5
El resto de la semana Anna se aseguró de estar continuamente ocupada. Cosió, trabajó en el jardín, leyó. La primavera parecía haberse asentado ya y el sol brillaba todos los días, permitiéndole recuperar su costumbre de dar largos paseos por el campo. También escribió a Arabella, y recibió una carta de lady Everley detallando todos los planes para su visita y pidiendo que le concretara la fecha de su llegada. Pero no fue capaz de decidir una fecha, y aplazó su respuesta.
El sábado, tal como había prometido, se realizó el traslado de los hermanos a su casa. Tras acomodar los dos jergones en la pared del fondo del desván, bajo la ventana, Eliza sacó y organizó sus escasas pertenencias, y todos bajaron a cenar juntos en la cocina. Andrew estaba inquieto y emocionado. Tocaba todo lo que encontraba y no paraba de parlotear, hasta que su hermana le dijo que si seguía así, al día siguiente tendría doble clase en la parroquia y se quedaría sin almorzar.
Así que cuando el domingo amaneció radiante, Anna ya había olvidado sus temores sobre cómo se tomaría Andrew el cambio de hogar. Bess había preparado unas sabrosas galletas que el pequeño devoró en el desayuno, y había pasado la mañana entusiasmado con la idea de ayudar al señor Dibbles a cuidar de Ned. Ni siquiera protestó cuando Bess se empeñó en frotarle bien el cuello y las orejas antes de salir para atender el servicio dominical.
Aquella mañana caminaban los tres sin prisa por el sendero que conducía hacia la parroquia. Observando a Andrew, que zigzagueaba a los lados del camino siguiendo el rastro de algún escarabajo, Anna comentó a Eliza:
—Parece que tu hermano se lo ha tomado bastante bien.
—Oh, claro que sí —le respondió Eliza con cierto pesar—. Él no quería ir a Manchester.
—¿Y eso te pone triste? —interrogó Anna asombrada.
—No, por supuesto que no —sonrió negando con la cabeza—. Pero no quiero que dé por hecho que esto es definitivo. Me da miedo pensar cómo reaccionará si al final y después de todo debemos irnos a Manchester. En cuanto cumpla nueve años y pueda trabajar en las hilaturas, tal vez tengamos que pensar en ir con Susan.
—O tal vez no —contestó Anna, tomándola del brazo—. Creo que tenemos que tener fe. Y un plan alternativo, si eso no fuera suficiente.
—¡Profesora! —exclamó Eliza, riendo—. Si el reverendo le oye decir eso se enfadará mucho.
Anna no pudo evitar una carcajada.
—Lo ha oído ya otras veces, Eliza, aunque es verdad que no le gusta nada. Ya estamos llegando. Anda, dile a Andrew que entre con nosotras.
Eliza se adelantó para hablar con su hermano, y Anna se quedó sola un momento. Entonces fue consciente de su estado de latente nerviosismo. No había comentado a nadie la visita del vizconde a su casa, y desde el miércoles había procurado ocupar todos sus ratos libres para no tener tiempo de pensar en lo que había sucedido. Pero ya que le había invitado a acudir a la escuela, era muy probable que más tarde se vieran e incluso que intercambiaran unas palabras. Por eso, según se acercaba a la entrada de la parroquia, donde los vecinos se saludaban antes de pasar hacia el interior, el hecho de que su corazón se acelerara le resultó ridículo e infantil. Tenía que obligarse a ser racional; su principal preocupación era la escuela, y necesitaba convencerle de que la apoyara. Eso era lo único que importaba. Además, debía recordar que él le había dado la clave de la sensatez, al despedirse el miércoles: le había dicho que no era aburrida. Y si Anna era lista, sabría aceptar lo que sucedía: el vizconde era un noble hastiado en una hacienda de la que no quería ni sabía ocuparse, y por alguna absurda broma del destino, Anna le resultaba divertida. Una novedad con la que entretenerse, hasta que también se aburriera de ella. Pero Anna no iba a convertirse en un juguete. Era una pena que fuera tan atractivo, pensó con un vuelco en el corazón, al entrar en el edificio y divisar su arrogante perfil sentado en la primera fila, solo en el espacio reservado a su familia.
Eliza, que se había colocado junto a ella, siguió la dirección de su mirada, y malinterpretando sus pensamientos comentó:
—No se preocupe más por nosotros, señora Hurst. En realidad nunca quise que le hablara de nuestra situación. Sentémonos allí.
Anna le siguió hacia el banco, y durante todo el oficio procuró concentrarse en la voz del reverendo y no dirigir su mirada a la figura sentada en la primera fila. El firme convencimiento de que él no recordaría ni su nombre en un par de meses casi la ayudó a conseguirlo.
Al salir del oficio, sin embargo, no pudo evitar que su mirada buscara al vizconde. Y fue con una profunda decepción que le vio dirigirse a su caballo y marchar, sin detenerse a visitar su escuela. Correspondiendo con una sonrisa algo mecánica a los saludos que sus convecinos le dirigieron, su mirada se escapó al camino por donde había desaparecido. Se sentía algo estúpida, pero pronto se rehízo, e incluso fue capaz de burlarse de sí misma, diciendo que aquello le estaba bien empleado a su vanidad. Además, sabía que aquello era para bien; en su tranquila y ordenada vida no había ningún espacio para aristócratas egoístas, mujeriegos y encantadores. Suspiró mientras se reprendía mentalmente por haber pensado en su encanto. Lo retiraba; solo pensaba admitir que era egoísta y mujeriego. La voz de Eliza, cuando se disponía a doblar la esquina que conducía a la escuela, la distrajo de sus reflexiones.
—Profesora, Andrew se ha vuelto a escapar.
—¿Otra vez? —Se obligó a concentrarse en lo que Eliza decía—. ¿Y ahora por qué no quiere ir a la escuela?
—Me ha dicho que nos ha escuchado por el camino y que si tiene que ir a Manchester no necesita estudiar. Y aunque le he dicho que no hay nada seguro sobre lo que haremos, se ha ido bastante enfadado porque dice que nunca le tenemos en cuenta.
—Eliza, me temo que lo que sucede con tu hermano es que es demasiado listo —contestó con resignación, abriendo la puerta de la escuela para que pasaran los alumnos que esperaban fuera.
Tras encender la estufa colocada tras los bancos se encaminó a la mesa cercana a la ventana. Mientras disponía de forma ordenada el tintero y la pluma, no pudo evitar echar un furtivo vistazo a través de la ventana hacia el camino por el que el vizconde había marchado. Pero volvió su atención a la escuela con rapidez.
—Bien, buenos días a todos. Comencemos nuestra clase —dijo en voz alta, dirigiéndose a los alumnos sentados en los bancos, mientras tomaba en sus manos la Biblia y se la tendía al reverendo, quien acababa de entrar.
Y cuando él comenzó la lectura y pudo pasear la vista, distraída, sobre su clase, la satisfacción de ver a aquellos jóvenes y muchachas a los que había cobrado tanto afecto casi ocultó la punzada de desilusión que la ausencia del vizconde había impreso en su corazón. Casi.
John Sinclair puso su montura al galope al tomar el camino de Hertwood Manor, pero en cuanto la iglesia quedó fuera de su vista, aflojó las riendas para marchar al paso. La confusión reinaba en su cabeza.
Después de su visita a Anna Hurst, había comprendido que no tenía sentido seguir en Surrey, pero aún permanecía allí. Cada vez que pensaba en llamar a su ayuda de cámara para que preparara el equipaje, encontraba alguna buena razón para retrasarlo. La idea de volver a su vacía residencia de Londres y frecuentar los clubes, pasando las noches en interminables partidas de cartas y bebiendo, no le ofrecía ningún atractivo. Julia le recibiría con los brazos abiertos, pero le molestaba pensar en ella. No comprendía qué le sucedía. Hacía mucho que notaba dentro de él una dolorosa sensación de hartazgo, y el hecho de estar en Hertwood Manor no le ayudaba a paliarlo. Hubbard tomaba sus decisiones con autonomía, y solo su sentido del deber le impulsaba a someterlas antes a su consideración. Allí no pintaba nada. Pero en Londres tampoco.
Solo sus encuentros con aquella mujer parecían haberle sacado de esa especie de letargo paralizado en que vivía. El miércoles había disfrutado durante su visita a la señora Hurst, y si le había besado en la muñeca al despedirse fue tan solo porque en el último segundo se había arrepentido del beso mucho más carnal que su deseo reclamaba. Algo le contuvo en última instancia. Tal vez la intuición de que ella y él no darían a un beso así la misma importancia. Esa habría sido su manera de darle las gracias por gritarle, por no tomarle en serio, por hacerle reír y devolverle la sensación de estar vivo. Pero si hubiera besado esa boca suya como querría haber hecho, ella podría haberse hecho ilusiones respecto a sus intenciones, llegando a creer, erróneamente, que podrían ser honorables.
Aunque lo más probable habría sido que lo abofeteara y le echara de su casa sin importarle mucho quién era, pensó irónico.
Por eso no se había quedado a ver la escuela, a pesar de la forma en que ella se lo pidió. Porque no estaba seguro de ser capaz de sentir indiferencia, que era la única emoción posible en aquel caso. Aquel día había acudido a la iglesia con la intención de aceptar su petición, pero al terminar el oficio la había visto al fondo de la iglesia, erguida y serena, moviéndose entre sus conocidos y saludando a unos y a otros con elegancia, y había sentido un desconcertante ansia de acercarse a ella. Así que había hecho todo lo contrario, saliendo por la puerta sin volverse a mirarla.
No era capaz de explicarse por qué verla le alteraba de aquella manera, y había decidido no enfrentarse a aquello para lo que no tenía explicación. Aquella mujer era fuerte, decidida y valiente. Se ocupaba de los demás de la forma que creía oportuna, y parecía satisfecha con su vida. Daba más importancia a sus objetivos que a su apariencia, pensó al recordar el día en que la había visto en los establos, con el agua chorreando por su sombrero y su abrigo, con su cabello oscuro lamentablemente pegado a sus mejillas… Tampoco daría importancia al malestar de John Sinclair. Resultaba sólida y fiable. Según su experiencia, ese tipo de mujeres también eran tremendamente aburridas, pero esta desafiaba ese encasillamiento. Además era hermosa, con una belleza asentada y segura de sí misma, más atrayente que la exuberancia de todas las jovencitas que le miraban con coquetería en los bailes y fiestas a que acudía.
Se había marchado para evitar seguir pensando en ella, y sin embargo, se dijo irritado, era lo único que parecía ser capaz de hacer. Maldita fuera, necesitaba distraerse, tal vez en Hillbury. Henrietta sabría cómo hacerle olvidar.
Agarró las riendas con fuerza para poner su montura al galope, y cuando estaba a punto de lanzarse a la carrera, escuchó un grito apagado. Detuvo su caballo y miró en derredor. No vio nada, pero su instinto le avisó de que no estaba solo. El silencio del camino era casi absoluto, apenas roto por el suave sonido de ocasionales ráfagas de brisa en las copas de los frondosos árboles. Cuando casi creyó que lo había imaginado, el chasquido de una rama seguido de una exclamación a su izquierda le hizo echar mano al arma colgada del arzón de la silla. Aquel día no le iban a pillar desprevenido.
Con sigilo acercó su montura al borde del camino, escudriñando los troncos tras los que un atracador podría esconderse. Pero el chasquido esta vez sonó casi sobre su cabeza. Sorprendido, alzó la vista hacia la copa del roble bajo el que se había situado, donde un niño pelirrojo braceaba furioso, colgando por un tirante de una rama casi desgajada, intentando alcanzar apoyo firme sin conseguirlo.
John Sinclair desmontó con rapidez y ató su caballo al árbol contiguo. Luego se situó de nuevo bajo la rama, soltando su chaqueta, dispuesto a recoger al niño en su caída.
—Hola, chico —le saludó alzando la voz—. Voy a ayudarte a bajar sano y salvo. Intenta soltar tu tirante de la rama y te recogeré.
—¡No! —gritó furioso el niño sin mirarle—. Yo puedo solo, gracias.
—¿Ah, sí? —Aquello le divirtió—. ¿Podrás bajar sano y salvo o podrás soltar el tirante? ¿O las dos cosas?
El niño siguió pataleando en su intento de alcanzar otra rama.
—Yo puedo solo —volvió a gritar.
—Chico, yo no lo veo así. Voy a subir y…
—¡No! —chilló por toda respuesta.
John sonrió para sus adentros. Aquel chico era valiente, no cabía duda, pero lo más probable era que acabara por romperse un hueso. Estaba a una altura de unos cuatro metros y bajo él había otra rama que no podría amortiguar su caída. Sin pensarlo demasiado, se quitó la chaqueta y la depositó sobre la silla. Un nuevo chasquido le hizo comprender que debía darse prisa. Con agilidad, comenzó a trepar por el tronco, tanteando la estabilidad de las ramas que alcanzaba antes de subirse a ellas, y en pocos segundos estuvo junto al muchacho. Se sentó a horcajadas sobre una sólida rama situada a mayor altura que él, y tendiéndose sobre ella alargó su brazo hacia el niño.
—Intenta cogerte de mi mano y te alzaré hasta aquí.
—¡No, ya le he dicho que puedo solo! —volvió a gritar sin apenas mirarle.
Aquella demostración de independencia estaba empezando a impacientar al vizconde. La postura no era cómoda y desde su posición veía claramente que la rama estaba a punto de partirse.
—Un hombre inteligente sabe cuándo ha llegado el momento de aceptar ayuda. ¡Cógete de mi mano antes de que te caigas!
La autoridad de aquella voz profunda sorprendió al niño, que alzó la mirada hacia él, y tras un breve momento de indecisión alargó el brazo cuanto pudo para cogerse de su mano.
En cuanto estuvo a su alcance, John Sinclair agarró aquella pequeña mano con firmeza.
—Y ahora, con la otra mano, intenta soltar el tirante. ¡Vamos, con toda tu fuerza!
Al tercer tirón que dio, el tirante quebró la ramita en la que estaba enganchado, y la fuerza con que rebotó sobre la rama de apoyo hizo que también esta se partiera. John aguantó con seguridad el tirón que el peso libre del niño ocasionó en su hombro, al perder el sustento, e intentó tranquilizarle al ver su carita asustada.
—Ya está, lo has hecho muy bien. Ahora te iré subiendo para que te agarres a esta rama. Luego bajaremos juntos. Así, muy bien. Lo estás haciendo fantástico. Un poco más, sigue así —le animó hasta que el niño alcanzó la rama en la que él estaba, y mientras se encaramaba pudo alzarse sobre ella sin soltar su peso—. Ahora, yo te iré señalando dónde debes colocar los pies para bajar. Vamos allá.
Con cuidado, fue por delante marcando al niño los lugares de apoyo, y pronto ambos estuvieron en el suelo. Una vez abajo, respiró aliviado y esperó a que el niño le mirara para dirigirse a él. Cuando por fin lo hizo, la vergüenza y el miedo se reflejaban en su rostro. John no pudo evitar sentir simpatía por él.
—Mi nombre es John Sinclair. —Ofreció la mano tendida hacia el niño.
—Ya sé quién es —contestó él bajando la mirada.
Sorprendido, John mantuvo su saludo.
—Un caballero no deja a otro con la mano tendida y sin respuesta —le reprendió con suavidad.
—¡Oh! —murmuró azorado—. Yo… es que…
—¿No tienes nombre? —preguntó con cordialidad, compadeciéndose de su confusión.
—Me llamo Andrew Alcott, señor… quiero decir, milord —respondió por fin, estrechando su mano con infantil firmeza.
—Alcott… —exclamó, pensativo—. ¿Acaso eres el hijo del granjero que falleció hace un mes?
—Sí, señor. —La barbilla le tembló un poco, pero se mantuvo firme.
—Lo siento mucho, Andrew —le pasó la mano con afecto por el enredado cabello—. Debe ser muy doloroso para ti. ¿Podríamos sentarnos en esas rocas para tener una conversación, eh, de hombre a hombre?
Andrew se volvió hacia el camino encogiéndose de hombros. John le siguió, en parte apenado por él, pero también enternecido por su evidente recelo. Cuando se acomodaron en las piedras, el niño seguía sin mirarle apenas.
—¿Qué hacías subido a ese árbol, Andrew?
—Había una ardilla —contestó con sencillez.
—Sí, pero ¿por qué estabas solo en el bosque a estas horas? ¿No has ido a la iglesia?
—Sí.
—¿Entonces qué hacías aquí? —De repente, tuvo una inspiración—. ¿Es que tú no vas a la escuela?
El niño alzó la cabeza y se le quedó mirando en silencio, con los ojos entrecerrados.
—¿Es que no te gusta? —insistió.
—Es una tontería.
—La escuela es una tontería… —repitió divertido—. No creo que eso guste a la señora Hurst.
Aquello, dicho más para sí que para su acompañante, tuvo el sorprendente efecto de desatar la lengua de Andrew.
—¡Oh, por favor, no se lo dirá! ¿Verdad? No le dirá que me he metido en problemas con usted, por favor. Si se enoja puede que nos eche de su casa y tengamos que irnos a Manchester y Eliza se enfadará muchísimo conmigo y tal vez no me quiera llevar con ella, y yo no sé lo que haría, porque todavía no he podido estar con el señor Dibbles y no sé nada de su caballo, y aunque podría dormir en el establo él puede que no quiera tenerme allí y…
—¡Tranquilo, Andrew, por favor! —le interrumpió sorprendido. El niño le miraba con ojos muy abiertos y la barbilla volvía a temblarle—. No le diré nada a la señora Hurst si es tan terrible como parece.
El niño bajó la cabeza, avergonzado.
—Ella no es terrible —replicó con voz temblorosa—. Es que me he portado mal y mi hermana se va a enfadar mucho conmigo si se entera de que usted me ha ayudado.
—¿Es malo que yo te ayude?
Andrew asintió con la cabeza.
—Mi hermana me dijo que no tenía que fiarme de nadie de la Casa —dijo, como si eso pusiera todo en claro.
Sorprendido y algo molesto, John supuso que su hermana, como Anna Hurst, le responsabilizaba de la muerte de su padre. Pero no era algo que pudiera discutir con un niño. Decidió cambiar de tema.
—Así que la escuela no te gusta.
—Sí que me gusta.
Ambos se miraron un instante.
—Creí que habías dicho que era una tontería —comentó dudoso.
—Porque es una tontería. Pero me gusta —respondió Andrew con determinación.
—Y entonces ¿por qué no estás allí ahora?
—Porque es una tontería que vaya si voy a tener que trabajar en la hilatura con Eliza y Susan. No me va a servir de nada.
John se sorprendió de la lógica del razonamiento de aquel crío.
—¿Y por qué tienes que trabajar en una hilatura, Andrew?
—Mi hermana Susan vive en Manchester y ha dicho que nos puede conseguir trabajo. Aquí ya no podemos vivir. —Le miró con gesto de reproche, y a John aquella mirada le alcanzó como una bofetada—. Ya sabe, no podemos seguir en la granja.
—No, supongo que no podéis —admitió intranquilo—. ¿Y tú no quieres ir a Manchester?
—No.
Su barbilla había temblado apenas un segundo, antes de que la levantara con orgullo, pero fue suficiente para que John se sintiera un bárbaro. Se puso en pie y le tendió la mano, y juntos se dirigieron al caballo.
—Ahora, Andrew, vamos a volver juntos y te voy a llevar con tu hermana. No diremos a nadie lo que ha pasado, siempre que me prometas que no volverás a escaparte de la escuela.
—¿Voy a montar con usted en este caballo? —preguntó asombrado.
—Siempre que me prometas que no volverás a escaparte.
—¡Claro! —se apresuró a afirmar, con los ojos brillantes de emoción.
John le ayudó a subir y a continuación montó tras él. Andrew miraba todo con ojos muy abiertos, lo que hizo reír a John.
—Cualquiera diría que nunca has visto estos caminos.
—Desde aquí no, milord.
—Venga, vayamos a la granja —le dijo, pasándole una mano por el cabello y alborotándolo aún más.
—Yo ya no vivo en la granja, milord, sino en la casa de la señora Hurst —respondió con candidez, volviéndose hacia él—. Además, mi hermana estará todavía en la escuela y creo que es mejor que vaya allí.
John no pudo evitar un suspiro resignado. Así que a pesar de su intención, parecía que al final tendría que acudir a la escuela. Y en realidad sabía que solo estaba retrasando lo inevitable. Aquel día había tratado de olvidar su presencia, pero no sería capaz de hacerlo todos los días, y lo mejor sería intentar comportarse con normalidad. Y si eso no fuera posible, irse de Surrey cuanto antes.
Anna estaba de espaldas a la puerta, inclinada sobre la cuartilla de Edna Grant, ayudándola con una palabra que no conseguía interpretar, cuando oyó la exclamación colectiva que escapó de su clase al abrir la puerta el reverendo, y el ruido que hicieron al ponerse en pie precipitadamente. Antes de volverse, supo quién era el visitante que había llamado a la puerta. Una extraña sensación de anticipación llenó sus sentidos mientras se volvía. Conocía su mirada oscura, el gesto taciturno de la boca que su sorprendente sonrisa cambiaba por completo, su porte atlético y elegante. Pero a pesar de ello, a pesar de haber revivido en sus sueños mil veces el cálido beso que depositó en su muñeca, nada le había preparado para la descarga de electricidad que estalló en su interior al quedar frente a frente y ser consciente de cómo la mirada de aquel hombre se posaba con lentitud sobre su boca entreabierta por la sorpresa. Era evidente que era hermoso, pero era mucho más que eso, pensó con desesperación. Era endiabladamente sensual, y ella demasiado vulnerable a su magnetismo.
Casi temblando, incapaz de creer que nadie más notara la reacción física que desataba en ella, extendió una mano indicándole la silla situada junto a la puerta. Quería que se quedara, y a la vez deseaba con todas sus fuerzas que estuviera muy lejos de allí. Solo la idea de cuánto se estaría divirtiendo a su costa le permitió recomponerse lo suficiente para intentar hablar, pero para su alivio el reverendo se le adelantó.
—Milord, es un gran honor para nosotros recibirle en nuestra escuela.
John saludó con deferencia al párroco.
—El honor es mío, reverendo Edwards. En realidad he venido a traerles a un caballero que he encontrado cerca de aquí.
Y diciendo esto, extendió la mano hacia su espalda, de donde apareció Andrew para alivio de su hermana y decepción de Anna. Así pues, él no había acudido por ella. La intervención del reverendo fue de nuevo recibida por ella con gratitud.
—Oh, así que este granuja ha decidido acudir por fin a la escuela. Ven, siéntate allí con Michael. —Se acercó para tomarle del hombro y conducirle hacia el banco señalado. Luego se dirigió de nuevo a John—. Milord, le agradecemos que se haya tomado tantas molestias por este chico.
John aceptó el agradecimiento y dio un paso atrás. Al percatarse de su intención de salir, Anna se apresuró a intervenir. Por mucho que aquel hombre alterara sus nervios, aún le quedaba suficiente sentido común para comprender que aquella era su única oportunidad de conseguir ayuda para la escuela.
—Espero que, puesto que ya está aquí, pueda quedarse con nosotros hasta el final de la clase y comprobar los progresos de los alumnos. Sería muy motivador para todos nosotros.
Aunque pretendía mostrarse indiferente, había empleado un tono ligeramente retador, que fue respondido por el lento comienzo de una sonrisa en el rostro de John.
—Pues entonces continúen, por favor. Estaré encantado de contribuir a su… motivación —contestó sentándose en la silla que le ofreció el reverendo.
Anna se sintió aliviada, pero no se le escapó la entonación con que pronunció la última palabra, y alzó la vista dudosa; sin embargo, no encontró en la risueña expresión de John ningún atisbo de burla. La cálida sensación de que aquella sonrisa era solo para ella burbujeó en su corazón unos instantes, antes de desecharla con dolor. Intuía que él habría mirado así a infinidad de mujeres antes que ella, todas mucho más hermosas, sofisticadas y experimentadas, acostumbradas a flirtear con caballeros sin poner en riesgo sus afectos. Pero ella no era así, no sabría defender su corazón si se exponía a su encanto. No podía volver a pasar por aquello. No quería.
Con esa determinación, intentó reunir todas sus fuerzas para conseguir centrarse en la lección que estaba explicando. Al fin y al cabo, había vivido muchos años conservando la compostura y escondiendo sus sentimientos, a pesar de los gritos de su corazón. Algo más reconfortada, pidió a Edna que intentara de nuevo leer en alto su cartilla. Y poco a poco, mientras escuchaba a la niña leer todas las palabras sin detenerse, y los muchachos mayores resolvían con corrección el problema planteado, el orgullo de lo que estaban consiguiendo le distrajo de los oscuros ojos que, desde el fondo de la sala, no se apartaban de ella ni un momento.
Al cabo de media hora, John Sinclair se sentía claramente incómodo. Y eso no se debía a la rigidez de la silla en la que estaba sentado. Llevaba ese tiempo contemplando el funcionamiento de aquella humilde clase, si es que merecía recibir ese nombre el dispar grupo de alumnos que leían, sumaban y rezaban a diferentes intervalos. Y no sabía qué pensar.
Estaba sentado al fondo de la sala, a espaldas de todos salvo de Anna Hurst y el reverendo. Era una posición perfecta para observar cuanto quisiera sin molestar, pero la alegría que flotaba en el ambiente, la falta de pretensiones y la sencilla naturalidad de los asistentes le hacían sentirse como un intruso que no tuviera derecho a estar allí. Era todo tan diferente del abigarrado mundo en que se movía, de las conversaciones artificiosas y vacías que escuchaba noche tras noche, que el contraste le hacía sentir aún más vacío e irritable. Oh, cómo se habría burlado Caro de poder verlo así. Y Julia… Julia le reprocharía su morbosa atracción por la vulgaridad, como a veces lo describía. Aquella clase solo le estaba haciendo consciente de una dolorosa sensación de desamparo que no comprendía, y a la que no se quería enfrentar.
Y luego estaba ella. Anna Hurst. Le costaba apartar la mirada de su figura, y eso lo desconcertaba. Se decía que no era tan bella ni sofisticada como Julia o como la dama rubia, delicada como una porcelana, que se había dedicado a flirtear con él en el baile de los Henderson la semana anterior a la muerte de su madre. Pero Anna Hurst le atraía de una forma extraordinaria, algo que la sofisticación de las damas de Londres no solía conseguir. Y aquellos momentos observándola solo habían contribuido a reforzar la atracción. Porque, absorta en lo que estaba haciendo y apasionada por ello, su figura transmitía una fuerza y una determinación que cortaban la respiración de John. Y cada vez que sonreía a aquellos muchachos, su cara se iluminaba con una luz que provenía de su interior, y que tocaba a quienes la rodeaban. Cada vez que su risa cristalina subrayaba el acierto de algún alumno, John quería alargar la mano y tocar su mejilla, dibujar el contorno de su sonrisa y atraerla hacia sí para besar su blanco cuello, sus labios, y llevarse consigo un poco de aquella calidez que parecía inundarlo todo.
Pero aquello era imposible; lo que él podía ofrecer solo conseguiría apagar aquella luz vibrante en sus ojos. Debía dejarla en paz.
Él no tenía derecho a intentar llenar su vacío interior con su calor. Lo único que podía hacer por ella tenía que ver con la escuela. Eso sí podía hacerlo. Luego, se iría a Londres de una vez, donde Julia o cualquier otra dama casada y hastiada compartirían su vacío con él. Tendría que vencer el tremendo egoísmo que le impulsaba a querer estar cerca de ella, pero lo haría.
Solo cuando el reverendo dijo a sus alumnos que la clase había acabado, apartó la mirada de ella y salió de la sala en silencio. Sabía lo que debía hacer, y una vez que todo estuviera en orden, se iría de Surrey.
—Ha sido una gran suerte que lord Lisle encontrara a Andrew y lo trajera, ¿verdad?
Anna asintió sin decir nada y terminó de ordenar el material que había sobre la mesa. El reverendo continuó sin darle importancia a su mutismo.
—Ahora que ha visto la escuela, tal vez cambie de opinión. Era lo que tú pretendías, ¿no es cierto?
Anna asintió de nuevo. Luego se dirigió hacia la estufa para apagarla.
—Anna, ¿te pasa algo?
Ella había terminado sus tareas y no quedaba nada en lo que escudarse para evitar la mirada del reverendo. Suspirando, se incorporó y le miró con indefensión.
—Nada, ¿qué podría sucederme?
—No lo sé… —Se ajustó las gafas a la nariz y posó en ella la mirada con fijeza, haciéndola sentir incómoda—. Pareces inquieta.
—Porque lo estoy. —Se quitó el delantal blanco que llevaba colocado y lo dobló y depositó sobre la mesa—. Necesitamos que el vizconde se haya llevado una buena impresión de la escuela. Y al menos que recuerde la cara de estos chicos cuando tenga que decidir si nos ayuda o no.
—Ya, pero no creo que sea eso. Estaba convencido de que detestabas al vizconde, pero hoy no me ha parecido que fuera así. ¿Has cambiado de idea? —preguntó con suavidad, mientras tomaba la llave y la esperaba junto a la puerta.
Anna se sobresaltó al escucharlo. Había sido cuidadosa en no mencionar nada de sus encuentros con el vizconde, pero el reverendo siempre parecía saber algo más.
—En realidad no le conozco lo suficiente para detestarle… —contestó procurando adoptar un tono de ligereza—. Aunque debo reconocer que hoy ha sido muy amable al traer a Andrew.
Intentó evitar su mirada, mientras alcanzaba el pomo de la puerta. A veces, viéndole renquear con su paso lento o distraerse en sus divagaciones, resultaba fácil olvidar lo perspicaz que era aquel hombre. Pero no eran muchas las cosas que escapaban a su conocimiento, al menos relativas al alma. Lo que sucedía era que hacía tanto tiempo que no había nada que conocer en su alma, que casi lo había olvidado.
Cuando la puerta quedó cerrada, Anna le tomó del brazo y le ayudó a bajar con cuidado las escaleras. Iba mirando el espacio que pisaban, y al volverse hacia el reverendo para comentar algo, su expresión de profunda satisfacción la dejó desconcertada. Siguió la dirección de su mirada, y de nuevo su corazón comenzó a latir desenfrenado. A la izquierda de las escaleras, lord Lisle esperaba apoyado en el respaldo del banco de piedra situado a la entrada del cementerio. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y un tobillo descansando sobre el otro, en relajada postura. Anna bajó la mirada, simulando tener cuidado con el camino que trazaban. No le había visto abandonar la clase, y al terminar y despedir a sus alumnos la desilusión de nuevo había enturbiado su ánimo. Pero ahora estaba allí, a todas luces esperándoles, y por enésima vez su corazón se desbocaba ante su vista. El reverendo se soltó del brazo de Anna para dirigirse a él.
—Milord, le reitero nuestro agradecimiento por su benevolencia al venir hoy a nuestra humilde escuela. Espero que le haya complacido lo que ha visto aquí.
—Mucho, reverendo. Mucho… —dijo con aprobación, volviéndose hacia Anna. Pero ella no levantó la vista, aparentemente ocupada en alisar alguna inapreciable arruga de la falda. Se giró de nuevo hacia el reverendo—. En realidad, me ha gustado tanto que quería hablar con… ustedes de algunas ideas que tengo.
Anna fue muy consciente de la sutil inflexión que aquel hombre imprimió en la frase, pero la reacción del reverendo la pilló por sorpresa.
—Por supuesto, milord, aunque espero que sabrá disculparme si dejo que plantee sus ideas a la señora Hurst. Los domingos son días que me resultan agotadores, y a fin de cuentas, ella es quien organiza la escuela. Yo no tengo apenas intervención. Si me disculpan, mi almuerzo me espera. Deseo que puedan ponerse de acuerdo en sus ideas, si eso beneficia a estos chicos.
Y, sin esperar respuesta, se alejó camino a su casa, al paso más ágil que Anna le hubiera visto en mucho tiempo. No podía dar crédito a lo que había sucedido, y abochornada se preguntó si era posible que el reverendo supiera algo sobre sus encuentros. Aún seguía viéndolo avanzar por el camino, a punto de llegar a la rectoría, cuando la voz grave del vizconde, cercana a su oído, la hizo volverse.
—Tal vez usted también esté deseando volver a su casa.
Por un breve momento, al encontrar su mirada, Anna pensó lo fácil que sería perderse en aquellos ojos profundos y oscuros. Pero no volvería a ponerse en evidencia, se recordó, dando un paso atrás para poner distancia entre ellos. Eso la hizo sentir dueña de sí misma, y fue capaz de responderle con tranquila cortesía.
—No tengo prisa, milord.
—Tal vez le esperan Andrew y su hermana para el almuerzo —aventuró.
—¡Oh! Así que sabe que viven conmigo —exclamó con cierta sorpresa—. No, hoy han acudido a la casa de la señora Child, así que almorzaré sola.
—En ese caso, permítame que la acompañe hasta su casa mientras le expongo mis ideas.
Anna miró en derredor, sorprendida por el ofrecimiento. No había nadie, ninguna excusa a la que asirse. Aferrándose a lo único que vio, señaló hacia su espalda:
—Su caballo…
Una chispa de diversión asomó a los ojos del vizconde, que no se giró hacia su montura.
—No se preocupe, no creo que él tenga otros planes. Además suele venir de las riendas cuando se lo pido. Es un ejemplar realmente inteligente, ¿no le parece? —Hizo una pausa, al observar la vacilación de ella, y continuó con voz serena—. Aunque acaso no esté interesada en escuchar mis ideas…
La expresión de su rostro era amable. Anna no sabía cómo rechazar su invitación sin ser descortés, y además se dijo que sería muy egoísta por su parte no atender a mejoras en la escuela solo porque la sonrisa de aquel hombre despertara en ella alocadas ideas. Se había propuesto olvidar sus ridículas ilusiones acerca de él, y sabía que caminar juntos y solos no era el mejor modo de lograrlo, pero decidió que podía tomarlo como una prueba de su fortaleza y determinación. Así que colocando las manos a la espalda comenzó a andar, volviendo levemente la cabeza hacia él a modo de invitación.
—Gracias por permitirme acompañarla —comenzó con aquella voz profunda que tensaba los nervios de Anna como si fueran una cuerda de violín—. En primer lugar, señora Hurst, creo que le debo una disculpa en relación a los hermanos Alcott. Reconocerá que la primera vez que me comentó el tema, las circunstancias eran un tanto inusuales y me temo que no presté suficiente atención a lo que explicó.
—Ciertamente lo eran —corroboró, sintiendo un acceso de rabia al recordar la imagen de la mujer pelirroja a medio vestir.
—Sin embargo —prosiguió—, bien es cierto que yo debería haber estado más al corriente de los asuntos de mi propiedad. Y después de eso, no he dispuesto del sosiego necesario para considerar el asunto de manera adecuada.
—Sí, ya comprobé que no ha tenido dificultades para mantenerse ocupado en la propiedad. —Al instante se arrepintió de su tono irónico: aquel hombre podía obtener la equivocada impresión de que estaba celosa. Cosa que era una absoluta tontería, por supuesto.
John Sinclair inclinó un poco la cabeza hacia ella con curiosidad, pero Anna continuó observando el camino.
—Sí, podría decirse así —reanudó su explicación con tranquilidad, tras percatarse de que ella no iba a añadir nada—. El caso es que hoy he hablado con Andrew, y he obtenido otra visión del tema. En mi descargo, y aunque no pretendo que sea una excusa, debo señalar que, sabiendo que su hermana se ofrecía a ocuparse de ellos, me pareció que reunirse con la familia era lo natural y lo mejor para todos, dada su orfandad.
—Celebro saber que valora tanto la institución familiar.
—Lo cierto es, señora Hurst, que respeto profundamente la institución familiar. Eso no quiere decir que me agraden todas las familias que conozco. Pero volviendo al tema de los hermanos Alcott, déjeme decirle que comparto su opinión de que ocuparme de ellos es ahora mi responsabilidad.
—¿Ah, sí? —se detuvo en seco, sorprendida.
—Sí. Por ello me gustaría que Eliza pudiera entrar a formar parte del servicio de mi casa. Si ella está de acuerdo, claro.
—Claro.
Anna fijó la mirada en el manto de margaritas que salpicaba los prados a lo largo del camino. Ahora que el vizconde ofrecía lo que ella había exigido, sentía una extraña sensación agridulce. Aún pensativa, volvió su rostro hacia él.
—¿Y Andrew?
—Bueno, me temo que el caso de Andrew es un poco diferente.
Anna entornó los ojos, presa de la sospecha.
—¿No pretenderá separar a los hermanos? —le espetó beligerante.
La diversión brilló en los ojos de John, que sin embargo conservó la seriedad al responderle.
—¿Le han dicho alguna vez que tiene un carácter endiablado?
—Eso no es un cumplido —apuntó molesta.
—No, es un hecho —comenzó a sonreír—. Aunque tampoco me parece un grave defecto. Pero, por favor, deje que me explique y no se enfade conmigo hasta oír todo.
Disgustada consigo misma y apretando los dientes, se puso en marcha de nuevo. Se había puesto en evidencia ante el vizconde, y por alguna razón le desazonaba la idea de que él pudiera ver alguno de sus muchos defectos.
John la siguió, aún sonriendo.
—Lo que sucede con la situación de Andrew es que conecta con mi siguiente propuesta, relativa a la escuela. Verá, tengo que admitir que ha hecho un trabajo excelente con esos chicos, pero aprecio ciertos defectos en la concepción de la misma que limitan la eficacia de lo que pretende.
Anna abrió los ojos, estupefacta. Aquello era el colmo. Que aquel hombre negligente que no se había ocupado de su propiedad en años se atreviera ahora a criticar la escuela era lo que le faltaba. Claro que era una escuela con muchas limitaciones y si ella pudiera la organizaría de otra manera, pero ¿con qué medios? Mejor lo que habían hecho que nada, se dijo con rabia. Y que fuera aquel hombre —que pese a contar con medios y poder suficientes para mejorar tantas cosas prefería no mover un dedo— quien se dedicara a criticar su pequeña obra iba más allá de lo tolerable. Apretó el paso con furia y se obligó a contar mentalmente antes de explotar.
—¿Es que no me va a decir lo que piensa de mí?
Anna se volvió hacia él con la indignación reflejada en el semblante. Había escuchado la risa contenida en su voz. Perfecto; no contento con criticarla, se estaba burlando de ella.
—¿Es que acaso quiere que le diga lo que pienso de usted? —espetó con lentitud, en un tono venenoso.
Para terminar de irritarla, John Sinclair desplegó aquella irreverente sonrisa que le hacía perderse en ensoñaciones. Afortunadamente para ella, esta vez estaba demasiado enfadada como para sucumbir a su embrujo.
—Solo si es lo que yo quiero que piense de mí.
Su descaro acabó con la paciencia de Anna, que colocó los brazos en jarras y, olvidando sus propósitos y toda precaución, se encaró a él echando chispas por los ojos.
—¿Está flirteando conmigo? —lanzó, pero al instante se arrepintió de haberlo hecho. Paralizada, comprendió que le había dado la oportunidad perfecta de ponerla en su sitio; solo necesitaba reírse de aquella idea y tacharla de imaginaciones suyas. Al fin y al cabo, ya una vez le había dicho burlándose que no estaba interesado en ella, recordó con una punzada de dolor.
Contuvo el aliento con el corazón desbocado, esperando que su risa la hundiera en los abismos de la más absoluta vergüenza. Pero no se rio. Al contrario. Repentinamente serio, se inclinó hacia delante y tomando su mano enguantada, depositó un ligero beso sobre ella.
—Discúlpeme, es una maldita costumbre que aquí está fuera de lugar.
Esta vez, Anna no retiró la mano de forma inmediata, sino con lentitud. Entre maravillada y asustada, se preguntó qué poder era aquel, que con solo una frase desvanecía por completo su enfado.
—Quiere decir que no poseo la sofisticación necesaria para jugar a estos juegos —replicó con un tono falsamente frívolo, mientras un dolor familiar que creía enterrado para siempre ascendía por su garganta, haciendo que le costara un gran esfuerzo tragar saliva.
—No. Quiero decir que es demasiado verdadera para merecer ser sometida a estos juegos —afirmó él con solemnidad, incorporándose y quedando muy cerca de ella.
Anna sintió que le faltaba el aire. Por un momento temió que él fuera a besarla. Lo temió, lo deseó, se odió por sentir aquella necesidad de sus labios, se sintió exultante ante la expectativa de besarlo… La cabeza le daba vueltas, y no supo qué mínima parte de sentido común apareció para devolverle a la realidad y hacerle dar un paso hacia atrás, temblando.
John Sinclair también pareció despertar de algún hechizo. La tensión se dibujó en su rostro, en sus ojos más oscuros que nunca, en su mandíbula tensa y el rictus de su boca, con los labios fuertemente apretados.
«Discúlpeme, por favor». El sonido llegó hasta Anna a través de sus nervios crispados, y casi le provocó una carcajada no saber si debería disculparle por estar a punto de besarla o por no haberlo hecho. «Debo estar volviéndome loca», pensó.
—Discúlpeme, por favor. Sé cuánto le importan los hermanos Alcott y debería haberle explicado cuanto antes lo que pretendo.
En su estado de agitación, Anna se dio cuenta de que estaban a punto de llegar a su casa. Eso le dio las fuerzas para adueñarse, de nuevo, de sus reacciones.
—Se lo agradecería, milord. Ya casi hemos llegado.
John Sinclair miró en derredor y pareció sorprendido de encontrarse a tan solo unos metros de la verja de entrada.
—Bien, supongo que no hay tiempo de entrar en detalles, pero por supuesto que no pretendo separar a los hermanos. Mi intención es que Andrew se aloje en Hertwood Manor, pero al contrario que a su hermana, no le buscaré ocupación en el servicio de mi casa.
—¿No? —preguntó Anna, confusa—. Pero entonces, ¿qué…?
—Quiero decir, le buscaré una ocupación que le permita acudir a la escuela.
—No comprendo. En realidad, cualquier ocupación le permitiría…
—No me estoy explicando en absoluto. —Se pasó la mano por el cabello con frustración, desordenándolo y haciendo que un mechón cayera sobre su ceja, mientras la mirada de Anna seguía el movimiento de su mano como hipnotizada—. Lo que quería decirle desde el primer momento es que creo que la escuela de Halston no debería ser una escuela dominical.
—¿No? —repitió de nuevo, aún más confusa.
—No. Creo que deberíamos hacer que la escuela funcionara de lunes a sábado, todos los días, y ampliar la formación que los niños reciben. El domingo, si le parece bien, podría impartir clases de lectura a los adultos que lo deseen. ¿Estaría de acuerdo?
«Estar de acuerdo…». Anna alargó su mano hacia la verja de entrada para apoyarse. No podía creer la propuesta de lord Lisle. Ella no se había atrevido a soñar algo así. Se hubiera conformado con algo de ayuda para comprar algunas mesitas, nuevas cartillas, un ábaco nuevo, una pizarra… Y lo que el vizconde le proponía iba mucho más allá de eso.
—¿Me permitirá que la llame Anna?
El sonido de su nombre en sus labios acarició suavemente su alma, haciendo surgir una dolorosa necesidad que no estaba segura de entender. Él continuó hablando en aquel tono bajo y sensual que estaba acabando con sus defensas.
—Y me haría feliz si usted me llamara Lisle, como mis amigos… O tal vez John, si lo prefiere.
—No estoy segura. —Aturdida, escuchó su propia voz como si viniera de lejos—. No me parece adecuado.
—Por favor, Anna. Como amigos.
Y ella supo, con la certeza de una revelación, que la gravedad de su mirada la haría ceder antes incluso que su sonrisa, y que si se sumergía en ella estaría totalmente perdida.
Cuando él se despidió con un nuevo beso en su mano y se alejó al galope en su montura, Anna fue consciente de que su mente giraba disparatada entre dos ideas. La primera era que besarle la mano parecía haberse convertido para el vizconde en una costumbre. Y la segunda, que no era capaz de comprender por qué sentía más decepción que alegría ante sus últimas palabras. Ser amigos ya era mucho más de lo que habría podido esperar. Entonces ¿por qué se sentía tan decepcionada?