Epílogo

—¿Cansada?

Anna sonrió mientras John se acercaba a su espalda y colocaba los brazos alrededor de su cintura con ternura. Dejó caer la cabeza contra su hombro.

—En absoluto.

Ambos contemplaron el carruaje que abandonaba el camino de Hertwood Manor, entre una nube de polvo, hasta que se perdió de vista.

—Yo sí. Me alegro de que todos se hayan ido ya.

—Ha sido una celebración muy bonita, ¿verdad?

John asintió sonriendo ante el tono soñador de Anna. El período de luto había llegado a su fin, y durante tres días habían conseguido que todas las personas que querían se reunieran en su hogar para compartir con ellos la dicha que sentían.

En su hogar…

Hacía muchos años que había dejado de considerar tal a Hertwood Manor, pero la presencia de Anna lo había cambiado todo. Tras casarse en Londres en una ceremonia corta y sencilla a la que solo acudieron lady Everley, Gertrude y su hermano, Lucy, lord Alvey y Gareth, aquella misma noche ya habían dormido en la mansión, en la misma habitación donde Anna se había alojado después de que Hubbard la golpeara. No había querido pasar su primera noche con ella en su propia habitación, que le traía recuerdos poco agradables, ni mucho menos en la de cualquiera de sus padres.

Deseaba empezar con ella una nueva vida. O mejor dicho, continuar con la nueva vida que había empezado al conocerla.

Al día siguiente, tras recibir durante toda la mañana numerosas visitas de las familias del condado que deseaban felicitarles por su enlace, habían visitado la escuela para supervisar el avance de las obras ya comenzadas, lo que Anna había hecho sin poder evitar que se le escapara una lágrima de felicidad. Habían tomado té con el reverendo Edwards, a quien aquella boda parecía haber hecho tan feliz que apenas era capaz de expresarlo con palabras; y Anna había tenido que suplicar a Bess para que aceptara vivir con ellos en Hertwood Manor, ya que la mujer no era capaz de comprender qué pintaba ella en una mansión que ya estaba perfectamente atendida por la señora Pratt. Anna había tenido que recurrir a todo su repertorio de zalamerías, halagos y amenazas de enfado para que Bess se comprometiera a trasladarse, pero no pudo evitar que siguiera rezongando que no pensaba vivir como invitada en aquella casa sin ganarse su sustento. Anna había suspirado, sabiendo que de momento debería conformarse con aquello, y que aún tendría que ejercitar mucha capacidad de persuasión para que Bess aceptara que ella era lo más parecido a una familia que había tenido durante años.

—Pero tienes razón —La suave voz de Anna interrumpió sus divagaciones—, yo también estoy contenta de que haya terminado.

John la hizo girar, tomando su rostro entre las manos, y depositó sobre su boca un beso posesivo, exigente, casi desesperado, mientras la abrazaba con tanta fuerza que, por un momento, pensó que le haría daño. Pero cuando dio un paso hacia atrás para liberarla se dio cuenta de que ella le abrazaba con la misma intensidad que él.

—Entremos ya. Tengo algo que decirte.

Tomó su mano y la condujo tras él al salón. Tomó un pequeño paquete envuelto en papel marrón, y se sentó en el sofá junto a ella.

—En realidad son dos cosas. La primera es que me ha llamado el magistrado sobre el asunto de Hubbard. Lo han encontrado en Brighton, y van a juzgarle por la agresión de la Gruta. En cuanto a la malversación, aún no he conseguido reunir todas las pruebas, pero cada vez estoy más seguro de que llevaba una doble contabilidad y que en cada obra encargada se quedaba con parte del dinero. Sin embargo, de momento creo que nos tendremos que conformar con el juicio por agresión.

Anna asintió, conforme. Había procurado no volver a pensar en el asunto de la Gruta, y realmente no le importaba qué pasara con Hubbard, siempre que estuviera lejos de ellos.

—¿Y el otro asunto? —inquirió Anna al cabo de un momento, cuando se dio cuenta de que John parecía reacio a continuar.

—El segundo tema es este. —Con un suspiro, John le tendió el paquete que sostenía en las manos—. Lo ha enviado lord Holbrook. Estábamos en lo cierto, las cartas las tenía Julia. Sospecho que Hubbard fue quien las robó, y de alguna manera Julia lo descubrió y se las compró. A cambio de devolvérnoslas, me ha rogado que no sea citada en el juicio; al parecer él también sospecha que ella lo planeó todo y contrató a Hubbard para tenderte la trampa. Y no desea que su nombre se una a un escándalo de este tipo. Me temo que ella saldrá impune…

Anna asintió distraída, con la vista en aquel envoltorio. Las cartas de William.

Tragó saliva, y tomó el paquete mientras elevaba sus ojos verdes hacia John. A pesar de la serenidad de su semblante, Anna vio más allá. Aún haría falta más tiempo para que los temores de ambos se disiparan para siempre, para que sus vulnerabilidades desaparecieran, si eso fuera posible alguna vez. Y el pequeño destello de dolor en el fondo de esos ojos oscuros no hizo sino reforzar el amor que sentía por él.

Se levantó con calma, y acercándose al fuego, dejó caer el paquete sobre las llamas.

—Pero ¿qué rayos…?

John se inclinó sobre el fuego, dispuesto a rescatarlo. Anna se lo impidió con una sonrisa serena.

—Era el pasado, John. Solo eso.

Ambos se contemplaron en silencio. El corazón de John latía apresuradamente, impulsado por algo a medio camino entre la gratitud y la esperanza que no era capaz de poner en palabras.

—Y ahora —continuó Anna, sonriendo más ampliamente—, si ya has acabado, creo que me toca a mí. Yo también tengo algo que decirte.

Colocó las manos a la espalda, y se acercó de nuevo al sofá. John la miró enarcando una ceja, esperando expectante.

—Estoy embarazada.

Si alguna vez una información podía dejar fuera de combate a un hombre, debía ser aquella, pensó Anna divertida al ver la expresión aturdida de John. Parecía como si le hubieran golpeado con una piedra. Entonces se puso bruscamente en pie, y comenzó a pasear por la habitación, con la mano en la nuca y aspecto de no haber oído nunca algo semejante.

—¿Cómo… cómo es posible? Quiero decir, ¿estás segura? Una vez me dijiste que no podría ser, y yo ya había imaginado que nunca, o sea, que no podríamos… Pero ¿seguro que…? ¿Y si te confundes?

A pesar de que la manera de recibir la noticia no pareciera muy prometedora, Anna rio con ganas.

—No te responderé a cómo es posible, porque tú eres muy capaz de recordarlo solito.

John se detuvo bruscamente, con el ceño fruncido, desconcertado por el tono burlón de Anna. Ambos se miraron, de pie en la pequeña sala.

—¿Estás segura? —le preguntó John de nuevo, con fiera determinación, al cabo de un rato.

La sonrisa de Anna se amplió al sostener con seguridad su mirada.

—Sí.

Se oyó una especie de rugido, y en dos zancadas John estaba junto a ella, obligándola a sentarse en el sofá y descansar y buscando una silla para que colocara las piernas en alto.

—Estoy bien, John. —Riendo, intentó convencerle para que volviera a su lado—. No me pasa nada. Siéntate.

—Pero ¿cómo es posible? —Hizo caso omiso de su orden, cogiendo la banqueta situada tras el arpa, y colocándola ante ella—. Creí que te habían dicho que no podrías tener hijos. —Se detuvo por fin ante ella, mirándola con intensidad.

—Y así fue —confirmó con suavidad, señalando el espacio junto a ella para que John se sentara de nuevo—. Pero parece ser que se equivocaron.

Comenzando a reaccionar, John la abrazó temblando de emoción. No le importaba tener un heredero ni qué sucediera con Hertwood Manor a su muerte, pero la idea de tener un hijo con Anna, una pequeña personita que se pareciera a ella, que heredara la valentía y la honestidad de su madre, le llenaba de humildad y agradecimiento. Tal vez fuera una niña, con el oscuro cabello de su madre y su sobria belleza. Daba igual lo que fuera, en realidad, porque le iba a proteger y querer con toda su alma.

Besó los párpados de Anna, que continuaba riendo, besó su nariz y su barbilla, besó sus manos mientras ella le contemplaba radiante, orgullosa. Feliz.

—Es como un regalo, Anna, un regalo que ni siquiera creo merecer, y te juro que dedicaré toda mi vida a daros a ambos todo el amor que se puede recibir.

Siguió abrazándola como si temiera despertar de un sueño. Anna se maravilló de la dicha que podía llegar a sentir.

—O como otro milagro —dijo riendo cuando por fin él la soltó.

—¿Otro? —John hizo que ella se volviera y se reclinara para colocar la cabeza en su regazo con ternura—. Querrás decir uno.

Anna rio por lo bajo, sintiéndose locamente feliz mientras se apoyaba en él. Había dicho exactamente lo que quería decir.