Seis

El día de Nochebuena hacía tanto frío que el aliento quedaba suspendido como señales de humo en el aire congelado. Todos los inquilinos de la casa donde vivía Joseph la habían abandonado durante las fiestas excepto el mismo Joseph, Anne y la hija del almirante, que lo abordó para hablarle de unas Navidades en México cuando su padre estaba vivo, con fuegos de artificio y procesiones, mientras Joseph sonreía y observaba cómo le iban carcomiendo el rostro los espectros de la desnutrición. Joseph había traído bastante comida de la tienda de animales para que su gata se alimentara durante las fiestas y se deprimió al presenciar una escena simbólica, un ratón que daba veloces vueltas atrapado en un molino. Todas las tiendas estaban atestadas de gente; Joseph compró pan y huevos y, dejándose llevar por un impulso, seis curiosas y desconocidas flores blancas con pétalos cerosos y sin perfume que vio en una tienda y que quería regalarle a la señora Boulder. Entonces se quedó sin un céntimo y, cuando llamó a sus padres desde una cabina, tuvo que hacer la llamada a cobro revertido.

Se produjo un terrible ir y venir de frases incoherentes entre Joseph y su madre, que duró unos pocos minutos; cuando ella se dio cuenta de que Joseph le estaba diciendo que no iría a visitarlos, empezó a decir entre sollozos: «¿Cómo puedes hacerme esto? He perdido a mi niño». Joseph colgó el teléfono dominado por una perplejidad que lo aturdía. No se había dado cuenta de que ella pudiera preocuparse tanto. Su madre era menuda y rolliza, y tenía cabellos grises. Era un ama de casa que limpiaba y cocinaba. Cuando uno se caía iba a pedirle Elastoplast, sólo que entonces seguramente era más joven, aunque a Joseph le parecía que siempre había tenido exactamente la misma edad y el mismo aspecto; y seguramente la había querido más que a nada en el mundo, incluso había vivido dentro de ella durante nueve meses. Eso parecía algo extremadamente misterioso e inverosímil.

La tienda de sus progenitores se llenaría de susurros de serpentinas cada vez que la puerta se abriera para dejar entrar a un cliente a hacer una compra de último minuto de tarjetas y grandes cajas de chocolates para Navidad, y su madre estaría llorando en el cuarto del fondo. En ese cuarto había un burro de yeso con alforjas de plástico llenas de siemprevivas y también había una muñeca española con mantilla y peineta, que habían traído de unas vacaciones de dos semanas en la Costa Brava. Cada pared estaba empapelada con un papel diferente y en todas había patos de yeso inmovilizados en pleno vuelo. Su madre estaría sentada frente a la estufa eléctrica con imitación de carbones encendidos junto a la figura hueca de la holandesa con los hierros de atizar el fuego y lloraría amargamente, como había llorado Anne. Joseph había vivido dieciocho años entre la tienda y el cuadrado de jardín y le daba la impresión de que no dejó prácticamente nada que demostrara que vivió en esa casa, ni una sola huella digital en el papel que empapelaba las paredes ni una mancha en el linóleo. Nada. Sólo el llanto de su madre porque él no estaba allí demostraba que había estado allí y se había marchado. Resistió el impulso de llamarla nuevamente para cerciorarse de que era cierto. Sólo que tal vez hubiese respondido su padre, que habría empezado por decir una vez más: «Siempre hemos tratado de darte lo mejor, hijo, siempre lo mejor de todo», pero que luego habría continuado con una nueva fórmula: «Vas a dejar de existir para mí, Joseph, te lo aseguro». De modo que no volvió a llamar.

En lugar de hacerlo, le llevó las flores a la señora Boulder. En la puerta de entrada había una pequeña aldaba de bronce con una figurita acuclillada en un hongo encima de la palabra polperro. Tardó mucho en abrirle la puerta y Joseph advirtió en seguida que olía a whisky. Aunque ya era bien entrada la tarde, todavía estaba desaliñadamente envuelta en una fantástica negligée salida directamente de una fantasía erótica, una extraña prenda de encaje color salmón y raso color ciruela. Llevaba el pelo suelto. Joseph nunca la había visto con el pelo suelto. Lo tenía bastante largo y protuberante como una nube dura a la altura de los hombros. Los continuos aclarados le daban un aspecto frágil, de papel de seda o de dulce de cabellos de ángel, no parecían verdaderos cabellos sino los cabellos de una muñeca que caminara y hablase. Todavía conservaba en la cara el maquillaje de la noche anterior pero borroneado y corrido por el sueño y, como observó Joseph, por el llanto. Aparentemente todas las mujeres del mundo lloraban ese día.

—Viv no está — dijo la señora Boulder mientras observaba atentamente el descascarado barniz rubí que tenía en las uñas.

—Le he traído flores — dijo Joseph.

—¡Dios mío! — exclamó con aparente asombro — ¡No lo puedo creer! — Joseph depositó el paquete blanco en sus manos; ella se abrazó a las flores con un gesto infantil, nervioso, preguntándose qué hacer con un regalo tan inesperado. — ¡Ir a gastarte el dinero en un regalo para mí! — dijo con un asomo de reproche —. Pero sea como sea, Joseph, es muy gentil por tu parte esto de traerme flores. — Estaba empapada de lágrimas como si hubiese estado llorando por todos los poros.

—No sé cómo se llaman — dijo Joseph—. La chica de la tienda me dijo el nombre pero era en otro idioma y complicado y lo olvidé. De todos modos son muy blancas.

Hubo un confuso intercambio de réplicas. Las palabras parecían desaparecer en el aire y disolverse como burbujas. Los dos se sentían muy nerviosos por ser la primera vez que estaban solos.

—Entra a tomar un trago — dijo ella como si hubiese tomado una decisión —. Estoy de celebración.

—Bien — dijo Joseph.

—Celebro mi cumpleaños — añadió ella. Y luego, con valentía — —: Tengo cuarenta y cinco.

—¡No! — exclamó Joseph porque parecía tener cinco o seis años más o al menos cuarenta y cinco años mal llevados. Pero la señora Boulder dio una interpretación errónea al comentario y pensó que le sorprendía que fuese tan mayor, de modo que al fin condescendió a sonreír.

Entraron en la minúscula cocinilla. La mesa plegable que había en el rincón donde desayunaban estaba abierta y llena de platos sucios. En medio de los platos había una botella de licor de whisky, semivacía, y un vasito con una huella seca de lápiz de labios. La señora Boulder cogió las flores blancas y les quitó el papel; de pronto parecían siemprevivas. Las puso en la tina de fregar e hizo correr el agua brevemente.

—Tienen que beber algo — dijo — Y nosotros también.

Sacó otro vaso de un aparador empotrado. La cocinilla daba a la calle del muelle y tenía un aspecto sombrío. Un tráfico atronador pasaba incesantemente por el costado. El vaso de Joseph tenía un dibujo de una chica pelirroja con un traje de baño azul de una pieza y los brazos por encima de la cabeza, a punto de lanzarse desde un alto trampolín. En el vaso de la señora Boulder, del mismo juego, la misma chica sostenía una pelota de playa roja y blanca.

—Hay un pichel que hace juego con ellos — dijo la señora Boulder al ver que Joseph examinaba los vasos con curiosidad —. Pero nunca he sabido qué uso darle, así que nunca lo usa nadie.

—En casa cada vaso tiene una flor diferente y una espiga. Le apuesto lo que quiera que estos vasos son de la cooperativa, como los nuestros.

—No sé cómo lo adivinaste — dijo la señora Boulder con aire ausente. El ángel de la muerte se le apareció sobre la nevera descompuesta; trató de clavarle los ojos sin pestañear. Por la puerta de la nevera, que se tambaleaba sujeta a una sola bisagra, se escapaba un hilo de agua que iba cayendo al suelo.

Perdido en un ensueño, Joseph siguió diciendo:

—También tenemos una jarra grande que completa el juego y que tiene un ramo de distintas flores y varias espigas. Cuando era niño, la llenaban con limonada y cubitos de hielo para el almuerzo del domingo. O con naranjada. En esa época los cubitos de hielo eran algo excepcional, en ese barrio del sur de Londres en todo caso.

Ella le echó más whisky en el vaso.

—Pero nuestros vasos eran de una especie de cristal tallado, no lisos como éstos, así que mientras uno iba bebiendo veía el mundo dividido en montones de pedacitos deformados.

—Pensé cortarme las venas pero después decidí que no — dijo la señora Boulder —, Además, no sé si hay que cortar una vena o una arteria. Y no había agua caliente para darme un baño. Se supone que hay que hacerlo en la bañera, ¿no?

—¿Por qué lo habría hecho? — Joseph pensó: «No se puede estar seguro de nada, de nada».

—Tengo mucho miedo de envejecer, Joseph — dijo ella simplemente —. Es algo que empieza cuando una tiene unos veinticinco años y aparecen unas arruguitas y una se engaña por unos cuantos años pensando que te hacen más interesante y que te ves más atractiva y más madura. Pero hay que teñirse las canas constantemente. Y entonces el cuello se te empieza a ajar y a aflojarse. Y tu piel pierde esa adorable lozanía, esa frescura y lozanía, y tienes que ponerte más y más maquillaje. Es como rehacer un castillo de arena. Soy un castillo de arena y viene la marea y me arrasa.

—Míreme — dijo Joseph. La compasión y el nerviosismo y un inexplicable temor lo hacían temblar; los ángeles perversos de la señora Boulder, bestias grises con ojos de charca, atestaban el cuarto. Una vez más, se miraron fijamente por encima de los platos sucios.

—Veo el interior de tu mente, donde están tus sueños — dijo ella con su típica voz azul oscuro.

—Tengo pesadillas, pesadillas horribles — dijo Joseph. Los dos hablaban en voz muy baja.

—¡Ah, sí! — dijo ella —. Lo sé. Eres el ahorcado del tarot, ¿me entiendes?

Joseph extendió las manos hacia ella, con las palmas hacia arriba, invitándola a leerle la suerte.

—Nada más que mentiras — dijo ella, cogiéndole las manos y recorriendo con los dedos las cicatrices de las quemaduras. Como si no prestara atención a lo que hacía, siguió acariciándole las manos mientras hablaba —: El ahorcado, ¡ay!, es una carta maldita. Significa muerte y destrucción. El ahorcado es esclavo de su destino, no puede escapar.

De pronto echó la cabeza hacia atrás, desafiando a demonios invisibles.

—Fóllame — dijo —. ¡Tesoro! — Comenzó a besarle las manos con besos ardientes, apretándolas contra la cara y los pechos.

—Sí — dijo Joseph porque era lo único que podía decir. El tráfico rugía cerca de ellos; las vibraciones hacían bailar los platos. Ella seguía murmurando «tesoro, tesoro» en un balbuceo estrangulado, besándole las manos una y otra vez. Joseph nunca había sentido tanto miedo de morir. Ella se dejó caer sobre la mesa, arrastrando mechones de pelo en la grasa de tocino y la borra de té.

—Estoy borracha — dijo —. ¡Ay!, no sé qué estoy haciendo.

—No mienta — dijo Joseph con una brutalidad que la hizo serenarse y aspirar varias veces profundamente, mientras miraba alrededor con recelo. Se pusieron de pie y fueron hacia el dormitorio, que estaba frío como una tumba.

La ancha cama estaba deshecha, llena de arrugas, y tenía un olor agrio. El cuarto, que estaba en la parte posterior de la casa, tenía una vista amplia y gris del río, barcos y depósitos. Ella se acercó en seguida a la ventana y corrió las cortinas, ocultando la luz de modo que quedaron dentro de una vaina negra que los rodeaba por completo. Pero Joseph alcanzaba a oír intermitentes coros de gaviotas que surcaban las corrientes del cielo. El dormitorio era más hospitalario que la cocina. La señora Boulder encendió la estufa eléctrica; se arrodilló sobre una alfombra de piel de cabra y se quedó mirando cómo se encendían las dos barras rojas. Joseph sabía que quería sumirse en esa noche artificial para que él no advirtiera las huellas de los años. El desesperado descaro con que lo había desafiado desapareció; tenía una actitud dulce y parecía indiferente o tristemente resignada a lo que había provocado.

—Qué lástima que haga tanto frío aquí — dijo —. Pero hoy hace frío en todas partes. ¿Tú dirías que va a nevar? ¿Dirías que vamos a tener una Navidad con nieve?

A Joseph le fascinaba que ella quisiera protegerse con comentarios triviales. Se le acercó por detrás y le rodeó con los brazos el cuerpo suave y amplio, los túmulos deslizantes de los pechos, el vientre suelto, resbaladizo; ella suspiró.

—Desvístete, tesoro — dijo —. Desnúdate para mí porque eres joven y fuerte y delgado y hermoso, Dios mío, y joven.

Joseph quería complacerla y exorcizar sus demonios y darle placer, convertirse en un personaje de sus mejores sueños; se quitó la ropa y se arrodilló al lado de ella porque no daba señales de moverse.

—¿Qué pasa, mi amor? ¿Qué pasa?

Los ojos le brillaron a la luz de la estufa; estaba llorando nuevamente.

—¡Qué horror! — dijo —. Bien podría ser tu madre.

—Lo siento pero, ¿qué tal si nos preocupamos de eso después? — dijo Joseph, perdiendo la paciencia. La empujó, haciéndola recostarse de espaldas sobre la alfombra; ella respondió sumisa como si fuera de espuma y él entró en ella de inmediato, en ese intenso frío; fue un fiasco. La estufa no calentaba todavía, sólo producía un leve resplandor rojizo que los cubría como sangre y, en medio de esa luz sobrenatural, las extraordinarias tensiones que los rodeaban y la inverosimilitud fantástica de todo eso lo avasallaron. Joseph se corrió en seguida e incluso sintió una sardónica alegría; en el duelo entre sus ángeles, su lerdo comediante había logrado un nuevo triunfo siniestro. Pero la señora Boulder estaba hundida en una laguna de encaje, enorme, blanca y dolida como un cisne herido, y volvió la cabeza.

—Eres un inútil — le dijo. Hablaba en un tono muy agudo —. Pensé que todo iba a salir bien porque eres tan joven…, pero no sabes hacerlo. El ahorcado, ¡ah!, es una carta de mierda.

—Ha sido demasiado para mí — dijo Joseph —. Recuerde que no lo había hecho desde que se fue Charlotte.

—¡Oh! — dijo ella.

—Déjeme intentarlo de nuevo en un minuto, irá mejor, se lo prometo.

—Las promesas son como la masa de los pasteles, se hacen para romperlas — dijo. Se acurrucó en la negligée y le lanzó dardos de furibundo dolor con la mirada. Pero por algún motivo los dardos no dieron en el blanco; la amenaza había desaparecido. Joseph no sabía por qué, lo sentía nada más, tal vez porque la desilusión la hacía actuar racionalmente. Ella no era una figura hierática incrustada en un friso y ya no estaba poseída por los demonios, estaba simplemente desilusionada. Era una mujer gorda, blanca, desnuda, de mediana edad, sobria ya y Joseph se dio cuenta de que no lo había derrotado y comprendió que no había ninguna razón para someterse al tarot. Le sacó un cigarrillo sin pedírselo y lo encendió en la estufa. Con curiosidad, palpó la superficie rugosa de la cicatriz de una vacuna que tenía en el hombro derecho.

—Déjame en paz dijo ella, alejándose de su mano con una sacudida, pero había una enorme carga de afecto entre los dos; suspiró

—Métase en la cama y caliéntese, le traeré un trago.

Ella trató de mostrarse agresiva.

—No me digas lo que tengo que hacer, Joseph Harker, bien podría… — se detuvo.

—Siga — Joseph se acercó a la puerta. Ella lanzó una risotada y le tiró la camisa.

—Ponte algo — le dijo — ¿Quién crees que soy? No voy a permitir que andes en pelotas en mi casa.

El comentario le pareció tan divertido que Joseph no podía dejar de reírse mientras sacaba las flores blancas del fregadero y las iba metiendo de una en una en los vasos con figuras de muchachas. Los distribuyó por toda la cocina. A continuación apiló todos los platos sucios en el fregadero, limpió la cubierta de la mesa y la plegó. Se lavó con agua fría, silbando una melodía, la que entonaba Kay, «Pedro el pescador», ¿por qué sería? Regresó al dormitorio con el vaso de la señora Boulder.

—Hace meses que no te veo tan contento — dijo ella con incredulidad. La esperanza, el frío o la desesperación la habían hecho meterse debajo de las mantas; las gaviotas graznaban y un barco tocaba la sirena y Joseph no alcanzaba a distinguir nada en el cuarto salvo la alfombra de piel que había delante de la estufa y las amplias y difusas siluetas de la cama, el armario y el tocador en el que brillaba tenuemente el espejo.

—¿Por qué le vomitó encima a Charlotte esa vez, se acuerda?

—Me miraba como si yo tuviera un corazón de oro —dijo la señora Boulder—. Así que pensé: «Se va a enterar».

—Cuando se fue me dijo: «Voy a buscar un hombre que se siente al lado de la chimenea y me diga de vez en cuando: «Ven a darme un beso, bonita». Pero lo último que supe de ella es que se había liado con un judío polaco.

—Siempre haciendo lo mismo —dijo la señora Boulder con fría agudeza.

—Sí, seguía buscando gente auténtica. Pensaba que su despliegue de finura no era natural, señora Boulder. Me comporté mal con Charlotte, malgastaba todo el dinero que le daban en marihuana y libros de historietas y me burlaba de F. R. Leavis.

—Tú sabes que abusabas de ella —dijo la señora Boulder.

—¿Sí? — dijo Joseph, sorprendido.

—Supongo que todo lo que quería era que la quisieran un poco; lo que quiero decir es que era joven.

—Pero erró el tiro, ¿verdad?

—Era espantoso veros juntos, ella se lo tomaba todo muy en serio y tú te comportabas como un viva la virgen, siempre te estabas burlando de ella.

—No me parecía. A veces tenía la impresión de que lo único que valía la pena era el entrecejo de Charlotte, que era muy despejado, no sé cómo explicarlo, o el reflejo del sol en la pelusa que tenía en los brazos. Otras veces, esas cosas eran una especie de recordatorio, algo que recordaba que todos se iban muriendo lentamente en todas partes.

—Dios mío, parecías un muchacho tan divertido cuando mi Vivvy te trajo por primera vez… La ropa que llevabas, eras un verdadero espantapájaros, y ella andaba tan limpia y era tan bonita y tú la usabas como un balón de punching, supongo que lo único que querías era sacar fuera tu agresividad.

Joseph trató de recordar el rostro de Charlotte pero no lo consiguió, Charlotte era un hueco en el espacio. Ya ni siquiera era un vampiro; Joseph había dejado de soñar que Charlotte le devoraba el corazón arrancándole suculentos bocados. ¿Y había sido exactamente al revés, en realidad?

—Seguramente usted nos observaba con mucha atención, querida.

—Después de todo, eras el amigo de mi Vivvy — dijo la señora Boulder — Ella nunca me gustó, por cierto. Era tan terriblemente amanerada…

—¡Qué curioso! Hacía semanas que casi no pensaba en ella y anoche me descubrí contándole a alguien una mentira de lo más detallada sobre Charlotte, tratando de entender. O quizá lo que quería era que me tuviera compasión, no sé. Pero ni siquiera recuerdo su apellido de buenas a primeras; no era Corday. ¿Era rubia?

—¿Qué estás tratando de entender? — dijo la señora Boulder.

La pregunta lo irritó a tal extremo que Joseph gritó «¡Mierda!». La señora Boulder, enfurecida, le tiró el vaso, desparramando whisky por toda la habitación; él vio venir el vaso y alcanzó a cogerlo, como en un acto de prestidigitación. Miró el vaso y se echó a reír de nuevo.

—Entre paréntesis, ¿le interesaría un gatito?

—¡Ay, Joseph, qué malo eres!; ¿cuándo vas a hacer que esterilicen a ese pobre animalito? No está bien obligarla a seguir teniendo gatitos. ¡Ay, Dios!, imagínate. ¡Pobrecilla!

—Es fascinante oírla ronronear cuando todos se echan y empiezan a mamar.

—Y después le quitas los gatitos.

—No antes de que deje de amamantarlos — dijo Joseph dulcemente.

—Eres cruel — dijo la señora Boulder.

—Quizá — reconoció Joseph. Era un nuevo tema de reflexión para un rato de ocio.

A continuación se produjo un profundísimo silencio en el que se alcanzaba a oír hasta el leve zumbido de la estufa eléctrica y la distante música de una lejana radio de transistores, que no parecían apagar el silencio sino intensificarlo hasta que empezó a presionarlos como un agua subterránea. La presión fue creciendo cada vez más, haciéndoles doler los oídos, hasta que la señora Boulder gritó:

—¡No!

Joseph, que estaba sentado en la alfombra, se incorporó y se acercó a la cama.

—No — dijo ella —. Esto no está bien, soy una mujer perversa que te lleva por el mal camino. No es raro que no puedas hacerlo, cuando es algo tan perverso. Vete a casa, Joseph, vete a casa ya.

—Antes me gustaba mucho Edgar Allan Poe — dijo Joseph —. Pensaba que sabía de lo que estaba hablando: «Por sobre las montañas de la luna, en el valle de las sombras, cabalga, cabalga decidido».

Se metió en la cama al lado de ella; la señora Boulder se apartó con una contorsión. Las sábanas eran pegajosas, de nylon escurridizo como una bolsa de plástico y no alcanzó a alejarse lo suficiente para escapar de él, de modo que en seguida se aferró a Joseph con un vigor cargado de desprecio, como para terminar pronto pero Joseph sabía que ahora era él quien dominaba la situación. A pesar de la mortecina luz roja alcanzaba a distinguir los escombros de esa imitación pintarrajeada de un rostro y, debajo de ella, la arenisca desmigajada de su verdadero rostro; bajo las yemas de sus dedos, la aspereza de su piel y el légamo informe de su carne escurridiza anunciaban en braille que el paso del tiempo la había convertido en una ruina. Su seca mata de pelo se le enterraba en la cara y los ojos como diminutos látigos aguzados. Pero no sentía repugnancia ante todas esas evidencias palpables de marchitez, sino un furioso arranque de ternura; Joseph quería llegar a esa región increada llena de fuentes y bosques que había en el fondo de ella, tan en el fondo como las serenas e idílicas tierras en las que Viv había dormido envuelto en el vellón del laguno, bajo árboles azules con frutos luminosos. La señora Boulder seguía gritando como un pavo real órdenes vagas y hermosas ristras de palabras de amor que eran como collares con cálidas cuentas. Así se fue acercando a las tierras paradisíacas y sintió que ella también se acercaba.

—Feliz cumpleaños — no pudo dejar de decirle el ángel de Joseph junto al río que circundaba esas tierras; luego, acercándose finalmente al otro mundo, sintió en medio de un dolor maravilloso que ese mundo había desaparecido o que siempre había sido un espejismo. Cuando ella se quedó en silencio y dejó de moverse agitadamente, Joseph volvió a oír el murmullo del río y descubrió que la cama olía a polvos de tocador y tenía el olor a trigo caliente del whisky derramado. Ella era una estatua postrada, blanquísima en la penumbra porque las mantas estaban desparramadas, algunas ni siquiera en la cama. Así, tan de cerca, se veía que una red de líneas satinadas le cubría los brazos como un velo unido con el broche de la vacuna.

—Usted nunca está totalmente desnuda — dijo Joseph, acariciándole el velo de novia —. Siempre lleva esto.

—Después de todo, no estuvo mal — dijo la señora Boulder con una voz diluida, distante —. Ha valido la pena esperar. — Después de otra pausa, dijo confidencialmente: — Una se harta de los hombres mayores.

—Una vez soñé que la devoraba — dijo Joseph —. Usted estaba en un plato de vidrio y yo la atacaba con una cuchara.

—¿Es cierto que soñaste conmigo? — dijo ella esperanzada, en un tono muy juvenil y muy triste.

—Quedaba sepultado debajo de su cuerpo.

Pero la señora Boulder ya estaba bien despierta. Sacó los gruesos muslos de la cama con un balanceo y comenzó a buscar la negligée. En un gesto maternal, amontonó las mantas encima de Joseph. Luego lo miró con una sonrisa de curiosidad, semitriste.

—De todos modos — dijo para sí, envolviéndose —, eres el amigo de mi Vivvy…

Apretó el interruptor que estaba junto al tocador y una luz de color malvavisco salió de las dos lámparas rosadas llenas de adornos que había a ambos lados del espejo. Extrajo un poco de algodón y crema limpiadora de en medio de una inmensa colección de potes, cajas y botellas y empezó a quitarse el maquillaje.

—Vas a tener que ver esta pobre cara sin nada encima — dijo mientras se frotaba la cara para sacarse el maquillaje, porque ya no temía que Joseph la mirara. Se quitó los colores borroneados. Joseph se enderezó y se quedó observándola. Le robó otro cigarrillo de la cajetilla que tenía en el velador. Después de viajar juntos por el espacio y el tiempo, a Joseph le parecía interesante verse convertido en un joven galán de película francesa que fumaba un cigarrillo suave en la cama de una prostituta mientras su dueña se acicalaba delante del espejo. Era una cama fastuosa. Había una luz delicada, difusa e increíblemente rosada. Joseph alzó las manos elegantes, tan rosadas como las rosas, y, riendo para sí, hizo aparecer la sombra de un canguro en la pared, que estaba cubierta con un papel listado estilo regencia. Ella sonrió al ver el canguro en el espejo.

—Siempre me gustaste porque tienes unas manos muy bonitas — dijo —. Me alegro de que ya estén casi cicatrizadas. Se pueden descubrir muchas cosas mirando las manos de un hombre. Por ejemplo, basta con mirarle las manos a mi Vivvy para saber que es un músico.

—¿Quién es el padre de Viv? Me lo he preguntado muchas veces. Viv es tan extraordinariamente feliz… Debe de haber recibido una buena herencia.

—No lo sabré nunca — dijo la señora Boulder serenamente —. En realidad, no es de buen gusto hacerme esa pregunta.

—¡No me venga con eso! — dijo Joseph. Hizo en la pared la figura de un sacerdote, que los casaba. Vivirían felices por siempre jamás. Joseph se sentía ridículamente contento.

—¿Qué importa en todo caso? — dijo ella —. Un padre no es más que una palabra hasta en los mejores momentos pero la madre es algo real.

—¿Quiere decir que el padre no es más que una hipótesis? — insinuó Joseph.

—Fue difícil al comienzo, pero gracias a mi hijo, a mi Vivvy, todo valió la pena.

—¿Quiere decir que el padre es una especie de ilusión? — insistió Joseph —. ¡Me cago en ti, Ransome, mi figura paterna!

—No hay nadie mejor que una madre — dijo la señora Boulder con vaguedad —. Al comienzo, ¡ay!, cada vez era una nueva violación. Me sentí despreciable durante años, sentía que era tan pecadora que nunca llegaría a purificarme. Pero si la muerte es el fruto del pecado también es el fruto de la virtud. Y ganaba muchísimo dinero, no me creerías cuánto. Y no tenía que pagar impuestos. Y entonces me dije: «¿Porqué soy una pecadora? Lo único que hago es trabajar en algo y no digo mentiras, como los curas, por ejemplo, que dicen tantas mentiras». Pero mi familia siempre fue católica y es difícil dejar de sentirse culpable cuando te han metido la idea de la culpa en la cabeza. Después de que hacen de ti una Magdalena nunca te van a aceptar como una honrada comerciante. Así que empecé a beber, tesoro, la solución de los cobardes.

Se quitó las pestañas postizas con mucho cuidado. Joseph hizo una figura que representaba el conocimiento del bien y del mal.

—Hábleme de su familia, si no le molesta. Me gustaría saber cómo era su familia.

—Eran gente de circo. Mi madre leía el futuro; yo aprendí a leer en el manual para interpretar el tarot pero no sé leer el futuro, Joseph. No sé qué te va a pasar. En realidad, francamente hablando, me revienta pensar.

Se examinó el rostro pálido brillante de grasa y se la quitó con una loción astringente.

—La quiero — dijo Joseph —. La adoro. — En el contexto del cuarto, la cama y la rosada oscuridad, era cierto, todo lo cierto que podía ser. Ella esbozó una sonrisa.

—Quiero mucho a mis dos chicos. Dios mío, me sentí muy acorralada cuando me enteré de que mi Vivvy venía de camino. Al comienzo trabajaba en espectáculos, como bailarina. Tenía un bonito cuerpo, bonitas piernas, todavía no había empezado a engordar. Mamá y papá tenían muchas esperanzas puestas en mí pero un tipo me engañó y una cosa trajo la otra. No es una vida fácil, te lo aseguro. Una vive como atontada, primero pasa una cosa y luego otra, gente que se muere y todo eso. Y un buen día te despiertas y eres una vieja que vive de recuerdos.

»Me acuerdo que mamá nos echaba las cartas del tarot a mí, a mi hermana, que se fue a América y se casó con un judío grandote que tenía una tienda, y a mi hermano, Robbie, que murió en la guerra, a los tres nos echaba las cartas y recuerdo cómo eran, todas grasientas. Y ella decía: «Son mentiras. No os olvidéis de eso». Pero cuando a Robbie le salió la carta de la muerte, se alteró muchísimo porque Robbie era el mayor y el único varón. Y ahora está muerta y todo lo demás. Se hacía llamar Madame Sophia y tenia un quiosquito con los signos del zodíaco. ¿Puedes creer que soy virgo? Y mamá tenía una bola de cristal pero papá manejaba la noria. Estoy hablando como una cotorra. Lo que pasa es que casi nunca tengo con quien hablar.

—Sí — dijo Joseph.

—Mi padre manejaba la noria, la rueda luminosa. Mira, te voy a contar cómo era mi padre: tenía la costumbre de andar desnudo hasta que empezó a sentir que era algo degradante, tenía un tatuaje en la espalda, era una escena de caza con un zorro que se iba metiendo en la madriguera. Se hacen obras de arte maravillosas con tatuajes. Una vez conocí a un obrero irlandés que tenía la Última Cena tatuada en tres colores a todo lo ancho del pecho. Pero papá se cayó y se hizo daño en la espalda y ahí empezamos a tener problemas, entonces comenzó nuestra época mala.

—Escúcheme — dijo Joseph en tono perentorio, como si fuese muy importante que ella lo supiera —. Yo solté al tejón. Se estaba volviendo loco en la jaula y yo lo solté.

Ella dejó caer una bolita de algodón.

—¿Qué tejón?

—El tejón que estaba enjaulado. En el zoológico. No paraba de dar vueltas como una púa atascada en el surco de un disco, se estaba volviendo loco.

—¿Y tú lo soltaste? — repitió ella desconcertada.

—Salté la muralla y le hice un agujero a la jaula, sí.

—No me digas! —dijo ella. Empezó a preparar una base oscura de maquilla —. Yo creía que lo había soltado Kay. Todos decían que él lo había hecho.

—¡Mierda, no hay justicia! — dijo Joseph.

—¿No te habías enterado?

—No se maquille todavía. Tiene la cara toda lánguida de amor.

—De amor. Estás bromeando. Joseph, ¿tú quieres a tu madre y a tu padre?

—No lo sé — reconoció él, esta vez francamente y con mucho dolor.

—Tienes que querer a tu madre, por lo menos — dijo ella.

Joseph observó cómo empezaba a resurgir su cara diurna bajo sus dedos, triste al ver cómo cada pincelada los iba alejando cada vez más de la resplandeciente caverna del cuarto y la cama. Ella volvía a convertir su rostro en algo inexpugnable.

—Tengo una cita con un caballero de color esta noche — le dijo —. Es negro como la noche pero es un hombre encantador. Hace años que no lo veo, es un viejo amigo de los años de la guerra, combatió con la Francia libre. ¡Ay!, he perdido tantas oportunidades, Joseph… Si hubiera jugado bien mis cartas, ahora estaría en el África Occidental Francesa, en Costa de Marfil, rodeada de lujos.

—Nunca es tan negro lo negro — dijo Joseph adormilado.

—Ya está oscureciendo — observó ella, echando una ojeada entre las cortinas.

Ya casi había terminado de maquillarse. Se había pintado los ojos con la ceremoniosa precisión con que pintaban los ojos de los muertos del antiguo Egipto. Empuñó un pincel para pintarse los labios. Era poco menos que un icono nuevamente.

—No hay nada que lamentar — dijo de pronto —. Nada que lamentar, Joseph. Fue bueno, pero tú sabes que no podemos hacerlo de nuevo, así que vete a casa y olvídalo que yo lo olvidaré y…

—¡Puta! — dijo Joseph herido. Afuera salpicaba la lluvia y plañía un ronco coro de gaviotas —. Ven aquí, que te echo otro polvo, puta. Después de todo, es Nochebuena.

Ella soltó el pincel para los labios y se echó a reír. Era una risa musical, pero no orquestal; una risa absolutamente infantil de organillo de feria. Cruzó el cuarto como una flecha y se abalanzó a sus brazos como una carnosa bala de cañón.

Joseph atravesó la calle y empezó a subir hacia su casa; a la entrada de la callejuela donde se había encontrado con Sunny la noche anterior se cruzó con Viv.

—Te he estado buscando por todas partes — le dijo Viv —. ¿Dónde estabas metido? Estás todo desgreñado.

—He estado follando a tu madre — dijo Joseph, sin saber qué decir salvo la verdad. Esquivándolo, pasó al lado de Viv, que se quedó con la boca abierta y echó a correr por la callejuela. Al cabo de unos segundos, Joseph oyó pasos furiosos detrás de él y, justo delante de la casa de Kay, Viv le saltó a la espalda como el viejo marino. Joseph cayó de bruces y por unos momentos forcejearon en el suelo, Viv dándole puñetazos a Joseph con todas sus fuerzas, pero estaba demasiado agitado para hacerle daño; gemía y maldecía y Joseph no tardó en asirlo por las muñecas y obligarlo a quedarse quieto.

—¡Hijo de puta! — dijo Viv —. Has follado a mi madre.

Se echó a llorar. Joseph lo abrazó, curiosamente molesto al verlo llorar también a él, dominado por la conocida sensación de absurda futilidad. Se sentía insoportablemente culpable por dejar en ridículo a sus dos amigos delante del otro.

—Era su cumpleaños — dijo Joseph amablemente —. Y además mañana es Navidad. Perdón por haber sido tan desconsiderado, no debería habértelo dicho.

—Venía a contarte que anunciaron una tregua para la Navidad y mientras tanto tú me estabas traicionando.

—¿Traicionando?

—Abusando de mi confianza. Yo pensaba que no le ibas a hacer nada. Seguro que estaba borracha y que te sedujo.

—Posiblemente — dijo Joseph —. No importa.

—¿Qué quieres decir con eso de «no importa»? ¿Quieres decir que te acostaste con mi madre y que te da lo mismo?

Joseph sintió una profunda ternura por su amigo; ¿cómo habría reaccionado Hamlet al descubrir a su amigo Horacio cubierto sólo con su camisa detrás de los tapices en la escena del dormitorio, en lugar de encontrar al viejo Polonio? Sobre sus cabezas, las bombillas de colores que había en el balcón de Kay parpadeaban una y otra vez y se oían villancicos cantados por niños con voces dulces, débiles, vacilantes:

Hay una baya en el acebo

que es roja como la sangre…

Viv se zafó con esfuerzo de los brazos de Joseph y se incorporó. Más que nunca, parecía un monito triste.

—Ojala te vuelvas loco y te encierren — le dijo —. Eso es lo que te deseo por Navidad.

Escupió a Joseph, lo escupió en la cara y se alejó; después de dar un par de pasos, dejando a un lado su dignidad, echó a correr a toda prisa.