Tres

Joseph no volvió a ver a la señorita Blossom hasta que se levantó, y eso ocurrió en extrañas circunstancias. Le habían quitado las vendas y las heridas iban cicatrizando pero seguía hundido en el tiempo; un domingo por la mañana salió muy temprano a comprar periódicos en los que se relataban hechos o al menos se describían cosas que podían haber sucedido. Los objetos y los olores que había en la tienda (cajas con refrescos de lima, frascos de caramelos y barras de regaliz, un olor penetrante de cartones, papel de periódico y chocolate) eran los mismos de su infancia y a veces esa excursión era dolorosamente nostálgica pero más que nada sentía una perfecta indiferencia. El vendedor de periódicos estaba aún ordenándolos mientras bebía té de un enorme pichel. Era un hombre serio y cruel, que había sido soldado profesional; cuando vio los dedos vendados de Joseph dijo curiosamente complacido: «Hola, veo que has estado luchando». Joseph sintió un estremecimiento horripilante al coger los periódicos y los cigarrillos de manos que habían asesinado a sangre fría. La cara del vendedor de periódicos era de color carroña.

Joseph había estado una vez en la tienda mientras Kay, que lucía una gorra verde de explorador, gafas de sol y pendientes, curioseaba en el estante de libros de bolsillo. Iba descalzo. Su respiración era sonora, ruidosa, húmeda e íntima; se reía sin motivo y farfullaba comentarios sobre Confesiones de una ninfómana o Técnicas secretas de placer erótico y diversas traducciones del sánscrito mientras el vendedor de periódicos lo miraba de arriba abajo y se iba encolerizando lentamente. El individuo murmuraba:

—Cómo me gustaría hacerle marcar el paso con los pies descalzos a ese tipo que anda sin zapatos, uno, dos, media vuelta, izquierda, derecha.

Pero aquello que convertía a Kay en un insulto ambulante para tanta gente no era en realidad ni la ropa ni el largo del pelo sino algo de su fibra esencial, un curioso resplandor, esa cualidad que indignaba tanto a Joseph.

Cuadrándose de hombros para un desfile y un ejercicio imaginarios, el vendedor de periódicos anunció que era una mañana encantadora. Clavó el índice en un dramático titular, la violación y el asesinato de una niña. Había una foto del hombre gris y maduro condenado por el delito; no dejaba de tener cierto parecido con el padre de Joseph, así que leyó atentamente el pie de la foto para asegurarse porque era imposible prever cuándo podían perder los estribos los hombres maduros. La niña tenía seis años y llevaba un conmovedor lazo en los cabellos.

—Matarlos a palos, eso es lo que habría que hacer con los asesinos de niños. Son peores que los animales. Habría que hacerlos trizas. Yo me ofrecería a hacerlo. Para darles una buena lección.

Sorbió ruidosamente un poco de té y le vendió el Observer a Joseph que, meditando en la violencia con que había empezado el día, regresó por donde había venido. Habían comenzado los fríos albores del invierno. La escarcha se endurecía bajo los pies y blanqueaba los cordoncillos de musgo congelado entre los adoquines. Delante del semicírculo había un jardín bordeado por una cerca de hierro. En el interior, castaños de Indias y hayas rojizas iban dejando caer las hojas en el mismo lugar donde rígidas institutrices habían vigilado a niños limpísimos que jugaban en un tapete de césped verde pero ahora había vagabundos que dormían en el vivero abandonado y un césped largo y frondoso, y el único toque de elegancia que aún quedaba era un niño de piedra de pie en un pedestal, que tocaba un silbato quebrado de piedra junto a una espinosa maraña de rosales; la embestida del tiempo le había arrancado uno de los brazos y tenía la barriga cubierta de groseras frases obscenas. Parecía a punto de ser circuncidado por un bonete de escarcha, al frente de tristes recuadros cubiertos de pálidos áster silvestres y malezas que tenían el color sepia de las fotos antiguas. Bien podría haber sido el último niño perdido que, congelado por un capricho del tiempo antes de que pudiera escapar, se había quedado allí convertido en piedra oyendo las voces de los muertos por siempre jamás. Más allá del desolado jardín, la loma descendía hacia el río cubierto por un enorme vellón dorado que flotaba en el aire; el cielo estaba esmaltado de azul y oro; prometía ser un día frío, resplandeciente, hermoso.

En medio de esa luz serena y fascinante, los leprosos muros del semicírculo brillaban como la nueva Jerusalén y por ser el día de descanso todos dormían apaciblemente, con las mejillas apoyadas en las manos, la cabeza en la almohada, amantes, niños y matrimonios, sumidos en felices sueños, la vieja de la planta baja de la casa en la que vivía Joseph soñando con su padre, convertida en el mascaron de proa de su barco, desafiando las olas del infinito Pacífico, la gata de Joseph soñando, en la cálida cavidad del colchón, con palomas increíblemente estúpidas y alas de pollo que caían de una nube. Pero en el jardín había algo que no dormía. Joseph se detuvo a mirar. En la gélida mañana de color albaricoque, una onda estremecía los restos de hojas y los matorrales.

No era un sueño. Quizás era un vagabundo que se había levantado de un lecho de hojas y césped pronunciado una oración de maldiciones al nuevo día. O espectros de niños Victorianos jugando un fantasmal tú la llevas. O Charlotte dando vueltas alrededor de la estatua, un fantasma envuelto en franela gris que se movía por el jardín en busca de algo, Charlotte que buscaba algo perdido para siempre, algo como la sensibilidad. El corazón de Charlotte. El corazón de Joseph. Vio los hombros duros de un anticuado traje de franela gris que Charlotte jamás habría usado, aunque por supuesto que no era Charlotte; ella estaba en Hampstead, seguramente acostada con un judío o un negro. Los cabellos de la chica se confundían con la maraña marrón que la rodeaba. Era la señorita Blossom, sola y vagando indolentemente. La señorita A. Blossom, cuya fuente había olvidado devolverle y nunca se había acordado de tirar sus crisantemos tampoco, aunque estaban francamente marchitos. ¿Que podía estar haciendo en el jardín tan de mañana? Ni un solo pájaro cantaba. Era un enigma, con su traje de secretaria entre las flores mustias.

Curioso, Joseph bajó despacio al jardín por las escaleras de piedra y miró atentamente a través de la cerca. Por estar en la ladera de una colina, el jardín descendía abruptamente alejándose de sí mismo en espasmos, de modo que las ramas más bajas de los árboles plantados en el otro extremo se extendían a la altura de los hombros cerca del vivero. En las ramas sólo quedaban unas pocas hojas afiligranadas. La señorita Blossom llevaba ramas en los brazos y acariciaba las varas delgadas con ciega pasión, aferrándolas febrilmente y rozándolas con ternura. Su rostro era absolutamente inexpresivo. Las campanas de una iglesia empezaron a repicar. Era una mañana dorada, que absorbía velozmente la escarcha extendida sobre el césped. Con su traje severo, la señorita Blossom acariciaba las varas allí donde, apenas visibles, apenas tangibles, comenzaban ya a asomar los atisbos de las nuevas hojas. Tenía una mirada ciega y vacía como la del niño de piedra. Joseph estaba sorprendido de que fuera capaz de tanta pasión.

Era la mujer más retraída del mundo. Vivía en la misma casa que él, absolutamente apartada. Joseph jamás había oído el sonido de una radio o de un tocadiscos en su cuarto ni había visto a nadie que hiciera sonar la campanilla de la puerta. Nunca se había encontrado con ella en la cocina cuando estaba allí. La señorita Blossom se movía en medio de una bruma de anonimato que la ocultaba por completo. Nunca la visitaban. A veces había cartas para ella en la mesa del vestíbulo pero provenían de Su Majestad o eran circulares impersonales con sellos de tres peniques, nunca cartas con sobres escritos con letra curvilínea y tinta violeta o escritos a mano con la puntiaguda letra de un niño ni tarjetas de cumpleaños ni abultados paquetes postales. La señorita Blossom alzó el rostro hacia el sol y abrazó los ramilletes como la amante más solícita. Pasó el tiempo. Las campanas dejaron de zumbar y vociferar y se convirtieron en un solo y regular tañido. Joseph sabía que no debía interpelar a esa extraña ninfa que parecía una muñeca holandesa, de modo que regresó a casa, se preparó un frugal desayuno y, luego, destrozó el Observer e hizo varios aeroplanos de papel. Sentado en el pretil por el lado de afuera de la ventana, arrojando aeroplanos al aire, lanzando datos a los cuatro vientos, no dejaba de pensar en la señorita Blossom, pero cuando se inclinó a buscarla con la mirada, o bien las ramas la ocultaban o había desaparecido.

Pero le llamó la atención la voz que decía en su mente en tono severo: «¡Devuélvele la fuente, grosero!» Después de meditar un poco, descubrió que era la voz de su superyó. Le alegró comprobar que su superyó seguía funcionando; temía haberlo extraviado en su paso por la tumba, o tal vez antes. Era una voz varonil y categórica. Imaginó a su dueño, el Extraordinario Superyó, un superhéroe como Batman, Linterna Verde o Capitán América, un gigante asexuado con leotardos blancos ajustados y un casco plateado en la cabeza. El villano sería el Hombre Ello, un desenfreno de culebreos Art Nouveau adulador, angustiado y de color malva y verde. El Superyó contra el Hombre Ello. ¡Pobre yo en medio de esa batalla! Obedeció a la voz; decidió devolverle la fuente. Por lo tanto se peinó y se arregló un poco.

Estaba mugriento y desgreñado. Tenía un rastrojo gris en la cara que seguía cubierta de costras. Los cabellos le habían crecido hasta más allá del grasiento cuello de la camisa. Mientras contemplaba su imagen fracturada en el espejo se le ocurrió que podría claudicar del todo y terminar como el viejo Sunny o peor aún, sin el consuelo siquiera de un violín imaginario. Tenía los cabellos tan enredados que casi parecían fieltro y las manos muy torpes a fuerza de no usarlas. Joseph esperaba que fuese una mujer maternal y que quizá se ofreciera a lavarle las camisas, pero no estaba en casa. El breve descenso hasta su puerta le había significado tanto esfuerzo y provocado tanta inquietud (hasta había lavado la fuente de pirex en la cocina y la había secado, además) que se sintió terriblemente ofendido cuando no respondió a su llamada. Agitó el puño con gesto amenazador ante la puerta en la que una nota escrita con panzudas mayúsculas de cuaderno de caligrafía decía simplemente BLOSSOM. No sabía qué hora era; podría haber sido la hora de ir a la iglesia por la mañana o incluso la hora del paseo de la tarde. Intentó adivinar adonde podría haber ido la señorita Blossom, pero no se le ocurría. Golpeó la puerta con furia impotente pero cuando hizo girar la manivela descubrió que se abría en seguida porque ella no era recelosa y no tenía nada que ocultar o que valiera la pena robar.

BLOSSOM. Entró en el cuarto, que era más amplio que su ático, porque estaba en la parte posterior de la casa; no tenía más vista que el techo plano de un supermercado. La vista era tan reducida que ni siquiera alcanzaba para un buen trozo de cielo. Las paredes estaban cubiertas con un papel listado con motivos de flores de lavanda de un plateado descolorido; había una franja de glicinas. El sol nunca entraba en el cuarto. Era una habitación amueblada, llena de muebles del propietario: una cama angosta y tosca, un tocador con manchas marrones y cajones que no cerraban bien, una mesa plegable desvencijada. Joseph se alegró de vivir entre sus propios y modestos palos y cajas de naranjas sin ninguno de esos cachivaches que atestaban el resto de la casa.

La señorita Blossom no había hecho ningún intento de modificar o transformar el cuarto salvo para colocar una pequeña ardilla de cerámica y un reloj despertador esmaltado de color rosa sobre la chimenea, junto a un cuadro de ganado en un riachuelo escocés en tonos col roja y salsa, sin duda de gusto del propietario. En medio del silencio, el sordo tictac del reloj tenía un sonido insistente, ligeramente desagradable como el zumbido de una mosca. Las manecillas indicaban que eran las tres menos diez. Había tres medias de nylon puestas a secar en una percha colgada en el hogar. Había un aparador empotrado. Abrió la puerta. Tazas y platos. La gemela de la fuente de pirex. En otro estante había algunos cosméticos, una crema para el cutis y polvos de tocador y un lápiz de labios. Lo abrió torpemente y probó el color en la muñeca. Era muy rosado. La señorita Blossom había atado cuidadosamente con una cuerda un montón de revistas femeninas para dejárselas al recolector de papeles usados. No había casi nada en el aparador o en el cuarto que demostrara que podía vivir con la intensidad de la fea Eva a la que había visto en el jardín esa mañana.

Dejó la fuente que había traído en la mesa plegable, que se estremeció ante el impacto. En el cuarto no había más que un olor a mujer, mohoso, dulzón y añejo. La señorita Blossom cubría su personalidad con un espeso velo. Joseph abrió un cajón del tocador y solo encontró ropa interior, resistentes sostenes, medias y calzas de algodón. Productos para hacerse la permanente en casa metidos en su caja de cartón. Nada más. Joseph no sabía qué esperaba encontrar, tal vez un roblecillo en una maceta o su corazón carmesí fuera del pecho y bien envuelto en un saco perfumado hecho con un pañuelo para ponerlo a resguardo.

Joseph se descubrió entonces en el espejo y quedó paralizado. Espejito, espejito, ¿quién es el más feo de todos? Hacía ya meses que no se veía reflejado en un espejo alto y ahora se sorprendía con las manos sumergidas en ropa interior. Allí estaba, como un Walt Whitman al acecho o un Don Quijote entregado a un recóndito fetichismo, cubierto de cicatrices, con una barba de varios días y una cofia de patriarca de los Antiguos Fieles, flaco como el hambre, sucio y desgreñado cuando había hecho todo lo que podía por arreglarse, toqueteando las prendas íntimas de esa chica desconocida con sus manos repulsivas. Se sintió avergonzado. Cerró el cajón con toda la rapidez que se lo permitía la madera torcida e hinchada pero el empujón que dio al cerrar el testarudo cajón hizo que una cajita de celuloide que había encima del tocador sonara como una calabaza llena de semillas. Era una caja redonda con un conejito que apenas sobresalía de la tapa; tal vez estaba destinada a guardar imperdibles para bebés. Era una caja vieja, abollada y descolorida que contenía dos reliquias de la historia más antigua del mundo: un minúsculo rizo de cabellos extremadamente finos y sedosos atados con un trocito de cinta azul y un angosto anillo de compromiso con un mínimo diamante, de los más baratos. Joseph recordó que, después de los bombardeos de Dresde, habían colocado todos los anillos en cubos para identificar a las víctimas por sus románticas inscripciones. Con mucho cuidado volvió a colocar la tapa de la caja de celuloide en su lugar y salió del cuarto, cerrando delicadamente la puerta a sus espaldas como evitando perturbar a alguien.

De modo que la señorita Blossom tenía una modesta historia de amor y traición, una tragedia tan trivial y abrumadora como todas las estadísticas sobre accidentes de tráfico o cualquier chica que llorara silenciosamente sobre la almohada para no despertar a su madre o a su esposo o las drogas calmantes e inútiles que se le dan a un moribundo; la huesuda, acongojada y virginal señorita Blossom había sido tristemente abandonada a su mala suerte como el niño de piedra en su pedestal, en un perpetuo otoño. Tendido en el colchón, despierto pero soñando con simples desgracias domésticas como labios hendidos, enfermedades de la piel e impotencia, Joseph vio aparecer las primeras estrellas en la ventana; Viv entró de un salto, provocando una explosión de luz en el cuarto. Quería que Joseph fuera a tomar un trago con su madre, que no trabajaba esa noche.

—Estás hecho una porquería. Peludo y mugriento. Estás todo desarrapado, tan mal como cuando te expulsaron de la universidad del saber. Necesitas una buena dosis de agua y jabón, eso es lo que necesitas.

Viv relucía de agua y jabón. Se había partido los simiescos cabellos en su centro matemático y su bigote estilo káiser Guillermo lucía elegantemente cepillado. Iba vestido cómodamente con pantalones acampanados, comprados por siete chelines y seis peniques en un saldo de ropas de la Marina, y un jersey de lana lila que había sido de su madre; era tal su aplomo y tenía una sonrisa tan genial y constante que daba la impresión de una absoluta corrección y un gusto exquisito. Caminaba como un hombre que llevara un sombrero de oro puro. Joseph lo dejó quitarle con un cepillo las migas de bizcocho que lo cubrían y se extendían en un grueso sedimento sobre la cama, pero no le alcanzó el tiempo para lavarse y lamentó amargamente tener la cara sucia cuando vio a la señora Boulder que, como siempre, lucía inmaculada.

Estaba sola, sentada en una banqueta de cuero en el vestíbulo recubierto de madera marrón y con cortinas de chintz de un bar. amplio y sombrío de ladrillos rojos en la calle que bordeaba el río. No había nadie más en el vestíbulo. Detrás de su cabeza, en un hueco en la pared, había un ramo de tulipanes y narcisos de plástico, iluminado con un tubo de neón. La señora Boulder estaba bebiendo whisky y cerveza. Le desagradaba estar sola y vigilaba nerviosamente la puerta. Aferraba de tal manera la cadena dorada de su bolso blanco acolchado y reluciente que la cabritilla blanca de los guantes no tenía ni una sola arruga v brillaba en los nudillos. Lucía impecable en un traje de lanilla blanca; la chaqueta era tan estrecha que se alcanzaban a ver los tirantes del sostén, porque no llevaba blusa. A su lado había un impermeable blanco lustroso pulcramente doblado. Era una mujer gorda y pálida, y estaba pintada como una estatuilla religiosa.

—Dios mío, Joseph, te ves horrible —dijo.

Tenía un acento londinense y no hablaba mucho aunque su voz era hermosa, grave y fría. Nunca le había dicho a Joseph en qué barrio de Londres nació; tampoco hacía preguntas ni decía nada sin que le preguntaran. Joseph besó la mejilla esmaltada. Sus aterradores ojos desnudos no habían envejecido en absoluto, seguían teniendo treinta años menos que ella y ahora estaban llenos de solicitud y de preocupación maternal. Joseph recordó haber creído que lo había besado pero sabía que había sido un sueño o que ella estaba muy, muy borracha.

—Pareces un vagabundo —dijo ella con desaliento porque consideraba que el hábito hace al monje. Le dio a Viv un billete de una libra y le pidió que les comprara tragos; después de eso se quedó en silencio, mientras sorbía el whisky con el meñique encorvado en ese gesto delicado que Viv imitaba, dejando una ancha huella en forma de corazón en el borde del vaso. Joseph sintió una oleada de afecto.

—¡Qué helada cayó esta mañana! —comentó; siempre sostenían ceremoniosas conversaciones sobre el tiempo y a veces sobre asuntos de salud.

—Es natural en esta época del año —dijo Viv, que era mucho menos provocador cuando estaba en presencia de su madre porque sabía cuánto lo quería y eso lo cohibía un poco. La señora Boulder bajó los gruesos párpados, que tenían el color y la forma de conchas de mejillones.

—Ya se acabó definitivamente el verano —dijo la señora Boulder en un tono parejo que, sin embargo, encerraba alusiones azul oscuro con profundos matices simbólicos.

—Han atrasado la hora de los relojes —dijo Viv con una misteriosa satisfacción.

Joseph suspiró aliviado. Las conversaciones con la madre y el hijo tenían la rigurosa precisión de un conjunto barroco de flautas dulces; la partitura incluía unos silencios extremadamente prolongados y armoniosos. Durante los silencios, el golpeteo del viento se calmaba y las llamas se apartaban para que las víctimas pudiesen pasar sin sufrir daño. La señora Boulder extrajo una cajetilla de cigarrillos mentolados largos del interior perfumado de su bolso; siempre se fumaban sus cigarrillos. El bolso tintineó cuando lo movió porque estaba lleno de lápices de labios, polvos dorados compactos, cajitas con colorete y estuches con sombreadores. Comenzó a observar atentamente algo que veía en el espejo que había detrás de la barra, algo desagradable aunque muy cautivante que Viv y Joseph jamás verían. Estaban muy cómodos en la salita marrón; no había entrado nadie más y el camarero casi no hacía otra cosa más que charlar con sus amigos en el bar.

—Tráenos más bebida, Vivvy.

Joseph tenía algo de dinero pero ella lo ignoró y, haciéndola chasquear, le dio otra libra a su hijo.

—Después de todo —dijo—, como viene se va.

—¿Cómo dijiste que se llamaba la chica, Viv?

—¿Qué chica?

—La que me encontró.

—¡Ah! Anne. Anne la huerfanita.

—Ella… —Pero ¿por qué contarles a sus amigos los secretos de una perfecta desconocida? Se detuvo bruscamente. — Nada.

—La veo con su máquina de escribir-dijo Viv ambiguamente.

—¿Cuándo?

—En el autobús, alrededor de las cinco y media. ¿Cuándo iba a ser?

—Por supuesto, tú viajas mucho en autobús y todo eso.

—¿Queréis patatas fritas? ¿Mamá? ¿Joseph?

—No. No, gracias.

—¿Mamá? ¡Mamá! ¿Quieres patatas fritas?

La señora Boulder llevaba una sencilla cruz dorada colgando de una delgada cadena que se mecía hasta hundirse en la profunda y rolliza carne de color ámbar entre las solapas de la chaqueta. Esa piel suave y marchita era la envoltura que cubría su maltratado cuerpo, oculto bajo las más profundas capas amelocotonadas de base y polvo. Viv había mamado de esos pechos en su simiesca infancia. Viv, que ahora mordisqueaba pulcramente, una a una, las patatas fritas con sal y vinagre que había comprado con el dinero de ella.

—¿Cómo está la Ópera Eléctrica?

—Más o menos. El estroboscopio se estropeó anoche. Casi me da un ataque.

Joseph cruzó el bar. en dirección al lavabo. El bar. no se parecía en nada al vestíbulo; era mucho más amplio, mucho más frío, no tenía una cómoda alfombra sino baldosas heladas y tintineantes. Había una máquina tragaperras; a ratos, jugaba en ella un muchacho con vaqueros y una chaqueta de cuero con la leyenda «travestiburgo» en la espalda escrita con tachuelas doradas. Los cortes que tenían las banquetas de cuero arrimadas a las paredes parecían haber sido hechos con cuchillos. En la chimenea vacía había cajetillas de cigarrillos aplastadas y un esputo fresco. Dos ancianas con chaquetas grises de punto miraron con curiosidad a Joseph y luego comenzaron a beber a sorbos la cerveza negra y a murmurar, perturbadas como si su aparición presagiara el fin del mundo. Un chico de rostro delgado y pálido y un elevado copete de pelo negro untado con brillantina hizo funcionar la gramola. El brazo articulado se alargó y seleccionó un rock and roll. Un joven y una muchacha estaban sentados ante una mesa redonda. La muchacha tenía extraordinarios ojos negros relampagueantes y una gruesa mata de pelo negro peinado hacia atrás; parecía ser toda vitalidad pero el joven era pálido y de aspecto apático. Su traje azul marino era demasiado anguloso. Llevaba una corbata rosada. Tenía el pelo rizado y de un dorado oscuro. Estaban cogidos de la mano. El bar. era un lugar triste pero apacible; pero cuando Joseph salió todo había cambiado.

Kay iba a ese bar. a veces. Allí estaba; la música había dejado de sonar.

La muchacha de ojos negros estaba de pie, bailando un fandango; comenzó a agujerear el inquietante silencio con estallidos de risa metálica, chasqueando los dedos como si fuesen castañuelas. Era un ostentoso baile erótico, pero encerraba la glacial amenaza de una danza de una tragedia isabelina representada por asesinos disfrazados con cuchillas ocultas. Se detuvo repentinamente y, con un extraño gesto maternal, comenzó a acunar la cabeza del joven de corbata rosada contra los pechos palpitantes. Él parecía conformarse con ser un pasivo objeto de utilería en la escena que ella representaba. Las ancianas se acercaron una a la otra y empezaron a murmurar. Kay se hurgó la nariz. El chico de la corbata rosada tenía ojos de animal que ha pasado por las manos de un taxidermista, parecía un venado muerto y disecado; si uno se quedaba largo rato mirándolo a los ojos, podía comenzar a dar gritos. Joseph empezó a sentir una profunda inquietud por ese joven con ojos muertos. La muchacha le besaba los rizos desgreñados sin dejar de mirar a Kay, que parecía más menudo que nunca en el espacio abierto del bar.

—No estaba haciendo nada, sólo estaba comprando pitillos, y ella me tiró un vaso antes de que me dieran el cambio —dijo, como hablando para sus adentros, en un tono de infinito pesar.

El vaso estaba hecho trizas en el suelo. El perro del bar., un fox terrier rechoncho y viejo, se elevó de rebote en el aire y quedó con las cuatro patas suspendidas, gimoteando, ansioso por acercarse a la barra. Un pálido espectro apareció en el umbral, la señora Boulder.

—Tú empezaste, ¡maricón de mierda! —dijo la muchacha enfáticamente. Los ojos le centelleaban, los pechos se le mecían de arriba abajo— Tú empezaste, por eso te tiré el vaso.

El ambiente del bar. era inconexo; los hechos se sucedían sin secuencia, deshilvanados, incongruentes. La causalidad seguía siendo oblicua. La violencia parecía flotar en el aire, a punto de desencadenarse.

—El mundo está lleno de problemas —dijo el camarero aforísticamente.

El chico de la corbata rosada se contrajo de pronto con un gesto brusco y empezó a hablar. Joseph tenía la sensación de que le recordaba a alguien. El chico hablaba aceleradamente, en un confuso parloteo.

—Su madre es irlandesa, no puedo controlar el carácter de una irlandesa, tiene un carácter endemoniado, su madre es irlandesa, es mitad irlandesa, ¿cómo queréis que controle el carácter de una irlandesa?… no puedo controlar el carácter de una irlandesa…

—Ya lo veo —dijo Kay con cierta dureza. Dirigiéndose al camarero, añadió con voz dolida—: Nunca he armado líos en este bar. ni he tenido actitudes antisociales y ahora viene una loca y me tira un vaso, no está bien dejar que una loca como…

Pero antes de que pudiera continuar, el chico de la corbata rosada lanzó un grito agudo, penetrante, y se abalanzó hacia adelante. Voló en el aire; en seguida, con un gesto elegante y aire de bailarín acrobático, Kay se encaramó de un salto en la barra. Al no dar en el blanco, el otro se estampó en el suelo entre los trozos de vidrio. Kay se puso de pie en la barra y miró hacia abajo con aire impasible. Las ancianas que estaban en el otro extremo del bar. decidieron beberse a sorbos la cerveza negra como si nada sucediera. El perro comenzó a lanzar fuertes ladridos. El chico de la corbata rosada se retorcía y sollozaba sobre las baldosas. Comenzó a escupir palabras de nuevo.

—No puedo controlar el carácter de una irlandesa y ella siempre me ha cuidado, estoy más que medio loco. Acabo de salir de un sanatorio y estoy más que medio loco, no me digáis que estoy chalado por amor de Dios, y tú que andas con esos pendientes dorados y yo vengo y te miro, ¿para qué te pones pendientes dorados si no quieres que te miren?, te estoy mirando pacíficamente y tú dices «¿Y a ti qué te pasa?», y es que no lo puedo soportar, es demasiado…

La chica estaba de pie con las manos en las caderas; sus rojos labios demoníacos se extendían en una sonrisa artificial de bailaora de flamenco.

—No es cierto —dijo—. Acaba de salir de chirona. ¡Dios mío, cómo miente!

El chico se revolcaba en el suelo, convertido en una sucia fuente de lágrimas. Kay se quitó las gafas de sol y las limpió. Tenía ojos grandes, serenos, descoloridos; sin las gafas, su expresión era afable, dulce incluso. Volvió a ponerse las gafas; ahora parecía el Rey de los Demonios.

—Debería conseguirse otra chica —dijo en un tono que parecía una campana liviana agitada por el viento.

La muchacha tomó aliento con ímpetu, cogió otro vaso de una mesa y se lo tiró a Kay; no lo golpeó y se hizo añicos en la barra, rompiendo una botella de ginebra que explotó en una cascada azul y blanca. El perro siguió ladrando y Kay se alejó de la barra apoyándose en una banqueta, veloz como un pájaro o Peter Pan atado a un alambre que colgara de lo alto. En el bar. sólo quedaban vidrios rotos y lágrimas y las ancianas, que de pronto empezaron a hablar en voz más alta. El joven del copete negro colocó otra moneda de seis peniques en la gramola y el habitante de Travestiburgo se abrió paso a través de las astillas para comprar una cerveza con jengibre y Joseph descubrió que el chico de la corbata rosada le recordaba al tejón del zoológico, el tejón loco, confinado y sometido a la extrema humillación de una jaula de cristal pero que seguía gritando como un demente «No me rindo» contra un mundo demente. Joseph se acercó a ayudarle a ponerse de pie pero la chica se le adelantó. Se arrodilló y acarició con arrebato al joven. Él alzó el rostro estriado de negro y blanco por las lágrimas.

—Lo habría matado —dijo— Lo habría estrangulado con las manos, me habría bastado con un poco de tiempo.

Ella se inclinó hacia adelante y se echó a reír, con una risa gutural y burlona, muy desagradable. Siguió riendo hasta que se le empezó a emborronar la pintura de los ojos.

—Me vas a matar —le dijo—. Tú y tus malditas bromas en las fiestas.

En el bar. del vestíbulo, la señora Boulder parecía un muñeco de nieve que se estremecía, tiritaba y se derretía. Viv la metió dentro del abrigo y exclamó:

—¡Esa Magnani ordinaria que tenemos de vecina! ¡Mira que tratar de hacerle perder la chaveta a ese pobre tipo!

—La violencia me repugna dijo la señora Boulder— ¡Cómo me repugna la violencia! ¡Ay!, Vivvy, ¡ay!, mi corazón. No soporto la violencia.

La sacaron a la calle y la llevaron a casa.

—Estoy hecha un manojo de nervios —dijo la señora Boulder—. Me voy a acostar.

—¿Quieres subir un rato, cariño? —lo invitó Viv—. Podríamos mirar la tele —añadió sin entusiasmo.

—No —dijo Joseph, frenético—. No, pero ¿tienes un cortaalambres en casa que me puedas prestar y un saco tal vez?

—Hay un cortaalambres que usaba cuando afinaba el piano —dijo Viv titubeando—. Pero ¿para qué quieres un cortaalambres?

—Voy a soltar al tejón —dijo Joseph, brincando de impaciencia, porque sabía que era lo más importante que podía hacer.

Viv no estaba en absoluto convencido, pero finalmente encontró el cortaalambres que quería Joseph; no había ningún saco en el piso pero le prestó un talego con cremallera en el que cabría perfectamente el tejón.

—Iría contigo pero no puedo dejar a la vieja, como te imaginarás —dijo, atormentado por no saber a qué lealtad obedecer.

La señora Boulder estaba acostada en la generosa cama, roncando a tal volumen que se la alcanzaba a oír desde el diminuto vestíbulo. Joseph, preocupadísimo, cogió precipitadamente el talego y el cortaalambres murmurando unas palabras de agradecimiento y se marchó de prisa. Una luna con rostro gatuno sonreía desde lo alto.

Joseph subió corriendo la colina; corrió sin resuello callejuela arriba detrás del semicírculo ruinoso donde vivía Viv, con todos los balcones de cara a la ciudad; salió a la calle luego de recorrer la callejuela sumida en una oscuridad que sólo iluminaban unas pocas lámparas de gas anticuadas y la tenue y traicionera luz de la luna. Kay, que se acercaba en bicicleta, hizo sonar furiosamente el timbre, apretó los frenos, tropezó y aterrizó en el suelo con una voltereta. La bicicleta se desplomó. Se produjo un revuelo de ruedas que giraban y sonidos agudos como cuerdas de violín pulsadas. Kay quedó sentado en el pavimento. Los huesudos brazos y piernas formaban extraños ángulos, como los de una mantis. Joseph se detuvo, jadeando, desconcertado ante esa interrupción.

—Despacio que tengo prisa —dijo Kay al cabo de un rato. Era realmente extraordinario que alcanzara a ver algo a través de las gafas de sol.

—Siempre he pensado que los ciclistas son seres mecánicos perfectamente autónomos —dijo Joseph, observando con cierta admiración a ese centauro mecánico caído de bruces.

—¡Dame una mano, bruto! —pidió Kay. Su mano era liviana, seca, delgada e insustancial—. ¿Adonde ibas tan de prisa? —le preguntó una vez que se puso de pie, mientras se ajustaba la cazadora guateada, que parecía haberlo protegido.

—Iba a soltar al tejón —explicó Joseph.

Kay se rascó la oreja.

—¿Qué dices? ¿El tejón del zoológico? ¿Soltar al pobre cuadrúpedo?

—Sí. Tengo un cortaalambres para hacer un agujero en la jaula.

Kay alzó la bicicleta y la remeció para ver si se le caía algo; no se le cayó nada.

—Varias manos hacen más que una —dijo y echó a andar siguiendo a Joseph y empujando la bicicleta.

Continuaron avanzando así, en absoluto silencio por la elegante avenida, atravesaron la calle junto al café y comenzaron a cruzar el ancho y ondulante Bajo, un amplio parque bien cuidado en los bordes, donde estaba el Obelisco, pero solitario y desolado en el centro. El zoológico estaba al otro lado, en el extremo más alejado del Bajo. Era una noche impregnada de aromas otoñales, bruma, escarcha, hongos. Hacía mucho frío y la espectral luz de la luna jugueteaba con las movedizas sombras. Al cabo de un rato, Kay empezó a silbar algunas melodías; primero silbó «Baila, baila, baila, muchachita» y luego «En el barco de caramelo». Joseph sólo pensaba en el tejón que daba vueltas y vueltas y vueltas dentro de la jaula, entrando y saliendo sin cesar de las figuras laberínticas que creaba la malla de alambre bajo la luz de la luna.

Avanzaban lentamente entre la hierba que les llegaba a las rodillas. Los matorrales de hiniesta, que aún estaban salpicados de llores y zarzas tachonadas de bayas y descoloridas hasta convertirse en texturas óseas a la luz de la luna, les desgarraban la piel y las ropas. Kay empezó a silbar Limehouse blues y luego todo quedó en silencio hasta que llegaron a la alta y oscura muralla posterior del zoológico y se quedaron a su sombra bajo la luna, recorriéndola hacia arriba con la mirada. Kay miró con gesto inquisitivo a Joseph para ver qué haría a continuación pero Joseph escudriñaba la muralla, lisa como el vidrio, en busca de apoyos para los pies y las manos.

—Aquí —dijo Kay, arrimando la bicicleta a la muralla. Apoyó un pie en el sillín y en un instante ya estaba precariamente acuclillado sobre los vidrios rotos y disparejos que había en lo alto, mucho más arriba que Joseph, una silueta recortada contra el cielo— Al otro lado hay un arriate de flores —le informó-Si las dalias están apuntaladas, anda tú a saber qué me va a pasar. —Casi enseguida suspiró— Pero supongo que no cuesta nada intentarlo.

Se dejó caer. Joseph oyó un golpe sordo y unas cuantas exclamaciones apagadas; tiró el talego al otro lado e imitó a Kay. La urgencia de la aventura lo consumía por completo y aterrizó suavemente entre plantas aplastadas en el mismo sitio donde estaba Kay sobándose un brazo magullado y murmurando para sus adentros quejas casi inaudibles con voz sollozante. Joseph recogió el talego.

—Por aquí-dijo—. Cerca de los gibones.

Echó a correr en una carrera desenfrenada y veloz a través del zoológico como lluvia empujada por el viento, y Kay lo siguió. Los dos llevaban zapatos con suela de goma y no hacían ruido. Todos los habitantes del zoológico estaban recluidos en sueños animales con imágenes de selvas, tundras o yermos polares: el venado y el walaby, encerrados de noche en cabañas de madera; los monos, dormidos rascándose las picaduras de pulgas en cuevas malolientes; los elefantes, ¿qué filosofías concebían los elefantes en sueños? Bajo la luz de la luna, las sombras de las jaulas creaban intrincadas trampas en los senderos y los prados; la laguna en la que nadaban las aves acuáticas estaba hundida en un sopor negro como el Leteo. Llegaron a la jaula del pobre tejón. Por ser originario de las Islas Británicas estaba acostumbrado al frío y, por suerte para ellos, dormía fuera, en una caseta llena de paja. Joseph y Kay se quedaron observando atentamente a través de la rejilla el agujero detrás del cual dormía el tejón. Sólo entonces, con el objetivo a la vista y mientras recobraban el aliento, la obsesión de Joseph empezó a ceder un tanto y vio claramente a su compañero.

—Dios mío, es el milano Kay —dijo Joseph, profundamente asqueado al pronunciar el nombre del ave de rapiña—. Vete a comer con los tuyos, con los cuervos, ¡milano!

—¡Qué mala leche! —dijo Kay en voz baja y herida— No habrías podido saltar por encima de la muralla si no hubiera sido por mí y ahora vienes y me dices esas cosas espantosas.

Aunque Joseph no era alto, la cabeza de Kay cubierta con la gorra caqui de explorador apenas le llegaba al hombro, pero eso no lo hacía sentirse magnánimo ni protector. De todos modos encogió los hombros y empezó a abrir un boquete en la malla de alambre que le permitiera pasar al otro lado.

—Ten cuidado para que el tejón no despierte y salga como una flecha —le advirtió—. Se ocultaría bajo tierra en algún lugar del zoológico y seguiría prisionero.

La luna se reflejaba nítidamente en las gafas de Kay, que parecía tener enormes párpados de plata; se acercó a gatas a Joseph, mientras observaba ansiosamente lo que estaba haciendo. Joseph sintió el aliento húmedo de Kay en el cuello inclinado y las muñecas, un aliento curioso como el de un bebé o un animal salvaje. En cierto modo la respiración de Kay parecía un acto muy íntimo que realizaba en público no sin cierta timidez. Su cuerpo era cálido y olía a sudor e incienso.

Al cabo de un rato, Kay dijo con voz soñadora:

—Qué manos tan fascinantemente fuertes tienes, Joseph.

Joseph se indignó.

—Cálmate o lárgate —replicó bruscamente.

Joseph estaba agradecido por la ayuda de Kay pero hubiera querido con toda su alma no haberse cruzado con él porque, además de la compleja mezcla de envidia, rencor y desagrado que le inspiraba el hombrecillo, también suponía que Kay se las arreglaría de alguna manera para atribuirse todo el mérito por la importante empresa, que se convertiría en otra de sus legendarias hazañas. Esas ideas se proyectaban con gran rapidez en las pantallas de las pequeñas salas de espectáculos laterales de su mente pero la sala principal estaba tan absorta en la fuga, en la penetración en la jaula, que no tenía tiempo para discutir con Kay por haber elegido ese momento. Segundo a segundo sus manos iban recuperando la destreza de antes.

El tejón dormía apaciblemente en la caja. Ningún animal nocturno acercó los ojos resplandecientes a los barrotes de ninguna jaula cercana para ver qué hacían. El cortaalambres chasqueaba. Los únicos sonidos en todo el universo eran la respiración de Kay y el golpeteo de los dientes del cortaalambres al juntarse, mordisqueando el metal, y el mundo no existía fuera de esas siluetas de árboles, jaulas y arbustos ornamentales; el mismo zoológico era una sucesión de franjas blancas y negras creadas por las sombras y la luz de la luna, que parecía un enorme tejón muerto y tumbado. Joseph comenzó a sentirse aturdido y eufórico, como drogado. Cuando hubo abierto un buen boquete, entró en el espacio cercado, aunque tuvo que apelar a todo su coraje para entrar en una jaula sin que lo obligaran a hacerlo. Kay lo siguió y miró en torno con interés; de pronto una sonrisa de satisfacción descendió sobre sus rasgos extravagantes porque aquello era algo nuevo y Kay se alimentaba de novedades pero Joseph temblaba con una mezcla de algo parecido al éxtasis y el temor a estar prisionero.

—Intenté abrirme paso a tijeretazos a través de mi jaula de carne pero fracasé espectacularmente —dijo de pronto.

—Estoy seguro de que nos irá mejor con el cuadrúpedo —respondió Kay serenamente. Se arrodilló junto a la caja que le servía de cama al tejón— Ven, tejón —dijo—. Somos amigos.

Joseph se arrodilló al otro lado y habló también al mamífero:

—Hola, pequeño cuadrúpedo. Es una noche espléndida.

El tejón asomó una nariz inquisitiva. Con un grito apagado de júbilo, Kay metió las manos en la caseta, extrajo al animal, lo empujó con todo el cuerpo para meterlo en el talego y cerró rápidamente la cremallera. Todo sucedió en un instante. El talego empezó a saltar, lanzando chillidos.

—Qué violencia tan espantosa —dijo Joseph— Exactamente lo que habría hecho un ave de rapiña; ¡milano!

—Sin crueldad no hay bondad —observó Kay. Luego, adoptando el acento de un personaje de película americana de segunda categoría, dijo—: Vamos, muchacho, larguémonos de aquí.

Se echó a la espalda el talego encabritado y saltarín, atravesaron otra vez el agujero con forma humana que había quedado en la malla y bajaron corriendo por los senderos plateados hasta que Joseph divisó una escala arrimada a un costado de un invernadero; de modo que saltaron otra vez por encima de la muralla aunque con más soltura que antes y se encontraron nuevamente en el Bajo, entre matorrales susurrantes.

—¿Qué podemos hacer con el cuadrúpedo? —preguntó Kay con voz inquieta.

—Soltémoslo, ya se hará una madriguera —dijo Joseph—. Es lo que hacen los tejones.

Pero el tejón solucionó solo el problema. Mientras estaban allí sin saber qué hacer, terminó de roer un extremo del talego y saltó al suelo. Desapareció como un relámpago. La maleza se agitó. Eso fue todo. Joseph estaba contentísimo. Tomó el talego roto que sostenía Kay. El tejón retozaría en la hierba bajo la luna, saborearía el rocío matinal, se sumergiría otra vez en la tierra.

—¿Encontrará algo de comer? —preguntó Kay de pronto— ¿Lo matarán si llega a la avenida?

—Suceda lo que suceda, al menos es un tejón libre —contestó Joseph.

—Veo que le das mucha importancia a eso.

—Sí. Supongo que sí —dijo Joseph.

—Bueno, lo único que espero es que esté bien, después de todo lo que hemos hecho. —Kay lanzó un leve suspiro como si no estuviera seguro de que lo que habían hecho era lo correcto, después de todo. — Voy a buscar la bicicleta —dijo y se alejó sin decir más, aunque comenzó a silbar «Pedro el pescador».

La noche se lo tragó, aunque la huella de su silbido quedó vibrando en el aire largo rato y Joseph echó a andar solo hacia su casa. Las dudas de Kay lo inquietaban; su alegría se evaporó. Habría sido irónico soltar al tejón para que muriera esa misma noche bajo las ruedas de un automóvil. Se sentía vacío, inseguro.

Al acercarse a una depresión llena de arbustos, vio el destello de unas llamas. Era una fogata de desperdicios, palos y papeles. La rodeaban tres viejos en el límite de la suciedad y los andrajos. Un efecto de luces y sombras convertía sus rostros en máscaras grotescas cubiertas de heridas y arrugas suspendidas en el aire. Bebían juntos en una comunión desesperada; tal vez esa noche uno de ellos, dormido, caería rodando en las brasas, y se quemaría y ardería como madera, no como carne, como si la materia destruida se hubiese atrofiado.