3

El repiqueteo de la lluvia en la ventana de la sala hizo que Anna levantara la mirada de su bordado con cara de fastidio. Otro día encerrada en casa. Ya ni recordaba lo que era salir a pasear por los campos. Estaban a jueves, y desde el domingo pasado no había dejado de llover prácticamente ni un segundo. Pasó la aguja con furia por la tela, y un quejido de dolor se le escapó al pincharse en el dedo. Se lo llevó a la boca sintiéndose estúpida. Cuando pensaba en el domingo y el encuentro que había tenido… No, no quería recordarlo. Al volver a la rectoría no había sido capaz de contarle nada al reverendo, y solo le dijo que no había encontrado al señor Hubbard. Lo que por otra parte, no dejaba de ser verdad.

Aún dolorida, dejó el bordado en la mesita auxiliar y se dirigió hacia el ventanal. El jardín y el camino se veían desdibujados tras el agua. Deslizó pensativa un dedo por el cristal, siguiendo la estela de una gota que rodaba uniéndose a otras. Como una lágrima que no podía evitar caer, pensó. Ella no quería más lágrimas. Ya había derramado suficientes en su momento. Bueno, tampoco quería sentir nada ante la visión de un hombre sin camisa, pero para su eterna vergüenza, lo había sentido. Y eso que era el típico noble hastiado y mujeriego que detestaba. Si al menos se hubiera tratado de un verdadero caballero, tendría alguna justificación. Pero aquello…

Porque Anna sabía que en su vida no había sitio para tontas fantasías románticas. Además, a su edad, pretender atraer la atención de alguien como el vizconde era un absurdo. Sería bochornoso ponerse en evidencia de esa manera. Lord Lisle era todo lo que a ella le disgustaba de un hombre, pero aunque así no fuera, era un vizconde rico y viudo que se casaría con alguna joven sumisa de buena familia que le pudiera dar hijos. De forma inconsciente, Anna se acarició el vientre. Ella ya tenía treinta y cuatro años, y sabía que los hijos eran un sueño que había enterrado hacía muchos años, incluso antes de que Phillip falleciera.

Se separó de la ventana con impaciencia. Lo que sucedía era que la inacción le hacía pensar cosas extrañas. Tenía que buscar algo en lo que ocupar su mente y su tiempo. Descartado trabajar en el jardín o acercarse a la escuela, necesitaba encontrar una labor dentro de la casa. Entonces pensó en revisar sus viejos vestidos e intentar aprovechar lo que se pudiera. Eso era algo que necesitaría hacer si iba a acudir a Londres, ya que no podía gastar dinero en vestidos nuevos y desde luego no iba a aceptar la ayuda de su madrina. Su idea inicial era haber viajado a finales de marzo, pero lo iba retrasando una y otra vez. Cuando pensaba en los bailes, las cenas, las veladas de teatro, algo burbujeaba en su sangre, una emoción muda que le desconcertaba. Tal vez por eso mismo, pensó, lo iba posponiendo. Ella no podría en el futuro sentir añoranza de una vida para la que no tenía recursos. Era así de sencillo. Y algo en su interior temía que, a su vuelta, la quietud de Halston se le hiciera insoportable.

Pero ya bastaba de pensamientos tristes, se reprochó con decisión. Repasar sus baúles era la actividad perfecta para aquella jornada lluviosa. Así que se dirigió a la cocina, donde Bess estaba preparando un estofado, y cogió el delantal colgado tras la puerta.

—¿Necesitas que limpie algo? —le preguntó sin levantar la vista de las zanahorias que troceaba.

—No, Bess, gracias, solo voy al desván a revisar mis viejos baúles.

Subió los escalones y se detuvo al llegar a la puerta, vacilando. Hacía seis años que no tocaba aquellos baúles, desde que los arrinconó en aquel espacio. En aquel momento pensó que jamás los volvería a abrir, pero por alguna extraña razón tampoco había sido capaz de deshacerse de ellos. Ahora, ante la puerta, el temor a que los recuerdos ocultos tras las pesadas tapas le asaltaran fue intenso. Pero si iba a hacerlo, mejor cuanto antes. Así que inspiró hondo, aferró el pomo con fuerza, y entró con paso firme en la habitación.

Se paró en el centro de la sala y observó a su alrededor. A pesar de su abrigado vestido y el delantal, las corrientes de aire la hicieron estremecer, y estornudó cuando su falda removió el polvo que cubría el suelo. Se dirigió a la pared del fondo de la sala, bajo la ventana, donde estaban los baúles que buscaba, y se arrodilló con cautela ante el primero. Levantó la tapa con suavidad, y apartando el papel plateado que lo protegía, comenzó a sacar su contenido. Allí estaba, perfectamente doblado, su traje de montar azul, con sus pequeños bordados en raso negro que le daban un aire militar, a la húsar, como estaba de moda hacía seis años cuando lo encargó en Bruselas. Lo acarició con suavidad, y lo depositó cuidadosamente a un lado, antes de continuar explorando el resto del contenido del baúl.

Cuando, al cabo de media hora, Bess entró en el desván, Anna ya había seleccionado cuatro vestidos de baile, dos vestidos de paseo y varios sombreros y bolsos que confiaba en poder arreglar con un poco de imaginación. Tendría que decorar el ruedo, añadir algún lazo y adorno a las mangas, para que tuvieran volumen, y algún fajín que bajara un poco la cintura, pero por suerte no demasiado: la caída del vestido que estaba de moda hacía seis años no era tan diferente a la actual como la de hacía dos o tres, y la cintura, si bien era alta, no lo era tanto como para que no tuviera solución con algunas cintas. Además, ella siempre se había sentido más cómoda vistiendo con sencillez, y nunca había sabido conseguir que sus ropas estuvieran a la última. Algo que, si bien había sido un inconveniente a la hora de destacar en sociedad, como Phillip se encargaba de echarle en cara a menudo, ahora le iba a permitir dar un aire más moderno a sus vestidos sin gastarse demasiado.

La voz de Bess junto a ella la sacó de sus recuerdos.

—Creo que con estos vestidos se podrá hacer un buen apaño.

—Eso mismo pensaba yo —alzó la cabeza—. De todas formas, esto va a llevar bastante trabajo. Y el caso es que a mí me siguen gustando estos vestidos tal como son.

Bess la miró con afecto, mientras Anna se levantaba y colocaba ante sí un llamativo vestido de seda roja.

—Porque son muy bonitos, pero más te gustarán cuando los arregles y les pongas algunos adornos, tenlo por seguro. Anna —dudó un momento, titubeando—, tengo que decirte que me alegro mucho de que hayas decidido ir a Londres. Me preocupaba verte aquí tan aislada y apartada. A veces da la sensación de que te has enterrado en vida.

Anna se detuvo, sosteniendo el vestido en los brazos, pero solo la rigidez de sus hombros delató su desasosiego. Intentó que su voz sonara tranquila al contestar, pero no pudo evitar cierta irritación al hacerlo.

—¿Por qué siempre dices eso? Yo no vivo apartada ni aislada. Me relaciono con mis vecinos todo lo que necesito y hago muchas cosas interesantes. Es verdad que me gusta vivir con tranquilidad, pero de eso a estar enterrada en vida hay una gran diferencia.

—Yo no digo que hagas nada malo viviendo tan apartada, Anna —replicó con calma—. Ya sé que las veladas musicales de la señora Smith y las cenas en casa de las Wentworth están bien, pero deberías tener más vida social, acudir a algún baile en Hillbury y relacionarte más con las familias de Halston. Aún eres joven, pero casi todo tu tiempo lo dedicas al jardín, a pasear y a la escuela. Bueno, y a esas obras de caridad que te llevan los recursos de los que casi no dispones, claro.

—La caridad es una virtud que todos debemos contemplar de manera espontánea. Si solo diera lo que me sobra no habría mucho mérito en ello, ¿no crees? En cualquier caso —dejó el vestido rojo sobre los demás y sacudió el polvo de sus faldas—, no se debe alardear de ello.

Bess la miró burlona.

—No voy a discutir sobre eso, porque me doy perfecta cuenta de que lo has dicho para cambiar de tema. Pero sigo pensando que aún eres joven y que necesitas más vida social. Así que lo dicho, me alegro mucho de que lady Everley te convenciera.

Anna colocó los vestidos escogidos sobre un baúl y se encogió de hombros, mientras se dirigía hacia la puerta.

—Pero solo van a ser un par de meses en Londres, Bess. Tampoco es que eso vaya a cambiar mi vida.

—Quién sabe —añadió con una risita maliciosa mientras la seguía—. Tal vez en Londres conozcas a algún rico caballero que no quiera que vuelvas a Halston.

Y salió por la puerta de la habitación, dejando a Anna con la boca abierta.

La taberna a las afueras de Hillbury estaba poco concurrida, y mal iluminada en días oscuros como aquel. La única ventana de su fachada, a la izquierda de la puerta de entrada, proyectaba una luz grisácea sobre las mesas cercanas, pero no podía evitar la casi penumbra de las situadas al fondo de la estrecha y alargada sala. Las velas de sebo estaban apagadas, pero el aire resultaba cargado y desagradable, a pesar de la temprana hora. El tabernero, aburrido y aún somnoliento, contemplaba desde la barra el cielo, donde las nubes cargadas empezaban a dejar espacio a grandes claros.

—Creo que por fin va a dejar de llover —dijo volviendo la cabeza hacia los dos únicos clientes que había en esos momentos, sentados en la penumbra junto a la chimenea apagada.

Al ver que nadie contestaba, se encogió de hombros y salió por la puerta que, tras la barra, conducía a la bodega. Las figuras sentadas al fondo retomaron su conversación.

—Entonces será mañana. ¿Has entendido todo?

—Claro —contestó una voz ronca, malhumorada—. Me lo has repetido cien veces, al menos. No soy idiota, ¿sabes?

—Ya —respondió el otro hombre con sequedad—. Recuerda que es importante que todo sea muy rápido. Cuando dejas que alguien pueda reaccionar, pierdes el control de la situación. ¿Está claro?

—Tan claro como cualquiera de las otras veces que me lo has dicho. Si no te fías de mí, ya sabes lo que tienes que hacer.

—No seas estúpido. Hemos preparado esto durante demasiado tiempo para echarnos ahora atrás. Solo quiero asegurarme de que todo sale bien. Luego hay que desaparecer rápido.

—Lo sé, eso también lo tengo preparado, no te preocupes.

Ambos se miraron a los ojos, uno con irritación y el otro con aburrimiento.

—Me preocupo porque hay que hacerlo. Es la única manera de intentar atar todos los cabos. Y tú harías lo mismo si fueras más listo.

—¡Eh! —protestó el hombre aburrido, apoyándose con fuerza sobre la mesa—. Te he dicho que todo va a salir bien, ¿entendido? Tú ocúpate de tu parte, que yo lo haré de la mía.

Su acompañante no replicó, pero la torva mirada que le dirigió reflejaba con claridad la desconfianza que sus aseveraciones le producían. Sin embargo, eso no pareció amilanar al hombre frente a él, que de nuevo se repantigó en la silla, animándolo.

—Venga, hombre, relájate de una vez. Si tú te ocupas de lo tuyo y yo de lo mío, ¿qué puede salir mal?

Por toda respuesta, el otro se levantó con brusquedad, y se dirigió a la puerta, desde donde le dijo sin volverse a mirar:

—Nada, siempre que te ciñas al plan. O todo. Recuérdalo mañana.

La risita a su espalda le enervó, y las últimas palabras le llegaron envueltas en burla, mientras dejaba atrás la taberna.

—Lo que tú digas, jefe.

A la mañana siguiente, los rayos de sol que se filtraban con timidez entre las nubes animaron a Anna a dejar de lado sus rutinas cotidianas para acercarse al establecimiento de las hermanas Wentworth. A pesar de la humedad y del viento frío, que enrojecía sus mejillas y provocaba un halo de vapor en torno a su respiración, la promesa de la primavera parecía flotar en el ambiente. No pudo evitar sentirse excitada al divisar el letrero de letras doradas y fondo verde al fondo de la calle principal que daba la bienvenida al pequeño pero pulcro y ordenado establecimiento de las hermanas Wentworth.

Anna entró en la tienda esbozando su mejor sonrisa. Se dirigió hacia la derecha del local, donde Agnès Wentworth, tras el recio mostrador de madera, estaba guardando con cuidado un rollo de hermoso satén azul oscuro. Su llegada fue recibida por las hermanas con alegría, y se encontró en poco tiempo compartiendo con ellas una taza de té en la trastienda, mientras les explicaba sus planes de disfrutar de la Temporada.

Mientras tomaba una galleta del pequeño platillo de porcelana que habían colocado junto a su taza, Agnès se levantó para buscar los últimos ejemplares de La Belle Assemblée que habían recibido. Luego, con los ojos brillantes de emoción, los desplegó en la mesa con reverencia, y se sentó junto a Anna para revisar las ilustraciones y decidir qué tipo de arreglos sentarían mejor a su figura.

Cuando por fin abandonó la tienda, Anna pensó con sorpresa que hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto. La atmósfera de complicidad femenina, creada entre exclamaciones de admiración y risas, fue como un soplo de aire fresco. Decidieron que lo mejor sería llevar los vestidos a la tienda, donde podían trabajar sobre ellos con mayor comodidad. Anna protestó un poco, puesto que ella era perfectamente capaz de arreglarlos por sí misma, pero las hermanas no habían querido oír hablar de ese tema. Ellas estarían felices de realizar arreglos tan sencillos, ya que Anna iba a comprar en su tienda los encajes, cintas y adornos recomendados, y además les había encargado un sobrio vestido de paseo que, le aseguraron, sería arrebatadoramente elegante en su sencillez. Con un sentimiento mitad de incomodidad, mitad de placer, al final había aceptado, no sin antes permitirse la extravagancia de comprar un hermoso par de guantes de suave piel de cabritilla, de los que se había enamorado. Suponía que más tarde se arrepentiría de su impulso, ya que era un capricho que excedía de lo que se había propuesto gastar, pero cuando se despidió de ellas con el pequeño envoltorio entre sus manos, su ánimo era exultante, y por un momento se sintió como si tuviera veinte años de nuevo, y todos los sueños del mundo por vivir.

Ya en la calle, parpadeó ante el brillo del sol, que había empezado a calentar con timidez. También el viento había cesado. Aún era temprano para almorzar y además tenía demasiadas ganas de disfrutar por fin del aire libre como para volver tan pronto a casa, así que decidió ampliar su paseo y acercarse a la escuela. Comprobaría de cuánto carbón disponían, y repasaría las cuentas del dinero que aún les quedaba. Su mirada se enturbió por un instante, al pensar en cómo se les estaba agotando poco a poco. Empezaba a ser urgente que lord Lisle atendiera la voluntad de su madre. Si la difunta vizcondesa hubiera dispuesto de tiempo, habría establecido un legado, pero falleció antes de que el abogado de la familia pudiera atender su voluntad. Y como Anna no estaba dispuesta a limitar las clases de lectura a los chicos para captar la ayuda de alguna de las familias adineradas de Halston —como le había sugerido el reverendo—, la permanencia de su escuela pasaba por obtener lo que la vizcondesa quiso que tuvieran. Su pulso se aceleró un poco al pensar que con su brillante actuación del domingo pasado no habría contribuido a convencer al vizconde, precisamente. No era su estilo engañarse a sí misma, y le mortificaba tener que reconocer que lo sucedido había sido culpa suya. Pero eso no tenía ya arreglo.

Había empezado a subir la suave pendiente del camino que conducía a la escuela cuando escuchó un ruido de cascos al otro lado del recodo que ocultaba la rectoría. Su instinto le alertó; se apartó del camino, avanzando entre árboles hasta que el edificio estuvo a la vista. Entonces la imagen de lord Lisle y el señor Hubbard saliendo con sus monturas de la rectoría, en dirección al camino que conducía a Hertwood Manor, le hizo contener la respiración. Muy a su pesar, tuvo que reconocer que el vizconde resultaba una figura imponente, vestido con chaqueta negra, pantalones grises y relucientes botas, a lomos de un soberbio semental negro. El recuerdo de su burlona mirada sobre ella la hizo enrojecer de nuevo, a pesar de que estaba sola. Se sintió furiosa consigo misma, ¿cómo era posible que verle le afectara de tal modo? Hasta que él se fuera —cosa que rezaba porque sucediera tan pronto como legara el dinero para la escuela—, ella tendría que esforzarse para reaccionar con indiferencia en su presencia, y mantener la compostura. Ninguna otra cosa era aceptable para alguien de buena cuna que hubiera recibido la educación adecuada. Y ese era su caso, por mucho que todos sus vestidos y ropajes hubieran conocido tiempos mejores.

Levantó la barbilla con orgullo, respirando hondo para tranquilizarse, y cuando los perdió de vista salió de nuevo al camino para ir a hablar con el reverendo. No tenía dudas de que habrían hablado de la escuela, y necesitaba saber qué había sucedido.

La expresión pensativa del reverendo Edwards al recibirla en la sala no la tranquilizó. Esperó a estar sentada frente a él para dirigirle la pregunta que le quemaba en la garganta.

—¿Han venido para hablar de la escuela?

El reverendo dejó pasar un par de segundos antes de contestar.

—Pues no, en realidad no. Parece que lord Lisle está recorriendo su propiedad. Ha dicho que quería comprobar en qué estado está todo, y ha pasado a saludarme. De paso, le he hablado al señor Hubbard de la gotera que hay en el desván, y lo ha anotado en su libreta.

Anna suspiró desilusionada.

—Pensé que tal vez habían hablado de la escuela. El dinero se nos está acabando, y esperaba… —Se detuvo, decepcionada.

El reverendo carraspeó, dudando, y prosiguió.

—Ahora se iban a revisar los diques que se construyeron en la zona de Hill Lane y el drenaje de la zona este. Pero, Anna… —su mirada reveló una evidente incomodidad—, aunque no era el propósito de la visita, sí me han dicho que su intención, respecto a la escuela…

—¿Sí? —le apremió con los ojos alerta.

—No se opone a que acudan sus arrendatarios, pero no creo que él tenga ninguna intención de apoyarla económicamente.

Aquello cayó como un mazazo sobre el ánimo de Anna.

—¿Eso le ha dicho?

—No exactamente. Verás, le he preguntado si en sus planes de revisar la propiedad, querría también ver la escuela, y ha respondido que no tiene intención de ofender a la sociedad de Halston involucrándose en esa escuela. Así que no creo que su intención sea la de colaborar económicamente, supongo. Aunque no se opone a que funcione —intentó consolarla.

—¿Pero le ha explicado que tenemos una carta de la vizcondesa donde figura su intención de constituir un legado para la escuela? —le interrogó con ansiedad.

El reverendo se rascó la cabeza.

—La verdad es que no.

Se levantó con dificultad y salió de la habitación, volviendo al poco con una hoja cubierta por elegante escritura que depositó sobre la mesita auxiliar.

—Entonces, aún tenemos una posibilidad —exclamó más animada al ver la carta—. Si conseguimos que la lea, verá que su planteamiento ha de ser diferente. Ofendería mucho más a la buena sociedad de Halston incumpliendo una manifiesta voluntad de su madre que relacionándose con la escuela. ¿No lo cree?

El reverendo, que no lo creía y además ya conocía los problemas que ese brillo en los ojos de Anna presagiaba, se limitó a encogerse de hombros. Ella se levantó con impaciencia y se acercó a la mesita.

—Creo que lo mejor será que se la muestre cuanto antes —tendió la mano para recoger la carta.

Aquello pareció despertar al reverendo de su estado de indecisión.

—No pensarás ir detrás de ellos ahora, ¿verdad? Eso sería totalmente indecoroso e inapropiado. Espera al menos que vuelva a su casa y te acompañaré a visitarlo, si tan empeñada estás en hablar con él.

—Tengo ciertos motivos para creer que si anuncio mi presencia, el mayordomo me dirá siempre que milord no está en casa —respondió ligeramente avergonzada—. Créame, padre, la única manera de que yo pueda dirigirme a él es encontrármelo de manera casual. Me ha dicho que se dirigían a Hill Lane, ¿verdad? Tal vez, si acorto por el bosque…

Y sin esperar respuesta, se fue hablando para ella misma mientras salía de la habitación, absorta en su plan, sin escuchar la atónita pregunta a sus espaldas.

—Pero ¿por qué Decker iba a decir eso? ¿Qué has hecho esta vez, Anna?

Anna se frotó el muslo, dolorida. Había perdido la costumbre de cabalgar sobre esa silla infernal. Ned no era un purasangre, evidentemente, y por una vez debía estar agradecida a su trote tranquilo. Prefería con mucho montar a horcajadas, pero eso era algo que jamás realizaría a la vista de cualquier habitante de Halston. Aquello pertenecía al tiempo en que estuvo en Bruselas, y ahí quedaría. El señor Dibbles había pretendido enganchar el carro, pero ella necesitaba apartarse del camino para tomar un atajo, y el carro lo habría hecho imposible. Así que le pidió ayuda para colocar la vieja silla de montar que había conservado y que guardaba allí, a pesar de que casi nunca la utilizaba, y tomando la pequeña bolsa que solía colgarse a la espalda cuando conducía sola, había montado apoyando un pie en el carro para darse impulso. No había tenido que girarse para saber que Dibbles estaría rezongando cosas sobre mujeres que salen a cabalgar sin estar debidamente atendidas. Tampoco se lo reprochaba; sabía que se tenía bien ganada su fama de excéntrica.

Cuando una voz que provenía del cercano límite del bosque llegó hasta ella, comprendió que los había alcanzado. Sin embargo, la vista que, a través de los troncos de los árboles, obtuvo del claro que se abría al final del mismo le dejó paralizada. Lord Lisle y el señor Hubbard permanecían quietos sobre sus monturas, pero no estaban solos: una figura enmascarada les apuntaba con una pistola mientras exigía que entregaran sus pertenencias.

La parálisis le duró apenas unos segundos. De golpe, una corriente de adrenalina recorrió su cuerpo. El retumbar del corazón en los oídos, la aceleración del pulso, la boca que se resecaba, los sentidos que parecían agudizarse… todos ellos le resultaban viejos conocidos. Estaba tan preparada para huir como para defenderse. La duda se resolvió en el mismo momento en que, por instinto, colocó su mano en la bolsa que colgaba a su costado, y notó la familiar forma de la pistola que, años atrás, trajo de Lieja. Dudaba si, protegida por los árboles, podría colocarse a una distancia que estuviera al alcance del arma, pero desmontó con tanto sigilo como pudo y ató las riendas de Ned al tronco del árbol más cercano. Gracias a Dios, los árboles y la hierba amortiguarían los sonidos, que poco se podrían percibir desde aquella zona abierta. Luego se arrodilló, y vació el contenido de la bolsa sobre su falda, mientras echaba rápidos vistazos al claro. Desde que viajara a Bruselas se había acostumbrado a tenerla a mano, y en Surrey había mantenido esa costumbre al cabalgar sola. Tal vez ya no tenía demasiado sentido; los caminos eran más seguros, y no se veían tantos combatientes vagando por los campos, ni campesinos arruinados. Las cosas se habían tranquilizado. Pero ella solía llevarla en la pequeña pistolera unida al arzón de su silla, bajo el asiento del carro, o incluso en el bolsillo de su abrigo en sus largos paseos solitarios. Nunca había creído realmente que fuera a serle necesaria; además suponía que incluso aquellos habitantes de Halston que no rehuían su trato encontrarían esa peculiaridad suya de ir armada demasiado perturbadora para una dama, incluso tratándose de una dama tan independiente como ella.

Pero aquel día en que sí la iba a necesitar había salido demasiado rápido, sin haberla preparado antes. Ironías de la vida, pensó. Con movimientos ágiles y controlados, desenroscó el cañón, vertió pólvora de un pequeño saquito, colocó la munición y volvió a enroscar. Cuando preparó la cazoleta, volvió a meter todo en la bolsa y se la colgó del hombro. Cerró la mano sobre la redonda empuñadura de nogal con firmeza y, respirando hondo, se fue acercando con sigilo hasta el límite del bosque, mirando alternativamente el suelo que pisaba y el claro.

Sopesó un instante la situación; veía la espalda del asaltante y, frente a él, al administrador, removiéndose inquieto mientras mostraba las manos, y a lord Lisle impasible, con las suyas apoyadas en el pomo de la silla. No tenía demasiadas opciones, pensó calmada. Se situó tras el tronco que le pareció que ofrecía mayor protección y, con movimientos pausados, se desprendió de la bolsa que llevaba al costado. La depositó con cuidado sobre el suelo, y se agachó junto a ella. Con la mano izquierda, extrajo de nuevo el saquito y la munición, y los puso a un lado de su posición. No es que pensara que fuera a ser necesario recargar; los bandoleros solían robar y huir a la carrera, sin arriesgarse más de lo necesario enfrentándose a quienes atracaban. Su caballo parecía nervioso y él tampoco parecía tener mucho más aplomo, lo que por otra parte lo podía hacer peligroso. Pero debía estar preparada para cualquier cosa.

Desde donde estaba, escuchó la voz del asaltante exigiendo a lord Lisle que le entregara el sello. Ya tenía en su poder, cruzada sobre el pecho, una especie de bolsa de cuero, y apuntaba al vizconde, que lo observaba con desdén, sin dar la más mínima impresión de pensar en obedecerle. Típico de él ser soberbio y arrogante incluso en esa situación, pensó Anna. ¿Qué creía que iba a poder hacer él solo frente a un hombre armado?, se preguntó, dividida entre la exasperación que aquel hombre le causaba y una ligera admiración ante su insolencia.

Cuando el asaltante de nuevo gritó al vizconde que le entregara el sello que llevaba en la mano, acercándose a él, decidió que el momento de intervenir había llegado. Se colocó a la derecha del árbol, afianzó las piernas, levantó el brazo con firmeza, y se sintió preparada para gritar con todas sus fuerzas:

—¡Alto!

No apartó la mirada del malhechor, que hizo retroceder a su caballo y se giró hacia ella, sorprendido. Al ver a una mujer apuntando una pistola en su dirección, una risotada escapó de su boca cubierta, pero no pareció tenerlas todas consigo. Anna evaluó el blanco que ofrecía; justo en la línea de tiro tras él estaba el vizconde. No pensaba fallar, pero el riesgo era demasiado, decidió. Además, no tenía intención de matarle sino de provocar su huida. Ya había visto demasiados muertos en su vida. Comprendió que debía actuar antes de que el otro se recuperara de la sorpresa. Siguiendo su instinto, apuntó más bajo, a los pies del nervioso caballo. El seco sonido retumbó en el claro y la tierra desprendida golpeó las patas del animal, que se encabritó un momento antes de girar y salir al galope hacia el amplio espacio que tenía delante, alejándose de ellos, mientras el jinete hacía esfuerzos por recuperar su control.

El silencio que se hizo fue absoluto. El aire escapó de la boca de Anna en una exhalación ahogada y dejó caer el brazo al lado del cuerpo. Siguió con la mirada la huida del enmascarado, aliviada y excitada a la vez. Notaba el pulso golpeando en sus oídos, y la tensión que abandonaba su cuerpo le produjo una relajante placidez, de la que fue arrancada bruscamente por el grito tembloroso del administrador.

—¡Está loca, maldita sea! ¡Usted está loca!