Cuatro

La consulta de Ransome era de color crema y verde; había un trozo de alfombra sucia en el suelo de linóleo azul oscuro y un escritorio de madera rasguñado, con una cubierta rojo oscuro de cuero de imitación. Ransome estaba sentado en un sillón gris lanudo a un lado del escritorio y Joseph estaba al otro lado, en una silla tubular de acero, de las que se apilan, con asiento de lona caqui; tenía la cara semioculta por el cuello levantado del abrigo. A veces, para que la distancia entre los dos no fuera tanta o para que Joseph saliera de su escondite, Ransome recurría a alguna anécdota.

—El otro día me llamaron de la policía, estaban fueran de sí. «Venga en seguida —me dijeron—, hemos encontrado un travestido rarísimo en la estación»; yo les dije: «Eso no es ninguna novedad, siempre estáis encontrando travestidos», y entonces me respondieron: «Es que no entiende, éste no es un pervertido normal…» —Se le comenzó a apagar la voz al ver la jacobina mirada de reojo que le dirigía Joseph.

—¿Qué diría si le contara que he profanado una iglesia? —dijo Joseph en tono confidencial a través de los labios torcidos.

—Le recordaría que Shelley está muerto —dijo Ransome—. Y Byron también.

Joseph quedó fascinado.

—Nunca imaginé que fuera tan sofisticado como para decir eso —observó casi con admiración.

—No me subestime, Joseph —dijo Ransome con tal dejo de amenaza que Joseph se sobresaltó; intercambiaron esa larga e inescrutable mirada con que se observan los campeones de ajedrez de un importante torneo hasta que Joseph se retrajo cubriéndose la cara con las manos.

—Hablando de sueños, ¿que tal las noches? —preguntó Ransome en su tono normal.

—Apenas cierro los ojos empieza un circo triple. Anoche, entre otras cosas, soñé que estaba encima de un yunque en una forja que había en el fondo de una montaña y que tres hombres vestidos con uniformes de la Gestapo me iban convirtiendo en armas, cuchillos y cruces de hierro. Todas las mañanas cuando despierto percibo ese olor a pus, el olor repugnante de mi cuerpo.

—Eso podría ser más interesante si no anduviera tan sucio —dijo Ransome con evidente disgusto— ¿Qué hace con el dinero del paro que no le alcanza para agua y jabón?

Joseph miró furtivamente a través de los dedos vendados. Seguía distribuyendo al azar entre borrachos alcoholizados y pordioseros los pocos chelines que le quedaban después de pagar el alquiler y comprar algo de comida, pero sabía que Ransome interpretaba esos actos de caridad como indicios de algo patológico.

—Si tuviera mucho dinero —dijo, desviándose astutamente del tema planteado por el psiquiatra—, navegaría alrededor del mundo en un yate con uno o dos parásitos, supongo que uno sabe qué esperar de los parásitos. Y contrataría a varios psiquiatras corruptos exclusivamente para mí, para no tener que conformarme con la escasa integridad del Servicio Nacional de la Salud. También abriría una galería en la que se exhibirían retratos de asesinos famosos.

—Está empezando a parecer un asesino —replicó Ransome—. Se parece a John Wilkes Booth.

—El actor que le pegó un tiro a Lincoln; lo vi. en El nacimiento de una nación —dijo Joseph—. Qué actor tan desastroso. Por lo menos, los asesinos deberían tener algo de dignidad.

—Yo habría pensado que el asesinato le parecería algo detestable, porque siempre está proclamando su odio por la violencia —insinuó Ransome.

—¡No!, soy un ardiente partidario de pegarles un tiro a los políticos —dijo Joseph— Es el tipo de asesinato que soporto.

—Usted hace sutiles distinciones.

—No son en absoluto sutiles. A ver, respóndame: ¿qué diferencia hay entre Lyndon Johnson y el estrangulador de Boston?

—No sé —dijo Ransome en seguida.

—Uno de ellos es un asesino honrado —dijo Joseph—. Aunque no sé cuál de los dos.

Entonces advirtió que Ransome contenía un bostezo y le preguntó:

—Perdón por mi paranoia, pero ¿lo estoy aburriendo? Dígame si lo aburro y me quedaré callado; aburrir al propio psiquiatra debe de ser lo peor que hay.

A esas alturas ya podría haber hecho un mapa de la cara de Ransome, las leves arrugas, las mejillas suaves y descoloridas, las marcas de las gafas a ambos lados de la nariz. Ningún huracán había asolado jamás esas serenas praderas y el arrebato del furioso invierno nunca había fustigado los pulidos promontorios de la nariz y el mentón; Ransome controlaba su clima como las brujas islandesas que encierran el viento en un pellejo. Joseph sintió que debería quitarse los zapatos si quería recorrer la cara de Ransome porque era terreno consagrado. Y, sin embargo, tenía muchas arenas movedizas y trampas que acechaban a Joseph; ahora sonreía.

—Gran parte de su enfermedad no es más que una incapacidad para adaptarse al siglo veinte —le dijo.

A Joseph le pareció increíble que hubiese dicho eso.

—Usted no es un hombre, es un cliché —gruñó rencorosamente, mostrando todos los dientes, que ya empezaban a pudrirse.

—La guerra de Vietnam, por ejemplo —siguió diciendo Ransome—. No creo que a usted le preocupe en absoluto el sufrimiento de la gente de Vietnam, Joseph, no en el sentido de interesarse en una situación real. Usted no hace nada concreto para aliviar ese sufrimiento; a través de un trabajo voluntario, por ejemplo. Ni siquiera participa en una protesta organizada. Lo que ha hecho es convertir esa espantosa tragedia de la guerra en un hecho simbólico y sacar una simple conclusión melodramática de esa compleja tragedia; la usa como un símbolo del rechazo que siente por un mundo con el que no puede relacionarse. Quizá por su inmadurez.

Ransome se quitó las gafas y las limpió; su rostro adquirió dé inmediato una expresión menos solemne y se transformó en algo más humano, fatigado. Los ojos descoloridos colgaban de redes de agobiadas arrugas, como pescados en una jábega.

—Es un mal actor, Joseph, como Booth, y ni siquiera es un actor escrupuloso, igual que él. No ha leído nada de la obra de teatro, excepto sus parlamentos. Tal vez recuerde que Booth sólo llegó a decir «Sic semper tyrannis».

—Y a continuación se murió —dijo Joseph.

Ransome se encogió de hombros. Se produjo un momentáneo silencio. Las tuberías de la calefacción gruñeron. Joseph atravesó el cuarto como una flecha en dirección a la ventana y la abrió. Una violenta ráfaga de viento hizo volar los papeles de Ransome. Joseph se izó hasta el antepecho.

—Búrlese de mí diciendo que no tengo corazón y salto —amenazó—. ¿Qué puedo hacer sino ademanes? Usted es mayor que yo, dígame.

Se miraron fijamente. Ransome se mantuvo inescrutable; volvió a ponerse las gafas y Joseph vio su doble reflejo que lo observaba desde los lentes. El único mensaje que recibió fue su propio rostro duplicado. Ransome recogió los papeles desparramados. En su mente, Joseph vio criaturas envueltas en llamas y el delta del Mekong como una herida gigantesca.

—Yo saltaré en lugar de él —dijo.

—Está incrustado en el espacio que hay entre el arte y la vida —sentenció Ransome con voz fatigada, como si no hubiese sucedido nada extraordinario. Abrió un cajón, sacó una piedra y la puso sobre los papeles para que no se movieran. Garabateó algo en un cuaderno de notas—. Aquí tiene otra receta, Joseph —le dijo—. Trate de tomar mucho el aire.

Se levantó, arrimó el sillón al escritorio con gran precisión, le sonrió benévolamente a Joseph, que estaba del otro lado de la ventana, y salió del cuarto. Al mirar hacia abajo, Joseph advirtió que estaba asomado sólo un par de pisos por encima de un jardincito, así que de todos modos habría caído sobre algo blando, sobre la hierba. Su ángel lo protegía, alcanzaba a oír su risa ronca. Volvió a entrar en el cuarto y se guardó la receta en el bolsillo; encontró un trozo de lápiz y, con letras muy grandes, escribió en el cuaderno de notas de Ransome: otro tranquilizante de mierda, no me fío de hijoputas como usted, cabrón. Hizo un barco de papel con la receta, lo echó a flotar en la laguna que había en medio del Bajo y no dejó de tirarle guijarros hasta que se hundió.

Las gaviotas chillaban y volaban en círculos por sobre su cabeza en el claro y gris cielo de comienzos del invierno. La lagunilla estaba en una hondonada cubierta de hierba lejos de la calle. Era redonda como un ojo. El agua de la laguna era gris y arenosa como las lágrimas. Joseph recordó que Alicia temía ahogarse en el enorme charco que habían creado sus lágrimas; sacó un poco de agua de la laguna y la rozó con la lengua, descubriendo que, como suponía, tenía un sabor salobre, desagradable. Le parecía que la tierra misma era un ser vivo que sangraba y sufría, una sustancia perfectamente consciente con los ojos llenos de lágrimas. Se dejó caer de rodillas junto a ese ojo que lloraba y hundió las manos en el agua fría y poco profunda, sacando puñados de guijarros y algas del fondo de la laguna como si fueran señales de una esencia. Finalmente, impelido por misteriosas intuiciones, se sumergió en la laguna y se estiró en un agua inconcebiblemente fría, quieto como un tronco seco, mordiéndose los labios para no tiritar. Las gaviotas planeaban en el viento. Sus cabellos flotaban en el agua como los de Ofelia ahogada.

Entonces apareció un enorme perro galopando desde el horizonte, con la lengua fuera; bajó rápidamente por la pendiente y se abalanzó a la laguna. Joseph quedó aplastado por un chaparrón; cuando logró ver algo y respirar normalmente otra vez, el perro estaba aferrado a un pliegue de su chaqueta y lo tironeaba con todas sus fuerzas.

—Vete —le pidió Joseph con aspereza. Vio que el perro era el mismo que le había robado el sombrero a Sunny; llevaba un collar con su nombre grabado, Solly. El perro empezó a mover la cola. Joseph salió del agua totalmente empapado. Estaba emplastado de algas y lodo. El perro lo arrastraba y tironeaba de él con fuerza, poco le faltaba para tumbarlo—. ¿Qué pasa, Solly? dijo Joseph—. ¿Qué quieres?

El perro lo soltó y empezó a lanzar gimoteos penetrantes; luego, echó a correr hasta el otro lado de la laguna y allí se quedo quieto en actitud de escuchar, con una pata levantada, como suplicándole a Joseph que prestara atención. Luego regresó a su lado salpicando y comenzó a tironear nuevamente.

—¿Quieres que te acompañe? ¿Eso es?

Solly movió la cola con tanto entusiasmo que dibujó un arco de agua sobre la laguna. Mostraba los dientes y jadeaba. Joseph dejó que el perro lo guiara a través del páramo desierto del Bajo, donde esperaba que el tejón estuviese cavándose una madriguera bajo la tierra; llegaron a un macizo de tojos pardos salpicados todavía de flores amarillas donde la señorita Blossom, semioculta entre los matorrales, estaba tendida en unas briznas de césped. Las angulosas ondulaciones de su cuerpo no eran más hospitalarias que el yermo que las rodeaba. Estaba tendida con una infinita compostura. Tenía la falda bien estirada y las manos prolijamente apoyadas en el pecho, sobre el bolso. La señorita Blossom advirtió la extraordinaria aparición de Joseph de una sola mirada.

—Ya veo que ha estado maltratándose de nuevo —dijo, y sus labios se unieron formando una severa línea.

Una vez cumplida su tarea, el perro con aspecto de lobo se dejó caer pesadamente con aire satisfecho, clavando en los dos los ojos oscuros, relucientes y atentos. Joseph le dio unos golpecitos en la cabeza distraídamente. Un chorro de agua se le escapó de la manga; casi esperaba ver aparecer un par de pececillos y una botella con un S.O.S.

—La juncia se ha marchitado en el lago, señorita Blossom —dijo, quitándose con los dedos las algas y las envolturas de caramelos que tenía en el pelo.

—Estaba esperando que alguien viniera a ayudarme —dijo fríamente la señorita Blossom.

—Este perrazo le trajo a alguien, a mí —dijo Joseph, que se sentía un poco aturdido.

Solly golpeteaba la tierra con la cola con un ruido apagado y sordo como el de un lejano pandero.

—Ayúdeme a levantarme —pidió ella.

Aunque examinó con inquietud las manos y los brazos mojados y sucios de Joseph, no tenía otra alternativa que aceptar que la ayudaran a incorporarse. Inesperadamente se encontraron mirándose con fijeza a los ojos pero no hubo ningún destello de reconocimiento entre la opaca mirada de ella y la vacía mirada de él. La copa de la rizada permanente de la señorita Blossom rozó la mejilla de Joseph. Aferrándose a él, apoyó el pie derecho con decisión, retrocedió y dejó escapar un sollozo al recobrar el aliento.

—Me doblé o me torcí el tobillo —dijo.

—¿Cómo se cayó?

—El perro empezó a perseguirme. No sabía que era un perro pacífico. Vi un animal salvaje galopando entre los matorrales y me dio miedo. Una no espera encontrar animales y cosas salvajes en medio de la ciudad. Y entonces apareció el perro como caído del cielo y me empezó a perseguir y tropecé en las raíces de los tojos porque no soy la mejor corredora del mundo, con esta cojera que tengo.

Había sido un largo discurso; evidentemente, le fastidiaba tener que pronunciarlo.

—Afírmese en mí y trate de no apoyarse en el tobillo que le duele —le dijo Joseph. Ella cogió el bolso cuadrado y, rodeando cautelosamente el brazo de Joseph con la punta de los dedos, dio un paso adelante pero tropezó y lanzó un grito ahogado.

—Va a tener que ponerse más cerca de mí —le dijo Joseph—, Todos tenemos que confiar en un desconocido alguna vez.

—Oh!, no es eso —dijo ella, sin darle importancia a la confianza—. Lo único que pasa, francamente, es que huele bastante mal, parece como si lo hubiesen sacado de un canal o algo por el estilo. Es muy desagradable tocarlo.

—Vamos, vamos —dijo Joseph, que comprendía lo que sentía la señorita Blossom.

De mala gana, tuvo que acercarse como una novia al hombro de Joseph y empezaron a avanzar lentamente. El perro los seguía. La chapa con su nombre tintineaba como una campanilla. La cara de la señorita Blossom estaba tan cerca de Joseph que él alcanzaba a ver la superficie de fotograbado de su piel bajo las varias capas de polvos y a oler el olor de su cuerpo, el olor triste y agrio del sudor y el esfuerzo reavivados del día anterior; era una obrera.

Caminaron envueltos en la nube gris de indiferencia de la señorita Blossom hasta que ella comentó abruptamente:

—Es que salí a pasear. Hay tantas cosas en el Bajo y es tan agradable sentir que una está en el campo aunque no haya salido de la ciudad, por decirlo así. Quería tomar un poco de aire. ¿Cómo iba a pensar que habría tantos animales salvajes?

¿Por qué saldría a pasear una persona coja por el placer de hacerlo? Tenía una expresión inescrutable.

—Usted me parece muy misteriosa.

—Soy una chica perfectamente común y corriente. —Al cabo de un rato, dijo: — ¿Por qué viene siguiéndonos ese perro horrible?; me da escalofríos.

—.Quizás es un perro de la policía —dijo Joseph con un humor de tonos pastel.

El perro movió la cola amablemente para demostrar que sabía aguantar una broma pero la señorita Blossom, Anne (Joseph recordaba que se llamaba Anne) dijo:

—Preferiría que no nos siguiera, eso es todo.

—Sólo quiere que seamos amigos.

—Por eso me tiró al suelo, ¿verdad?, para que nos hiciéramos amigos… No quiero ser amiga de ningún perro.

—Dígame, ese animal del que me habló, ¿era un animal blanco y negro? ¿Era un tejón que parecía libre?

—Vi que iba corriendo. Me dio miedo. No quise mirarlo de cerca, por supuesto; no estoy loca, podría haberme mordido.

—Ya.

Así llegaron finalmente al Obelisco. No había niños jugando. Eran cerca de las tres. Joseph bajó los ojos y vio granos de caspa pegados en cabellos tan secos como periódicos viejos pero aunque tenía la piel y los cabellos secos era indudablemente joven cuando se la miraba de cerca, no podía tener más de veinticinco años, tal vez menos, tal vez era de su misma edad. La señorita Blossom se apoyó en él para darse un descanso, junto a la calzada, mirando pasar los coches. El tiempo había cambiado mientras caminaban; el cielo estaba áspero y negro como el carbón, con estrías de lóbrega luz amarillenta que se extendían hasta la tierra, y los árboles del Bajo mostraban el envés blanco de las hojas bajo el azote del viento. Kay pasó en su bicicleta plateada, entre las hojas que se arrastraban. No se había quitado las gafas de sol pero, preparado para hacer frente a la lluvia que se avecinaba, llevaba un impermeable de plástico transparente sobre su conjunto de tela de vaqueros, que lo hacía parecer una orquídea muy exótica y cara envuelta en celofán. Se había cubierto la cabeza con un enorme sueste amarillo como esos que usan los tripulantes de botes salvavidas para luchar contra los elementos. Kay saludó a Joseph con la mano. Los cielos se abrieron y empezó a llover a cántaros. Kay desapareció.

—Vamos a ese café —dijo la señorita Blossom.

—No tengo dinero.

—Lo invito a tomar una taza de té, ¡pero no sigamos bajo la lluvia, por amor de Dios! —Se estremecía y temblaba, la lluvia le desagradaba tanto como a un gato. Casi se alcanzaba a ver cómo se le erizaban los pelos. La nueva cortina de agua que saltó de la calzada les impedía ver más allá de unos pocos metros, y la chaqueta gris claro de la señorita Blossom se iba oscureciendo de humedad en los hombros bajo la mirada de Joseph. Solly, impermeable a la lluvia, se incorporó, bostezó, se estiró y se alejó en busca de nuevas travesuras, olvidándose de los dos.

Esperaron que el tráfico disminuyera y cruzaron hacia el restaurante, que tenía una cafetería en la planta baja, un lugar acogedor, tranquilo, en tonos apagados, que se conservaba tal como había sido cuando el barrio era más próspero, lleno de gentes que no se veían en ningún otro lugar, como si viviesen solamente allí y al final del día las empleadas las apilaran con mucho cuidado en los estantes junto con las tazas y los platos con diseños chinos antes de colocar en la puerta el cartel que indicaba «cerrado».

Subieron por la escalera eduardiana de roble, alejándose de la lluvia y el polvo; el interior cálido y fragante del lugar era un mundo tan diferente que Joseph se asombró al ver que su doble se le acercaba en seguida. Allí estaba, avanzando hacia él; y luego vio como él y Anne se acercaban a sus reflejos en el espejo cuya existencia había olvidado, un espejo en el que formaban una pareja que tenía la incongruencia de los sueños, en el que representaban la boda surrealista entre un Don Juan de barrio y la maestrilla de escuela a quien había conquistado y que cantaba en el coro de la iglesia en sus ratos de ocio. El verdín de la laguna estancada daba a los negros harapos de Joseph una lúgubre verdosidad pero ella lucía más circunspecta que nunca, aunque cojeaba terriblemente.

El salón de té, al igual que las escaleras, era de roble, y tenía sillas estilo William Morris, con asiento de enea y respaldo de travesaños; de los paneles colgaban a intervalos platos con diseños chinos y en un armario de roble, entre fuentes con bizcochos azucarados y panecillos con pasas, había un jarrón de cobre abollado con anémonas (que, como sabía Joseph por su libro de datos, eran los originales lirios del campo que no se fatigan ni hilan). Un terrier Yorkshire le lanzó un ladrido irritado desde debajo de un mantel; luego asomó la cabeza y Joseph vio el enorme lazo de cinta plana que decoraba los bordes, de modo que le dio una inmisericorde patada. Joseph y Anne se sentaron junto a la ventana y se quedaron contemplando la lluvia. Cuantío les trajeron el té, ella lo sirvió y llenó nuevamente la tetera con el agua caliente que venía en la jarra con gestos cortos y tensos pero femeninos, como una voluntaria en una fiesta de beneficencia o en un festejo callejero de una coronación. Eso hizo sentir a Joseph que tenían algo, aunque tenue, en común: una historia marcada por hechos similares.

—No soporto la lluvia —dijo ella—. ¡Detesto las lluvias de invierno!

Se quitó la chaqueta y la puso a secar en el respaldo de la silla. Debajo de la chaqueta llevaba una blusa de manga corta de seda artificial de color marfil unida en el cuello con un brochecito rosado de cerámica en forma de rosa. Las ancianas charlaban en voz baja y compartían con sus perritos falderos bizcochos azucarados con incrustaciones de pasas carbonizadas. El día gris recuperó su brillo en la superficie de plata abollada de las teteras y las jarras de leche. Joseph se calentó las manos con la taza. No lograba recordar cuándo había sido la última vez que había visto tantas ancianas juntas bajo un solo techo. Todas las sillas parecían estar decoradas con bastones.

—Detesto el invierno y adoro el sol —remachó la señorita Blossom con voz estridente, como si estuviese decidida a sostener una conversación. Joseph se preguntó, asombrado, cómo pudo interpretar su arisca independencia como timidez. ¿Qué aspecto tendría en los días de sol? ¿Bronceado y reluciente?

—Tenemos tan poco sol en Inglaterra… —dijo Joseph—. Es un país muy llorón.

—Ésa es una curiosa manera de definirlo —dijo ella con desdén—. Yo diría simplemente que estamos en la zona lluviosa, desde un punto de vista geográfico.

En ese mismo instante, como si la discusión sobre el clima hubiera sido una señal para entrar en escena, la señora Boulder entró en el restaurante. Joseph nunca la había visto en otro lugar que no fuese el bar. cerca del río o la sala de su apartamento, nunca se había cruzado con ella por casualidad; en su mente, la señora Boulder siempre ocupaba la celdilla que le correspondía en la colmena, siempre inmutable, inmóvil, como una estatua o un árbol, envuelta en un manto intangible de soledad o melancólica indiferencia. Y allí estaba, vestida de blanco deslumbrante, con tacones de acero tan altos como una cometa en ese inverosímil salón de té, acompañada por un hombre de mediana edad con traje azul oscuro. Avanzó con el aire majestuoso de alguien que va a botar un barco o dar comienzo a una fiesta. Su mirada no se detuvo en Joseph; ese día no quería reconocer a ninguno de los amigos beatniks de su hijo. «Debe de estar trabajando», se dijo Joseph. La idea parecía bastante extraordinaria pero Joseph tenía una noción muy vaga del trabajo que hacía y solo sabía que era una gran anfitriona, nada menos que una perfecta dama. O quizás él era su contable. O su ginecólogo. O algo. La señora Boulder y su acompañante eligieron una mesa apartada y empezaron a charlar animadamente. Joseph vio que tenía manchas de barro en las medias transparentes y el borde de la falda. Ella se quitó el brillante impermeable blanco con un movimiento de hombros.

—¿Quiere otra taza? —preguntó Anne, que tenía manos venosas, llenas de pecas y viejas mientras las manos de la señora Boulder eran suaves y blancas como almohadas. El no parecía un contable. Tal vez dentro de poco las mullidas manos de la señora Boulder comenzarían a acariciar por debajo del traje de confección al cerdo que le echaba mantequilla a un bollo con un aire de hombre de mundo. O tal vez ya lo habían hecho dentro de su automóvil en el Bajo mientras la lluvia se deslizaba por el parabrisas y golpeteaba en el techo. Ella destripó un eclair con un tenedor torcido. Anne se había olvidado de Joseph y contemplaba la lluvia y las nubes con una expresión de desvalido rencor. En el fondo de la taza de Joseph, las hojas de té delineaban claramente la silueta de un bote: ¿un viaje? Imposible.

—El cielo está empezando a despejarse un poco, corre viento dijo Anne—. Podemos irnos a casa.

La palabra «casa» con sus connotaciones de tibieza y seguridad, surgió extrañamente fosilizada de su boca de piedra.

—Vengo con ella —le dijo Joseph a la vieja camarera.

Anne pagó la cuenta con gesto impasible. Al salir, Joseph no pudo evitar echar otra mirada a la señora Boulder, que alzó la cabeza en ese momento y tropezó con sus ojos; se hundió en esas ventanas abiertas en la selva virgen de la mente de la señora Boulder como si atravesara una fantástica región de azules y verdes de fines del medioevo, reposando finalmente en un césped junto a una fuente donde una muchacha que llevaba un vestido blanco bordeado de perlas acunaba en el regazo la testa cornuda del lascivo unicornio sin saber lo que representaba. Todo ese sueño en plena vigilia se concentró en el segundo en que sus ojos se encontraron, antes de que ella volviera la cabeza. Un bucle mal fijado empezó a desmoronarse de la torre Martello de sus cabellos; toda esa sofisticada fortificación arduamente construida estaba a punto de desintegrarse ahora que ella había revelado la fragilidad de sus defensas. La señora Boulder se llevó una mano a los cabellos; una expresión de terror le cruzó el rostro.

Boulder¡Venga! Boulder dijo Anne con impaciencia.

Había dejado de llover y la calle resplandecía. Se negó a cogerlo del brazo nuevamente, diciendo que ya podía arreglárselas sola, porque el descanso le había hecho bien. Avanzaba con el cuerpo inclinado hacia un lado como un soldado herido que se dispone a luchar en una batalla perdida.

—Esto es demasiado —dijo Joseph al ver a Sunny—. De prisa, alejémonos antes de que nos vea.

Pero era demasiado tarde. Sunny agitó el bastón en la otra acera frente a la peluquería «Marlene». Era una acusación ambulante pero no lo sabía. Seguramente había olvidado el incidente de los cigarrillos o lo había perdonado; Sunny sonreía y agitaba el bastón. Había recuperado la gorra o alguien le había dado otra idéntica a la que tenía antes. Unas gotas de lluvia se deslizaban desde la punta. Detrás de él, la cabeza de cera que había en el cochambroso escaparate de «Marlene» remedaba sus radiantes sonrisas. Sunny parecía la imagen de un anciano dibujada por un niño, un rectángulo con pies arbitrarios en un extremo y un redondel que representaba la cabeza en el otro. Por suerte, el tráfico le impidió cruzar la calzada para hablar con ellos.

—Tiene amigos raros.

—¿Qué?

—Putas y vagabundos — dijo ella en tono de censura.

—El que no tiene nada no puede andarse con remilgos.

—Usted es un niño perdido — afirmó ella categóricamente.

—¡Pero usted apenas me conoce! — protestó Joseph, sintiéndose herido.

—Sé observar.

Joseph recordó La vida de Blake de Gilchrist y la reprendió con dureza:

—Los ojos ven más que el corazón — dijo, preguntándose si era cierto; de todos modos, eso la hizo callar porque aspiró sonoramente pero no le respondió.

Se separaron ante la puerta del cuarto de Anne.

—Gracias por el té, Anne dijo Joseph, con una vaga alegría por poder llamarla por su nombre de pila —. Una tarde de éstas la voy a invitar a tomar un trago, cuando reciba el dinero que me tienen que dar.

A Joseph le parecía altamente improbable que aceptara su invitación y, de hecho, dijo con sequedad:

—Soy abstemia. — Y cerró la puerta de golpe.

Desde la ventana, Joseph vio las nubes de lluvia que se replegaban rápidamente hacia las colinas, y la bruma que se elevaba dejó al descubierto una pequeña y limpia ciudad con la que se podría haber jugado a la hora del recreo. Joseph encendió la estufa y sus ropas comenzaron a echar vapor. Se sentía sofocado, v recordó que, cuando era niño, se consideraba que los baños calientes eran un buen profiláctico para la gripe; sin pensarlo, decidió tomar un baño y bajó al cuarto de baño común. Era un lugar angosto y con techos altos, una rebanada de un cuarto que en otra época había sido una sala de estar estilo regencia. Dos de las paredes estaban coronadas por una moldura con un friso de cupidos y hiedra. La descascarillada pintura de color crema creaba fantásticas imágenes en las paredes. El monstruoso calentador de agua se estremeció al encenderse con un estallido. Joseph se dedicó a holgazanear, dando vueltas en el cuarto de baño mientras esperaba que se llenara la bañera, examinando sin curiosidad los deformes gorros de baño de los otros inquilinos anónimos, y perdió interés en bañarse mucho antes de que el baño estuviese listo pero advirtió que había una marca de fábrica o una orden grabada en el depósito del retrete, no funciona, de modo que se vio obligado a bañarse. Se quitó las prendas empapadas y se sumergió en la bañera. Al atardecer había una extraordinaria quietud en la casa. Se sentía inseguro en la bañera recordando el asesinato de Marat aunque admiraba a Charlotte Corday, y le inquietó ver que alguien abría la puerta del cuarto de baño; pero no era más que su gata.

La gata se encaramó de un salto en el borde de la bañera y se quedó sentada elegantemente entre los grifos, sobre la jabonera, mientras observaba con una fijeza tan peculiar que Joseph se sintió molesto v le pidió que no lo mirara. La gata ronroneó al oír su voz y se le acercó caminando sobre el borde de la bañera como si avanzara sobre una cuerda floja; no caminaba con su gracia habitual y tenía las caderas abultadas. ¿Había otros gatitos enroscados, húmedos y frágiles, como helechos enanos, dentro de ella? Imaginó el intrincado interior de su útero cuajado de embriones. La gata fue dejando huellas de pisadas con cinco dedos a lo largo del esmalte blanco. Se agazapó junto a la oreja de Joseph, ronroneando con un sonido ronco, y empezó a lamerle el hombro con la diminuta lengua áspera. Joseph le acarició el pelaje suave del vientre, del cual sobresalían los pezones.

—¿Estás rindiéndole culto a la vida de nuevo, reproduciéndote de nuevo, blancanieves?

Joseph se preguntó si el líquido amniótico era tan acogedor como un buen baño caliente; quizá lo fuera más aun. «Me gustaría tener una casa que en todos los cuartos tuviera grifos de los que saliera líquido amniótico frío y caliente», pensó. Apoyado en un costado de la bañera, se adormeció en seguida y soñó que estaba nuevamente en el café con Anne o tal vez con otra muchacha a la que no distinguía con claridad; quizás era Charlotte. Aunque, si hubiese sido ella, no la reconocía. Pidieron helados y, cuando le trajeron un plato de vidrio, vio que dentro de él venía la señora Boulder con su traje de color vainilla. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho. Apenas cogió el barquillo, el tazón empezó a crecer; poco después cubría toda la mesa. Joseph hundió la cuchara a la altura del ombligo de la señora Boulder. Tenía un sabor muy agradable y cremoso. Cuanto más comía él, más crecía ella.

El borroso rostro de la muchacha desapareció. Joseph se dio cuenta de que tendría que meterse dentro del tazón para seguir comiendo porque ya era mucho más grande que la mesa y seguía aumentando de tamaño. Eso fue lo que hizo. Sus tacones chirriaron, resbalaron y se deslizaron. Delante de él se elevaban peñascos de helado. La cucharilla no le servía de nada. La dejó de lado y sacó ávidos puñados de las deliciosas vísceras de la señora Boulder, llenándose la boca, pero de pronto advirtió que la cremosa nieve se iba derritiendo; antes de que pudiera escapar, una avalancha estremecedora se precipitó sobre su cabeza y desapareció para siempre, quedó muerto y sepultado a la vez en la noche polar del ombligo de la señora Boulder.

Se sumergió otra vez, atravesó la superficie del agua de la bañera (que ya estaba fría) y despertó entre aguas agitadas. La gata se alejó de un salto de las gotas de agua. Una vez pasada la conmoción, vio que Anne estaba de pie junto a la bañera. Ya era casi de noche. El pálido rostro de Anne y su traje de franela gris claro relucían; tenía un aspecto tétrico y fantasmal. Le tiró una toalla como si fuese una daga.

—¡Otra vez haciendo de las suyas! —le dijo—. Primero se prende fuego y ahora trata de ahogarse.

—Tendría que haber hecho un gran esfuerzo para ahogarme en una bañera — replicó Joseph enfadado.

—Deberían pagarme un plus por riesgo por vivir con usted.

Salió del cuarto de baño y subió nuevamente las escaleras, con todos los músculos de la espalda tensos insinuando una irritada desaprobación.

Pasó el tiempo, las semanas transcurrieron tan idénticas como gotas de agua y, como gotas de agua en el cristal de una ventana, se convirtieron en una sola imagen.

Se produjo una intensa ola de frío; el viernes por la mañana, cuando Viv y Joseph estaban haciendo cola en la Oficina de Empleo, el aire parecía de acero. Las orejas de Viv, dos rosas carmesíes, asomaban de un gorro Balaclava de lana azul marino. Se había puesto mitones que le hacían juego. Su madre se los había tejido probablemente cuando tenía doce años. Viv sacó una manzana del bolsillo, le dio brillo frotándola en la solapa de la chaqueta (una alegre chaqueta de lana a cuadros rojos) y le ofreció un bocado a Joseph. La manzana era muy verde y satinada, fresca y dulce. Le daban ruidosos mordiscos y avanzaban arrastrando los pies.

—En la pared de un lavabo público alguien había escrito: «Chupé a un perro, estuvo muy bien» — dijo Viv afablemente, decidido a levantarle el ánimo a Joseph contándole uno que otro hecho.

—De todo hay en el mundo — respondió Joseph con aire ausente, mirando la manzana, que comenzó a hincharse hasta parecer un mundo de color verde—. Eso me recuerda el hospital, ojala no me lo hubiese recordado. No quiero volver a pensar en el hospital. En el hospital vi. a un hombre exactamente de este color, no sé por qué pero se le había podrido el hígado. Nunca habría pensado que alguien podía ponerse de ese color. Pero tenía manchas, en realidad se parecía más a un aguacate que a esta manzana.

Viv tomó nuevamente la peligrosa manzana con un suspiro. Detrás de ellos, un viejo empezó a toser como si se le fuera a salir el corazón por la boca, con una convulsión interminable, ronca, desafiante y sísmica que concluyó arrojando un resplandeciente grumo de flema en el zapato de Joseph, que se quedó boquiabierto. Le gritó irritado por encima del hombro:

—Deberías habértelo tragado.

Luego se dio cuenta de que el viejo iba vestido con prendas de distintos trajes, una chaqueta marrón oscuro con rayas blancas, pantalones Príncipe de Gales, un chaleco azul raído y sin un abrigo que lo protegiera del frío; además, ya había empezado a toser otra vez y se cubría la boca con un pañuelo nada limpio como si pidiera disculpas. Cuando recobró el aliento, dijo:

—Lo siento, hijo, son los pulmones. Los pobres pulmones están tan podridos como un queso gorgonzola, estoy envejeciendo, eso es lo que pasa, estoy envejeciendo.

—No se preocupe, jefe, no tiene que disculparse — murmuró Joseph, sintiendo que le exprimían lentamente el corazón en una prensa.

—Son los pulmones —siguió diciendo el viejo con horrorosa humildad, a punto de gargajear otra vez.

—¡Por Dios!, no pida disculpas —gritó Joseph.

El viejo, agitado, dejó caer el pañuelo.

—¿Quién mierda crees que eres? —le preguntó agresivamente—. ¿Crees que eres el Señor de los Cabrones? ¡Hablarme en ese tono, un crío como tú!

—¡Dios mío, Joseph, quédate callado, dale un cigarrillo o algo y no le digas que lo sientes! —susurró Viv, indignado. El viejo se le encaró en seguida.

—Y tú no me faltes al respeto… —empezó a decir pero un nuevo ataque de tos lo paralizó por un rato, convirtiéndolo en un guiñapo tembloroso, y tuvo que apoyarse en la pared. Sólo le quedaban unas pocas hebras de pelo gris y blanco cruzadas con esmero a lo ancho de la cabeza. La cola avanzó un poco y el viejo enfermo quedó atrás.

—Lo que pasa es que te dejas llevar muy fácilmente por la compasión —dijo Viv—. Yo diría que sólo puedes sentir lástima por la gente a la que desprecias.

Joseph nunca lo había oído hablar con tanta amargura. Viv le dirigió una mirada de censura.

—Estoy seguro de que los leprosos odiaban a san Francisco —añadió de improviso—. Imagínate que un perfecto desconocido se te acercara y te besara nada más que porque tienes una infección en la piel, nada más que para hacer alarde de que tiene un gran corazón; nunca oíste la versión del leproso. ¿Qué habría pasado si un leproso hubiera aparecido como caído del cielo y le hubiese dado un beso a san Francisco? Estoy seguro de que san Francisco nunca se habría sentido más insultado. Qué cerdo. Mira, ahí va Kay en bicicleta.

Zigzagueando intrépidamente en medio del tráfico, Kay pasó como una flecha envuelto en el cómodo camuflaje de su chaqueta de paracaidista verde y caqui comprada en una tienda de excedentes del ejército; llevaba una bolsa de cuerdas repleta de alimentos colgando del manillar y una enorme mata de acebo atada al asiento. Los saludó alegremente. Empezaron a caer unas gotas de lluvia gélida. Un hombre ridículamente gordo que estaba delante de ellos en la cola se tiró un pedo estruendoso y maloliente. A continuación, un vagabundo tambaleante irrumpió en la cola con un feroz chillido y se abrió paso a empellones, dando codazos y asustando a los empapados peatones; unos pocos metros más adelante se aferró del cuello raído del abrigo de otro vagabundo y lo sacudió.

—¿Dónde te metiste anoche? —le preguntó con un marcado acento escocés—. Te estoy preguntando, ¿dónde te metiste? Desperté en el Bajo a las tres de la mañana y todo estaba congelado y la fogata se había apagado y Sid Walker se había ido, Watt se había ido, tú te habías ido, estaba completamente solo, pobre Jock, solo como alma en pena, ¿por qué te fuiste y me dejaste solo sobre las cenizas?

Forcejearon tambaleándose e inútilmente durante uno o dos minutos pero poco después dejaron de luchar y se quedaron pegados uno al otro, en un silencio implacable. El gordo se tiró otro pedo, más sonoro, que envolvió a Viv y a Joseph en una nube sulfurosa. Joseph recordó lo que había visto en el Bajo la noche en que él y Kay habían soltado el tejón; los dos vagabundos con abrigos andrajosos seguían avanzando, vacilantes pero en línea recta, seguían cobrando el seguro, aún les quedaban prendas espirituales de las que podían deshacerse antes de llegar a ese estado definitivo de absoluta desnudez.

—En realidad, Sunny es un pequeño burgués, no un vagabundo —dijo—. Tiene un hogar y se viste bastante bien. Y la música siempre lo mantiene ocupado.

Un beatnik que estaba al final de la cola tocaba unos lastimeros fragmentos de blues en una armónica. La lluvia se coaguló hasta transformarse en aguanieve y se les enterró como púas de puerco espín. El vagabundo escocés, Jock, empezó a lanzar fuertes gemidos, inclinándose hacia adelante y hacia atrás. Viv cogió el hombro de Joseph porque éste había vuelto la cara y escarbaba afanosamente el yeso que había entre los ladrillos rojos de la pared de la Oficina de Empleo.

—Paciencia, cariño, ya falta poco.

—Nunca llegas a lo último, siempre hay algo peor; caes y caes pero siempre hay algo peor.

—No hables tan fuerte, te van a oír.

—Eso nos diferencia de los animales —dijo Joseph forzando la voz—. Nuestra capacidad ilimitada de sufrimiento. —Dardos de granizo le golpeaban la cara; la cola avanzó en desorden. Viv tenía que arrastrar a Joseph a lo largo de la doble fila porque no quería despegarse de la pared.

—Hablas como un libro de mierda —dijo Viv con una súbita y extraordinaria amargura—. Escúchame, Joseph, no soy más que el hijo de una pobre prostituta —hizo una pausa y rectificó—, el hijo de una prostituta con dinero y no un intelectual como tú pero toco el piano, recibo lo que me dan y me las arreglo y no hacemos mas que eso, lo que tenemos que hacer, lo que sea, y luego ¡paf!, se acabó el espectáculo, se acabó, buenas noches. ¿Puedes seguir caminando? Ya casi llegamos.

—Soñé que me comía a tu madre.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Se detuvieron muy cerca de la puerta de vidrio. Joseph se había recobrado un poco, aunque jadeaba. Miró la cabeza de Viv, pequeña y avellanada, sus rasgos sombríos y benévolos, percibiendo por primera vez en su larga amistad la absoluta y absurda tristeza del rostro del otro. Era un rostro resignado a la mortalidad. En torno a ellos, los viejos desesperados se bamboleaban bajo los crueles golpes de las penetrantes gotas de aguanieve y las bombas arrojaban un granizo aún más penetrante y destructor sobre las chamuscadas campiñas del arrozal de Asia, y Viv estaba resignado a todas esas fatalidades; Joseph sintió un deseo incontenible de agredirlo, de arrancarlo de su resignada quietud.

—Vivvy, ¿tú quieres a tu madre? — le preguntó con traicionera dulzura.

—Por supuesto —dijo Viv serenamente—. De eso estoy seguro, gracias, es la mejor madre del mundo, Dios la bendiga.

Joseph se acercó lentamente a su amigo moviéndose como un cangrejo e, incitado por su ángel, le dijo:

—¿Te gustaría acostarte con ella?

—¡Esta vez sí que te pasaste! — le gritó Viv, pero ya habían llegado a la puerta, y el lugar los succionó y los separó una vez dentro.

Durante el proceso de recepción del dinero semanal, Joseph empezó a darse cuenta poco a poco de que se sentía muy tenso y alarmado. Su relación con Viv se encontraba en medio de un torrente, incluso de una cascada, se había convertido en una profunda confusión de rencor y dependencia cuyos atisbos había ignorado por estar atento al terror. El hábito de la amistad le resultaba más difícil de romper y más irracional que el del amor; ¿por qué extraños medios había llegado a ser imprescindible para Viv, cuál era su imagen en el anfiteatro del cerebro de Viv? ¿Sus actos inconexos aparecían ante Viv como un todo único, como podía aparecer cualquier otro espectáculo vital? Pero, mientras lo seguía rápidamente calle abajo, obsesionado por esas preguntas, descubrió que Viv había vuelto a encerrarse en sí mismo y le mostraba una fachada inocente, brillante, impenetrable; como viejos amigos, se ocultaban sus secretos.

—Kay va a dar una gran fiesta en Nochebuena —dijo—. Los de la Ópera Eléctrica vamos a tocar un poco de música. Conseguí que las luces funcionen a la perfección. Seguramente va a ser una fiesta estupenda. Tienes que ir, Joseph, te hará bien. No te ves con mucha gente, corazón, ni hablas ni te ríes todo lo que deberías.

—¿Cuándo es Nochebuena?

—¿Qué dices?, la próxima semana. ¡Vamos! ¿Cómo no vas a saberlo?

Por sobre sus cabezas, en lo alto de unos grandes almacenes, un Papá Noel de cartón piedra sacaba paquetes de una bolsa rodeado de renos de cartulina.

—No puedo ir a casa —dijo Joseph—. No podría escuchar el discurso de la Reina en paz, ni la novena con villancicos y todo.

—Estás un poco abandonado. Debería pedirle a mamá que te corte un poco el pelo. Lo que quiero decir es que ya basta…

—¿Y es cierto que falta poco para la Navidad, la época de la buena voluntad entre los hombres y de la tierra en paz?

—Tienes toda la razón — dijo Viv con tristeza.

Una extraña aparición pasó como un relámpago al lado de ellos, alejándose velozmente a lo largo de la calle como un colibrí; era una muchacha alta y de piernas largas vestida con ropas extremadamente llamativas, medias verdes fluorescentes, una casaca púrpura y naranja y envuelta en un manto o poncho suelto de lanas brillantes de distintos colores. Su cabellera era una nube flotante con vetas anaranjadas, evidentemente sólo le quedaban restos de abundante tinte amarillo. El aguanieve parecía apartarse para dejarla pasar sin que se mojara y la muchacha corría y reía como si el frío la pusiera de buen humor y el hecho de que fuera diciembre incluso le pareciese algo divertido. Los dos se quedaron contemplándola; parecía dejar a su paso una nube de colores.

La conozco —dijo Viv—. Es Barbie. Es norteamericana, se aloja cu casa de Kay; llegó quién sabe de dónde con dos cestos de paja llenos de cuentas de vidrio y flores de papel. Un tipo le dio la dirección de Kay en la estación de Paddington. En el restaurante automático.

De regreso a casa, Joseph compró un trozo de pescado para la gata; cuando le quitó la hoja de periódico en que venía envuelto, se encontró con una foto que le produjo una profunda congoja. Era la foto de un soldado americano con un niño en brazos, aunque daba la impresión de que el niño había perdido los suyos. Tenía tanta sangre en la cara que era imposible saber de qué sexo era pero la cara del soldado era ancha y pecosa y tenía una expresión más bien simplona. Cuando el soldado tenía la misma edad que el niño que ahora sostenía en brazos, seguramente había sido la imagen del escolar americano arquetípico, con nariz chata y dientes separados y que sonríe desde una cartelera, «¡Qué maravilla, mamá, este postre es fenomenal!», o que aparece en las portadas de revistas saliendo a pescar con su padre. Ahora, siendo menor que Joseph, convertido a traición en un asesino, lanzaba una acusación a la cámara fotográfica con un gesto de pavoroso asombro, llevando a su víctima en brazos; el niño y el hombre, dos troncos cercenados de inocencia mutilada.

Joseph encontró un alfiler y clavó la foto en la pared entre Marilyn Monroe y el monje en llamas pero no tardó en descubrir que los ojos del soldado desconocido lo seguían por el cuarto, así que sacó la foto y la dejó en la mesa. Afuera, el aguanieve se había convertido en lluvia y bañaba las ventanas. El viento soplaba con un lamento. La estufa de gas lanzaba estallidos y relampagueaba. No se veía nada de la ciudad. Intentó leer La vida de Blake de Gilchrist porque pensó que lo tranquilizaría pero no pudo concentrarse en el texto porque no dejaba de fundirse con la foto del soldado y reconoció con desesperación que sólo el mudo lenguaje de los símbolos podía expresar su indecible repugnancia.

Joseph y su grotesco ángel concibieron una estrafalaria broma: decidieron mandarle un pedazo de excremento a Lyndon Johnson. Por estar habituado a coger excrementos, se trataba simplemente (una vez que la mierda se materializó) de embalar una cagada de buen tamaño. Eligió una caja de cartón vacía que en algún momento había contenido copos de cereales, el desayuno más sano, y todos los periódicos que encontró. Tuvo que sacrificar toda la pila de recortes sobre Vietnam y uno de los cuadernos en que coleccionaba datos para embalarlo bien. También metió en la caja la foto del soldado y el niño. Escribió cómeme en un pedazo de papel que arrancó de una bolsa de té y lo colocó sobre el mojón. Mientras se entregaba a esa tarea no dejaba de reír con una risa demoníaca. El envío del paquete por correo aéreo le costó la mitad del dinero de la prestación del seguro de desempleo pero no le pareció caro.

—Mandé un regalo de Navidad a la Casa Blanca — le dijo a Ransome.

—¿Qué regalo?

—Mierda.

—Perdón, no le he entendido.

—Mierda — repitió Joseph.

Se traspasaron con la mirada por encima de la cubierta de la mesa que era de color rojo oscuro y Joseph advirtió en la melancólica inquietud de los ojos blancos de Ransome que si el psiquiatra hubiese podido creerle sus actos habrían dejado de ser gestos irónicos de una tenebrosa farsa para convertirse en ideas auténticamente dementes.

—¡Fue un sueño tan vivido! —dijo Joseph con convicción—. Casi la olía, y le puedo asegurar que me sentí muy aliviado cuando desperté y sólo percibí el típico olor a cementerio que hay alrededor de mi almohada. Esa misma noche soñé que me comía a la madre de mi mejor amigo.

—¿Le gustó? — preguntó Ransome, impasible.

—Era demasiada mujer para mí: me tragó ella a mí.

—No soy ni un freudiano ni un brujo, no diría que puedo interpretar sueños.

¿Ya había pasado el peligro? Ransome se movió en la silla y la luz se le reflejó en los lentes, lanzando destellos momentáneos que parecían reflectores o faros de automóviles; Ransome era un automóvil que avanzaba en dirección contraria. Pasó junto a Joseph por el otro lado de la calzada. Charlotte tenía el mismo aspecto al final, había terminado por alejarse más allá de todo posible contacto. A diferencia de las líneas paralelas, ni siquiera se encontrarían en el infinito.