PRELIMINAR
Haber escrito Repensar a Heráclito supone la satisfacción de un sueño largamente acariciado. Guardadas las debidas distancias, de la misma manera que Nietzsche confiesa que cuando leyó la primera página de Schopenhauer supo que habría de leer hasta la última, supe al acceder hace muchos años a un fragmento de Heráclito que ya no podría desligarme intelectualmente del sophos de Éfeso, y, al correr del tiempo, cuando tuve la osadía de escribir filosofía, asumí también la idea de que algún día me atrevería a reflexionar por cuenta propia sobre sus apotegmas. Ese día, por fin, ha llegado, y aquí están mis pensamientos sobre el pensamiento de Heráclito, que podrían cerrar, perfectamente, mi corto y nada destacable camino filosófico.
Querer decir algo novedoso y provocador respecto a Heráclito es casi tarea imposible. Redescubierto tardíamente, casi a las puertas del siglo XIX (Hume y Kant ni siquiera lo citan), el vertimiento, admiración y alabanza que merecieron los pocos fragmentos rescatados de fuentes clásicas y paleocristianas (san Clemente de Alejandría y san Hipólito, de manera fundamental), se han mantenido incólumes hasta nuestros días. Ningún otro filósofo presocrático, aunque los hay señeros y muy admirados como Demócrito, Parménides y Anaximandro, ha suscitado el respeto, pleitesía y devoción que acompañan a Heráclito desde hace más de dos siglos. Se le ha estudiado bajo todos los ángulos (el filológico, el histórico, el estricto filosófico, el moral y el religioso), hasta el punto de que la bibliografía que le concierne es extensísima, y, sin embargo, se puede seguir escribiendo sobre él, cabe quedar enredado en la magia de su pensamiento una y mil veces, quizá porque su mente rozó la eternidad.
Es obvio que este libro no es un nuevo estudio filológico de los textos de Heráclito (ya hay muchos y buenos, uno de nuestro García Calvo), ni una recreación histórico-filosófica sobre la inserción del mismo en la filosofía presocrática, algo para lo que carezco de mérito y afición, sino que su cometido es mucho más modesto y, al mismo tiempo, según se mire, mucho más ambicioso: pasearse reflexivamente e intentar respuesta sobre cómo deben interpretarse sus sentencias para que resulten actualizadas y puedan seguir vertiendo su esencia a la satisfacción de necesidades intelectuales de nuestros días. Si Heráclito nos sigue sirviendo, y yo estoy convencido de ello, cómo deben leerse, cómo han de entenderse y qué sentido hay que dar a sus palabras para seguir recibiendo de ellas el máximo de su elixir, su máxima fragancia. A ello me he entregado con particular celo y gozo, y con resultados que no me atrevo a valorar; juzgue el lector exigente y perspicaz.
Recordar que ya en su tiempo y en el inmediatamente venidero Heráclito gozó fama (y así se le nominaba) de «Oscuro», «Enigmático», «Tenebroso» o «Tortuoso», no aporta nada nuevo, habida cuenta la especial complejidad y aparente contradicción de su pensamiento, a caballo entre lo profético, lo provocador y lo cabalístico; como tampoco lo aportan los juicios vertidos por filósofos modernos, especialmente alemanes, entregados al elogio, a la sorpresa y a la exaltación, ante un auténtico «fenómeno» que conmociona una parte importante del aparente sólido edificio de la philosophia perennis.
La lista de ellos es larga, variada y rica, con presencia destacada de algunas de las primeras figuras de la filosofía moderna y contemporánea occidental. Hegel revela que no ha dejado de introducir ni un solo de los apotegmas de Heráclito en su Lógica. Nietzsche ve en el maestro efesio al filósofo más claro y profundo de todos los tiempos. Y Heidegger lo considera como el más fascinante de los pensadores griegos tempranos, porque «sus frases son como enigmas y sus palabras parecen ademanes». Por otra parte, no debe extrañar que el hechizo que destilan los fragmentos heraclianos hayan tenido especial efecto en filósofos que mentalmente se aproximan, por su carácter provocador, por su tendencia debeladora, por lo enigmático de sus formulaciones y por el gusto de la confrontación, al paradigma que representa Heráclito. Que hombres de pensamiento fustigador y hasta alguna mujer (la exquisita y rebelde Simone Weil) se identifiquen plenamente con él, tales como Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche o Heidegger, si algo revela es que ellos mismos fueron tan «filósofos malditos» como lo fue el efesio, aunque nadie se atrevería a catalogarlos de «¡malditos filósofos!». En el mundo árido y, en ocasiones, apesadumbrado de la filosofía, que un ramillete de sus mejores pensadores opte no sólo por la soledad, el pesimismo, la melancolía y la tristeza, sino asuma, además, una fuerte dosis de desesperación no debería asombrarnos en demasía, habida cuenta la índole de los factores y la naturaleza de las conclusiones que en su cultivo se utilizan y obtienen.
Heráclito fue un filósofo «difícil». Difícil en su propia vida, difícil en sus relaciones, difícil en su encaje personal y difícil, muy difícil, en sus juicios. Aunque no lo buscase expresamente, sus pareceres incidían como auténticos «trallazos espirituales» en todo lo que tocaba, lo mismo fueran personajes consagrados, sacerdotes, gobernantes o doctrinas filosóficas respetadas. Ataca sin piedad al populismo y a los desmanes pseudodemocráticos de su ciudad, a sus regidores y a sus propios compatriotas: «Que no os falte nunca la riqueza, efesios, para que vuestra ruindad destaque», o «bien harían los adultos de Éfeso en ahorcarse y dejar el gobierno de la ciudad a los niños», llega a exclamar. Y aunque deje indemne a alguno de sus predecesores en el pensamiento (de Bías de Priene dice que «superó en valía a todos los demás» y de Tales de Mileto que fue «el primero en practicar la astronomía»), la mayoría de ellos no queda bien parada. Así, de Homero, tras resaltar que era «astrólogo», sentencia que «merece ser expulsado de los certámenes y apaleado, lo mismo que Arquíloco». A Hesíodo no le va mucho mejor, pues tras reconocer que «es maestro en la mayoría de las cosas», critica que se atribuya la más grande sabiduría a alguien que «ni siquiera comprendía que el día y la noche son una misma cosa»; y cuando afirma que «la extensión de los conocimientos no enseña a tener inteligencia», pone como ejemplo de ello «a Hesíodo y Pitágoras, y aun a Jenófanes y Hecateo». Pero, quizá, el peor tratado de todos fuera Pitágoras, a quien llama «príncipe de los impostores», y al que asigna, tras reconocer que «estudió más que ningún otro hombre y con una selección de sus lecturas formó su propia sabiduría», «estar dotado de mucha erudición y perverso procedimiento».
A mí, Heráclito siempre me ha subyugado, cautivado y estremecido. Sus citas las he prodigado en mis libros de filosofía, y, a la menor ocasión, las utilizo como punta de lanza para el ataque o la defensa, pero, sobre todo, para mostrar en su «gloriosa» desnudez tantos lugares comunes, tantas entelequias y tantas afirmaciones gratuitas que solemos aceptar sin mayor juicio y sin el pago previo de la reflexión crítica. Es un vehículo extraordinario y, en ocasiones, imprescindible para entrar en los vidriosos y peligrosos campos de los dioses, de la muerte, de los sueños y del más allá. Su relativismo, sus dudas, sus denuncias, sus juicios acerbos, sus demoledoras impresiones y sus enigmas constituyen una incitación permanente, un desafío constante y una llamada casi irrelegable a adentrarnos donde reina la oscuridad, el misterio y la incógnita. Su lámpara orientadora suele ser buena guía, quizá porque, como escribe Nietzsche, «en cada palabra de Heráclito se expresa la majestad de la verdad captada mediante la intuición, no mediante la lógica».
Pero hasta este libro, empero, no me había limitado a utilizar sus fragmentos en una u otra ocasión como apostilla, reclamo o mera refutación a propósito de un determinado tema, sino que uno de esos fragmentos, para mí de los más sublimes y extraordinarios, había sido objeto de tratamiento monográfico en mi obra Meditaciones filosóficas. Allí, y bajo el poco reverente título «Las dudas de Zeus», me aboqué al tratamiento en profundidad del texto heracliano, «lo Uno, lo único sabio, no quiere y al mismo tiempo quiere ser llamado con el nombre de Zeus». El reto intelectual que supone en todos los órdenes es magnífico; se acerca a Demócrito y establece un criterio de relatividad y ambivalencia sorprendente para su tiempo. No voy a reproducir mi reflexión al respecto, y remito al libro citado a quien tenga curiosidad por conocerla; sólo añadiré, aquí y ahora, que ésta, mi primera incursión seria en el corpus heracliano, fue también la tentación insalvable, pues desde ese momento supe, tras haber probado el néctar y la ambrosía que destila el pensamiento de Heráclito exprimido con ansia y fuerza, que repetiría, que volvería a zambullirme en ese turbión y que ahora ya no sería con un pensamiento aislado, sino con lo más selecto y mejor de su rica cosecha. Ahí está el origen directo, la justificación y el motivo de este Repensar a Heráclito.
¿Es el presente un libro más sobre Heráclito? Sí y no. Sí, porque, como es obvio, gira en torno a la parte conservada de su pensamiento y trata de obtener de ella las saludables lecciones que permite; con lo que, inevitablemente, hay que introducirse en el conjunto de opiniones y pareceres que multitud de autores han prodigado, buscando el acomodo en esas líneas maestras que al correr de los años se han ido asentando: de manera fundamental, el fluir continuo de todas las cosas y la coincidentia oppositorum. Y no, porque he intentado no conformarme con esto y he tratado de llevar el pensamiento de Heráclito a nuestros días, contrastándolo con las nuevas realidades, incardinándolo en hechos de reciente factura y haciéndole decir aquellas cosas que demanda el tipo de vida al que pertenecemos.
¿Es ello una «herejía» o una utilización inadecuada de Heráclito? Pienso que no. Si hasta los Libros Sagrados de las religiones reveladas o de salvación experimentan semejante acomodo y deben ser adaptados a las consecuencias del devenir inexorable de los nuevos tiempos, ¿cómo sustraer del mismo proceso a las doctrinas de un determinado filósofo medular, de uno de esos pensadores, como es el caso de Heráclito, que pensaron para siempre y se incorporaron a la categoría de los que se denominan, en feliz expresión de Heidegger, filósofos iniciales?
Aparte de que el repertorio de sentencias del maestro de Éfeso lo permite y aun lo demanda en su núcleo sustancial. Heráclito es uno de esos pocos pensadores instalados naturalmente en la profundidad, avistadores de lo que la mayoría no ve y capaces de pensar ad aeternum. Por ello, sus claves filosóficas fundamentales no sólo pueden sino que deben ser trasladadas a la hora presente, pensadas de acuerdo a nuestras exigencias y actualizadas de tal manera que encajen, sin forzamiento alguno, en un mundo tan distinto y al mismo tiempo tan igual de aquel que, junto a unos pocos, tan decisivamente contribuyó a diseñar en sus líneas maestras. Hay pensamientos que, una vez dichos, quedan dichos para siempre y proclamaciones que, tras formularse, ya no es posible eludir; algunos de unos y otras corresponden a Heráclito, por lo que reconocer su permanencia, a través de los pequeños retoques y los mínimos acomodos que el paso del tiempo impone, pienso es la mejor manera, no de desvirtuar al maestro, sino de asegurar su permanencia indeleble. Es lo que he pretendido en esta obra.
Al concluir la presentación de la misma, quiero hacer reconocimiento especial de un libro que me ha sido particularmente útil y que he usado y hasta «abusado» a discreción. Se trata del recientemente aparecido Heráclito: fragmentos e interpretaciones, de José Luis Gallero y Carlos Eugenio López. Se trata de un libro de Heráclito para los libros sobre Heráclito, ya que recoge en relación con cada uno de los fragmentos heraclianos, prácticamente, todo lo que le sirve de antecedente (Píndaro, Homero, Hesíodo, Esquilo), todo lo coetáneo y todo lo que al correr de los siglos y hasta nuestros días se ha ido diciendo al reclamo intelectual de uno de los pensadores filosóficos más sugestivos y sugerentes de todos los tiempos. El libro en cuestión me ha aliviado de muchas fatigosas búsquedas, me ha suministrado ordenado, en la materia y en el tiempo, un mosaico de pareceres casi inagotable, y me ha facilitado, de manera considerable, la confección de una obra que, sólo por referirse a Heráclito, ya es, de partida, difícil, compleja y polémica.
Septiembre de 2010
Ángel Cristóbal Montes
Universidad de Zaragoza