11
El chasquido del aire rasgado llegó acompañado de un estallido de luz y una sensación de intenso frío. Un zumbido ensordecedor hacía que sus oídos parecieran a punto de estallar. Poco a poco, el frío dio paso a una insoportable presión en la cabeza y un dolor lacerante en el hombro que le hizo gemir.
Como entre la niebla, recordó que el administrador había intentado atacar a Andrew, y su instinto le hizo abrazar al niño e intentar incorporarse con él. Respiraba entrecortadamente, pero iba recuperando la vista.
Andrew se revolvió, y la miró con ojos horrorizados. Anna intentó sonreírle para darle ánimos, a pesar de que sentía un sudor frío recorriendo todo su cuerpo y una extraña debilidad en los miembros. Colocó una mano en el suelo para incorporarse, pero el agudo dolor que sintió estuvo a punto de hacerla caer. Aturdida y siguiendo la mirada de Andrew, volvió la vista hacia su hombro, donde un jirón de tela desgarrada colgaba hacia delante, mientras una gota de sangre se deslizaba sobre la parte del pecho que había quedado al descubierto. Con la otra mano, intentó colocar de nuevo la tela arrancada, y solo entonces fue consciente de la larga herida sangrante que el látigo había dibujado en su piel, sobre el hombro desnudo.
Se quedó paralizada, contemplándola con una mezcla de horror y fascinación. De repente, unos poderosos brazos la levantaron del suelo. A pesar de la niebla que parecía haber invadido su cerebro, comprendió que era John Sinclair. Se sentía dolorida y humillada, pero la sensación de protección que aquellos brazos le ofrecían hizo que deseara ocultar la cara en aquel hombro, y abandonarse a su cuidado.
—Anna, te voy a llevar a Hertwood Manor y llamaré al médico —susurró la voz de John junto a su oído—. Descansa aquí mientras preparan el carruaje.
Sintió que la depositaba junto al alféizar de una de las ventanas de la posada y entonces la visión de todo el patio apareció ante sus ojos. A su izquierda, derrumbado contra el cobertizo, Hubbard parecía una figura de cera, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo y los hombros encorvados. El látigo estaba abandonado a su lado, y al verlo Anna no pudo evitar apretar con más fuerza el trozo desgarrado de vestido que aún mantenía asido. El hombro le dolía y le abrasaba, pero rechazó la petaca que John le ofreció.
—Estoy bien, solo quiero irme a mi casa. —Procuró que su voz sonara convincente, a pesar de que notaba la boca pastosa, pero no produjo el efecto pretendido.
—No me importa lo que digas, Anna. He dicho que te voy a llevar a Hertwood Manor y eso haremos.
—Pero es imposible —protestó—. Tengo que ocuparme de Andrew y Eliza, y vamos a volver con Bess y su sobrino, así que no puedo irme así. Además, quiero ir a mi casa.
—Andrew y yo volveremos con Bess, señora Hurst. No tiene que agitarse por nada —dijo la preocupada voz de Eliza a su lado.
Anna parpadeó y se volvió hacia el lugar del que había llegado la voz. La joven estaba allí de pie, con las manos sobre los hombros de su hermano, y ella no los había visto. Un poco más allá, justo ante la puerta de la posada, Rachel, Julia y Gareth la contemplaban boquiabiertos. Y tampoco los había visto. Sacudió la cabeza, intentando encontrar algo de claridad en sus pensamientos. Se sentía tan confusa…
John y el administrador discutían, y ella creyó escucharle decir que se fuera. El señor Hubbard parecía protestar, pero a veces el sonido se le alejaba y no era capaz de entender nada. También los ojos se le cerraban. Apoyó la espalda contra la ventana, incapaz de seguir de pie. Solo quería dormir.
—De eso nada. —Una sacudida la despertó de nuevo. John. Una extraña calidez se extendió por su cuerpo al recordar cómo la había levantado del suelo—. No te dormirás hasta que un médico diga que puedes hacerlo. He mandado a un mozo a buscar al doctor Payne. Nosotros iremos en el carruaje.
—No voy a dejar aquí a Eliza y Andrew… —protestó con poca convicción, intentando soltarse de la mano de John, pero solo consiguió que la tomara de nuevo en brazos para conducirla hacia el coche.
—No los vas a dejar aquí. Gareth va a acompañarles a casa de la hermana de Bess. Luego volverán a casa tal como habríais hecho de no suceder… esto.
La indignación de su tono hizo que Anna se preguntara si tal vez se había enfadado con ella, pero estaba demasiado mareada para que eso le preocupara. A medida que el sueño se iba despejando con lentitud, era más consciente del violento latir del pulso en su cabeza. La sien derecha le ardía, y con cautela palpó la zona. Luego extendió la mano ante ella, y el brillo de la sangre en sus dedos le hizo comprender que se había golpeado la cabeza.
—No toques la herida, Anna. Ten mi pañuelo.
Tomó el lienzo ofrecido, y con sumo cuidado lo apoyó sobre la herida. No debía ser muy grande, a juzgar por la escasa sangre que había vertido. Tampoco el hombro había sangrado mucho, pero la piel de los bordes de la herida aparecía caliente y brillante, y Anna fue plenamente consciente de que no iba a poder evitar aquella cicatriz.
Llegaron al carruaje, y Anna echó un vistazo hacia atrás, por encima de su hombro desgarrado. Gareth estaba junto a Eliza y Andrew. Se despidió de ellos con la mano, y montó. Los asientos estaban recubiertos de pieles, y cuando John le tendió una manta para que se tapara, se le escapó un suspiro de cansancio. Sentía tanto frío…
John se alejó para hablar con el cochero, y Rachel entró en el coche. La joven se sentó junto a ella y comenzó a parlotear sobre la feria sin descanso. Anna la miró extrañada, hasta que comprendió que debían temer que tuviera una conmoción y no pensaban dejar que cerrara los ojos. Pero el día había sido cansado y el golpe la había dejado completamente agotada, y precisamente el sueño la ayudaría a recuperarse.
Un ruido sobre la gravilla atrajo su atención.
—Menudo numerito… —De pie ante la puerta del coche, Julia la observaba sonriendo cínicamente—. He de reconocer que lo ha hecho usted bien. Francamente bien.
—¡Julia! —se escandalizó Rachel.
—Ahórrate la moralina, Rachel —contestó sin mirarla—. Ella y yo nos entendemos. Y en estos momentos la idea de compartir un viaje lleno de loas al heroísmo me resulta muy poco atractiva. Así que creo que prefiero volver con Gareth. Au revoir, querida. Supongo que mañana será inevitable que la vea en Hertwood Manor. Qué se le va a hacer…
Con una risita, les dio la espalda y se fue. Ambas la contemplaron mientras se dirigía hacia el pequeño grupo formado por los Alcott y Gareth Trent. Anna sintió cierta aprensión ante la idea de que los hermanos pudieran ser molestados de alguna manera por la condesa, pero tras intercambiar algunas palabras, Gareth y los hermanos se pusieron en marcha, mientras Julia permanecía de pie ante la taberna.
Por fin John subió al coche y se sentó enfrente de ellas, y tras un ligero golpe en el techo, el carruaje comenzó su marcha. Anna se volvió hacia atrás cuando atravesaron la verja del Green Clover, y una señal de alarma se encendió en su cerebro; el burlón gesto de despedida que Julia le dedicó dejaba muy claro que de ninguna de las maneras pensaba rendirse, y Anna intuyó que aquella mujer podía ser más peligrosa de lo que había creído hasta entonces.
—Entonces, ¿me está diciendo que sí hay algo?
El señor Hubbard la contempló con interés, y apuró el contenido de la jarra depositado ante él. Después de la escena del patio, se sentía sobrio de golpe, y no dejaba de dar vueltas a la idea de que aquello había sido una estupidez. No se le había ocurrido pensar con quién había acudido el mocoso, aunque tampoco nunca habría pensado que lord Lisle estuviera allí. En fin, mala suerte. Lord Lisle le había dado un día para abandonar la propiedad; eso suponía que tendría que adelantar su traslado a Brighton, pero era el menor de los males. Gracias a Dios que todos aquellos años había podido encontrar fuentes… adicionales de ingresos que le habían permitido comprarse una pequeña vivienda en una zona elegante de la ciudad. Ah, sí, su retiro sería muy dulce, a condición de que nadie encontrara pruebas de la peculiar contabilidad que había aplicado a la recaudación de rentas y contratación de obras.
Y aún podía ser más dulce, si jugaba bien sus cartas ante aquella mujer. Sus cartas. Se rio del juego de palabras.
—Depende del grado de interés que tenga usted en este asunto, lady Holbrook. Por mi parte, encuentro difícil que pueda superar el que va a tener la propia señora Hurst.
—El interés que pueda tener ella no es relevante —cortó con altanería—. Lo importante, si le he entendido bien, es quién tiene los medios adecuados para satisfacerlo, ¿no es así? Pues bien, esa mujer no tiene dónde caerse muerta. Soy su única opción, señor Hubbard.
—¿Lo cree así? —Contempló el ambiente de la posada con fingido desinterés, cerciorándose de que nadie escuchaba la conversación—. Tal vez sí, o tal vez no. La señora Hurst no es rica, por supuesto; sin embargo, la futura lady Lisle sería otra cosa, ¿no le parece?
Julia entornó los ojos con odio, pero no se permitió perder el dominio de sí misma. No tenía dudas de que aquel hombre había tomado el pelo a Lisle, y no estaba dispuesta a que la engañara. Pero no tenía tiempo que perder. Miró hacia la puerta para asegurarse de que Gareth no había llegado, y decidió apurar el intento.
—Usted sabrá cuál es su mejor opción, pero le advierto que no estoy dispuesta a que se burle de mí. Primero he de juzgar si el contenido de esa correspondencia merece la pena. Tal vez sean cartas anteriores a su matrimonio. No, señor Hubbard, necesito alguna prueba de que merece la pena pagar por ellas.
—¿Quiere o no quiere las cartas? —preguntó de malos modos. La cabeza le zumbaba y el ruidoso ambiente de la posada no contribuía a su bienestar precisamente. No había pensado que fuera a ser necesario discutir tanto con aquella mujer.
—Muéstreme una y se lo diré.
El administrador dudó y, por instinto, dirigió su mano derecha hacia el bolsillo del abrigo, donde reposaba el fajo. Sabía que su mejor oportunidad de sacar rendimiento era aquella, pero no le gustaba que una mujer tomara las riendas. Al fin, decidió que podía mostrar una sin arriesgarse demasiado. Sacó el fajo del bolsillo, y rebuscó entre las últimas cartas del montón. Extrajo un papel, que desdobló y tendió con satisfacción.
—Puede leerla usted misma.
Julia la tomó. A medida que leía aquellas hojas, su reserva iba dando paso a una disimulada complacencia. Aquello era muy interesante, pero no debía parecer ansiosa.
—Bien, está claro que esta carta no es de su marido. Aunque tampoco resulta demasiado comprometedora.
El administrador, sabedor de que el brillo en los ojos de la condesa había delatado su interés, se limitó a encogerse de hombros.
—Usted sabrá. Si no las quiere, volveré a mi plan original. No tengo mucho que perder ahora, ya lo ve.
Julia echó un nuevo vistazo hacia la puerta. Gareth llegaría en cualquier momento y no quería que la encontrara en plena negociación.
—Bien, no tiene sentido discutir ni regatear. Estoy dispuesta a darle cincuenta libras por las cartas.
El administrador prorrumpió en una carcajada que atrajo la atención de algunas de las personas que se encontraban en el comedor.
—No las venderé por menos de quinientas, milady.
Julia ahogó una exclamación de furia: quinientas libras era demasiado dinero.
—Ahora comprendo cómo pudo usted cometer la estupidez de golpear a Anna Hurst para convertirla en una mártir —dijo con gélido menosprecio al cabo de unos segundos—. Debe estar loco, si cree que le voy a dar esa cantidad. Y aún más loco si cree que a ella le podrá sacar ese dinero. Cien libras, y es mi última oferta. —Se levantó del asiento y contempló al hombre con desdén—. Tiene para pensarlo hasta mañana.
—Doscientas. No estoy dispuesto a bajar de esta cantidad.
Julia enarcó las cejas, sopesando la contraoferta del hombre. Suponía que era un farol, pero estaba demasiado ansiosa por hacerse con las cartas, y sabía que no podría negociar bien. En fin, era mucho dinero, y tendría que hacerlo pasar por deudas de juego si su marido preguntaba algo, pero no era una cifra fuera de su alcance. Sin demostrar ni un ápice de complacencia, aceptó la cantidad y se sentó de nuevo, dispuesta a extender el pagaré. Cuando Horace Hubbard le entregó el paquete de cartas, una sonrisa maliciosa apareció en su rostro, y cuando apenas unos momentos después Gareth Trent llegó en su busca, ni las quejas de este pudieron alterar su satisfacción ante la forma en que el día había concluido.
Anna reprimió una mueca de fastidio, y se dispuso a obedecer al médico. Cuanto antes acabara la exploración, antes la dejarían en paz. El doctor Payne era un hombre concienzudo, y las protestas de Anna no habían conseguido convencerle de que se encontraba bien y podía irse a su casa. Así que permaneció echada sobre la cama, siguiendo la luz con la vista.
—Bueno, parece que no hay ninguna conmoción que pueda resultar peligrosa.
El doctor Payne se había vuelto hacia John Sinclair, quien permanecía de pie junto a la puerta. Anna también volvió la cabeza hacia él. De acuerdo que era el dueño de la casa, pero la paciente era ella y debería ser la destinataria del diagnóstico, pensó con cinismo. Intentó incorporarse y levantarse de la cama.
—Bien, en ese caso creo que puedo irme a mi casa. Les estoy muy agradecida por todo, de veras.
Pero antes de que hubiera colocado los pies en el suelo, la mano del médico la detuvo y la obligó a tumbarse de nuevo sobre su costado.
—Señora Hurst, es cierto que no parece haber una conmoción, pero le ruego que no intente ponerse aun en pie. Me atrevo a pronosticar que en estos momentos se debe sentir algo mareada.
—Ya le he dicho que estoy bien —murmuró con los dientes apretados. Lo cierto era que su intento de levantarse solo había conseguido que toda la habitación comenzara a dar vueltas, pero no lo iba a reconocer. Debía irse. Eso estaba fuera de toda discusión.
—¿Qué recomienda entonces, doctor Payne? —intervino John sin hacer caso a sus protestas.
—Que repose esta noche. Mañana pasaré temprano a examinarla de nuevo, y si todo sigue conforme, podrá irse a su casa.
—Pero yo quiero irme ahora —insistió con terquedad.
—Señora Hurst —John se dirigió a ella con tono seguro, casi arrogante, mientras comenzaba a andar en dirección a la cama—, dado que en estos momentos está bajo mi techo y que el doctor Payne recomienda que no lo abandone por ahora, debe comprender que la única opción posible es que duerma aquí. Si se fuera y algo le sucediera, la responsabilidad sería mía. Entenderá que no puedo permitirlo.
—Creo que soy capaz de tomar mis propias decisiones, milord, y nadie podría culparle por ello —objetó con tanta firmeza como pudo aparentar, aunque el mareo la debilitaba.
John estaba junto al doctor. Negó con la cabeza, sin ningún atisbo de duda sobre lo que había de hacerse. Anna comprendió que sus protestas no iban a surtir efecto en él. Por otra parte, sentía continuas punzadas de dolor en la sien. La tentación de cerrar los ojos y dormir en aquella suntuosa cama se estaba volviendo muy poderosa. Con un suspiro resignado se volvió hacia el doctor.
—Si es absolutamente necesario me quedaré esta noche, pero mañana me iré a mi casa.
—Muy bien, siempre que mañana la autorice a hacerlo. Y ahora —el doctor Payne se giró hacia John, que contemplaba a Anna con expresión indescifrable—, si me permite, milord, es el momento de curar la herida del hombro.
—Por supuesto. Llámeme si necesita algo más, cualquier cosa. —Luego la observó de nuevo, esta vez con una suave sonrisa que Anna encontró extrañamente tranquilizadora—. Avisaré a la señora Pratt para que envíe a alguien que la atienda, señora Hurst.
Anna asintió sin hablar, pero cuando él se dirigió hacia la puerta, se permitió demorarse unos momentos en la contemplación de su cuerpo esbelto y poderoso. Aquel hombre era imprevisible y exasperante, pero no tenía sentido que negara la atracción que sentía por él. Sin embargo, por mucho que su sonrisa le hiciera olvidarse casi de todo, la diferencia entre ellos era demasiada. No solo porque él fuera un hombre noble y rico; también era un hombre acostumbrado a mantener relaciones con muchas mujeres sin implicar sus sentimientos. Todo aquello no era sino parte de un juego para él. Pero Anna no iba a jugar. De ninguna de las maneras. Porque cuando el doctor Payne comenzó a limpiar su herida, y la intensa quemazón que sintió le hizo ahogar un grito, supo que aquel dolor no sería nada, en comparación con el sufrimiento que sentiría algún día si permitía que John Sinclair jugara con su corazón.
John apenas había descansado esa noche. Aún no había amanecido cuando él ya se encontraba completamente desvelado, asaltado por vagas inquietudes a las que no era capaz de dar forma, pero que sabía relacionadas con su infancia.
El silencio de la habitación se había hecho insoportable, y había decidido salir a cabalgar al alba. Desde hacía años había aprendido a centrar sus pensamientos en aquello que debía resolver sin permitirse digresiones, y era infrecuente que se sintiera desconcertado. Y en las escasas ocasiones en que eso sucedía, el ejercicio físico solía aliviarle.
Sin embargo, la vigorosa cabalgada del amanecer no había conseguido despejar la inquietud que le atenazaba. La escena de la víspera se le aparecía una y otra vez, Anna lanzándose sobre el cuerpecillo del niño, protegiéndolo con su propio cuerpo, y el látigo restallando en un siseo que hizo desaparecer de golpe todo el ruidoso estruendo del patio de la posada.
Al final, su paseo le había llevado a las inmediaciones de la presa, y en la penumbra que el primer atisbo de amanecer empezaba a deshacer, se había desnudado para zambullirse en las gélidas aguas del río. El impresionante frío le había cortado la respiración en un primer momento, y tuvo que dar vigorosas brazadas para evitar congelarse. Al cabo de unos minutos, había salido y se había vestido de nuevo, pero su mente no se hallaba más tranquila que antes. Debía reconocer, además, que aquel no era un buen sitio para dejar de pensar en Anna.
Porque de eso se trataba, había reconocido en el camino de vuelta, mientras mantenía a Thor a un suave trote y le acariciaba el poderoso cuello, distraído. Algo de lo sucedido la víspera había tocado alguna fibra de su alma, y a resultas de ello, parecía que no podía arrancar a Anna de su mente.
Desde la primera vez que se habían visto en los establos, había pensado en ella a menudo; pero si debía ser sincero, eso le pasaba a menudo con las mujeres atractivas con las que trataba en Londres. Claro que no se trataba solo de pura atracción física, porque cuando estaba junto a ella había algo que le hacía sentirse en paz, como si el universo estuviera en orden; pero no por ello se había planteado algo diferente a convertirla en su amante. Ella había dicho no, y eso debería haber sido el final. No era la primera ni sería la última, suponía.
Sin embargo, ese algo indefinible que le atraía de ella parecía ser adictivo, porque había perseguido su presencia una y otra vez: la había buscado en la presa, la había invitado a su casa para hablar de la escuela… Esa insistencia ya era extraña, pero tenía buenas excusas: necesitaba disculparse, necesitaba agradecerle algo, necesitaba su opinión… Sin embargo, tras lo sucedido en el patio de la posada, algo había cambiado. No lo comprendía bien ni era capaz de describirlo; tal vez fuera algo efímero, una especie de fiebre pasajera, pero en cualquier caso aquella asombrosa necesidad de estar a su lado era algo desconcertante.
Hacía años que John se había despojado de cualquier sentimiento de dependencia; confiar en otro ser humano era un camino seguro hacia la decepción. Todos aquellos a quienes podía haber necesitado le habían fallado, por lo que era una suerte que no hubiera depositado en esas relaciones más confianza de la necesaria para hacerlas funcionar de manera útil. La relación con sus padres le había enseñado pronto cómo serían las cosas. En cuanto a los amigos del colegio, aún mantenía el trato con muchos de ellos, pero todo se reducía a acudir a las carreras para apostar, ver combates de boxeo, y beber en el club antes de jugarse cantidades ruinosas en interminables partidas de naipes. Y si cuando conoció a Caro, tuvo una pequeña esperanza de que las cosas fueran distintas, muy pronto recuperó la cordura y comprendió que nada había cambiado para él.
Y, sin embargo, ahora algo muy diferente había comenzado a desarrollarse en su interior, y su desconcierto era enorme. Siempre había tenido claro qué lugar ocupaba todo el mundo en su vida, desde sus padres, profesores o amigos, hasta las refinadas mujeres londinenses con quienes mantenía discretas relaciones de mutua complacencia. Pero en aquel momento, después de ver cómo ella se interponía entre el administrador y el niño, ya no encontraba el lugar adecuado en el que encuadrar a Anna Hurst.
Algo desconcertante, irritante e inconveniente, que necesitaba una solución diferente a cuanto estaba acostumbrado a hacer. Y que, posiblemente, requería una valentía que dudaba poseer.
El sonido de una llamada en la puerta de la biblioteca le sacó de sus meditaciones. Bien, aquel era el primero de los pasos que debía dar, se dijo con resignación antes de dar la orden de que Decker abriera y anunciara a lady Holbrook.
Julia entró en la biblioteca tras él, con una despreocupación que John supo al instante que era fingida. Le indicó la silla frente al escritorio y él tomó asiento al otro lado. Julia no dijo nada, pero el segundo largo que tardó en obedecer la indicación fue suficiente para dejar patente que sabía que algo pasaba.
John se había representado aquella escena mentalmente varias veces; en ninguna de ellas, Julia había aceptado de buen grado su decisión. Pero estaba tomada.
Fue ella quien decidió romper el hielo.
—Debe tratarse de algo muy importante cuando me llamas a tu presencia sin siquiera haber desayunado.
—No tengo apetito y sí, es muy importante, así que será mejor que nos dejemos de rodeos y vayamos al grano; Julia, sé que hace unos días tomaste una libreta negra que guardé en mi escritorio. —John inspiró hondo, pero para su alivio, Julia se limitó a elevar una ceja en un gesto sarcástico—. Estoy seguro de que tendrías tus motivos, y no me interesan, pues no alcanzo a pensar en ninguno que justifique un abuso de confianza tan grave. Sé que acordamos que permanecerías aquí por un tiempo, pero en estas condiciones lo mejor para ambos será que abandones Hertwood Manor de inmediato. Daré instrucciones para que el carruaje esté preparado mañana mismo.
Para su sorpresa, Julia emitió una risa suave.
—Suponía que reaccionarías así al enterarte. Fue Rachel, ¿no es cierto?
—Eso no tiene importancia, ¿no crees? —respondió con acritud—. Nada justifica que tomaras la libreta. No se me ocurre qué pensabas que podía contener.
—No lo sé. ¿Poemas de amor, tal vez? ¿Un mechón de cabello?
—Julia, no empecemos de nuevo. Tú y yo…
—¡Oh, John, era una broma! Sentí curiosidad, eso es todo. Reconozco que esa mujer me disgusta, con sus aires de superioridad moral, cuando en realidad estoy segura de que en su pasado hay cosas que preferiría ocultar.
—No creo que su pasado sea asunto tuyo.
—Eso depende de cuánta influencia vaya a tener en nuestras vidas. ¿Y si descubriéramos que ella no es lo que parece?
—Julia, no vamos a descubrir nada de eso —insistió al borde de perder la paciencia—. Entre ella y yo no hay nada, pero de cualquier forma su pasado es cosa suya. Ordenaré que preparen el carruaje para llevaros mañana a Londres.
—Eso es lo que tú crees, pero tal vez acabes dándote cuenta de que debiste hacerme caso. Ella no es lo que parece, John, pero no voy a decir nada más hasta asegurarme.
Se levantó y él la imitó.
—Digámonos solo hasta luego, John. Espero que alguna vez cambies de idea y vuelvas a Londres. Ahora, si me disculpas, iré a ordenar que preparen mis baúles. En cuanto a Gareth, espero que tú puedas explicarle el por qué de nuestra repentina marcha. Porque a Rachel supongo que no le sorprenderá demasiado, n’est-ce pas?
Con una sonrisa atrevida, lanzó un beso por el aire y se dirigió a la puerta sin volverse. John la observó salir, moviéndose con burlona altivez. Para su alivio, no había sido tan difícil como se temía. Ahora solo le quedaba explicarle a Gareth lo mejor posible por qué debían irse de manera tan precipitada.
—De verdad que no fue nada —dijo Anna, algo sonrojada.
—Pero a mí me impresionó —Rachel le sonrió con admiración—. Yo no creo que hubiera podido reaccionar así. Me habría quedado paralizada.
Anna permaneció callada unos segundos. No había pasado una buena noche. Se había despertado muchas veces, con el corazón acelerado y empapada en sudor, con el eco del sonido de la carne desgarrada retumbando en sus recuerdos. Cuando por fin las primeras luces del amanecer se habían colado en la habitación, revelando la soberbia silueta del dosel de palisandro bajo el que se encontraba, se había sentido desconcertada. Le había llevado unos segundos recordar dónde se encontraba, y fue la aguda quemazón en el hombro al incorporarse la que le hizo recordar lo acontecido la víspera. El alivio de que el pasado estuviera lejano le había durado apenas un momento: la idea de cómo se había puesto en evidencia la tarde anterior le hizo gemir de mortificación, y solo el consuelo de saber que Andrew estaría bien le animó a intentar levantarse. Pero antes de poder encontrar sus prendas de vestir, la señora Pratt había entrado y le había hecho acostarse de nuevo, diciendo que eran órdenes del señor, y había hecho que le llevaran el frugal desayuno que el médico había indicado.
No había podido hacer sino obedecerla; su ropa tenía que ser lavada y reparada, y hasta que no trajeran otro vestido de su casa, lo que la señora Pratt había asegurado que sucedería en breve, estaba atrapada en aquella habitación.
Tras un suspiro resignado, elevó la mirada hacia la joven. Rachel la contemplaba con admiración, y se sintió muy incómoda.
—Lo cierto es que uno nunca sabe cómo va a comportarse ante situaciones así —explicó con reticencia—. Antes de hoy, yo tampoco hubiera creído que reaccionaría de esta manera. Soy la primera sorprendida.
—¿De veras? —Los ojos de Rachel se abrieron con sorpresa—. Pero usted es tan decidida, tan valiente…
Una risa amarga brotó de la garganta de Anna, desconcertando a la joven.
—No se fíe, Rachel, a veces las apariencias engañan. En otro tiempo yo no habría…
Se detuvo con brusquedad; había estado a punto de mencionar a Phillip. Apretó los labios, sorprendida y molesta por haberse dejado arrastrar por los recuerdos.
—¿Está segura de que se encuentra bien? —le preguntó Rachel, desconcertada por el malestar que había aparecido en el rostro de Anna.
—Claro que sí, aunque me siento exhausta. Pero no se preocupe por mí —se apresuró a tranquilizarla, al ver que la joven fruncía el ceño—, no se debe al golpe sino a que no he dormido bien.
—Bien, entonces la dejaré que descanse hasta que llegue el médico.
—Es una buena idea —llegó una voz desde la puerta.
Ambas volvieron las cabezas hacia allí; John Sinclair las contemplaba, apoyado en la jamba, con semblante serio.
—Oh, Lisle, me has asustado —le reprochó Rachel con una tímida sonrisa, llevándose la mano al pecho.
John entró en la habitación, pero se detuvo junto a la chimenea que estaba frente a la cama, a cierta distancia de ambas.
—No era mi intención, por supuesto. Solo quería avisarte que tu prima te ha mandado llamar. Mañana volvéis a Londres.
Rachel le dirigió una elocuente mirada y se levantó.
—Bien, entonces creo que iré a ordenar que preparen mi equipaje. He disfrutado mucho la visita, Lisle, pero creo que ya es hora de ver a mi familia. Imagino que tendré que volver a Kent antes de lo que pensaba.
John Sinclair la miró con impotencia, pero ella sonrió para tranquilizarlo. Cuando la joven desapareció por el pasillo John se volvió hacia Anna. La observó un largo momento con intensidad, sin moverse. Un rayo de sol se proyectaba desde la ventana hacia el suelo situado ante él, revelando diminutas motas de polvo en danza, y haciendo más patente la sombra que la chimenea proyectaba sobre su rostro.
—¿Estás bien, Anna?
—Estoy cansada, pero eso es todo —repuso con el tono más calmado que fue capaz de emplear, teniendo en cuenta que el corazón le latía a gran velocidad—. No he dormido muy bien.
—¿Y tu hombro?
—Poco más que un arañazo. En unos días curará.
Pero a pesar de su intento de sonar despreocupada, su voz no fue tan firme como pretendía, y en dos zancadas John se acercó a los pies de la cama.
—Te duele —dijo con incertidumbre, frunciendo el ceño.
Anna no pudo evitar que su corazón se emocionara, al sentir su preocupación por ella.
—Molesta un poco, pero se me pasará pronto.
—No has dormido bien y el hombro te molesta. Dolor y cansancio. De acuerdo. ¿Qué más te sucede?
Ella lo contempló largamente, antes de hablar. Cuando aquel hombre exasperante y encantador la miraba de aquella manera, pendiente de su estado, preocupado por ella, le era difícil no derretirse ante sus ojos. Emitió un bufido irónico en un intento de ocultar su emoción.
—Salvo que golpearse la cabeza con una piedra y recibir un latigazo te parezcan sucesos nimios, yo creo que eso justifica de manera suficiente mi estado de ánimo.
Aquella respuesta incisiva pareció tranquilizar a John. Con una sonrisa de alivio se dirigió al escritorio situado ante la ventana, de donde tomó una silla. La acercó a la cabecera de la cama y se sentó.
—Me alegro que ayer decidieras quedarte.
—No es que tuviera mucha elección, en realidad, ¿no te parece?
—Tal vez no. Estaba preocupado —se justificó—. Y el doctor Payne recomendó que te quedaras.
Anna permaneció callada. Aunque reconocía que la víspera podía haber insistido algo más en ser conducida a su casa, no podía negar que su debilidad había sido real, y cuando a alguien en ese estado le ofrecían una confortable habitación y muchos cuidados, decir «no» requería un esfuerzo de ánimo superior al que ella había tenido. Por otra parte, si debía ser sincera consigo misma, a pesar de sus protestas una parte de sí misma había deseado quedarse. En cualquier caso, las cosas ya estaban hechas, y ahora solo quedaba que el doctor Payne le permitiera volver a su casa. A su vida simple, segura y cotidiana, donde todo era previsible y tranquilo. Donde los días transcurrirían iguales unos a otros, y no se cuestionaría su situación.
—Espero que no me creas desagradecida, pero no era necesario que me quedara. El doctor podía haber acudido a mi casa.
—Pero allí no había nadie para cuidarte.
La tranquila seguridad de su respuesta conmovió a Anna, pero no estaba acostumbrada a que la trataran como a alguien débil.
—Sé cuidarme sola —replicó—. Hace años que vengo haciéndolo.
Sin embargo, aquella protesta no pareció amilanar a John, que se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas.
—Lo sé, Anna —repuso con suavidad—. Y también sabes cuidar a los demás. No creo que nadie en esta comunidad pueda dudarlo. Pero ¿qué hay de malo en dejarse cuidar de vez en cuando? ¿Acaso tú no lo mereces tanto como todos los demás?
Desarmada por la dulzura de sus palabras, Anna bajó la mirada. No deseaba que John la creyera débil o vulnerable. Dejarse cuidar era un lujo que ella no podía permitirse; debía ser fuerte e independiente, pues estaba sola.
Aún permaneció un rato contemplando sus manos unidas sobre la sábana, sintiéndose amparada por el silencio, hasta que John comenzó a hablar de nuevo, con aquella dulzura que amenazaba con trastocar su autocontrol.
—¿Sabes?, lo que ayer sucedió en ese patio fue admirable.
—¿Tú también? —preguntó resignada.
—¿También? —Dejó escapar una carcajada—. Supongo que Rachel te ha dicho algo parecido. ¿Tu modestia te impide aceptar este pequeño cumplido?
Anna negó con la cabeza, visiblemente incómoda.
—No deja de ser halagador que alguien te contemple bajo esa luz, pero lo que hice no fue nada excepcional.
—¿Eso crees? —John la observó con curiosidad. Luego se levantó para dirigirse hacia la ventana. Anna le siguió con la vista, intuyendo que debía permanecer en silencio. Al cabo de un largo rato, John continuó hablando—. Sin embargo, hay mucha gente que nunca se interpondría ante un látigo para defender a un niño. Ni siquiera a su propio hijo.
La amargura con que pronunció las últimas palabras puso a Anna sobre alerta. Escrutó con disimulo la silueta a contraluz de John, aparentemente absorto en la contemplación del paisaje.
Hacía tiempo que Anna había comprendido que aquel hombre luchaba contra demonios internos que ella desconocía, y supo instintivamente que nunca había estado tan cerca de conocerlos como en aquel momento.
—Eso que dices no es cierto —contestó con cautela, dispuesta a tantear su reacción—. Las madres defienden a sus hijos.
—¿Sí? ¿Todas? —Le dirigió una mirada sarcástica y de nuevo se volvió hacia la ventana—. ¿Incluida Julia?
—Tal vez Julia no sea una madre abnegada, pero eso no quiere decir que no lucharía por sus hijos con uñas y dientes, si estuvieran en peligro —repuso con tono neutro, consciente de que no era a Julia a quien tenía en mente.
El rostro de John se mantuvo impasible.
—Yo no apostaría mi vida en ese evento —se limitó a decir.
De nuevo el silencio se instaló entre ellos. Anna comprendió que en su interior se estaba librando una dura batalla, pero si decidía callar, no podría reprocharle que no confiara en ella. Al fin y al cabo, ¿no era ella quien le había recordado más de una vez que no eran realmente amigos?
Tras unos momentos de tensa quietud, John se sentó de nuevo con determinación.
—No, Anna, no todo el mundo es como tú supones. Tú eres un espíritu honrado y valiente, y tal vez te cueste creer algunas de las cosas que suceden en el mundo. Pero las madres no son siempre el refugio que encuentran los hijos.
Con todos sus sentidos alerta, Anna tragó saliva con cuidado, decidida a no hacer ningún ruido que alterara su decisión de hablar.
—Conocí a un niño que nunca encontró refugio en su madre. Un niño pequeño, tal vez inquieto, pero supongo que no más que otros niños. Un niño al que su padre decidió educar con aquello que tuviera más a mano. En ocasiones era el puño, otras veces una fusta o un látigo… Casi siempre de manera arbitraria, de modo que las causas variaban de día a día y el niño vivía siempre en tensión… Cualquier movimiento, cualquier pequeño error podía desatar el caos. Supongo que aquel niño pudo haber aprendido a esconderse y a pasar desapercibido, pero una vena de soberbia, o de rebeldía, le impedía hacerlo. Eso era lo que su padre peor soportaba, lo que él llamaba insolencia y el niño, si hubiera conocido entonces la palabra, habría llamado dignidad. Ese niño miró muchas veces a su madre entre lágrimas de rabia e impotencia, esperando que alguna vez detuviera aquello, pero todas esas veces la vio desaparecer por la puerta, en silencio, deslizándose como un fantasma. Todas.
Un pesado silencio cayó sobre la habitación. Anna permaneció inmóvil, temerosa de que cualquier movimiento rompiera aquel momento. John Sinclair tenía la mirada fija en el suelo, pero parecía estar muy lejos de allí.
—Pero con ocho años el niño fue internado en un colegio, y aquello fue el comienzo de su liberación. Comprendió que vivir lejos de su hogar era un pequeño precio a pagar a cambio de días seguros y predecibles. Y aunque en las vacaciones escolares debía regresar a casa, los golpes ya no le preocupaban porque sabía que pronto se iría. Comprendió por fin que podía vivir sin temor, sin necesidad de estar alerta en todo momento. Luego, cuando fue creciendo, y comenzó a recibir invitaciones de sus amigos para pasar con ellos las vacaciones, cada vez volvió menos. No fue un mal cambio. Las únicas rebeldías que a partir de entonces se permitió fueron dedicarse al comercio tras la universidad, y su matrimonio. Así que tal vez tú creas que lo que hiciste ayer no tuvo ninguna importancia, pero el niño que yo conocí no estaría de acuerdo con eso.
A pesar de que no era frecuente en ella, Anna sintió que se quedaba sin palabras. El desapego con que John había narrado la historia no consiguió engañarla; resultaba evidente que su infancia aún le dolía. Pero Anna había conversado alguna vez con la vizcondesa, y sabía que aquella mujer quería a su hijo. Podía comprender la rabia que aún habitaba en John, pero su madre debió tener alguna razón que explicara su comportamiento. Ahora Anna comprendía qué le había impedido a su hijo acudir, pero no era capaz de resignarse ante el evidente resentimiento que aún él albergaba.
—No sé cómo fue ese pasado, John —comenzó a hablar con suavidad—, ni sé cómo era el vizconde. Pero a ella sí la conocí, y si hay algo que puedo asegurar es que hablaba de su hijo con cariño.
—¿Siempre dispuesta a pensar bien de los demás, Anna? —preguntó con mordacidad—. En este caso, ella consiguió engañarte. Pero eso ya no tiene importancia.
—Ojalá eso fuera cierto, pero me temo que no lo es. ¿Acaso pretendes que crea que lo que tu madre sintiera por ti no te importa? —replicó con suave simpatía, sin dejarse intimidar por la mirada turbulenta del vizconde.
—Así es —respondió él con brusquedad—. Exactamente así. Y solo te he contado esto para que comprendieras que tu actuación de ayer no es habitual. No busco tu compasión, Anna. No se te ocurra tenerme lástima.
Anna bajó la vista; él no iba a admitir que su pasado aún le dolía, y ella no podía ayudarle de ninguna manera si no lo hacía. Pero a pesar de ello, él le había permitido asomarse a sus sentimientos, y Anna no quería renunciar a ese inesperado privilegio. Tal vez no estaba dispuesto a hablar más de su infancia en aquel momento, pero aquella narración había trazado un vínculo de inesperada intimidad entre ellos, y decidió intentar aprovecharlo.
—¿Por qué has dicho que tu matrimonio fue una rebeldía?
Para su alivio, John no pareció molesto por la pregunta. La observó sin responder, como sopesando cuánto debería contarle, y Anna se sintió atrapada por la inteligencia que brillaba en aquellos hipnóticos ojos oscuros. Cuando ya creía que no iba a contestarle, su voz la sorprendió.
—Cuando conocí a Caroline, era su segunda Temporada en Londres. El año anterior había sido la gran sensación de la sociedad. Se decía que había rechazado varias propuestas de excelentes matrimonios y destrozado unos cuantos corazones. Al principio no le presté mucha atención; yo no buscaba casarme, y una joven de diecinueve años, adorada y mimada, no me ofrecía ningún interés. Pero, poco a poco, nuestros encuentros casuales se fueron haciendo habituales: en la ópera, el teatro, en todos los bailes a los que acudía… Siempre la encontraba allí donde iba, y una vez que la veías, era difícil no fijarte en ella. Era muy hermosa, tanto que parecía resplandecer entre la multitud. Y siempre parecía estar disfrutando tanto de la vida…
Anna notó que un nudo se instalaba en su garganta, pero no fue capaz de mover ni un músculo. La evocación de aquella esplendorosa criatura le provocaba un deseo incontenible de taparse los oídos. Tragó saliva con dificultad, y esperó que John continuara hablando.
—Para cuando me di cuenta, estábamos prometidos. No es que no quisiera casarme, pero no fue una decisión meditada. Caroline era una mujer que despreciaba las normas, y pretendía que todos se plegaran a sus caprichos. Yo comencé a sentirme atraído por lo que interpretaba como un signo de valentía y de espíritu inquebrantable. Y supongo que sabía que aquello horrorizaría a mis padres… —De nuevo pareció sumergirse en los recuerdos, y Anna continuó inmóvil. Tras unos momentos, él levantó la mirada y la fijó en Anna, sonriéndole—. A eso me refería con que fue mi gesto de rebeldía, una mujer que no encajaba en lo que Halston Manor parecía esperar…
Anna le devolvió la sonrisa con inseguridad. La imagen de una criatura radiante deslumbrando a John Sinclair aún atormentaba su imaginación.
—En cuanto a ella —continuó John, repentinamente serio—, supongo que el hecho de que la ignorara durante mucho tiempo hizo que se sintiera herida en su orgullo. Imagino que me vio como un reto, y yo, debo reconocerlo, me sentí halagado por su interés. Era la joven más solicitada de Londres, y prometerme a ella resultaba una especie de triunfo que mis padres no podrían ignorar. No encuentro otra explicación a nuestro compromiso, cuando ella había rechazado ofertas mucho más ventajosas que la mía y yo nunca había querido casarme. Pero así fueron las cosas, y antes de que finalizara la temporada, estábamos prometidos. En cuanto a lo que sigue, creo que Julia ya te puso en antecedentes. —Ante el tímido asentimiento de Anna, prosiguió—. Lo que en un momento yo pude interpretar como valentía no era sino el reflejo de un carácter veleidoso, frívolo y egoísta. Caroline necesitaba desesperadamente sentirse admirada y deseada, y ningún juramento podía cambiar eso. Acudir a bailes y fiestas era como una necesidad para ella. Si yo pretendía que nos quedáramos una noche en casa, eso suponía un drama lleno de gritos, llantos y acusaciones de egoísmo. Y si salíamos, mi papel se limitaba a observar y tolerar su corte de admiradores. Pero lo cierto es que pronto dejó de importarme. En realidad, si he de ser justo, supongo que también para ella fue una decepción descubrir mi verdadero carácter.
John se recostó en la silla, estirando las piernas ante él, y cruzó los brazos sobre su pecho. Con sorpresa, Anna comprobó que estaba sonriendo.
—Supongo que Julia ya te habrá contado que Caroline tenía un amante. Es probable que hubiera más, claro está, pero nunca me he preocupado de averiguarlo. Lo que Julia no ha llegado a entender nunca es que, en realidad, no me importaba. Lo supe casi desde el principio. No nos hizo falta ni un año de casados para comprender que nos habíamos equivocado, y siempre que mantuviera las apariencias, no pensaba preguntarle qué hacía. Y no esperaba que ella me preguntara a mí. En ese sentido, creo que puede decirse que ambos nos amoldamos bien al fracaso.
Anna bajó los ojos, e intentó sonar serena; sentía clavada en el alma el reflejo de aquella belleza deslumbrante y caprichosa.
—Así que llegasteis a un arreglo. Entonces no fue un matrimonio tan diferente de otros, supongo.
El rostro de John se ensombreció, y permaneció pensativo. Anna esperó expectante, temiendo romper el delicado vínculo que le había hecho abrirse a ella.
—Pero al final sí hubo algo que no pude perdonarle —añadió con dureza al cabo de un momento—. Y el día que murió la dejé sola a pesar de sus súplicas. La odiaba, Anna, y en aquel momento me daba igual si vivía o no.
La sorprendida exclamación de Anna fue ahogada por el sonido de unos pasos fuera de la habitación. Decker apareció en la puerta para anunciar la llegada del doctor Payne. Anna se volvió con premura hacia John, pero este ya se había puesto en pie para recibir al doctor. Ambos intercambiaron saludos corteses, y cuando el doctor ocupó la silla junto a la cama, John salió. Anna le siguió con la vista mientras desaparecía por la puerta. El doctor no podía haber llegado en un momento más inoportuno. Su cerebro bullía de preguntas y dudas, y no estaba segura de cómo o cuándo podrían retomar aquella conversación. Con resignación, observó cómo el doctor Payne rebuscaba en su maletín, hasta que extrajo su lupa, dispuesto a repetir la exploración de la víspera. Los murmullos de aprobación que fue emitiendo al comprobar el estado de Anna le hicieron comprender que su estancia en aquella casa estaba llegando a su fin. Pero para su sorpresa, aquella posibilidad no le produjo nada del alivio esperado.