caja sin fondo

para guardar carne y sangre.

—¿Lo has adivinado, Joseph? — le preguntó.

—No.

—Es un anillo —dijo Anne. Sacó el anillo de fantasía de la caja en forma de conejillo y se lo colocó. Agitó la mano hasta que la luz se reflejó en el diamante diminuto—. El tipo con el que andaba me tomó el pelo con un anillo y promesas más falsas que el anillo —dijo—. Cuando me dejó preñada se largó sin decir dónde podía encontrarlo. No tenía a quién recurrir, salvo al Consejo Nacional de Ayuda a las Madres Solteras y sus Hijos.

—Anne —dijo Joseph, conmovido—. ¡Pobre Anne!

—Todo lo que te cuento es cierto —dijo ella—. Le dieron mi bebé a una mujer que no podía tener hijos y lo único que me queda de él es un rizo que les pedí. Y es de un recién nacido, así que no es un rizo de verdad; quiero decir que se le va a caer todo el pelo y después le va a crecer de nuevo y hasta es posible que no sea del mismo color, así que no es su pelo tampoco.

—Anne…

—A veces me duelen los… tú me entiendes, los pezones, se me inflaman; cuando pasa eso, yo sé que está llorando. Estoy segura, eso dicen…

—¿Cuándo te pasó eso? ¿Cuándo nació?

—Hace tres meses. Después me vine a esta ciudad a empezar una nueva vida. Debe tener tres meses y tres semanas. No quería quedarme con él; ¿cómo lo iba a hacer con el dinero que gano, en cuartos amueblados?, ¿ iba a dormir con él en un cajón?

Escondió las manos en las mangas de la chaqueta beige de punto y se rodeó con los brazos. Su rostro tenía una expresión extraordinariamente tensa y acongojada. Joseph recordó fotos de un feto dentro del útero, la primera mirada de un ojo sin párpados, la suave capa de lanugo, esos mínimos albores. Crear un hijo en la intimidad de la propia carne durante nueve meses, a lo largo de tres estaciones, para luego arrancarlo de allí y regalarlo parecía un acto de amor brutal.

—Lo que más me dolió no fue tener que deshacerme de mi bebé, ni tenerlo, ni que me abandonara, ni la deshonra, sino que me mintiera y se aprovechara de mí constantemente. Yo creía que había encontrado a alguien que me quería pero no eran más que mentiras y nada más que ilusiones. Y luego me quedé coja, además; antes no estaba así, aunque supongo que nunca fui la chica de los sueños de nadie, ni atractiva ni nada.

—¿Qué te pasó en la pierna?

—Me caí —dijo sin inmutarse—. Rodé por una escalera, una desgracia. Quedé coja. ¿Leíste en los periódicos la historia de una chica francesa que quedó embarazada y se lanzó de la Torre Eiffel y los médicos se pasaron semanas y semanas tratando de salvarles la vida a ella y a su bebé? ¿No te da asco? Únicamente los católicos pueden ser tan crueles con una mujer. Seguro que la miraron y se acordaron de Eva y dijeron: «Te lo mereces, puta, tienes que pagar por lo que hiciste». Cada vez que miraba a mi bebé a la cara, cuando estaba en el Hogar, pensaba en el mentiroso ése tan risueño y me habría muerto de indignación. Pero de todos modos me duelen los pechos cuando el niño llora. Eso es lo que he oído decir al menos. Es como si oyeran que el bebé llora porque quiere mamar.

Joseph se levantó y sirvió más té aunque ya estaba frío y agrio.

—Mi amigo Viv es hijo ilegítimo. Se llevan bien, él y su madre. Pero ella gana mucho dinero.

—Con esas tetas se puede dar el lujo de hacer billetes —dijo Anne con desprecio—. Yo soy una muchacha decente. — De pronto se echó a llorar nuevamente. — ¿Te acuerdas de ese asqueroso pirex con esas asquerosas flores amarillas? Lo compré para mi ajuar. Nunca he tenido una cocina que sea mía, siempre he vivido en cuartos alquilados. El me ofreció un hogar.

Joseph se arrodilló al lado de Anne.

—¿Quieres que me quede contigo? — le preguntó. Le costó tanto decirlo en tono sugerente como le costaba entregarse de una manera que había desechado por completo. Además, no la deseaba en absoluto, salvo por lo mucho que sufría. Ella se enfadó tanto que dejó de llorar.

—No, gracias —dijo bruscamente—. ¡Es lo último que querría!

Joseph se encogió de hombros, no se sentía muy herido.

—Bueno, ¿puedo hacer algo por ti en todo caso?

—Pasarme un pañuelo del primer cajón — dijo Anne, aspirando por la nariz. Se sonó ruidosamente.

—Todo lo que hago lo interpretan mal — dijo Joseph, mirando por la ventana el incoloro techo del supermercado.

—Lo que pasa es que te esfuerzas demasiado.

—Cuando era niño, recuerdo que descubrí un libro de historietas, de esos que se suponía que no debía leer, los que leen los soldados americanos con fines masturbatorios, supongo. Traía una historieta que se llamaba «La dimensión del horror», en la que aparecían todas las pesadillas que uno puede tener en la vida, hasta las más mínimas, como sufrir de halitosis.

Anne se quitó los severos zapatos y se puso a escarbar debajo de la cama con los pies descalzos buscando las zapatillas de fieltro azul bordeadas de piel sintética.

—Qué agradable es quitarse los zapatos por la noche. Siempre hay pequeños placeres…

Joseph empezó a pasearse por el miserable cuarto hasta que se encontró ante el cuadro en el que aparecían unos vacunos en las montañas. Las colinas distantes tenían tonalidades azuladas y rojas por la niebla y los helechos que las cubrían; en ese eterno otoño de las montañas no se disparaban tiros ni había madres desamparadas que lloraran; era un mal cuadro, uno de los peores que había visto. Ocultó la cara en las manos, dejando escapar aullidos quejumbrosos y apagados, pero Anne insistió:

—Supongo que los pequeños placeres son los que nos mantienen vivos. —Luego bostezó. Joseph se enfureció.

—Mírame las manos, mira; estas manos han lavado cadáveres.

—Lo que veo es que tus uñas todavía llevan luto —comentó Anne categóricamente—. ¿Y a mí qué me importa? La muerte es algo perfectamente natural.

—¿Cómo puedes resignarte tanto? —dijo Joseph fastidiado—. Después de lo que me contaste…

—No sigas con eso —dijo Anne—. Ya te he soportado bastante esta noche, Joseph. Escucha, te voy a contar algo más. Si yo creyera que mi verdadera madre tenía la mitad del dinero y la belleza que tiene esa puta amiga tuya, sería perfectamente feliz. Cuando era niña y vivía en el Hogar, tenía todo tipo de fantasías sobre mis padres, pensaba que mi madre era una duquesa o una condesa o una famosa estrella de cine y que se había enamorado de alguien de clase baja, de un soldado. Un soldado que había muerto en la guerra. Y ella no me había podido criar, así que había regalado a su florecita. Soñaba que era hija natural, que me habían concebido en medio de un destello en forma de corazón, y eso me ayudó muchísimo, incluso cuando ya era adulta, después de darme cuenta de que todo era una estupidez. Así que a veces pienso que mi hijo va a soñar que soy alguien encantador, alguien que nunca he sido.

—Jesús lloró —dijo Joseph cansado.

—Ahora querría echarme a dormir. Hay gente que tiene que trabajar mañana, como sabes.

—Evidentemente tengo la suerte de que haya gente que trabaja —dijo Joseph. Se quedó vacilando en el umbral, convencido de que había alguna manera de conectar con ella—. Supongo que podría invitarte a la gran fiesta. ¿Quieres ir?

—Yo diría que puede ayudarme a pasar el tiempo —dijo Anne. Y comenzó a ponerse rizadores en el pelo.