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Horace Hubbard había salido de los establos al ver a Henrietta Cooper entrar en ellos y dirigirse al despacho del capataz con su provocador contoneo. Desde que sufría de molestias en la espalda, el señor Jenkins, el capataz, prefería trabajar en su propia habitación, más soleada y amplia, así que aquella sala solía estar vacía. Sin embargo, por la seguridad con que la mujer se dirigía a ella, era evidente que en aquellos momentos alguien la esperaba allí.
Horace Hubbard conocía a Henrietta Cooper y su negocio en Hillbury. Y hasta donde sabía, sus servicios eran caros y exclusivos. Él había tratado con alguna de las chicas de la señora Cooper, pero nunca habría pensado que el señor Jenkins pudiera tener los medios para disfrutar de la compañía de la propia dueña en persona. Tampoco se le habría ocurrido que para ella, Jenkins fuera un cliente aceptable. El capataz era un hombre de unos cincuenta años, reservado y callado, con la piel curtida por el sol y las manos callosas de trabajar. Suponía que podía ser un agradable cliente para las chicas de Henrietta, pero para alguien acostumbrado a complacer a importantes caballeros… No acababa de entenderlo. A él no le importaba a qué dedicaban su tiempo libre los trabajadores de Hertwood Manor siempre que atendieran sus obligaciones, pero en aquel caso la curiosidad era grande. Así que se quedó en el patio trasero apoyado contra una pared, desde donde podía ver la ventana del despacho y la entrada de los establos, controlando quién pasaba por ella.
Cuando vio a Anna Hurst entrar, una maldición se escapó de su boca. Aquella mujer le había seguido, estaba seguro. Una sonrisa maliciosa asomó a sus labios. Bueno, pues se iba a llevar una buena sorpresa si decidía interrumpir a quienes estaban dentro. Y él no iba a perderse la diversión. Así que se dirigió hacia una de las ventanas del frente delantero, desde donde podía observarla sin ser visto. El discurso que ella dirigió a la puerta cerrada le hizo asombrarse y enfurecerse a partes iguales. ¡Qué insolencia la suya! Estaba decidiendo si entrar para hacerla callar, cuando la puerta del despacho se abrió y vio que la persona a quien Henrietta Cooper estaba visitando era el propio lord Lisle. Se quedó boquiabierto, y a punto estuvo de dejar escapar un silbido de admiración. No porque le sorprendiera que lord Lisle la frecuentara: por lo que había oído de él, aquel tipo de compañía no le era desagradable en absoluto. Pero estaba convencido de que, en aquellos momentos, el viejo vizconde se estaría revolviendo en su tumba: su heredero, pescado revolcándose en los establos con una madame, aunque fuera de la mejor clase, a los quince días del entierro de su madre.
Hasta él llegó clara y potente la increpación que dirigió a la mujer, arrancándole una sonrisa malévola.
—¡Maldita entrometida chismosa! ¿Quién se ha creído que es para venir a insultarme a mi casa?
Anna tardó unos segundos en recobrarse de la impresión. El grito de aquel hombre a medio vestir, junto con la risa de burla que emitió la mujer vuelta de espaldas que vislumbró al fondo de la habitación, contribuyeron en gran medida a conseguirlo. Sintiéndose abrumada y mortificada, intentó recuperar la compostura y encontrar el tono autoritario que, como profesora, utilizaba con los alumnos difíciles.
—Es evidente que no era a usted a quien creía estar hablando. —Su entonación trató de ser glacial, pero con disgusto fue consciente del ligero temblor en su voz.
Aquello no aplacó en absoluto a aquel hombre, cuya mirada parecía clavarla al suelo.
—¿Y por eso se cree que puede venir a mi propiedad, a mis trabajadores, para lanzar habladurías sobre mí? ¿Es usted una maldita loca que se ha escapado de algún sanatorio o algo así?
La suave risa que salió de nuevo del fondo de la habitación, y su propia conciencia de presentar un aspecto lamentable, con el cabello empapado pegándose a la frente y las mejillas bajo el sombrero, hirieron su amor propio y le provocaron un acceso de fiero orgullo. Estiró todo el cuerpo, hasta casi ponerse de puntillas, para intentar enfrentarse de igual a igual a aquel energúmeno.
—¡Ya le he dicho que no sabía que era usted! ¡Creía estar hablando con su administrador!
—¡Oh, por supuesto! Así que difamarme ante mis empleados es una conducta que sí le parece aceptable, siempre que yo no me entere —espetó con malignidad.
Anna le observó con los ojos llameantes; era consciente de que había mencionado su irresponsabilidad, pero su reacción le estaba resultando desorbitada y arrogante.
—No hay nada de difamatorio en lo que he dicho. Es solo mi opinión de…
—Pero a mí su opinión me trae sin cuidado —cortó sin miramientos—. Lo que me preocupa es que vaya lanzando habladurías sobre mí sin ningún sentido. Si fuera un poco más lista, sabría que es imposible, ya que hace años que no vengo a Halston.
—¿Cómo que es imposible? Es usted quien toma las decisiones sobre la propiedad, ¿no es cierto?
El hombre la miró con los ojos entornados, como sopesando si debía contestar a aquella pregunta retórica. Luego habló despacio, como si se dirigiera a un niño torpe.
—¿Y qué tiene que ver la propiedad con que usted me quiera achacar unos bastardos? No sé quién es usted, pero le será fácil entender que no es bien recibida en esta casa. Así que ahórreme el espectáculo, y salga de mi propiedad. Ahora mismo.
Anna le contempló como si le hubieran brotado dos cuernos en la cabeza.
—Pero, pero… ¿de qué bastardos me habla? —le preguntó irritada—. ¡Yo le hablo de los hermanos Alcott!
Aquello pareció sorprender al vizconde, que dio un paso hacia atrás y la contempló con desconfianza.
—¿No me hablaba de unos niños que son mi responsabilidad y de los que no me ocupo?
—¡Claro que sí! Pero yo nunca dije que fueran sus… bastardos —contestó agitada y furiosa, consciente de la confusión que se había creado.
—Bien, y si esos niños no son mis bastardos —replicó él con sorna, dirigiéndole una sonrisa sardónica al percatarse de su rubor—, ¿por qué me los quiere echar encima? Y, sobre todo, ¿por qué tiene la desfachatez de meter a mi madre en la conversación?
Aquello indignó a Anna, que soltó de golpe el aire que había estado conteniendo.
—¿Me está diciendo que ni siquiera sabe quiénes son los Alcott, a pesar de que haya decidido echarlos de su casa? ¡Esto es el colmo! ¿Es que a usted no le importa nada de lo que pasa en su propiedad? ¿Es que olvida así de fácil las decisiones que toma? ¡Pone a unos niños en la calle y ni los recuerda! Usted es un… un… —Pero no encontró la palabra adecuada, y cerró la boca de golpe antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirse.
Para su asombro, aquel arrebato de furia pareció divertir al vizconde. Una sonrisa perezosa se dibujó en su rostro, lo que la irritó aún más.
—¿Esos niños son suyos, entonces?
—¡Dios, no! —se exasperó.
—Entonces —la interrogó con tono engañosamente paciente—, si no es demasiado exigir, ¿podría decirme en base a qué título se presenta usted aquí, para exigirme una responsabilidad que no le afecta, y sacarme a gritos de mi reunión, estropeando mi presumiblemente satisfactoria… entrevista? —dijo, remarcando con aire burlón la última palabra.
Aquello sobrepasó la capacidad de respuesta de Anna, que permaneció anonadada en silencio. Con los labios apretados, miró hacia el fondo de la sala, donde la mujer pelirroja, alta y voluptuosa, estaba abotonándose el corpiño sobre sus amplios pechos. Dejó escapar un pequeño bufido de impaciencia; los gustos del vizconde no eran precisamente delicados. Su mirada fue seguida por la de lord Lisle, que aparentemente divertido, hizo un gesto con la cabeza a la mujer para que saliera.
—Discúlpeme, señora Cooper, pero en estos momentos no estoy de humor para continuar con nuestra entretenida… conversación. Le agradezco que haya venido para dejar claros ciertos, eh, asuntos.
La mujer pelirroja terminó de arreglarse el caro atuendo, y salió sonriendo.
—Una pena, milord, aunque espero que podamos seguir en otro momento. —Y dirigiendo a Anna una mirada burlona, recalcó al pasar junto a ella en voz baja—: una gran pena.
La risa de Henrietta Cooper aún resonaba en los oídos de Anna cuando la vio desaparecer por la puerta del establo, y el silencio en que quedó la estancia pareció sacarla de su aturdimiento. Algo atontada aún, se volvió hacia la puerta del despacho para encontrar frente a ella el cuerpo de lord Lisle ocupando todo el espacio libre y, como desprovista de voluntad, no pudo evitar que su mirada recorriera aquella extensión de brillante piel desnuda. De repente, como si saliera de un sueño, fue plenamente consciente de la espléndida figura masculina que se encontraba semidesnuda ante ella. Los músculos del abdomen y el pecho estaban perfectamente cincelados, pero su figura resultaba esbelta y atlética. Sus brazos torneados y los anchos hombros le revelaron que, si bien no se había ocupado nunca de su propiedad de Halston, desde luego no había permanecido ocioso. Para su más completa consternación y vergüenza, aquella visión desató una especie de fuego líquido bajo su estómago. Con un estremecimiento, se atrevió a elevar la mirada hacia su rostro. Tenía una expresión dura, desdeñosa, desde la apretada línea de la boca y la tensa mandíbula hasta la mirada con que sus negros ojos, bajo unas cejas elegantes y ligeramente enarcadas, la evaluaban. Su cabello también era oscuro, y lo llevaba más corto de lo que los dandis londinenses considerarían adecuado. Solo la sombra que sus pestañas proyectaban sobre su mirada suavizaba la imagen que ofrecía al mundo. Pensó que no parecía un hombre al que la opinión de los demás pudiera importar en absoluto.
Aún con aquella sonrisa torcida que tanto la incomodaba, el vizconde comenzó a caminar hacia atrás, entrando al despacho sin perderla de vista. Le vio alcanzar una camisa que estaba tirada sobre una silla, y comenzar a ponérsela. La burla reflejada en su mirada le hizo caer en la cuenta de que lo estaba observando fijamente.
—Si esa mirada significa que desea compensarme de alguna manera por la distracción que ha arruinado, le diré que no estoy interesado.
Anna parpadeó, mortificada más allá de lo que creía posible. Ahora sí que estaba segura de haber enrojecido de los pies a la cabeza, de furia. ¡Qué arrogante era aquel hombre! Y ella, como una estúpida, allí parada de pie, como si nunca hubiera visto un torso desnudo, sin darse cuenta de lo escandaloso que era mirar a un hombre a medio vestir, y aún más hacerlo con la admiración con que lo había hecho y que, se daba perfecta cuenta, él había captado.
Ese pensamiento le hizo recuperar la lucidez. Dio un paso hacia atrás, y de reojo observó a su alrededor. Con alivio, comprobó que nadie había entrado. Intentó recomponer toda su dignidad para dirigirse a él, aunque las palabras parecían atascarse en su garganta.
—Milord, todo lo que ha sucedido hoy aquí debería ser olvidado. Le ruego que crea que no he pretendido ofenderle, pero su decisión de no ayudar a los Alcott no es propia de un propietario responsable. Y si decir esto —hizo un ademán con la mano para impedir que la interrumpiera— es ofensivo, hay suficientes motivos para justificarlo. Ayude a los hermanos y olvidemos este incidente. Su madre lo habría hecho.
El rostro de lord Lisle, que se había relajado en parte, volvió a tensionarse, y la ira tiñó sus palabras.
—Qué inoportuna es usted, señorita, señora… ¿tiene un nombre, por cierto? —preguntó con sarcasmo mientras se colocaba el pañuelo alrededor del cuello de la camisa, y continuó sin esperar respuesta—. Da igual, puesto que sea quien sea usted no sabe nada ni tiene ningún derecho a echarme en cara las cosas que mi madre habría hecho.
—¡Yo conocí a su madre! —protestó.
—Entonces la conoció poco, o mi madre la engañó bien —le espetó con crueldad—. Váyase de aquí y, como dice, olvidaremos que esto ha pasado. Será lo mejor para ambos, ya que yo no tengo ningún deseo de recordarlo. Espero no tener el dudoso honor de volver a encontrarnos en Hertwood Manor. Buenos días, quienquiera que sea.
Y agarró la puerta del despacho, cerrándola tras él y saliendo a grandes zancadas de los establos.
Anna observó su espalda mientras se alejaba sin volver a dirigirle ni una mirada. Se sentía humillada y abochornada. Fue consciente de que había fracasado de forma estrepitosa en la misión que se había marcado, y para su más profunda vergüenza, reconoció que ver a aquel hombre semidesnudo le había dejado casi sin aliento. No tenía ningún sentido, reflexionó mientras se dirigía con paso lento hacia el carro de la rectoría. Ella había vivido ocho años con Phillip, y también había visto cuerpos masculinos en el hospital donde habían llevado a los heridos de Quatre-Bras y Waterloo. Pensaba que a esas alturas la vista del cuerpo de un hombre le resultaría indiferente, y sin embargo se había quedado mirándolo boquiabierta, como una debutante escandalizada. O sorprendida. O impresionada, se dijo, porque debía reconocer que el cuerpo de aquel hombre no se parecía en absoluto al de Phillip. Nunca había percibido en el blando pecho de su marido, en sus brazos delgados o en su abdomen sin formas la sensación de potencia, de virilidad, que había captado en el vizconde. Un escalofrío la recorrió por completo. No quería pensar en su marido. Tampoco quería pensar en el vizconde, y menos de la forma en que lo estaba haciendo.
Lo único que ahora importaba era que ella le había dicho a Eliza que encontraría una solución. Si no la había conseguido con el vizconde, tendría que pensar en otra cosa. Eso era lo único que importaba ahora, y lo único en que podía permitirse pensar.
El administrador escuchó solo a medias la discusión, pero fue suficiente para comprender el pésimo humor que tendría el vizconde. Cuando le vio salir de los establos, y dirigirse a grandes zancadas a la mansión, decidió que tendría que aparecer ante él. Si le conocía algo, querría saber qué historia era esa de los Alcott. No era de esperar que recordara aquella decisión más que otras, pero le iba a pedir una explicación, estaba seguro. Así que se dirigió hacia la antecocina de Hertwood Manor, donde solía tomar su almuerzo y donde le buscaría alguno de los criados cuando lord Lisle mandara llamarle.
Transcurrió algo más de una hora antes de que eso sucediera. El señor Hubbard se acercó a la biblioteca, y llamó con corrección a la puerta entreabierta. La voz de lord Lisle le permitió el paso, y él se dirigió con aplomo hacia la izquierda de la sala, donde estaba la mesa a la que solía sentarse el vizconde. Nunca le había visto colocarse ante el pesado y oscuro escritorio situado junto a la chimenea, al fondo de la sala; aquel había sido el sitio predilecto de su padre, pero el actual vizconde parecía preferir la sencillez de la ligera mesa de palisandro que, en su momento, había utilizado el secretario del anterior vizconde. Tal vez fuera por la luz, o por las vistas, reflexionó al ver la cabeza de lord Lisle vuelta hacia la ventana. Permaneció allí, de pie, esperando con calma que el vizconde volviera de donde quiera que le hubieran llevado sus pensamientos.
—Los jardines no son tal y como los recordaba —dijo al cabo de unos segundos de silencio. Se volvió hacia él—. En fin, supongo que era de esperar. Casi nada es como lo recordaba. Hubbard, le he llamado porque hoy he tenido un encuentro muy extraño, y espero que usted pueda ayudarme a entenderlo.
—Lo intentaré, milord —respondió inclinando la cabeza con deferencia.
—Esta mañana, antes del almuerzo, estaba en los establos, eh… —dudó un segundo, lo que hizo que el administrador tuviera que ocultar una sonrisa—, visitando a Thor, cuando ha entrado una mujer gritando algunas cosas sobre unos niños que, por lo visto, yo debía recordar pero que, para ser franco, no recuerdo en absoluto. Quisiera saber cuál es el problema con esos niños.
—Bien, milord, supongo que se refiere a los hermanos Alcott.
—Puede ser, creo que mencionó ese nombre —adujo impaciente—. ¿Quiénes son esos hermanos?
—Son los hijos del difunto Alcott, el que era arrendatario de los terrenos más cercanos al bosque por la parte oeste de la propiedad, milord. Tal vez recuerde la granja con la veleta con forma de ganso…
—Sí, la recuerdo —contestó tras pensarlo unos momentos—. Así que son los niños de esa granja. ¿Y cuál es el problema con ellos?
—Tras fallecer el padre, han quedado huérfanos, ya que su madre también murió hace varios años, y ahora se irán a vivir con una hermana suya que reside en Manchester.
—Una pena, supongo, aunque no entiendo qué tengo yo que ver con ello.
—Nada en realidad, milord.
—Y, sin embargo, esa mujer me ha echado en cara mi… —intentó recordar las palabras—, mi irresponsabilidad, creo que dijo, y algo sobre echarlos al arroyo.
El administrador meneó la cabeza con gesto de comprensión.
—Habrá sido la señora Hurst. Esa mujer tiene extrañas ideas sobre la forma en que una propiedad ha de ser administrada, y no duda en manifestarlas sin ningún rubor. Es la misma mujer que estaba criticándole la noche del funeral de lady Lisle.
—No me ha parecido la misma —manifestó algo asombrado—. Aquella mujer llevaba una cofia de viuda y vestía como una viuda.
—Es viuda, milord.
—Ah, comprendo. —Pensó en el aspecto estrafalario de la mujer, con el agua chorreando por su sombrero y la empapada tela de su vestido ceñida de manera indecorosa al cuerpo. Recordó cómo la falda se amoldaba a las caderas, dejando adivinar la forma de unas piernas largas y torneadas. No le parecía la misma en absoluto—. Pero sigo sin entender por qué considera que son mi responsabilidad.
—Bueno, se le ha metido en la cabeza que ya que el padre falleció al golpearle en la cabeza un larguero del granero comunal, es Hertwood Manor quien debe asumir la responsabilidad de ocuparse de ellos.
Un ligero destello de sorpresa en los ojos oscuros del vizconde puso sobre alerta al administrador, pero cuando de nuevo volvió a hablar su voz sonó tan indiferente como solía.
—¿Hubo un accidente en una de las instalaciones de la propiedad?
—Sí, milord —respondió con calma—. Fue un desgraciado accidente que nadie se explica. Precisamente, el granero era una de las instalaciones que se reformaron el verano pasado. El estado en que se encontraba en ese momento no era bueno, y decidimos reforzar la estructura y sustituir las vigas que estaban deterioradas. Contraté al señor Jenkins, el hermano del capataz, y yo mismo supervisé la obra y aprobé su finalización. —Se rascó la cabeza, pensativo—. Aunque sí es verdad que fue un accidente extraño, porque sucedió por la noche. Lo encontraron a la mañana siguiente otros arrendatarios que acudieron a trabajar, en el suelo y con un fuerte golpe en la cabeza.
—Es extraño, ¿qué podría querer hacer Alcott en el granero de noche?
—Bueno, milord —sus labios esbozaron una sonrisa torcida—, nada que tuviera que ver con la cosecha, seguramente, pero a veces los hombres encuentran actividades que realizar en los sitios más… eh, insospechados.
Lord Lisle le dirigió una rápida mirada llena de desconfianza, pero el administrador no se inmutó.
—En cualquier caso —continuó con calma—, los hermanos no pueden atender la propiedad, por lo que tal como le expliqué en la carta de hace un mes, pensé que lo mejor sería buscar otra familia arrendataria. Cuando usted dio su aprobación —recalcó las últimas palabras— comencé la búsqueda, y esta semana les he notificado el período de tres semanas para dejar la granja.
La expresión de lord Lisle seguía siendo pensativa, y no parecía encontrarse cómodo.
—¿Qué edad tienen los niños?
—Catorce y ocho, milord. Su hermana mayor se casó hace un año y se fue con el marido a Manchester. Ahora ella les ha ofrecido alojamiento, y parece lógico que en estos dolorosos momentos los hermanos quieran estar juntos.
—Sí, parece todo lógico y correcto. —Volvió a mirar por la ventana.
—En realidad, todo ha seguido el planteamiento que le expuse en la carta y que usted autorizó. Si ellos hubieran estado totalmente desamparados, tal vez la cosa habría sido distinta, pero tienen un familiar cercano con quien desean vivir.
—Claro. Sí, todo parece correcto. Sin embargo —dudó unos instantes, y su boca se tensó en una fina línea—, escuchando a esa mujer parecía que estaba cometiendo un crimen con esos hermanos.
—Oh, bueno —su voz sonó desdeñosa—, pero eso es porque la señora Hurst es una especie de… reformista —la simple mención de su carácter pareció provocarle desagrado—, que defiende ideas revolucionarias e incluso peligrosas para nuestro sistema político. No es demasiado apreciada por la buena sociedad de Halston.
—No puedo extrañarme por eso, en verdad —respondió con ironía—. Aunque sigo sin comprender qué le disgusta tanto del asunto.
—Tal vez no sea nada en concreto. Es solo que le gusta salirse con la suya, aunque lo que pretende sea absurdo. En general es mejor no tomarla en serio. Sin embargo, hay ocasiones en que hay que decirle basta, milord. Por ejemplo, esta mujer tenía demasiada influencia sobre su difunta madre, que Dios la tenga en su gloria, y en ocasiones la convenció de apoyar cosas improcedentes. Y pienso que de alguna manera eso le ha hecho sentirse con demasiado poder y creer que puede hacer cuanto le venga en gana.
—Dudo mucho de que mi madre haya hecho jamás nada improcedente a ojos de la buena sociedad —replicó con frialdad—. Pero en cuanto a que ella se sienta con poder, desde luego está llena de impertinencia e inoportunidad.
—No he querido insinuar que la vizcondesa hiciera nada improcedente, por supuesto, pero tampoco supo poner límites a algunas actividades que han llegado a ser molestas para los habitantes de Halston.
—No es de extrañar —contestó con amargura, levantándose y dirigiéndose a la ventana—, ella nunca supo poner límites a otras voluntades. Parece que las cosas cambian poco en esta vida.
—Y en ocasiones eso es lo mejor, milord —aseveró con vehemencia, observando de reojo al vizconde, desconcertado por la dirección de sus pensamientos—. Ojalá su madre no hubiera dado apoyo a la escuela de la señora Hurst; ahora no tendríamos a tantos jóvenes en los alrededores con ideas peregrinas en la cabeza sobre derechos naturales e igualdad de clases… —El administrador pronunció las últimas palabras con una mueca de disgusto.
Lord Lisle se apoyó contra el quicio de la ventana, cruzando los brazos sobre el pecho y contemplando al administrador con una sonrisa torcida.
—Así que también una escuela… Vaya con la señora Hurst. Parece un verdadero peligro social. ¿Y dónde está esa escuela, si puede saberse?
—En la parte trasera de la iglesia, en lo que era el viejo almacén que se utilizaba para el heno. Cuando se construyó el anexo al establo de la rectoría quedó sin uso, y el reverendo le permitió utilizarlo.
—¿Entonces es una escuela religiosa? Verá, Hubbard, con independencia de lo que yo opine sobre esa mujer, no creo que explicar la Biblia a los hijos de los arrendatarios pueda considerarse una actividad subversiva.
—No se engañe, milord —contestó con aspereza, algo resentido por la poca receptividad del vizconde a su preocupación—. En esa escuela enseña a los campesinos a leer. ¡A leer! Y también enseña aritmética, geografía, historia y filosofía. Ya está mal que lo haga con los chicos de los arrendatarios, pero es que además ¡enseña a las hijas! Comprenderá que las buenas familias de Halston estén molestas con la misma.
El vizconde le miró con aspecto de divertida incredulidad.
—¿Enseña todo eso a las hijas de los arrendatarios de la propiedad?
—Sí, milord —enfatizó su asentimiento con un brusco movimiento de cabeza—. Es más, alguna vez ha afirmado que la formación que reciben las mujeres de buena cuna es inútil e improductiva. ¡Imagine el escándalo que eso ha provocado en la buena sociedad!
—Puedo imaginarlo —contestó con un atisbo de sonrisa, a su pesar.
—Parece ser que piensa que prepararse para ser buena esposa no es digno para una mujer. ¡Digno!
—¡No me diga! —La esquina de su boca tembló levemente, al reprimir la sonrisa—. Esa mujer es terrible.
Su administrador continuó hablando, sin dar muestras de haber captado la ironía del vizconde.
—Y digo yo, ¿qué puede haber más digno que cumplir aquello para lo que Dios ha creado a su sexo? En verdad, milord —negó con la cabeza, respirando de forma agitada—, que esa mujer dice cosas que hacen que ningún buen cristiano desee oírla hablar.
—Le garantizo, Hubbard, que yo soy quien menos desea oírla. Pero para ser justo, sobre la escuela, no es algo tan inusual hoy día. De hecho, en muchas parroquias existen escuelas donde acuden los hijos de los campesinos todos los días de la semana.
—¡Todos los días! —exclamó impresionado—. Pero un arrendatario no puede permitirse prescindir de la ayuda de sus hijos todos los días, milord. Las granjas no serían productivas de esa manera.
—No, supongo que no —respondió con poco entusiasmo. Después, como si hubiera tomado una decisión, se dirigió a la mesa con determinación—. Bien, creo que el asunto de los hermanos ha quedado aclarado. Si su hermana se hace cargo de ellos, todo está resuelto. En cuanto a la señora Hurst, siempre que no implique en sus actividades a Hertwood Manor ni a mí, puede hacer lo que le plazca.
—Pues debo hacerle saber que parece creer que Hertwood Manor debe contribuir a sostener la escuela. Es más, supongo que pensará en acudir a usted para exponerle sus peticiones.
—¿Acudir a mí? —Lo miró con gesto asombrado—. ¿Después de su comportamiento en los establos y en el funeral? No creo que se atreva, pero si así fuera, confío en que usted sabrá explicarle bien que no deseo tratar de nuevo con ella.
—Por supuesto, milord —aceptó con una ligera inclinación de cabeza, comprendiendo por la postura del vizconde que deseaba dar por acabada la entrevista—. ¿Eso es todo?
—Sí, Hubbard. —El administrador comenzó a retirarse, cuando lord Lisle le llamó de nuevo impulsivamente—. Una cosa más, Hubbard. Parece que mañana seguirá lloviendo, pero en cuanto mejore el tiempo, desearía recorrer la propiedad con usted.
El administrador, a punto de alcanzar la puerta, se quedó de repente muy quieto. Su voz al hablar sonó extraña, como si tuviera algo atravesado en la garganta.
—¿La propiedad, milord? Es bastante extensa, como sabe. Nos llevaría días recorrerla a caballo, e incluso sin lluvia el tiempo sigue siendo frío en esta época. ¿Hay algo que desee ver en particular, de modo que podamos comenzar la visita por ahí?
—En realidad sí. Quiero comprobar las instalaciones que necesitan mejoras, y revisar las que se han hecho en los últimos tiempos. Querría saber en qué estado está realmente Hertwood Manor.
Hubbard le dirigió una mirada especulativa, y John Sinclair comenzó a sentirse irritado. Supo sin lugar a dudas que el administrador se cuestionaba la causa de su repentino interés en ver el estado de la propiedad, después de tantos años sin que le importara en absoluto. En realidad, no sabría explicar a qué se debía, máxime cuando no tenía ninguna intención de permanecer allí. Pero por algún motivo que escapaba a su comprensión, ese día se había despertado en él una cierta curiosidad por la vida en los alrededores. En cualquier caso, no pensaba permitir que un empleado suyo juzgara su comportamiento. Estaba a punto de lanzar una réplica desabrida cuando el administrador se le adelantó.
—De acuerdo, milord. En cuanto el tiempo mejore, ordenaré que preparen los caballos para realizar el recorrido. Son varias las instalaciones mejoradas, así que nos tomará bastante tiempo. Sugiero que partamos después de despachar los asuntos diarios. Si le parece bien, llevaré los libros de anotaciones de las obras, para que no se nos pase ningún detalle por alto. Si no necesita nada más, me retiraré ahora. Con su permiso.
El vizconde inclinó la cabeza en señal de asentimiento, y el administrador se fue. Cuando se quedó solo, cayó en la cuenta de que, hasta el mismo momento en que había solicitado impulsivamente visitarla, no había sentido ningún interés por el estado de la propiedad. Aquello había sido una estupidez, se reprochó mientras se acercaba al mueble donde guardaba el excelente whisky que Decker le procuraba. Tomó un vaso de la estantería y se sirvió dos dedos de la botella abierta; tras dudar un momento, se sirvió otros dos. No sabía por qué se le había antojado verla, a estas alturas. Pronto se iría a Londres, y el estado de las instalaciones de Hertwood Manor ocuparía el último lugar en su lista de preocupaciones. Sin embargo, algo le había impulsado a ello. No lo había razonado, solo había ocurrido. De repente, mientras reflexionaba sobre ello, la imagen de unos rasgados ojos verdes recorriendo su cuerpo, admirándolo, apareció ante él. Se quedó pasmado. Intentando alejar aquel pensamiento de su mente, dio un trago apresurado al vaso y pronunció un juramento en voz baja.
Aquella maldita mujer le había descolocado. Todas las mujeres que había conocido, tanto cuando Caroline aún vivía como después, se comportaban con ligereza, le adulaban y divertían, y resultaban encantadoras en su frivolidad. De eso se trataba —¿verdad?—, el bello sexo tenía como misión hacer agradable la vida del hombre. Sin embargo, la señora Hurst era cualquier cosa menos angelical y delicada, y no tenía ningún aspecto de poder hacer nada agradable por un hombre. Salvo si pensaba en la forma en que había entreabierto su boca mientras le recorría el cuerpo con la mirada. Notó una conocida sacudida en la entrepierna, y se sintió consternado. Dios, su necesidad era mayor de lo que pensaba si aquella loca lo excitaba. Apuró su vaso de un trago. El calor que se deslizó por su garganta le reconfortó y le tranquilizó. Por un breve momento, incluso pensó en llamar a Julia, pero desechó la idea; en aquel lugar y sin nadie más que él con quien flirtear, comenzaría a protestar de aburrimiento al día siguiente de su llegada.
Demasiada calma y poco que hacer. Eso era lo que le sucedía. La maldita señora Hurst, tan insolente y atrevida, era lo único que había roto la monotonía de su estancia en Halston. Por eso recordaba una y otra vez sus palabras airadas y rabiosas.
Aunque eso no explicaba por qué seguía recordando sus ojos apreciativos, mucho tiempo después de haber decidido que no quería volver a encontrarla nunca más.