7

Un trueno retumbó sobre sus cabezas con violencia.

Anna creyó que no podría respirar.

Las gotas de lluvia se intensificaron, y el viento comenzó a formar remolinos de polvo. El cielo se había oscurecido tanto que apenas podía ver ante ella, y a pesar de que sentía como si flotara, se obligó a volver a la realidad. Comprendió que no habría forma de llegar al granero antes de quedar completamente empapados.

John pareció comprenderlo a la vez, porque tiró de las riendas del caballo para ponerlo en marcha de nuevo.

—No llegaremos, milord.

El estruendo de un nuevo trueno ahogó sus palabras. El agua resbalaba ya por su sombrero, dibujando surcos sobre su cara. Anna alargó la mano hacia su brazo, para captar su atención.

—Milord, apenas se puede ver y es peligroso continuar con esta tormenta. El caballo podría herirse.

—Cierto, pero tampoco podemos volver sobre nuestros pasos. —Mantuvo las riendas con firmeza y le dirigió una sonrisa culpable que pretendió ser tranquilizadora—. Usted conoce la zona, ¿hay algún lugar donde podamos guarecernos?

Anna echó un vistazo a su alrededor. Claro que lo había, pensó desazonada. Todavía daba vueltas en su cabeza la respuesta de aquel hombre. «Pasión» había dicho, y ella se sintió desfallecer. Odiaba la pasión. Odiaba ser apasionada. Desde hacía seis años se había ocupado de arrancar cualquier vestigio de apasionamiento que pudiera quedar en su carácter, como las malas hierbas en su jardín. Pero John Sinclair había visto bajo todas sus capas de respetabilidad y decoro lo que aún habitaba en ella. Se sentía infinitamente desdichada.

Él aguardaba con paciencia. Ella quería gritar de desesperación.

Sintió cómo el vestido empapado se le ceñía al cuerpo, enredándose entre sus piernas. Un nuevo rayo iluminó el horizonte, donde sabía que encontrarían refugio. Tenía que tomar una determinación.

—Se está congelando. —John detuvo el tílburi—. Deberíamos guarecernos bajo el carruaje.

Ella negó con la cabeza. No sentía frío. Él la había visto temblar y lo había achacado al frío, pero ella sabía que se debía al pánico. Se decidió a su pesar, extendiendo el brazo para indicar una construcción a su derecha.

—Estamos muy cerca de la granja de los Alcott —dijo.

Pero su voz, más que de alivio, se tiñó de resignación.

De manera inmediata el carruaje se puso en marcha hacia el edificio que los fogonazos de luz recortaban contra la oscuridad. Apenas doscientos metros delante de ellos, el pequeño sendero que conducía a la granja apareció a la vista. Aturdida por la violencia de la tormenta, que la deslumbraba a ratos para luego hacerle perder de vista el horizonte, tuvo que reconocer la maestría del vizconde con las riendas.

Cuando llegaron ante la puerta de la granja, le indicó por señas que rodeara la casa por la derecha y se dirigiera al pequeño establo para alojar el caballo y el tílburi. Hacía unas semanas que Eliza había vendido la montura y el carro de su padre, y estaba vacío. Luego se deslizó hacia el suelo y corrió a la entrada de la casa intentando sortear los charcos. Se agachó sobre la madera del porche, y levantó una pequeña grieta de donde extrajo la llave. Aunque habían entregado al administrador una de las que poseían, la otra la habían dejado oculta por si hubieran olvidado algo en la casa.

La llave resbalaba entre sus manos empapadas. Se apoyó en el picaporte, buscando la cerradura, y entonces la puerta se abrió sola. Le resultó extraño que hubieran olvidado cerrarla, pero su principal preocupación era recordar dónde habrían quedado las velas. Entró y se quitó los guantes mientras volvía sobre sus talones, escrutando la estancia. En la pared cercana a la cocina había un candil. Lo descolgó y se acercó al fuego abierto que separaba la cocina de la sala principal, donde sabía que encontraría pedernal.

Cuando unos minutos más tarde John entró en la casa y cerró la puerta, encontró a Anna de pie tras la mesa de comedor, inmóvil. La luz del candil ante ella llenaba su rostro de sombras, pero su consternación era evidente. John siguió la dirección de su mirada hacia el pie de un aparador de roble, cuyos cajones aparecían volcados sobre el suelo. Entonces Anna lo miró; pareció despertar de su estupor, y tomando el candil se dirigió a la cocina, donde los cajones también habían sido volcados. Luego recorrió las dos pequeñas estancias utilizadas como dormitorios, a las que se accedía directamente desde la sala, y cuyo estado era similar. Al regresar al centro de la sala, encontró al vizconde terminando de cargar una pistola.

—Hoy soy yo quien va preparado —dijo él con cierta ironía, por encima de su hombro—. Revisaré la casa y los alrededores. No se mueva de aquí.

Anna lo vio salir por la puerta, segura de que no pensaba moverse. Se volvió sobre sí misma para contemplar de nuevo la estancia, y solo entonces se dio cuenta de que estaba temblando. Las ropas empapadas le pesaban y tenía los zapatos encharcados. A pesar del desconcierto, su sentido práctico se impuso y se dirigió a la cocina en busca de carbón. Encontró algo en un cesto junto al hogar, y colocándolo sobre las piedras ennegrecidas, se arrodilló para prenderlo.

—También sabe encender el fuego… —comentó a su espalda el vizconde, al volver del exterior, cerrando la puerta tras él.

—Ya ve, si todo me va mal siempre podré trabajar en el servicio doméstico —replicó con calma, mientras se apoyaba en el suelo para incorporarse—. No tengo un ejército de criados que cumplan mis caprichos, así que he tenido que aprender muchas cosas.

—No era una crítica, Anna —repuso con suavidad.

—Lo sé.

«Y eso es lo malo», pensó mientras sacudía sus manos del polvo del carbón.

El vizconde atrancó la puerta y dejó la pistola sobre la mesa redonda.

—No había nadie. Asumo que tenemos un problema real de bandolerismo en esta zona —comentó con preocupación.

Anna giró de nuevo en derredor, observando el estropicio, y negó con la cabeza.

—Un bandolero no atraca una casa deshabitada como esta. Solo podría llevarse algunos muebles y utensilios de cocina. No, creo que quien quiera que haya entrado aquí buscaba otra cosa.

—¿Como qué? —John tomó dos de las sillas que había junto a ella y las acercó al fuego, invitándola—. Siéntese aquí y cuénteme a qué se refiere.

Con aspecto pensativo, Anna se acercó y se sentó junto a él, y aunque con cierta reticencia, procedió a contarle la conversación que había mantenido con Eliza. Mientras la escuchaba, John colocó los codos sobre las rodillas y apoyó la barbilla en las manos, con la vista fija en el fuego.

—Tenía que haberle dado la libreta en mi casa, pero me pilló tan por sorpresa que lo olvidé —concluyó Anna—. Yo di… di…

Se interrumpió. Un estornudo sacudió su cuerpo.

—Lo que faltaba. Con ese vestido empapado cogerá una pulmonía. —John se levantó y se dirigió a la cocina, de donde volvió con dos vasos. Sacó una petaca de plata de su chaqueta y vertió parte de su contenido en ellos—. Tome esto. Le hará entrar en calor. Ya hablaremos más tarde de esa libreta.

Anna tendió la mano hacia el vaso.

—¿Suele llevar eso encima cuando cabalga? —El fuerte aroma del brandy inundó sus sentidos e hizo que le picaran los ojos. Contempló con el ceño fruncido el oscuro líquido, y con un gesto de repugnancia lo bebió de un trago.

—Es útil cuando se va de caza —explicó como si eso contestara la pregunta. Se soltó los botones de la chaqueta mientras su mirada parecía buscar algo en la pared—. Y usted, ¿suele beber así?

—Nunca. —Su voz salió rasposa. La quemadura que el líquido le hizo sentir en la garganta había llenado sus ojos de lágrimas, pero comenzaba a notar una agradable tibieza en el cuerpo—. Solo había bebido brandy una vez en mi vida, antes de hoy, pero no recuerdo bien aquella ocasión.

—No es de extrañar, si bebió de igual manera.

Al fin encontró lo que buscaba; tomó el extremo de una cuerda que colgaba de un gancho en la pared y lo ató a otro gancho situado en la pared de enfrente, por delante del fuego encendido.

—Bien, ahora creo que lo mejor será que busque algo con que cubrirse y cuelgue su vestido para que se seque. Yo también colgaré mi chaqueta —dijo mientras deslizaba la prenda por sus brazos.

Anna sintió que la alarma secaba su boca.

—No —articuló con dificultad—. No es necesario.

—Oh, ya lo creo que lo es. —Su voz sonó desprovista de emoción. Colocó la chaqueta sobre la cuerda, y continuó con el chaleco—. No estoy dispuesto a que coja una pulmonía, ya se lo dije antes.

Estupefacta pero menos escandalizada de lo que esperaba, los ojos de Anna siguieron sus movimientos como si estuviera en trance. Los dedos fuertes y morenos del vizconde estaban soltando la corbata con delicadeza, descubriendo al retirarla parte de la piel del pecho. Anna bajó un momento la vista, parpadeó y al momento volvió a clavarla en él, cautivada. Era vagamente consciente de que el vestido, incómodamente pegado a sus piernas, desprendía una humedad que le resultaba muy desagradable, y sentía los pies y las manos fríos. Sin embargo, un reconfortante calor se extendía por su estómago y comenzaba a ascender por su pecho, su cuello, su rostro. Sentía que no podía apartar la vista de aquel hombre, maravillada e incrédula; en algún lugar dentro de su mente una voz le gritaba que aquello era una locura que debía cortar de inmediato, pero la cabeza le pesaba, y parecía funcionar más lenta que el resto de su cuerpo.

—No puedo hacerlo —protestó con poca decisión—. Sería indecente.

John había colgado el chaleco. Se volvió hacia ella, ceñudo.

—Mire, si acaba con una inflamación de los pulmones nunca me lo perdonaría. Esta situación no es exactamente cómoda para ninguno de los dos, y comprendo y aprecio sus recelos. Pero somos dos personas adultas y mayores que han estado casadas con anterioridad. Usted tiene un conocimiento de la vida que una jovencita no posee, y sus condiciones son muy diferentes. Reconozco que encontrarnos aquí los dos no es una situación habitual ni tal vez deseable, pero no deberíamos darle más importancia de la necesaria. No tiene por qué temer nada, créame.

Anna elevó la barbilla con altivez y con gesto malhumorado se dejó caer contra el respaldo de la silla. Vaya, así que ella no corría ningún peligro porque ya no era una jovencita. Aquel hombre era tan arrogante… De acuerdo. Se levantó con brusquedad, tropezando con la silla. La cabeza comenzó a darle vueltas, y sintió sus pasos inseguros, pero consiguió apoyarse con cierta dignidad en la pared para dirigirse a la habitación más cercana. Tenía que reconocer que, aunque su cabeza parecía irse hacia todos los lados, sentía una especie de languidez muy placentera en los miembros, y deseaba que el calor del fuego acariciara su piel. Tomó una de las fundas que cubrían un mueble y la sacudió. Con cierta dificultad, se desabrochó los cordones de la espalda y dejó caer el vestido a sus pies con un gemido de placer. Dudó si quitarse también las enaguas y las medias, pero eso, incluso en su estado de relajación, era demasiado para su sentido del pudor, de forma que tomó la tela y pasándola bajo los brazos, la enrolló alrededor del cuerpo. Una sensación de euforia la embargó. Se sentía viva, atrevida. Salvaje.

Volvió a entrar en la sala y se dirigió a la cuerda tendida frente al fuego, con el vestido en la mano. No tan salvaje, se corrigió al darse cuenta de que no podría elevar ambos brazos como si tal cosa.

—No puedo colgarlo.

John enarcó una ceja, burlón, y tomó el vestido. Tras depositarlo extendido sobre la cuerda, se volvió hacia ella, y se quedó un instante quieto contemplándola. Los hombros de Anna brillaban dorados a la luz del fuego, y su cabello, húmedo, desprendía un aroma silvestre, a bosque y a flores. Cerró los ojos un momento, aspirando su olor, y un ramalazo de deseo lo invadió. Se volvió con brusquedad hacia la mesa y se sirvió otro vaso. Tal vez aquello no había sido buena idea. Miró por la ventana; continuaba lloviendo sin parar y los truenos sonaban cercanos. Apuró su vaso de un trago.

La voz de Anna llegó desde su espalda.

—Yo también tomaría un poco más.

Se hizo un instante de silencio.

—¿Está segura? No está acostumbrada a beber…

—Estoy segura —«y tal vez, también, un poco achispada».

John le acercó una pequeña cantidad en un vaso y se sentó en la silla ante el fuego.

—Lamento que nuestra pequeña excursión se haya interrumpido de esta manera. Tenía realmente interés en ver ese granero.

Anna tomó un sorbo del vaso, ignorando su prosaico comentario. Allí estaba, en compañía de un hombre atractivo cuya camisa mojada transparentaba unos firmes hombros y una espalda ancha, y la idea de hablar sobre graneros no le resultaba sugestiva. Había demasiada sensualidad en el calor que el fuego derramaba sobre sus brazos y su cuello desnudos, y aquel líquido la hacía sentir valiente. Lo hizo girar en suaves círculos, aspirando su aroma. O puede que no fuera el líquido. Entrecerró los ojos, y dirigió su mirada al perfil del vizconde, inclinado hacia el fuego. Algunos mechones caían sobre su frente, y su aristocrática nariz brillaba humedecida. Una gota de lluvia se deslizó por su mejilla, desapareciendo entre los labios entreabiertos. Anna no pudo evitar un escalofrío de excitación. Terminó su bebida de un trago. Si tenía que tomar una decisión, estaba dispuesta a obtener la información que creyera necesaria.

—Lord Lisle, ¿por qué nunca ha venido a Halston?

Él se giró, sorprendido, y se recostó en la silla con los brazos cruzados sobre el pecho, en un gesto defensivo que reveló cuánto le incomodaba aquel tema.

—¿Qué quiere decir?

—Conocí a la vizcondesa un poco, los últimos dos años. Aunque debo reconocer que era una dama muy callada, cuando hablaba de usted lo hacía con afecto. Estaba orgullosa de su hijo. Y siempre me sorprendió que ese hijo nunca apareciera por su propiedad.

Un músculo latió levemente en la mandíbula de John Sinclair.

—Su pregunta es directa de un modo bastante inapropiado.

—Creí que había dicho que éramos amigos.

—En el futuro procuraré recordar que para usted amistad e impropiedad son conceptos incompatibles. —Una chispa de humor asomó a sus ojos—. Además acaba de llamarme «lord Lisle».

—Si le hubiera llamado John, ¿me contestaría? —insistió atrevida.

El músculo volvió a latir, atrayendo la atención de Anna hacia ese punto.

—Pruebe —retó.

El desafío contenido en su voz provocó un cosquilleo en su estómago. Elevó el vaso y lo miró a través del cristal. Su figura se descomponía en partes que se repetían, como un caleidoscopio brillante al resplandor del fuego. El líquido la había vuelto despreocupada y resuelta. En esos momentos, solo existía el presente.

—¿Por qué nunca visitaba a su madre, John?

Él sostuvo su mirada sin parpadear.

—No sentía la necesidad de hacerlo.

—¿Y la obligación?

Ambos se contemplaron sumidos en un silencio solo roto por el crepitar de las llamas. Un sexto sentido decía a Anna que aquel hombre se debatía entre emociones que ella no comprendía. Pero quería ayudarlo, deseaba borrar el sombrío dolor que había descubierto en él. Una oleada de anhelo subió por su pecho, y entre la bruma que aquel dulce calor extendía por su cuerpo, bruscamente comprendió que se hallaba en un peligro mayor de lo que había creído hasta ese momento. Y lo peor de todo, que Dios la ayudara, era que no deseaba escapar del mismo.

John Sinclair permaneció reclinado en la silla; tenía las piernas estiradas ante sí, un tobillo cruzado sobre el otro, pero la mandíbula tensa desmentía su aparente despreocupación. Anna esperó con los latidos del corazón resonando en sus oídos.

—Es curioso cómo uno llega a convencerse de que no tiene obligaciones, y cómo puede llegar a olvidarlas —habló al fin, con voz desprovista de emoción, contemplando fijamente las llamas—. Digamos que hubo un tiempo en que yo necesité a mi madre, y no la encontré. Luego, la lejanía lo hizo casi todo. A los ocho años me fui interno a Eton. Pasaba más tiempo con los compañeros de colegio que con mi familia, aunque antes de que me compadezca —advirtió sin mirarla—, le diré que lo prefería con mucho. Luego terminé los estudios, viajé, me dediqué a invertir mi dinero de la mejor forma que supe, y me casé. Ninguna de esas actividades tenía relación con mis padres. Viví lejos de ellos mucho tiempo. Tal vez olvidé las obligaciones.

—Suena cínico —observó Anna, recostando su cuerpo ociosamente en la silla.

Él se levantó y tomó el atizador. Se colocó en cuclillas para avivar las llamas.

—El hecho es que no vine. Hasta ahora.

—Pero su madre le escribía. Eso le haría recordar las obligaciones.

—Entonces llámelo como quiera. —La miró agachado, las manos sobre el atizador apoyado en el suelo—. No sentía deber filial, o era muy egoísta para cumplirlo, o era una persona insensible y arrogante… Seguro que alguna vez lo ha pensado.

—Más de una —admitió con sencillez—. Pero ya no.

—¿Ya no cree que sea un egoísta insensible?

—Creo que ha tenido sus razones para comportarse como lo ha hecho.

Una dolorosa comprensión cruzó la mirada de John, y levantándose, se dirigió con lentitud hacia ella, sin dejar de mirarla ni un momento.

—No pretendas ver en mí virtudes inexistentes, Anna —susurró con voz ronca—. Te arrepentirías.

—No lo creo.

—¿No? No me retes. No sé si podré resistirme a tu desafío.

Ella le siguió con la mirada, hipnotizada por el elegante movimiento de su cuerpo, mientras él se colocaba a su espalda. Con lentitud, John apoyó sus manos en la base de su cuello, y los pulgares comenzaron a trazar delicados círculos en su nuca.

Todas las terminaciones nerviosas del cuerpo de Anna parecieron estallar, enviando descargas que bajaban por su columna y se convertían en palpitaciones al alcanzar su vientre. Cerró los ojos y entreabrió los labios, dejando escapar un suspiro. No había previsto aquello.

John colocó los pulgares bajo su mandíbula. Con una ligera presión, empujó su cabeza hacia atrás. Se inclinó sobre ella y depositó un lento beso sobre su boca, probándola, tentándola, sorbiendo el sorprendido sonido que escapó de su garganta, para luego tomar su labio inferior entre los dientes y abrirse camino hacia su interior, deslizando su lengua por el sedoso contorno que quedaba al descubierto.

—Somos adultos, Anna —susurró tras apartarse apenas unos milímetros—. Somos dos adultos viudos y no debemos dar explicaciones al mundo. Podemos hacer todo cuanto queramos, como queramos. —Sus dedos se deslizaron por su cuello, mientras sus labios jugueteaban con su boca—. Yo te deseo, y tu cuerpo me dice que tú también me deseas. Eres una mujer apasionada. Lo supe desde el primer momento en que te vi. —Su voz ronca y sensual aletargaba la mente de Anna, conduciéndola hacia algún lugar desconocido del que no sabría volver. Como en un sueño, pensó que la voz del diablo no podría ser más tentadora—. Nadie puede decirnos qué hacer con nuestra pasión, Anna. No hay nadie a quien debamos ninguna respuesta.

Las manos descendieron, trazando el camino de su cuello hacia los hombros, arrastrando los tirantes de su camisola con enloquecedora suavidad. Su espalda se arqueó sin que pudiera evitarlo, sometida a la dulce tortura de las descargas que aquellos dedos enviaban por su piel. Sus dedos empujaron el borde de la tela hacia abajo, con una lentitud embriagadora. Anna notaba su tacto a través de la camisola, resbalando sobre su pecho. Escuchó un sonido ahogado, y comprendió que el gemido había salido de su garganta. «Oh, John». La piel de su escote parecía abrasarle, y sentía el pecho hinchado, tenso, necesitado.

«¿Necesitado de qué?» acertó a pensar entre la bruma del deseo que arrasaba sus defensas. Ella conocía el acto sexual; las posturas, los olores y sabores. Incluso lo gélido, brusco y vulgar que podía llegar a ser. Seis años casada daban para eso… Pero sobre la manera de no implicar su corazón, de aceptar la pura satisfacción física sin anhelar algo más, sabía muy, muy poco. No era rival para él.

Esa conciencia se abrió paso por su mente, justo cuando las puntas de los dedos comenzaban a descubrir la tibia piel de sus pechos. No podría defender su corazón. Comprendió que estaba en grave riesgo de ser herida. Enfebrecida, como si estuviera borracha, reunió todas sus fuerzas para decir una sola palabra.

—No.

Supo que él la había escuchado porque sus dedos se detuvieron bruscamente, al borde de sus pezones, dejándolos anhelantes, estremecidos. Permaneció quieto unos segundos, y después sus manos volvieron con lentitud a los hombros, y colocaron con delicadeza los tirantes en su sitio. Entonces fue consciente de la dificultosa respiración de él. Sus fuertes manos presionaron los hombros de Anna, sin permitirle volverse. Se quedó quieta, escuchando su respiración entrecortada, sin saber quién de los dos estaba más agitado. Poco a poco, el sonido se fue haciendo más regular, y las manos se aflojaron. Anna se giró en la silla y lo contempló desde abajo, alzando la cabeza. Sus ojos parecían más negros que nunca bajo las pestañas entrecerradas. Su pecho subía y bajaba, y había colocado las manos sobre el respaldo. Le pareció que los nudillos estaban crispados, y vio una gota de sudor deslizarse por la brillante piel de su cuello hasta el pecho, donde desapareció tras la camisa suelta.

Anna elevó la mano de forma inconsciente para tocarse los labios, sin apartar la vista de él. Aquel gesto pareció despertarlo, y con un ronco quejido se apartó con rapidez y se sentó en su silla, dejando caer la cabeza entre las manos.

Permanecieron así un largo minuto. Anna pensó, tontamente, que ya no escuchaba truenos. Tampoco el repiqueteo de la lluvia. Pero no se atrevió a decir nada, aún sumida en la conmoción de lo que acababa de suceder entre ellos. Le había dicho que no debían explicaciones a nadie; y era cierto, salvo por una cosa: no tuvo en cuenta las que su propio corazón le pediría. Comenzaba a sentir muy hondo el arrepentimiento de lo que había sucedido. Le abochornaba su falta de control, de propiedad, su temperamento lascivo al descubierto… El efecto del brandy había desaparecido de golpe, barrido por la oleada de vergüenza que la recorría. Se sentía paralizada, sin capacidad de decir nada, ni de volver a mirarle a la cara. Él la había deseado, sí, pero su «no» había llegado demasiado tarde para que, además, la respetara. Y ella quería más que deseo.

De golpe, su mente recordó una voz familiar insultándola.

«Zorra».

Aquel recuerdo la pilló desprevenida. Sintió que se desgarraba por dentro, y no pudo evitar que un torrente de silenciosas lágrimas desbordara sus ojos.

John escuchó el sonido ahogado procedente de su izquierda, mientras intentaba aplacar su deseo insatisfecho. Levantó la cabeza, y la visión del rostro de Anna cubierto por las lágrimas, que caían en silencio pero sin pausa, le desconcertó. La fuerza del deseo que había experimentado le había sorprendido a sí mismo. No deseaba a otras, se dio cuenta repentinamente al pensar en el cuerpo flexible de Julia o el abundante pecho de Henrietta. La deseaba a ella, maldita fuera, y no podría tenerla.

Ella le miró. John se preparó para ver el reproche asomando a sus ojos, escuchar censuras, quejas, acusaciones. Se preparó incluso para que le exigiera una reparación. Pero no esperaba aquella mirada desamparada, llena de culpabilidad. Culpabilidad por algo que él no comprendía. Pero aquel sentimiento le era demasiado familiar para permanecer impasible ante él.

Se acercó de nuevo y se arrodilló ante ella. Tomó sus manos, y las besó con suavidad. Anna no se apartó ni las retiró, y John comprendió con alivio que no estaba enfadada con él. No quiso preguntarse por qué era tan importante para él que aquella mujer no lo echara de su lado, pero sentía de una forma irracional que no quería perder su contacto. Elevó la mano para apartar las lágrimas que recorrían sus mejillas, y de nuevo ella lo aceptó.

—Anna, por favor, no llores —le dijo con dulzura—. No hay ninguna excusa para mi comportamiento, pero necesito que creas que no he tenido intención de lastimarte. Pensé que tú también… Pero me he dejado llevar por mis impulsos y te he ofendido. Perdóname. Por favor…

Anna le apartó con cuidado para levantarse y buscar un pañuelo en su vestido. Se secó los ojos antes de sentarse de nuevo en la silla. Le costaba tragar saliva, la garganta le dolía como si estuviera enferma, pero empezaba a recuperar la compostura. Su arrebato de lágrimas hacía que se sintiera doblemente avergonzada. Inspiró hondo antes de atreverse a enfrentar su mirada.

—No me has ofendido. El problema es mío; soy yo quien ha perdido la cabeza.

—¿Sí? ¿Así han sido las cosas? —Una sonrisa renuente apareció en su cara—. Me resulta muy halagadora la idea de haber sido capaz de trastornarte hasta ese punto, pero sé bien que mi comportamiento ha sido imperdonable.

—No hay nada que perdonar —musitó, mirándolo avergonzada—. Pero tal vez lo mejor fuera que no volviéramos a vernos.

John volvió a tomar su mano, y acarició sus dedos con lentitud.

—Tal vez, pero yo no lo creo. Soy un egoísta impenitente. —Sonrió como ofreciendo una disculpa—. Y necesito que comprendas cuánto bien me hace tu presencia. Desde que te conozco es como si me hubieras zarandeado para gritarme que estoy vivo. Cada vez que apareces, cosas que siempre me han parecido grises y anodinas parecen vibrar. Me divierten las cosas prácticas e inesperadas que sabes hacer. Me gusta la forma en la que defiendes lo que crees, con bravura y decisión. Aún no estoy preparado para renunciar a la novedad que has traído a mi vida, y soy lo suficientemente egoísta para intentar convencerte de que te quedes en ella. No seremos amantes si así no lo quieres, pero seamos al menos amigos. Por favor.

A pesar de su confusión, Anna le había escuchado con creciente asombro, fascinada por la imagen que aquel hombre atractivo y poderoso le transmitía de ella misma. No podía explicar qué le sucedía, pero desde luego no se sentía ultrajada ni ofendida. Que un hombre como aquel la deseara era una enorme sorpresa, pero en absoluto una ofensa. Su congoja se debía a otros motivos, difíciles de explicar. En realidad, llevaba años creyendo que, si se comportaba de acuerdo con las normas de la buena sociedad, estaría a salvo de los recuerdos. Pero en cuanto había olvidado sus propósitos, estos habían vuelto para herirla. Aún tenían ese poder, se estremeció.

—Amigos, Anna —volvió a repetir.

Amigos… Todo lo máximo que podrían ser, y con probabilidad ni siquiera eso. Sus situaciones eran tan diferentes… Asintió en silencio, sin saber siquiera si estaba aceptando.

—Lamento haberte ofendido —dijo de nuevo John con una sonrisa compungida.

Anna suspiró profundamente, retirando de un manotazo una última lágrima.

—No me has ofendido. Pero me siento mortificada por mi comportamiento.

—Tu comportamiento… Pero tú no has hecho nada, salvo decir «no».

Anna se sentía demasiado afectada para escoger las palabras adecuadas, pero hizo un esfuerzo por hacérselo entender.

—Te he devuelto el beso —explicó en voz baja, reticente.

John, sorprendido, acercó la silla para sentarse ante ella.

—Sí, y ha sido magnífico. Pero no consigo entender qué puede tener eso de malo.

—¿Ah, no? —El color retornó a sus mejillas, y le miró retadora—. Cuando me… acariciabas, no te he detenido.

—Me has detenido —sentenció con un destello de humor en los ojos oscuros—. ¿Recuerdas?

—Bueno, sí —continuó con terquedad—, pero eso ha sido… era… yo lo deseaba, ¿es que no lo comprendes? —insistió exasperada.

—Eso resulta halagador, y yo también lo deseaba —respondió con calma—. Pero tú has dicho «no». Sigo sin ver por qué habrías de avergonzarte. Aunque claro, tampoco lo vería si hubieras dicho «sí».

—John, los comportamientos admisibles en una mujer y un hombre son diferentes —explicó con impaciencia, incapaz de creer que tuviera que aclararle algo tan básico—. Lo que en vosotros es inconveniente, en nosotras puede ser irreparable. No somos iguales, y la sociedad no nos trata igual. Tú mismo hablaste el otro día de la frivolidad de las mujeres que conoces…

—¿Y qué tiene que ver el deseo con la frivolidad? —la interrumpió con asombro—. El otro día yo no hablaba de deseo, sino de generosidad. Todos deseamos, Anna. Yo no veo nada malo en ello, y es lo primero que te dije. Ambos somos adultos. Estuvimos casados, pero ya no lo estamos. No hay nadie a quien debamos una explicación. Tal vez el caso de una joven que busca marido sea otro; y sí, en ella esto habría sido indecoroso, supongo. Pero en una mujer adulta, viuda, independiente como tú, ¿a quién podría importar? No te confundas, Anna, la sociedad que yo conozco tal vez no lo diga abiertamente, pero no necesita que una mujer viuda se comporte como una doncella.

John se colocó frente a ella y depositó un beso en su frente. Luego se dirigió hacia la pared, y apoyó el cuerpo en ella, cruzando las manos a su espalda, como si quisiera dejar claro que no la iba a tocar.

—Anna, yo te deseo, no quiero negarlo. Entre tú y yo hay una atracción intensa, lo he sentido desde el primer momento, y sé que tú también lo has sentido. Si decidiéramos ser amantes, no hay nadie a quien eso deba importar. Solo a nosotros. Me ocuparía de ti. Disfrutaríamos juntos y te cuidaría. ¿No crees que podría funcionar?

Amantes…

A pesar de lo que había sucedido apenas hacía unos minutos, la palabra provocó un cosquilleo de excitación en su vientre. No ignoraba que en el mundo elegante aquello no tenía ninguna trascendencia, que muchas mujeres de la alta sociedad recibían varias invitaciones de ese tipo a lo largo de su vida, invitaciones que sopesaban con cuidado para elegir la que más le conviniera. En su momento, ella había soñado con un caballero andante, pero hacía tiempo que había descubierto que solo ella podría defenderse a sí misma. Sin embargo a veces la idea de contar con alguien más a su lado, alguien que la apoyara, que la hiciera sentirse viva de nuevo…

Pero no conseguía parecerle algo real. Una relación temporal con un hombre atractivo era algo bastante habitual para las damas de la alta sociedad, sí. Pero ella era la aburrida viuda Anna Hurst de Halston… Y qué imposible resultaba tomar en serio algo así.

—Yo… me temo que no soy tan mundana como las mujeres que conoces, John, yo no podría…

John pareció leer su pensamiento.

—No haríamos daño a nadie, Anna. Y nos tendríamos el uno al otro.

Anna sentía la cabeza dándole vueltas. No podía creer lo que le estaba sucediendo. Él le proponía que fueran amantes con pasmosa tranquilidad. A ella, de entre todas las mujeres que conocía… A ella, una aburrida viuda de cierta edad, a quien apenas había visto tres o cuatro veces en su vida. Aquello le resultaba increíble, casi milagroso.

Pero por habitual que aquello fuera en su ambiente, ella no era una mujer mundana y elegante como las que él acostumbraba tratar en Londres. Ella involucraría su corazón, y luego ya sería tarde para arrepentirse. Ella deseaba el acto sexual porque lo quería todo de la otra persona. Porque sentía una empatía profunda, una necesidad de proteger al otro, de descubrir sus miedos y aplacarlos, de descansar en él cuando estuviera inquieta, de compartir sus sueños y temores. Anna no deseaba por sí sola la satisfacción física que el sexo proporcionaba. Ser amantes durante un tiempo la destrozaría. Y no se creía capaz de volver a empezar.

—No puedo —musitó sin levantar la vista del suelo.

—Lo entiendo —encajó él, con sobriedad—. Y lamento que así sea, pero eso no importa, Anna, por mucho que te desee. Aunque ahora que todas las cartas están sobre la mesa, necesito que entiendas una cosa: puedo renunciar a tu cuerpo, pero no deseo renunciar a tu compañía. Quiero tu amistad.

—¿Por qué? —preguntó con un filo de sospecha en la voz.

John colocó la mano en la nuca, mientras una sonrisa asomaba a su rostro. Para su alivio, Anna había vuelto a mirarle de la manera franca y directa que solía.

—Es difícil de explicar, aunque supongo que a la vez es muy sencillo… —Meditó unos segundos, escogiendo con cuidado las palabras—. Verás, Anna, cuando vine a Halston hace unas semanas me sentía hastiado y aburrido. Mi madre se había ido antes de que yo pudiera… Bueno, eso ya da igual. El caso es que aquí no había nada que me atrajera, pero tampoco lo había en Londres. Los días me resultaban todos iguales, y odiaba estar aquí tanto como odiaba mi vida allí. Y de pronto apareciste tú, diciéndome lo necio e irresponsable que era, y obligándome a despertar y contemplar la vida que me rodea. Desde ese día siento que he recuperado algo que pensé que había desaparecido para siempre. Y temo que si te vas, vuelva a perderlo.

Muy a su pesar, Anna sintió curiosidad.

—¿Qué es?

Él la miró con fiereza, como si pretendiera apropiarse de su alma, mientras se inclinaba sobre ella para besarla de nuevo.

—A mí mismo.

Cuando ambos salieron al exterior, después de apagar el fuego y haberse vestido sin apenas palabras, el aire era diáfano y limpio, aunque la noche había comenzado a cubrir el cielo. Olía a tierra húmeda, y el camino estaba salpicado de charcos. John sacó el carruaje y el caballo, y ayudó a Anna a subir. Ella se sentía aún aturdida, le dolía la cabeza y se sentía insegura. Supuso que él estaría más acostumbrado a escenas como la que había vivido, pero cuando la tomó por la cintura para alzarla, creyó ver incertidumbre en sus ojos.

Permanecieron largo tiempo en silencio. Anna estaba absorta en sus pensamientos, y prestaba poca atención al conocido paisaje que desfilaba ante ella. Su cabeza hervía de ideas, y ni siquiera sabía si se sentía escandalizada o halagada. Había tanta confusión en lo que pensaba…

John la miró preocupado. No había dicho nada desde que habían salido de la granja. Decidió romper el silencio.

—La invitación a cenar sigue en pie.

—Lo sé —contestó con aire ausente.

John apretó los labios, y continuó conduciendo hacia Hertwood Manor.

—¿No estás molesta, entonces?

Anna se volvió hacia él. Lo miró de cerca: su mandíbula estaba tensa, y una ligera sombra aparecía bajo sus ojos. Estaba preocupado, se dio cuenta fascinada. Estaba preocupado sinceramente por ella.

—No, John, no lo estoy. Pero me siento algo confundida. Lo que hoy ha pasado… lo que has dicho… No esperaba que me sucediera nada así, y tengo que asimilarlo. Solo es eso.

—Me alegro —contestó aliviado—. Por favor, quédate a cenar. Haz que me sienta perdonado.

Le sonrió como lo habría hecho un niño que pide perdón por una travesura, y Anna no pudo evitar que una oleada de calidez la recorriera de nuevo. Tal vez él tuviera razón, después de todo. Tal vez la incomodidad que aún sentía se desvanecería con rapidez. Casi sin pensar, le devolvió la sonrisa.

—Aún no lo he decidido.

Se acercaban a la casa. El carruaje enfiló el camino con suavidad. John sabía que era muy tarde para una cena en el campo, pero dado que él mantenía los horarios de Londres, supuso que sus criados aún le esperaban en el comedor. El cielo estaba oscuro, con apenas unos tímidos rayos de luna que se filtraban de vez en cuando entre las nubes. Al avanzar por la avenida principal un lujoso carruaje negro a punto de ser introducido en las cocheras atrajo su atención. Supo cuál era el escudo de la puerta aun antes de verlo.

—Maldita sea —masculló.

Detuvo el tílburi ante la puerta principal, contemplando a Anna con consternación.

—¿Qué sucede, John?

—Anna, parece que tengo visitas en casa, y temo que no sean demasiado agradables. Debo decirte algo antes de que…

—¡Lisle!

La cultivada voz femenina llegó desde el vestíbulo de la casa, mientras ambos se volvían hacia ella. Con asombro, Anna vio descender a una hermosa mujer de cabellos rojos y distinguida figura, ataviada con un elegante abrigo de viaje azul, a juego con un pequeño sombrero adornado con una pluma blanca. Los bordados del abrigo también eran blancos, como el impoluto guante que cubría la mano que ofreció a John Sinclair al acercarse al tílburi.

—Buenas noches —la sonrisa que les dedicó, cortés pero fría, no alcanzó sus ojos.

Anna comprendió que aquella mujer estaba valorando su aparición junto al vizconde. Supo exactamente el momento en que llegó a la conclusión de que la presencia de Anna representaba algún tipo de amenaza, porque entornó los ojos apenas un momento con algo cercano al odio. Anna se estremeció a su pesar. Sus emociones seguían a flor de piel, y no tenía ninguna gana de enfrentarse a alguien que, a todas luces, la consideraba una enemiga.

John bajó del carruaje y se inclinó sobre la mano ofrecida. El evidente placer que aquella mujer demostró ante el gesto le colocó un nudo en la garganta, y no pudo evitar una punzada de celos.

—Buenas noches, lady Holbrook.

—¡Oh, John! ¡Cuánta formalidad! —protestó con una falsa risita que exasperó los nervios de Anna.

La mujer se dirigió a Anna con un tono artificialmente amistoso que no la engañó ni por un momento. Se dio cuenta de que, en apenas unos segundos, había comenzado a sentir una fuerte antipatía por aquella desconocida.

—Perdone a Lisle por su falta de cortesía al no presentarnos, pero temo haberle tomado por sorpresa con mi visita. Sin embargo, él y yo somos viejos amigos —pronunció la última palabra con intención, como si fuera una advertencia—, y las formalidades están de más entre nosotros. Soy Julia Dunn, condesa de Holbrook. Y usted ha de ser alguna amiga del pueblo, supongo.

La aparente solicitud de la frase apenas cubrió su desprecio, pero aquello no amilanó a Anna, como tampoco lo hizo la desdeñosa mirada que le dirigió de arriba abajo.

—Soy Anna Hurst.

Ambas se sostuvieron la mirada con determinación. Anna comprendió muy a las claras qué tipo de amistad la unía con Lisle, y captó a la perfección la advertencia de aquella mujer para que se retirara de su camino.

—Supongo que habrás enredado a Gareth para que te traiga —intervino John con aspereza, pero aquello no amedrentó a Julia.

—Tu amigo deseaba saber qué tal te encontrabas, y nos invitó a Rachel y a mí a que le acompañáramos para comprobarlo. Estábamos preocupados por ti. —Hizo un mohín y bajó el tono con zalamería—. No has escrito ni una carta.

Aquel sutil reproche hizo que Anna comprendiera que, bajo su aparente despreocupación, aquella mujer no estaba tan segura de su situación como pretendía demostrar. Pero ella ya había tenido demasiado por aquel día.

—Si me disculpa, lord Lisle —se dirigió a él con un tono de voz cuidadosamente desprovisto de emociones—, desearía que avisara cuanto antes al lacayo que iba a conducirme a mi casa.

Él se giró con prontitud, sorprendido.

—Quédese a cenar con nosotros, se lo ruego —invitó con cortesía, pero parecía incómodo, y la rigidez de su cuerpo le dijo a Anna cuanto necesitaba saber.

—Se lo agradezco mucho, pero sus invitados estarán cansados del viaje y temo que mi presencia haría la velada demasiado larga para su comodidad. Estoy segura de que preferirán una cena frugal y meterse cuanto antes en su cama. —Dirigió una intencionada sonrisa a Julia, quien, en respuesta, le devolvió una mirada cargada de odio.

—¿Tal vez otro día? —aventuró John, intentando captar su mirada para transmitirle su disgusto por la situación.

—Tal vez —contestó Anna con el tono de voz más ligero que pudo, mirando al frente.

John pareció resignarse, y ascendió los escalones para dar las órdenes oportunas. Tras un par de minutos, un lacayo apareció y el carruaje salió de nuevo al camino, llevando a una Anna intensamente consciente de la mirada de resentimiento que Julia había clavado en ella antes de entrar en la casa. Así pues y a pesar de lo que el vizconde había dicho, reflexionó desapasionadamente, uno de los dos debía explicaciones a alguien. Una sensación de profunda decepción se instaló en ella. Pero en aquel momento no era capaz de pensar en aquello. Bostezó con disimulo, y se sintió extenuada. Había sido uno de los días más sorprendentes de su vida.