Prólogo

Londres, 25 de febrero de 1823

—Lamento mucho ser portador de tan dolorosas noticias, milord.

Ninguna respuesta audible siguió a aquella muestra de condolencia. El señor Cox, secretario del vizconde de Lisle, meció su peso de un pie a otro con inquietud. El silencio reinante, solo roto por el suave entrechocar de hielos en el vaso que su empleador sostenía, le produjo un hondo desasosiego. ¿Qué se suponía que uno podía añadir? Siguió meciéndose de aquella forma rígida, contando los segundos que transcurrían, cinco, seis, siete… Finalmente, el hombre sentado en la butaca hizo un movimiento, dejando su vaso en el velador situado a su derecha, y levantó la vista hacia su secretario. Su tono de voz traslució algo cercano a la resignación, al hablar.

—Supongo que esta vez no me libraré de acudir a Hertwood Manor, ¿verdad, Cox?

A pesar de su exquisita educación, al señor Cox lo delató un ligero parpadeo. Que lord Lisle no hubiera visitado su propiedad ni una sola vez en todos los años que llevaba trabajando para él era un hecho extraño y tal vez irresponsable; pero que el único hijo de la vizcondesa viuda de Lisle pudiera tener la más mínima duda sobre su deber de acudir a Surrey para el entierro de su madre era algo inadmisible. Con disimulo, observó el semblante de lord Lisle con más detenimiento; tenía la mandíbula tensa y los labios apretados en una fina línea, pero más allá de eso y de las oscuras ojeras no vio demasiadas diferencias con el aspecto habitual de su señor. Sin embargo, decidió para sí mismo que la frase de milord debía ser fruto de la conmoción y no requería una respuesta, así que permaneció callado. Pero cuando al cabo de unos segundos John Oliver Marius Sinclair, vizconde de Lisle, se levantó del asiento para dirigirse hacia la chimenea, rompiendo la incómoda quietud, su secretario no pudo evitar suspirar aliviado.

Lord Lisle tomó el atizador que había junto al hogar y removió los escasos troncos que aún no se habían reducido a cenizas. Luego permaneció contemplando el fuego pensativamente, con el brazo izquierdo apoyado en la repisa. Algunos mechones de su cabello negro caían con descuido sobre su frente, y sus ojos oscuros resultaban velados por las sombras. Había recibido la noticia del fallecimiento de su madre con su habitual estoicismo, pero Cox sabía bien que en muchas ocasiones aquella fachada de imperturbabilidad escondía emociones más turbulentas.

Al fin, como si hubiera despertado de algún sueño, el vizconde se dirigió hacia el escritorio, donde comenzó a ordenar los papeles que había sobre la superficie, y sin levantar la vista de los mismos se dispuso a dar instrucciones a su secretario.

—Bien, Cox, si hay que hacerlo que sea cuanto antes. Envía aviso a Decker de nuestra llegada y manda instrucciones al señor Hubbard para que se ocupe de todo lo que se haga en estos casos. Tendrás que venir conmigo dos días, porque habrá que dejar zanjados asuntos legales. La propiedad tiene que seguir funcionando cuando regresemos a Londres.

Un pequeño carraspeo delató el desacuerdo de Cox.

—Disculpe, milord, pero no creo que un par de días sean suficientes para poner en orden una propiedad tan importante.

—Pues tendrán que serlo, Cox, ya que tengo intención de estar de vuelta en Londres el viernes.

—¡El viernes! ¿Es que no va a quedarse en Hertwood Manor?

—No más de lo necesario.

—Pero, milord, insisto en que los asuntos serán numerosos. Hace años que no ve la propiedad, y es posible que deban tomarse decisiones importantes…

Lord Lisle alzó la mano para cortar la protesta y lo miró con dureza.

—Cox, no sé cuántos días estaré, pero te aseguro que serán los menos. El solo pensamiento de tener que ir a Surrey me fatiga, aunque para tu alivio te diré que no he perdido enteramente el sentido del deber. Sucede que el señor Hubbard ha llevado los asuntos de la propiedad estos últimos años sin molestarme en absoluto y no deseo que eso cambie. Mañana partiremos al amanecer en mi carruaje —finalizó mientras volvía a llenar su vaso—. Eso es todo, Cox.

Cuidándose esta vez de demostrar el escepticismo que aquella decisión le provocaba, el señor Cox inclinó la cabeza en señal de asentimiento y salió de la sala. En cuanto a la frialdad con que el vizconde había recibido la noticia de la muerte de su madre, ni siquiera quiso pararse a pensarlo.

Solo cuando la puerta se hubo cerrado tras su secretario, John Sinclair se permitió derrumbarse sobre la mesa y ocultar el rostro entre los antebrazos. Permaneció así muy quieto mientras intentaba entender el caos emocional que la noticia había desatado dentro de él. Hacía años que no veía a su madre salvo en las raras ocasiones en que ella había viajado a Londres. Tras la muerte de su padre, siete años atrás, ella había continuado viviendo en la propiedad de Surrey mientras él seguía en la capital. En realidad, habían mantenido vidas distantes prácticamente desde el día en que salió de Hertwood Manor para acudir a Eton. En aquel momento, solo tenía ocho años y sus recuerdos de aquellos primeros tiempos en el colegio eran algo confusos, pero la sensación de desamparo que había sentido era algo muy vívido, que nunca le había abandonado y aún hoy era capaz de hacerle enfadar.

Sin embargo, se había sobrepuesto al dolor; su destreza en los deportes y su inteligencia le habían hecho popular entre sus compañeros, y el carácter desapegado que había desarrollado contribuyó a protegerle de los abusos de compañeros más mayores. No tuvo que pasar mucho tiempo antes de que se sintiera más cómodo y tranquilo en Eton que en su propia casa, y las veces en que volvía a Hertwood Manor por vacaciones comenzaron a resultar tan solo un deber, y no especialmente agradable.

Al terminar sus estudios universitarios en Oxford, y hasta que Napoleón hizo que la empresa resultara demasiado peligrosa, se había dedicado a viajar por Europa. En uno de sus viajes trabó amistad con el propietario de una fundición de Manchester. Este le propuso participar en una nueva fábrica que pensaba construir para fundir material destinado al ferrocarril. La conmoción que esta vulgar dedicación de su heredero supuso para el vizconde acabó por romper la escasa relación que habían mantenido. A aquellas alturas, sin embargo, se sentía vacunado contra la frialdad y lejanía de su progenitor, y el hecho de que su padre no deseara tener tratos con él había dejado de importarle. Así que durante meses sus esfuerzos se volcaron en la edificación de aquella empresa, y tras su exitosa puesta en marcha, decidió instalarse en la casa de Leicester Square que había heredado de su abuela. Y al fallecer el vizconde Lisle y heredar el título, no había encontrado ninguna razón para alterar el orden de las cosas, así que había continuado residiendo en Londres, sin volver a la propiedad recién heredada.

Pero su madre sí había seguido escribiéndole, aunque no de manera frecuente. Solo que él apenas le contestaba. A pesar de ser ya un hombre hecho y derecho, capaz de mantener relaciones de civilizada cortesía con sus semejantes, habían sido demasiados años de sentirse abandonado para resolverlos de un plumazo. Pero siempre había creído que tendrían tiempo; tiempo para una conversación entre adultos donde él pudiera explicarle con serenidad lo traicionado que se había sentido siendo niño, cuando deseaba que su madre lo hubiera rescatado de aquellos latigazos injustos, de aquellos abusos arbitrarios. Tiempo para escuchar sus explicaciones, y perdonar su indiferencia ante las silenciosas lágrimas de rabia que aquel niño pequeño tuvo que aprender a tragar.

Pero nunca consiguió reunir el coraje para aquella conversación, y ahora el tiempo se había acabado.

El sonido de la puerta que comunicaba el estudio con su dormitorio le hizo enderezarse. Julia Dunn, condesa de Holbrook, entró en la habitación y cerró la puerta con sigilo. El vaporoso camisón esmeralda revoloteó tras sus piernas, casi transparente a la luz de la vela situada en la mesa. Su cabello caoba, largo y ondulado, colgaba suelto a los lados de su rostro. Se dirigió hacia la silla que ocupaba John Sinclair y se sentó en el brazo, descansando el peso de su cuerpo contra él.

—He oído lo que te ha dicho Cox, John. —Habló suavemente, con una entonación ronca y sensual—. Lo siento mucho.

Pasaron unos segundos antes de que él respondiera.

—Sí. Sí, así son las cosas. —Pero parecía hallarse muy lejos de allí en aquel momento.

—También he oído que te vas a Surrey.

—Es lo que debo hacer —respondió mientras se movía para liberar el peso de Julia de su brazo—. No me agrada, pero es evidente que habrá asuntos que atender.

—Tal vez podría acompañarte… —ofreció con una sonrisa dudosa.

Una risa desprovista de humor acompañó la respuesta del vizconde.

—Aunque sé cuánto te gusta que hablen de ti, Julia, no me parece el momento más adecuado para escandalizar a los habitantes de Halston.

Ella entrecerró los ojos con rabia, pero contuvo la réplica furiosa que acudió a sus labios.

—No hace falta ser tan descortés. Solo intentaba ser amable.

John Sinclair suspiró mientras se pasaba la mano por el oscuro cabello. Sus negros ojos se posaron en Julia un largo momento, con una expresión indescifrable en la que por un segundo destelló la burla.

—¿Nunca se te ha ocurrido pensar que cualquier día tu marido pueda hartarse de tus amabilidades?

Esta vez Julia no pudo evitar una exclamación colérica. Se volvió bruscamente hacia él.

—¿A qué viene todo esto, John? Sabes perfectamente que Holbrook nunca sale de Suffolk y que no le importa en absoluto lo que yo haga. Y que yo sepa —un ligero resentimiento se apuntó en su voz—, hasta ahora no has tenido ninguna queja por esa ventaja.

—Ni tú tampoco, según recuerdo. Aunque eso no elimina a tu marido del paisaje.

—No entiendo qué te sucede, John. —Se levantó con rabia y se colocó frente a él—. ¿Desde cuándo te importa que haya un marido o lo que piensen los demás?

John Sinclair permaneció con la vista al frente, y solo la rigidez en sus labios demostró que la había oído. Pero al hablar, su voz sonó tan indiferente como solía.

—En eso tienes razón, querida, no me importa en absoluto que haya un marido o lo que pueda decir la gente, pero esto es diferente. Es el funeral de mi madre, Julia. —Y añadió más para sí que para ella—: Y necesito estar solo.

Algo en la forma en que pronunció la frase provocó en Julia un escalofrío de aprensión. No estaba acostumbrada a que los hombres fueran esquivos con ella. Se había casado con diecinueve años con el conde de Holbrook, treinta años mayor que ella y viudo, cumpliendo el deber de toda joven distinguida cuyo padre hubiera desperdiciado la fortuna familiar en ruinosas inversiones. Consiguió así un matrimonio sólido y ventajoso con uno de los prohombres del reino, que a cambio de su riqueza solo pretendía una cosa: tener un heredero. Y una vez que ella cumplió con su deber, hacía nueve años, y de nuevo otra vez hacía siete, se sintió liberada de casi cualquier otra obligación marital, con la excepción de la discreción. El amor nunca había estado en cuestión en su matrimonio; no era necesario, y tal vez ni siquiera conveniente. Entonces había dicho claramente a su marido cuánto se aburría en Suffolk, y rápidamente llegaron al acuerdo de que ella pasara amplias temporadas en la casa de Londres. Y dado que no era una madre devota, el mundo de fiestas, bailes y flirteos le pareció un estupendo cambio, en relación a los escasos minutos que cada día dedicaba a estar con sus hijos.

Desde entonces, escogía y dejaba a los hombres como y cuando quería. Su única norma era la discreción. Tenía una corte de admiradores envidiable, en la que abundaban los hombres poderosos. Había conocido a Lisle cuando aún vivía su mujer Caroline, y desde el primer momento en que había posado los ojos en él, no había cesado de intentar seducirlo.

Caroline era una prima lejana con la que apenas mantenía contacto, pero al volver a Londres se habían encontrado y habían retomado la relación. Aún era capaz de recordar el día del baile de lord Nothington donde vio por primera vez a John Sinclair. Estaba intercambiando los habituales saludos y cumplidos con Caroline cuando él se había acercado para entregar una copa de champán a su mujer. Los hermosos ojos de Julia se habían abierto casi imperceptiblemente al percatarse de su atractivo, pero él se había dado cuenta; había sostenido su mirada con gesto interrogador, y aunque aparentemente sorprendido, había deslizado por el cuerpo de Julia una mirada que ella encontró abrasadora. Cuando se alejó para traer otra copa, decidió que sería suyo.

Pero se le resistió. El año que aún vivió Caroline, a pesar de los amantes que esta tenía, y luego otro, y otro… No estaba acostumbrada a ser ignorada, y se había encaprichado de él. No lo entendía ni ella misma: no era tan rico ni tan poderoso como otros de sus admiradores, ni siquiera era el más guapo o elegante. Pero había algo en él, una especie de sensualidad pagana que le atraía irresistiblemente. Había insistido en sus coqueteos, le había perseguido casi abiertamente, hasta que por fin, hacía tres años, había cedido.

Y ella había visto recompensados sus esfuerzos, a pesar de que nunca había estado segura de tener algún poder sobre él. Ambos tenían claros los límites de su aventura desde un principio, a pesar de que ella a veces soñara con algo más. Lisle era un amante sensual y dedicado, dispuesto a tomar todo el tiempo que hiciera falta para satisfacerla. Ninguna mujer podría tener quejas en aquel sentido. Pero bajo su aparente entrega había siempre una reserva, una frialdad que ella no podía deshacer. No era tan estúpida como para ignorar la realidad: ella estaba mucho más interesada en él que él en ella. Pero se consideraba una mujer inteligente, y tenía paciencia; no estaba siempre que él la buscaba, ni era su único amante. Le daba tanta libertad como necesitara, sin reproches ni celos que le dieran una excusa para terminar la relación. Se lo daba todo, pensó con cierta amargura, pero él tomaba solo lo que quería.

Pero lo único que no iba a darle era el poder de abandonarla, se recordó con furia. Nadie la iba a humillar. Sería suyo hasta que se cansara de él y le dijera con dolida simpatía que podían seguir siendo amigos. A veces fantaseaba con ese momento, con el dolor que eso le causaría.

Solo que en el fondo de su corazón, sospechaba que eso no le causaría ningún dolor…

Algún día ella conseguiría reunir las fuerzas para dejarle. Por el momento no era capaz. «Solo por el momento —se dijo, sintiéndose reconfortada—. Solo por el momento».

Se acercó un paso a él, y le apartó con cuidado un mechón de pelo que caía sobre su frente. Intentó sonar despreocupada al hablar.

—¿Volverás pronto?

—No lo sé, Julia. —La impaciencia de su voz hizo que ella, prudentemente, decidiera no insistir—. No tengo ni idea de cuánto tiempo tendré que dedicar a los asuntos de la propiedad. Calculo que en una semana estaré de vuelta, dos a lo sumo.

Ella bajó la mano y la contempló. No podía dejar que se alejara tanto tiempo. Tomó aire con fuerza antes de dibujar en su rostro lo que esperaba fuera una sonrisa comprensiva.

—Muy bien, John. Me ocuparé de divertirme estos días. Pero eso sí, te advierto que si no has vuelto en un mes pienso ir a rescatarte de esa propiedad que tan poco te gusta. —Le cogió la mano y tiró con cuidado de ella, ayudándole a incorporarse—. Y ahora, volvamos a la cama. Aquí hace frío. Y pronto tendré que volver a mi casa, antes de que los criados se despierten.

John Sinclair se levantó y la siguió hacia el dormitorio, sin abrir la boca.