Uno

Joseph era muy pobre en esa época, porque les daba todo el dinero que tenía a los mendigos. Un día, cuando iba caminando por el Bajo, vio a un viejo que conocía y que estaba de pie debajo de un árbol junto al Obelisco. El viejo era pequeño y enjuto. Su abrigo lleno de costras, marrón en otros tiempos, amarillento ahora, raído, deforme y eterno, era recto y estrecho como el sendero de la rectitud. El borde de su gorra vuelto hacia abajo sobresalía como aleros que protegían el erosionado castillo de arena de su rostro de los furiosos elementos que podrían haberlo destruido irremediablemente. Trozos de telas livianas, ropas fúnebres, se agitaban en torno a sus piernas como menudos perros color marrón, dejando al descubierto varios centímetros alrededor de los tobillos, de tal modo que por encima de las botas anticuadas y sujetas con varias vueltas de cuerda asomaba una franja de piel púrpura de ave desplumada. Una luz crepuscular e irreal iluminaba todo y el viejecillo lucía resplandeciente, recién caído del cielo. Tocaba un violín imaginario, repitiendo una escena que Joseph ya había presenciado. Con expresión de éxtasis, le dedicaba una melodía al árbol que de tanto en tanto dejaba caer hojas sobre su cabeza como si arrojara insolentes centavos. Bajo sus pies brillaba tenuemente un húmedo césped otoñal.

Joseph se le acercó y se quedó a su lado pero el viejo, incapaz de ver nada fuera de música invisible, no advirtió la presencia del joven. Las venas de la mano con la que movía el arco imaginario eran abultados haces de cuerdas enroscadas. La otra mano pulsaba las cuerdas con dedos nudosos que temblaban como las alas de un picaflor, que aletean cuatro mil veces por minuto. Canturreaba una melodía y llevaba el compás con el pie izquierdo. Costaba creer que el violín no existía. El viejo Sunny.

Las pupilas de los ojos húmedos, redondos y de color avellana de Sunny tenían un nítido borde gris y siempre estaban rodeadas de un rojo agresivo, como si le enfadara ser tan viejo. Sunny se dejaba caer en las tabernas como un viejo marinero en busca de un pariente invitado a una boda; su albatros eran sus muchos años y sus fascinantes experiencias como músico profesional y hombre de mundo, Sunny Bannister, una canción, una sonrisa, una melodía, trovador de la alegría; Joseph había visto los viejos anuncios y programas que siempre llevaba consigo doblados en la billetera. Pero mentía constantemente; era difícil saber dónde terminaban las mentiras y empezaba la verdad, o si los recortes de periódicos pertenecían o no a otra persona y el viejo Sunny no era el viejo Sunny sino que sólo fingía serlo.

Tres pequeños jugaban cerca de él con una pelota de goma. Llevaban alegres jerseis de lana azul y amarilla, y sus voces dulces y agudas burbujeaban y gorgoteaban como un sorbete. Sunny le había contado a Joseph una vez que, cuando era niño, todos los mocosos bailaban como el Pequeño Tich y se llenaban las puntas de los calcetines con papel para imitar los zapatos alargados y puntiagudos del Pequeño Tich. Ahora era viejo y los niños lo ignoraban pero seguía siendo apenas un poco más alto que un niño de diez u once años. Joseph estaba tan cerca de él que alcanzaba a oler una bocanada de gualteria; Sunny olía a gualteria de día pero de noche un fuerte y penetrante olor a cerveza velaba esa aroma. Joseph se quedó observando las manos del viejo hasta que sintió que estaba a punto de entrar en la dimensión de Sunny y que pronto comenzaría a oír la melodía y ver cómo el violín se iba delineando en el aire; Joseph se sentía agotado y su estado de ánimo era curiosamente etéreo, de cuando en cuando vislumbraba inmensas grietas en la estructura del mundo real. Rara vez dormía toda la noche porque los sueños lo atormentaban.

Éste era uno de los sueños que había tenido. Era primavera e iba caminando por un jardín de estilo formal. Había cabezas de niños y tulipanes alineados como manzanas en la estantería de una tienda, en ordenadas hileras. Los tulipanes se balanceaban y las bocas rojas de los niños sonreían. Todo relumbraba bajo la inocente luz del sol. Un hombre calzado con pesadas botas aparecía en el jardín y comenzaba a pisotear el arriate, aplastando los tulipanes y los niños; los tallos jugosos y los frágiles huesos se rompían con un chasquido. Sangre y savia brotaban por doquier. Joseph se abalanzaba sobre el hombre y trataba de estrangularlo o de arrancarle los ojos pero de nada servía porque el cuerpo del hombre era, en el sueño, tan insustancial como el humo. Cuando la cabeza del último niño quedaba irremediablemente aplastada, el asesino se volvía hacia Joseph y Joseph se daba cuenta de que estaba contemplando su propio rostro. Entonces se había despertado y había roto el espejo para que nunca pudiera volver a decir la verdad, en caso de que alguna vez la hubiese dicho.

Los ojos de Joseph se nublaron ante la intensidad de la luz; todo brillaba con una luz centelleante. Regresaba a casa después de trabajar algunas horas extras en el pabellón, oliendo todavía una mezcla de excrementos y Dettol, con las manos todavía cubiertas por la textura de la muerte. Se apoyó en el Obelisco, que era de un tamaño bastante modesto para ser un Obelisco, un monumento a un héroe del Nilo, víctima de un disparo bajo soles más cálidos. El Obelisco proyectaba una conmovedora y mínima sombra sobre el césped, en el que ya empezaban a crujir las hojas caídas. La cafetería de la esquina, que estaba a dieciocho metros del Bajo, tenía su propia tostadora, el perfume delicioso, caro y de clase media del café se enroscó seductoramente en torno a Joseph como el recuerdo de esa muchacha, Charlotte, con el que lo asociaba. No era un aroma al que estuviese habituado. En Brasil, donde cultivaban gran parte del café del mundo, a veces quemaban granos de café en vez de madera o carbón para hacer funcionar los motores de las máquinas cuando se producía demasiado café, otro dato fascinante; Joseph coleccionaba sin cesar datos semejantes, como si pudieran ayudar a sostener la ruinosa cúpula del mundo.

El sol le envolvía cálidamente, como guantes, las manos delgadas y elegantes que, una hora antes, le habían quitado las últimas huellas de mortalidad al cadáver de un pobre viejo muerto y lo habían amortajado; aunque Joseph trabajaba como asistente en un hospital conservaba cierta inmerecida dignidad intelectual y aún era capaz de componer una tabla de verdad, una operación lógica elemental. Sin embargo, ahora era incapaz de recordar si Charlotte lo había abandonado porque él había fracasado en todos los exámenes o si había fracasado en todos los exámenes porque Charlotte lo había abandonado o si simplemente no se había molestado en presentarse a ningún examen. Joseph solía ir a la biblioteca y sentirse como Goering ante tantos libros; incluso le había prendido fuego a varios, entre otros Mansfield Park y el Evangelio según San Juan, que le habían empezado a despertar una particular aversión. «Vivimos en la época de los bárbaros», había dicho Joseph, un típico bárbaro, arrodillándose en el rincón donde guardaban los diccionarios y quemando libros con cerillas, acercándoles la llama y observando con un feroz júbilo cómo temblaba y se ennegrecía cada página; a continuación había escrito con tiza en una de las paredes apoyad al asesino de vuestro barrio y se había ido a casa a follar a Charlotte.

Charlotte estudiaba literatura inglesa; escribía interminables ensayos sobre el universo moral de Jane Austen mientras Joseph se quedaba sentado con gesto adusto imaginando nuevas, extrañas e ingeniosas variantes del coito, su única actividad creativa en esa temporada de vida universitaria. Joseph había tenido la posibilidad de recibir una excelente educación pero la había desperdiciado; podía haber elegido libremente en el autoservicio y había elegido voluntariamente la mierda, los viejos moribundos, el pus y, lo peor de todo, el más temible de todos los desafíos, la dulce y azul gangrena. Por desgracia, nada de eso formaba parte del universo moral de Jane Austen ni podía estilizarse en una tabla de verdad. Joseph se afanaba bajo un cielo gangrenoso. «La rutina trivial, el trabajo vulgar nos darán todo lo que nos es dado pedir.» Cada minuto de las noches solitarias era una plétora de sueños en los que aparecían fogatas apagadas con sangre y picos sanguinolentos de aves de rapiña y bombas que florecían como rosas con pétalos sangrientos sobre el Delta del Mekong.

Joseph había soñado que era un niño que regresaba a casa desde el Club de los Lobeznos por una calle común y corriente con setos de ligustros y botellas de leche vacías que habían dejado fuera durante la noche bajo una luna redonda y blanca, pero poco después se había dado cuenta de que un loco con un cuchillo lo seguía. El ritmo del sueño se había acelerado; el niño que era Joseph corría y jadeaba, estremeciéndose de terror, pero el perseguidor era implacable como el paso del tiempo y se le acercaba; una y otra vez entraban en las sombras y salían de ellas, entraban y salían como la luz de la luna. La hoja del cuchillo lanzó un destello y Joseph vio que el rostro del perseguidor era su propio rostro, era él. Buscando desesperado un refugio, el niño Joseph cruzó atropelladamente un portón y golpeó con los puños en la puerta más cercana. Alguien abrió la puerta de inmediato, él una vez más, sonriendo con una sonrisa ancha, apretada, lobuna, y tan cruel como el cuchillo que también él sostenía.

Joseph siempre se sorprendía, en sueños al igual que en el espejo antes de romperlo, al ver su propio rostro circunspecto, lívido, enfermizo y feroz; ¿el espejo lo engañaba o en realidad estaba soñando con otra persona, no con él sino con alguien comparativamente más desconocido al que había alquilado este rostro inescrutable salido de un drama jacobino, Flamingo o De Flores, villanos enigmáticos? Sin embargo, su verdadero ser físico, aquello que era su carne y sus huesos, solía parecerle nada más que una arbitraria teorización, un conjunto accidental de impulsos girando velozmente en el vacío. O bien ojos sin rostro, ojos detrás de los cuales sólo había una maraña chillona de nervios al descubierto. O (cuando sentía un feroz rechazo ante sí mismo) un enorme, carnoso, blando y estúpido corazón de papel del día de los enamorados que dejaba caer una gruesa lágrima ante los dolores del mundo.

Joseph solía sentirse tan triste, desesperado y lleno de frustradas intenciones asesinas como un animal encerrado en una pequeñísima jaula. Una vez había ido al zoológico y se había sentido muy identificado con el tejón. «Este animal muerde»; quién lo habría imaginado, con lo peludo que era. El tejón era hermoso, salvaje e inocente pero aparentemente había enloquecido porque daba vueltas sin cesar en el minúsculo recinto rodeado de alambre dejando escapar de tanto en tanto unos leves quejidos desesperados. Joseph se había quedado acuclillado delante de la jaula durante tres horas contemplándolo ansiosamente pero el tejón no se había detenido ni por un instante. Daba vueltas y vueltas y vueltas.

Por fin un guardia se había acercado a Joseph y le había dicho que ya era hora de cerrar el zoológico. Joseph, que no se había dado cuenta del paso del tiempo, le había explicado «Estoy observando el tejón», tal vez pensando que el guardia lo dejaría quedarse un rato más. «¿Por qué?», le preguntó el guardia. El tejón daba vueltas y vueltas y vueltas, lloriqueando. «Para ver si se lo traga su propio culo», gritó Joseph, enardecido ante la insensibilidad del guardia. Sin embargo, no sentía ninguna simpatía por los relamidos gorilas, que en sus mejores momentos no eran más que exhibicionistas engreídos, ni por los enormes gatos, que se pudrían pavoneándose en sus jaulas tan tranquilos como si el cautiverio los fascinara. La pantera negra, por ejemplo, había renunciado de tal manera a su dignidad que más bien parecía un sofá hinchado y mal tapizado con felpilla rojiza. En cambio, el tejón no dejaba de gritar «¡No me rindo!», y después de tantos años seguía tratando de escapar, aunque Joseph ya no podía ir a verlo porque la relación con el guardia había ido de mal en peor. Joseph no conseguía recordar qué había sucedido pero se había producido una desagradable pelea y ahora ya no lo dejaban entrar en el zoológico.

Pero «mientras hay vida hay esperanzas»; Joseph aún seguía guardando las apariencias, aún andaba limpio y afeitado, decentemente vestido aunque desarrapado. Tenía veintidós años y vivía con una gata blanca, hermosa y prolífica. Una vez al año, para Navidades, regresaba a casa haciendo autoestop para repetir los ademanes del afecto aunque siempre que iba se sentía atemorizado y tembloroso; no recordaba cuándo había comenzado a intimidarlo la casa de sus padres.

Su padre era un vendedor de periódicos y estanquero que había trabajado mucho toda la vida. Su madre era un ama de casa común y corriente que había trabajado mucho toda la vida. Cuando estaba en casa, Joseph se sentaba en una silla incómoda alentando a los patos de yeso para que trataran de atravesar volando la pared. Había una cubierta de cuero fileteado del TV Times y una figura de bronce de una holandesa en cuya espalda guardaban los hierros de atizar el fuego. Esos objetos le parecían absolutamente perversos; la cubierta de cuero era una boca voraz que chasqueaba los labios oscuros y seguramente la joven holandesa usaba los cepillos y las palas como crueles armas dado que en realidad no tenían ninguna otra utilidad; el cuarto tenía calefacción eléctrica. Su desorientado padre observaba a un hijo casi ausente y de cuando en cuando decía: «Pero siempre hemos tratado de darte lo mejor, no lo entiendo», mientras su madre, con el olor del pavo que se iba horneando enredado en los cabellos, lo reprendía diciendo: «No sigas diciéndole eso al niño, padre; después de todo, es Navidad». Si pudiese, ¿se escaparía aleteando del horno el ave chisporroteante, aun cuando en vez de corazón sólo tenía relleno, y no tenía cabeza tampoco? Tal vez lo haría si Joseph abriera furtivamente la puerta del horno y susurrara: «Sauve quipeut».

Pero Joseph sabía que era demasiado tarde para escapar del naufragio, aunque, hasta entonces, conseguía sobrevivir día a día, aferrándose a las imágenes cotidianas del dolor y el miedo en el hospital por algo parecido al pan de cada día. Los gestos de paciencia y gentileza que tenía con los viejos que estaban con un pie en el sepulcro parecían ser lo único real que hacía; lavar a los moribundos y amortajar a los muertos eran actos de profunda inocencia e incluso de amor y toda la payasada diabólica, la inmundicia y la indignidad que rodeaban a la muerte también parecían algo tenebrosamente inocente. Y había momentos de dulce paz, como en el Bajo, mientras se apoyaba en la piedra tibia, contemplando al viejo músico atrapado en la miel sólida de la luz de la tarde como una mosca en un ámbar de eternidad. La superficie de granito del Obelisco resplandecía con una dorada rugosidad donde la rozaban los rayos del sol, como una extraña corteza de oro, y los niños reían y jugaban. Ajeno a todo lo que estaba fuera del rectilíneo paralelogramo de su abrigo, Sunny tocaba dulces melodías inaudibles en salas de ópera extradimensionales y Albert Halls imaginarios.

Ésas, ésas eran nuestras alegrías

cuando todos, niños y niñas,

en nuestros años jóvenes

íbamos al Prado de los Ecos.

Joseph estaba tan agotado que cerró los ojos por un momento y podría haberse quedado dormido de pie como Napoleón pero en ese mismo instante se produjo un terrible alboroto y se oyó un clamor de gritos e insultos, la voz vieja y cascada de Sunny que maldecía horriblemente y amenazaba con terribles venganzas a los niños; la cáscara de quietud que antes los envolvía se había roto violentamente.

La pelota de los niños seguramente había golpeado a Sunny. Ya era demasiado tarde para saber si eso había ocurrido por casualidad o si lo habían hecho adrede, pero de todos modos la pelota había hecho saltar la gorra que rara vez se quitaba, y un enorme perro, surgido de la nada, la había cogido entre los dientes. El perro daba vueltas y vueltas alrededor de Sunny, meneando la cola; tal vez tenía buenas intenciones y quería organizar algún juego. Era un perro grande, atigrado, cuadrado y macizo que parecía un tanque de piel, casi de la mitad del tamaño de Sunny, con grandes orejas tiesas como los tricornios de papel en los que el padre de Joseph metía dos onzas de caramelos. Sunny, arrancado bruscamente de su sueño musical, se abalanzaba tras el perro lanzando gritos desesperados pero el perro siempre conseguía escapar. Sunny había soltado el violín imaginario, o bien se había roto o desaparecido. La desaparición de la gorra había dejado al descubierto una espesa greña gris oscuro en la cabeza de Sunny; Joseph se sorprendió porque creía que Sunny era existencialmente calvo debajo de la gorra. Los tres niños abandonaron la pelota y comenzaron a saltar alegremente, dando gritos.

Joseph se adelantó a rescatar la gorra pero el perro estaba fascinado y, negándose a dejar de divertirse, dio media vuelta y huyó a toda prisa, con los dientes aferrados a la gorra, mientras Sunny lo perseguía tambaleándose, maldiciendo, y los niños se alejaban bailando alrededor de ellos. Así que se alejaron y Joseph quedó solo, enfrentado a una simple decisión moral que, como le avergonzaba saber que haría, decidió no tomar.

Sabía perfectamente que no iba a seguir al circo ambulante, recuperar de un vuelo la gorra del viejo Sunny y devolvérsela; no iba a hacer ese simple gesto que consolaría a un viejo porque una ira despreciable lo inundaba de un tedio abrumador. Una brisa solidaria, de un frío invernal, encrespó el césped y descolgó varios puñados de hojas. Joseph tiritó dentro de su abrigo raído. Quería esfumarse, dormir, desaparecer. Desafiando a los sueños, entrar en la negra conejera o en el agujero de la Calcuta del sueño; pero sabía que en medio del viento frío no sobreviviría por mucho tiempo, la corriente lo acercaba cada vez más a rocas con dientes de tiburón. Así que se alejó del verde límite del Bajo y se marchó a casa.

Elegante en otra época y ahora venido a menos, el barrio conservaba unas cuantas reliquias de su pasada riqueza (como el café, un lugar agradable) pero estaba en su mayor parte en manos de viejos empobrecidos, que vivían en sótanos y en la parte posterior de las plantas bajas, y estudiantes y beatniks que anidaban en los áticos.

Daba la impresión de que esa tarde todos los viejos estaban en la calle tomando el aire. Mirara hacia donde mirara, Joseph sólo veía viejos con bastones y venas hinchadas en las piernas y cráneos desde los que colgaba la piel de la cara en redes harapientas; caminaban lentamente como si ése pudiera ser su último paseo. Primero pasó un hombre que tenía un garfio en vez de mano y luego una mujer jorobada.

Muchas de las tiendas estaban cubiertas con tablas, en alquiler, o vendían ropa usada, o se habían convertido en locales de apuestas, pero esta calle había sido en otra época el centro comercial de un famoso balneario de aguas termales y aún se extendía en una curva desde el Bajo formando un arco neoclásico. Molduras de yeso con urnas y guirnaldas decoraban los pisos superiores de piedra almohadillada y ladrillo rosa con ramilletes de hierba y pasto que asomaban por todas las grietas, y las ventanas rotas estaban mal cubiertas con cartones, cuando estaban cubiertas. Las aceras tenían salpicaduras verdes y blancas de mierda de esas palomas gordas que se contoneaban presuntuosas entre los lisiados y los viejos como si los buenos tiempos del barrio no hubiesen sido algo del lejano pasado.

En medio de ese paisaje hizo su aparición una pareja extraordinaria, el misterioso Beverley Kyte y la regordeta Rosie, riendo con risas ahogadas, de geishas, y haciendo sonar los timbres de sus bicicletas. Los amigos de Beverley Kyte le decían Kay; tenía un aspecto engañoso de extrema juventud y era apenas un poco más alto que el viejo Sunny. Usaba vaqueros y una chaqueta de la misma tela, tan gastados que ya eran de ese hermoso color azul de los vaqueros muy viejos, y solía regalar billetes de cinco libras. Llevaba una gorra de explorador color caqui en la cabeza y aros dorados que le brillaban en las orejas. Además, llevaba una camisa de franela, sin cuello, probablemente comprada o robada en un baratillo donde vendían prendas regaladas y luego teñida de un color naranja encendido en la olla comunal en la que hervían tallarines; gafas verdes de sol redondas y con marco de metal; sucios zapatos blancos de lona; y un medallón azul esmaltado con la imagen de san Cristóbal alrededor del cuello, junto con una llave que colgaba de un trozo de cuerda y una cruz de hierro. Por algún motivo daba la impresión de ir disfrazado, como un pequeño Superhéroe, el Hombre Diminuto tal vez o el Poderoso, que se alejaba en bicicleta a reunirse con los Jóvenes Titanes.

Joseph sabía cómo se llamaba su compañera porque solía usar una camiseta con el nombre rosie estampado descuidadamente con letras negras; hoy llevaba una camiseta con una leyenda impresa: equipo canadiense de besuqueo. También iba vestida con vaqueros y llevaba un sombrero de ala ancha de estropeado terciopelo negro. Era menuda y tenía mejillas amanzanadas, largos rizos negros y una expresión soñadora. Rosie y Kay zigzagueaban por la calzada, tintineando y riendo; los automovilistas les tocaban la bocina y los amenazaban con el puño. Kay había empezado a dejarse crecer bigote, tenía una difusa sombra sepia en el labio superior.

Kay tenía una peculiaridad: siempre parecía absolutamente satisfecho. Eso solía parecerle a Joseph un insulto personal, sobre todo cuando lo veía aparecer inesperadamente. Jamás le hablaba a Kay; incluso en otros tiempos, cuando Joseph era más extravertido e iba a fiestas, la sola imagen de Kay y su pequeña comitiva de amigos y secuaces riendo y sonriendo juntos bastaba para sumirlo en la tristeza y pensaba con dolor en los hábitos de los milanos[1], esas feroces aves de rapiña. Jamás había asistido a uno de los banquetes dionisíacos que ofrecía Kay en la ruinosa mansión donde vivía, un gran palacio georgiano agusanado y carcomido.

La casa era el mausoleo que la madre moribunda de Kay se había diseñado, un lugar repleto de pompas corroídas. Después de haber sido una figura favorita de las candilejas en los años treinta, la señora Kyte había visto desaparecer su mundo bajo las llamas en 1940, aunque su esposo, el señor Kyte, piloto de combate, sólo fue derribado en 1945. Había algo de dinero en algún lugar, algunas inversiones, una pensión. Kay, veterano de muchas esperanzas frustradas, como la escuela de arte y el oficio de sillero, se conformaba ahora con vivir entre reliquias del teatro, vender un poco de marihuana de vez en cuando y mantener las puertas de su casa abiertas a los amigos que entraban y salían como barcos que pasaban en medio de la noche.

Entretanto, la señora Kyte seguía acercándose a la muerte, unos pocos centímetros por año, tan sumergida en drogas que no distinguía un año de otro; pero Kay siempre parecía andar de buen humor y seguía usando excéntricos harapos y paseando en una bicicleta pintada de color plata con su chica regordeta y sumisa. El dulce tintineo de los timbres de las bicicletas se fue apagando mientras se hundía en la distante niebla dorada, parecía el sonido de la felicidad. Entre jirones sombríos, Joseph, inclinando la cabeza ante muchos de los males que aquejaban al mundo, pensó en heridas abiertas como bocas rosáceas .

Y lo único que podía hacer era caminar por esa calle de ángulos severos y amenazantes y formas brutales. Pasó frente a reses muertas poco antes en los escaparates de las carnicerías y despliegues de cuchillos. Cuando llegó a la pescadería, recordó que no tenía comida en casa para la gata y se arriesgó a enfrentarse a las crueles garras de los cangrejos para comprarle media libra del pescado más barato. La gata comía de un plato en el que decía Minina y no le faltaba nada, hasta dormía en la almohada de Joseph. Mientras se metía el paquete escurridizo en el bolsillo, tropezó otra vez con Sunny al salir de la pescadería. Sunny se estrelló contra Joseph.

Sunny venía del Bajo. Estaba tan furioso que sus brincos eran una monodanza solitaria de dignidad ofendida y orgullo herido; bufaba, farfullaba, tosía y escupía. Tenía los ojos inquisitivos inyectados de sangre por la ira. Lo único que percibía era su humillación. Seguía destocado, seguramente el perro o los niños se habían quedado con la gorra; sin ella, tenía un aspecto de mutilado, de alguien a quien le han amputado un miembro. Temblaba y se estremecía, tal vez se desintegrara de tanto estremecerse dentro del furioso otoño de su carne.

—Fíjese dónde pone los pies, joven —le dijo sin sonreír, tambaleándose hacia atrás y adelante; se aferró a Joseph para no caerse. Joseph, casi sumergido en gualteria, enderezó al viejo y, jadeando y tosiendo, Sunny se calmó un poco.

—Déme un pitillo —le ordenó bruscamente— Déme un pitillo, no me queda ni uno. Me haría bien un pitillo. ¡Qué tarde! —Al recordarla, comenzó a temblar nuevamente — Déme un pitillo.

Joseph buscó a tientas en el bolsillo y encontró una cajetilla, llena todavía, con el celofán intacto, que había sacado de la gaveta de un hombre que, por estar muerto, había dejado de fumar. Sin embargo, les devolvían escrupulosamente los dientes postizos, los lentes y los relojes a los deudos de los difuntos; cuando Joseph preguntaba qué hacían con los ojos de vidrio, le daban una respuesta perentoria, como si hubiese cometido un error de mal gusto.

—Tenga-le dijo, pasándole la cajetilla —. Quédese con ellos, con toda la cajetilla, viejo saltimbanqui, viejo Sunny.

Sunny soltó de inmediato el brazo de Joseph y se enderezó hasta alcanzar un metro cuarenta y siete de estatura; la máscara de sucias arrugas y los húmedos ojos rojos revelaban que había sido insultado tan profundamente que no podía enfadarse ni llorar. Al parecer, el darle los cigarrillos había sido el más cruel de los golpes.

—No se las dé de caritativo conmigo —le dijo, con una pomposidad impresionante—. Soy tan viejo que podría ser su abuelo.

Con un gesto de gran orgullo, tiró al suelo los cigarrillos que Joseph tenía en la mano y los aplastó con los tacones de las botas agujereadas.

—Sólo quería un pitillo —dijo—. No soy un pordiosero. No quería más que un pitillo, no me obligue a soportar su caridad. En mi época era tan bueno como Kreisler y tocaba ante testas coronadas. No necesito su caridad.

Sunny se alejó orgullosamente a pasos lentos. Tun, tun, tun, las botas sonaban como latidos. Su pelo era una bandera gris a media asta; su saco parecía un ataúd. Poco después se perdió de vista entre los compradores. La luz del crepúsculo aún cubría de dorado la acera pero el viento frío se había vuelto violento y penetrante. Joseph miró los cigarrillos despedazados y el pardo tabaco desparramado; su estado de ánimo lo llevaba a temer los agüeros y a obedecer a las misteriosas voces que había en su cabeza o en el viento. Recordaba cada palabra del sermón de Sunny con hermosa claridad.

Y eso era una prueba irrefutable de algo que, en sus peores estados de ánimo, siempre había sospechado. Que los viejos despreciaban su ternura, que tal vez incluso lo odiaban por su compasión; no tenía derecho a intentar acompañarlos en su último viaje de degradación y miseria, nadie tenía derecho a hacerlo. Joseph se quedó observando cómo el viento dispersaba los fragmentos de tabaco pisoteado y pensó en la condena que había en los ojos de los viejos, pensó que en ese mundo de dolor lo único que podía hacer era quitarles la mugre y compadecerlos. Compadecerlos. Y nadie tenía derecho a compadecerlos en un mundo donde no se conocía la expiación.

Siguió caminando hacia su casa. Joseph vivía en una pequeña cueva en lo alto de un empinado peñasco de estuco, una enorme y elegante crujía o semicírculo que se incrustaba en la falda de una colina; pero allí los bordados de hierro de los balcones exudaban herrumbre cuando estaba húmedo, las capas de pintura se agrietaban y se descascarillaban y se desprendían y el revoque de yeso se desintegraba sin cesar dándole a esa zona crepuscular de apartamentos de una sola habitación un aspecto leproso y carcomido por los ratones. Joseph vivía en un ático o desván, compartiendo la cocina y el baño del piso inferior; treinta chelines a la semana sin muebles y, cuando llovía, lágrimas caídas del cielo traspasaban el techo. Cuando había sol, Joseph y Charlotte solían sentarse en el estrecho pretil rodeados de aleros como el rey y la reina de un país acolchado, porque toda la ciudad se extendía ante ellos, un juguete muy caro por cierto.

Al pie de la colina de semicírculos y crujías corría el río con una barcaza o un barco sobre sus aguas; aquí, el muelle de la ciudad y todos los depósitos y las grúas que se reflejaban en manchas de agua oscura; allí, las líneas blancas de la vía elevada atestada de vehículos; las indescriptibles cuadrículas de casas de un rojo oscuro; y rodeándolo todo, una cadena de encantadoras colinas verdes, bajas y redondeadas como si Joseph y Charlotte las hubiesen hecho con plastilina. Este juguete panorámico aparecía y desaparecía ahora entre nieblas otoñales, un barco hacía sonar quedamente la sirena, el ruido del tráfico era tan insustancial como un adormecedor zumbido de abejas cuando Joseph entró en su cuarto y en su casa.

Charlotte y Joseph habían pintado el cuarto y habían vivido dentro de una prístina burbuja de lechada hasta que se cayeron de ella; ahora las paredes estaban sucias, amarillentas y cubiertas con misteriosas figuras creadas por las manchas de lluvia. En el suelo había un colchón estrecho; las sábanas revueltas estaban grises de polvo y olían a piel. Había pocos objetos en el cuarto y éstos eran muy poco personales. Cosas como una zapatilla de tenis abandonada, una botella vacía de cerveza amarga y un par de gafas de sol con un lente roto. Sobre un lavamanos (de madera amarilla y mármol veteado) había unos pocos libros de bolsillo ajados, un texto de lógica, La vida de Blake de Gilchrist y Alicia en el país de las maravillas, que Charlotte le había regalado con un «te quiero» como dedicatoria. También había algunos libros nuevos sobre la guerra de Vietnam y una pila desordenada de recortes de periódicos sobre el mismo tema, todos cubiertos y recubiertos con notas garrapateadas y signos de exclamación en tinta roja en la letra delgaducha de Joseph. También había un libro sobre la fauna silvestre de Gran Bretaña que había quedado abierto en la página dedicada a los tejones. Y varios cuadernos de apuntes en los que Joseph había recortado y pegado datos.

Había algunas fotos clavadas en la pared. Lee Harvey Oswald, esposado y rodeado de policías, poco antes de que lo asesinaran, rebelde como un tejón. Una foto en colores, sacada del Paris Match, de una manzana de casas elegantes y, en ese agradable espacio, un crepúsculo vivo, un monje budista cuyo manto color azafrán se iba enrojeciendo mientras se quemaba vivo. También había un calendario del año anterior con una propaganda de un refresco en la que aparecía una risueña muchacha con un polo blanco, sin mangas, sorbiendo el refresco con una pajita. Y una enorme foto de una radiante Marilyn Monroe.

Encima de la estufa de gas había una foto de Charlotte clavada con tachuelas. Dirigía una mirada de soslayo a soles remotos. Sus cabellos rubios le cubrían el rostro, que no se parecía en absoluto al rostro que Joseph recordaba, puesto que ese rostro, reencarnado en fantasía tras fantasía, recordado en sueños cada noche durante meses y meses después de su partida, se había transformado en su mente en una máscara gótica con enormes ojos velados por párpados de piedra, pómulos duros como el acero, labios rojos de vampiro traicionero y una boca roja y húmeda que era una trampa con colmillos de marfil. Bruja. Demonio. Mujer que deambulaba por los campos de batalla después de la matanza bajo la forma de un cuervo. Después del bombardeo, entre las ruinas de la aldea, los libertadores sorprendieron a una mujer que mordisqueaba trozos de carne. Su Madonna del matadero. Pero no siempre había sido así; durante los meses en que se habían amado, se esforzaban por perderse absolutamente en el otro y por convertir el cuerpo del otro en una especie de hogar, ya que el hogar está allí donde está nuestro corazón y no hay lugar que se le compare. Pero ella se había marchado, había desaparecido como si siempre hubiera sido una fantasía, y esos fantasmas malvados rondaban en torno a su cama farfullando y trayéndole sueños de cópulas en osarios que lo hacían chillar cuando estaba despierto.

La bombilla no tenía pantalla, la luz penetrante no proyectaba sombras. Las puertas del armario empotrado junto a la chimenea cedían bajo la presión de la ropa sucia que se amontonaba dentro. Delante de la chimenea había una tira de alfombra marrón tan gastada que se alcanzaba a ver la trama y la urdimbre. Había una mesa con manchas de tinta y una silla de cocina arrimada contra ella y otra silla con brazos astillados y una pata rota en la que se apoyaba un reloj despertador en forma de Ratón Mickey que lanzaba un tic tac sonoro, agudo, galopante; Joseph lo llamaba «Charlotte». Todo exudaba polvo. El cuarto tenía el aspecto y el olor de la sala de espera de una estación de ferrocarril en la que se detenían pocos trenes, o ninguno. Joseph estaba rodeado por los cuatro costados por los insignificantes mecanismos de la desesperación.

Joseph llenó con leche el plato de la gata y bajó a la cocina común a hervir el pescado. No había rastros de la gata. En la cocina había dos hornillos y un fregadero. La gata salía y entraba por la ventana, que daba a una escalera de incendios al fondo de la casa, de modo que la ventana siempre estaba abierta y en la cocina siempre hacía mucho frío. Había un estante con teteras de cerámica marrón ordenadamente alineadas. El suelo siempre estaba cubierto con cerillas usadas. Joseph tenía una cacerola para el pescado de la gata y tal vez para hervir un huevo de cuando en cuando. Los huevos siempre tenían gusto a pescado y Joseph pensaba que eso les daba un sabor japonés. Nunca cocinaba nada más elaborado. Metió el pescado en la cacerola, la llenó con agua y la puso al fuego. Todos sus movimientos, el roce de metal contra metal, el chorro de agua, el chasquido de la cerilla, producían sonidos extraordinariamente agudos. El olor del pescado que empezaba a cocinarse se le atragantó en la garganta. Se apoyó contra la ventana abierta y paseó la mirada sobre los techos, los jardines y las cuerdas danzarinas con ropa colgada tratando de divisar a la gata de regreso al hogar.

Era una linda gata, guapa y blanca como una hoja de papel. Tenía gatitos dos veces al año; se quedaba ronroneando y serena mientras las crías peludas le chupeteaban a ciegas la panza, y caminaban bamboleándose por todas partes y gritaban con voz penetrante y apagada como cuchillos diminutos que rasguñaran minúsculos platos. Luego dejaba de amamantarlos y Joseph los llevaba a la tienda de mascotas, donde los vendían. Había sido incapaz de decidir qué actitud moral debía tomar, si debía o no quedarse con los gatitos, y de todos modos no podía alimentarlos. Buscó a la gata con la mirada pero no se la veía por ninguna parte, probablemente estaba despanzurrando a una indefensa paloma o a un inofensivo ratón; no era una gata compasiva.

Vio que había una nueva tetera en el estante, una pequeña tetera roja esmaltada, y que de un gancho colgaba un cubretetera marrón que no estaba allí antes. Un nuevo inquilino, probablemente del cuarto que quedaba debajo del suyo en el fondo de la casa y que había estado desocupado por un tiempo. Rara vez veía a los demás inquilinos, todos eran retraídos, aunque solía hablar con una vieja que vivía en la planta baja y que le sonreía porque le envidiaba la gata, a la que alimentaba subrepticiamente con golosinas aunque tenía poco dinero para comprar exquisiteces. Su pelo blanco era tan escaso que el cráneo rosa relucía a través de los cabellos. Le había contado a Joseph que su padre era un almirante y que por eso llevaba el mar en la sangre; había conocido mejores días pero ahora no tenía nada, ni siquiera un gato o un álbum de fotos o unos cuantos rizos metidos en un sobre porque todo lo que tenía había sido destruido durante la guerra.

Joseph se dio cuenta de que la nueva inquilina había pegado una etiqueta con su nombre en el cubretetera para que nadie se lo robara, un gesto muy femenino. A. Blossom. Probablemente era una secretaria, treintona o cuarentona, solitaria, con el invierno descendiéndole sobre la cara, que les dejaba migas a los pájaros en el alféizar, y su gata seguramente se acercaría y mataría a los pájaros cuando se agacharan a picotear. Y bien, no quería conocer a A. Blossom esa noche y probablemente ya no estaría allí al día siguiente; y de esa manera, indiferente y accidentalmente, decidió que había llegado el momento de ponerle fin a todo. Cuando el pescado estuvo listo, lo puso en un plato, le quitó cuidadosamente las espinas y subió con el plato maloliente. La gata seguía sin aparecer. Iba oscureciendo; el otoño y el frío inundaban el cuarto. Se arrodilló delante de la estufa de gas. Apenas rozó la espita comprendió que lo que haría luego era tan simple y obvio como el lugar donde debía colocarse el último trozo de cielo en un rompecabezas.

Pero antes de hacerlo dejó la comida y el plato de la gata con la leche fuera del cuarto para que pudiera comer esa noche porque no quería que sufriera, era una inocente carnívora. Se preguntó si debía dejarle una nota a su amigo Viv pidiéndole que la cuidara después pero decidió que Viv se haría cargo de la gata por bondad sin la melodramática compulsión de una mano enterrada en una tumba. Joseph contempló su tumba; parecía salida de un camafeo, una urna junto a un sauce, a su lado una muchacha envuelta en telas gruesas, una Charlotte totalmente purificada y absolutamente etérea, deshaciéndose en lágrimas. Rechazó esa fantasía.

Cuando abrió la espita e inhaló el primer vaho de gas, lo asaltó una confusa duda: morir de tedio y desesperación, en lugar de hacerlo por alguna causa, con algún motivo, haciendo algo humanamente importante, era una sombría y triste manera de desaparecer. Era una estúpida manera de decir «no», de decir que nada valía la pena. Luego vio la carne del monje en la eternidad de la foto, vio cómo seguía ardiendo sin cesar. Viv encontraría su cadáver con las extremidades azules, ése era el efecto de la intoxicación con gas de hulla; Viv era un tipo apacible y no comprendería. Viv era carne, y la carne es polvo, como se dice en los funerales (lo que no se diría en su caso). El gas silbó, los dados estaban echados.

«Muerte, no seas orgullosa»; no era orgullosa, entró invisible en su cuarto, insidiosamente, en seguida, manando de la estufa apagada. Ningún cortejo con laureles y sordinas, ningún rito. Adieu, adiós, inciertas dichas mundanas. El gas de hulla, en su forma actual, es venenoso porque contiene monóxido de carbono; en condiciones normales, la sangre absorbe oxígeno para crear oxihemoglobina pero el monóxido de carbono hace que ignore el oxígeno por completo y cree carboxihemoglobina, otro dato que había recogido por ahí. «Me voy acercando a un largo silencio.» Estos retazos de literatura no tenían ninguna relación con lo que estaba sucediendo; no podía convertir el acto de morir en algo significativo para él con la fascinante retórica de hombres que nunca lo habían conocido en carne propia.

Todo era irreal, el cuarto, el olor a gas, su silueta delgada, pálida, acuclillada delante del hogar sobre un trozo de alfombra, rodeándose con los brazos porque hacía mucho frío. Sólo había visto el acto de la muerte perpetrado contra hombres muy viejos, es decir, la verdadera muerte, un hecho y no algo imaginario, fotos, noticiarios y alucinaciones, la verdadera muerte en una cama. La muerte era para viejos como su abuelo, que estaba muerto, y para el viejo que había amortajado, que ahora parecía tener la cara de su abuelo; estaba tendiéndole una trampa al tiempo, jugándole una broma a la mortalidad. El gas y la oscuridad empezaron a inundar el cuarto. Joseph esperaba que llegara la nada; pero tardaba en llegar. El bullicioso despertador se llevaba con su tic tac los últimos latidos de su corazón.

—Hija de puta —le dijo a la foto de Charlotte—. Ni te imaginas que al final soy yo el que tiene la sartén por el mango.

Un amante muerto tiene un poder incomparable porque el remordimiento del dolor puede hacer que una piedra palpite como un corazón. Encima de la chimenea, la irritada Charlotte fruncía el entrecejo desde una instantánea tomada un día festivo en el mismo parque donde Sunny había perdido la gorra ese día, junto al mismísimo Obelisco, donde se había encendido misteriosamente la chispa de su extinción. Cuanto más miraba la foto, más enfadado se sentía, y no tendría más oportunidades de verla. Se puso de pie como un borracho e insultó a la foto con palabras soeces. La madre de Viv era una prostituta refinada y exclusiva; su afición era la bebida, cuando estaba borracha se movía lenta y afectadamente, como se movía Joseph mientras se acercaba a romper la foto de Charlotte para que no lo viera morir, eso debía ser algo privado.

Después no podría pensar ni razonar ni explicar. En ese antimundo de inminentes partidas había una flora y una fauna extrañas de las antípodas de la mente, donde los conceptos estaban patas arriba. Era un mundo de paralógica e irracionalidad. El gas y el aire en determinadas proporciones, 1:12 gas/aire, son muy explosivos, un dato fehaciente.

—Allá voy —le anunció Joseph a los fragmentos rasgados de Charlotte, que siempre había sido aficionada a la literatura—. Pero me marcho con un estruendo, no con un lamento, hija de puta.

Encendió una cerilla.

—El gas es raro —dijo el lúgubre individuo que reparó la estufa—. Nunca se sabe qué puede pasar con el gas. No hay que jugar con gas. —Se había reído, había insinuado que Joseph lo hiciera mejor la próxima vez; seguramente memorizaba los parlamentos de algunos personajes como el sepulturero de Hamlet y el portero de Macbeth en su tiempo libre. — De todos modos, esto no te habría matado —dijo.

Y, en todo caso, al estallar, las ventanas habían arrojado una copiosa lluvia de vidrio a la acera y a través de los agujeros dentados entraba impetuoso el aire dulzón del atardecer.