11.
«LA NATURALEZA DE LAS COSAS GUSTA DE OCULTARSE»
Abordamos en este capítulo otra de las sublimes muestras de enigma-anticipación-solución que el genio de Heráclito suele dispensarnos para sumirnos en un mundo donde toda aseveración resulta dudosa y toda especulación parece insuficiente; pero ése es el complacido y complaciente precio que hay que pagar cuando se tiene la osadía, cual es mi caso, de intentar penetrar en su peculiar mundo. Tener la pretensión de avanzar en el conocimiento y adaptación del sabio de Éfeso sin «contaminarse» un tanto por sus «extraños» pronunciamientos, sin caer, en tipo alguno de «alineación» y sin decidirse a aceptar que algunas de sus sentencias, aunque tengan un profundo sentido escondido y, en cierto modo, inasequible, juegan a la paradoja, a la provocación y al equívoco, es, quizá, el peor servicio que podemos brindar a quien ha ofrecido a la humanidad uno de los portillos de luz filosófica más extraordinario y portentoso. Al fin y al cabo, en palabras de otro gran filósofo también enigmático y convulsionador, «el genio es su propia recompensa» (Schopenhauer).
En este nuevo apartado, lo primero que quiero significar es que el término «naturaleza» se va a utilizar lato sensu, esto es, para significar lo mismo la Naturaleza que la condición de cualquier objeto; y, por ello, se hace uso de la genérica y omnicomprensiva locución «la naturaleza de las cosas», que nos evitará puntualizaciones, precisiones y separaciones minuciosas caso por caso, y siempre tediosas y confundidoras. Al fin y al cabo, el término griego physis permite semejante concentración de sentido, en cuanto, según advierte Heidegger, habría que traducirlo como «emergimiento» pues «emerger y ocultar están nombrados en su vecindad más cercana», en cuanto «el emerger se halla desde siempre inclinado a ocultarse, albergado en el ocultarse» (él propone la traducción del fragmento heracliano como «el emerger se complace en ocultarse», que no vamos a utilizar para no añadir, tan propio de ese otro genio provocador que es Heidegger —el «Heráclito alemán» lo hemos llamado en otro lugar—, dificultad sobre dificultad, oscuridad sobre oscuridad). Por su parte, nuestro puntilloso y minucioso filólogo García Calvo también resalta la problemática de traducir physis como natura o naturaleza, por los significados modernos de estos términos, y se inclina, en ocasiones, por hablar de «manera de ser de las cosas» (equivalente, por tanto, pensamos, a essentia y substantia de las mismas, en cuanto reveladoras de «aquello por lo que una cosa es la que es y se distingue de las demás», al modo clásico de definirlas); y añade estas interesantes consideraciones sobre el empleo de aquella locución: «significando por un lado las cosas en general en su aparición, relaciones mutuas y proceso, y por otro lado la contraposición con lo irreal, imaginario o simplemente supuesto por abstracción o deducción», aunque no deja de observar que tomado el término así, «resulta sumamente chocante que de la realidad se diga que gusta de esconderse, cuando es pretensión de la realidad el aparecer (lejano eco del ‘emergimiento heideggeriano’) y hasta el imponerse», por más que considere en su descargo que «lo que haya de chocante está también análogamente en la frase original, con la dialéctica de relación entre lo físico o aparente y lo lógico o verdadero».
Así como con relación a otros pensamientos de Heráclito, algunos comentados ya en esta obra, es relativamente frecuente encontrar anticipo de Homero, Píndaro o Hesíodo, respecto a este texto no es fácil rastrear precedentes o, al menos, no se conocen. Quizá conspirase contra ello el dato fáctico de la esplendidez, espectacularidad y luminosidad de la Naturaleza que desde siempre asombra a los hombres con lo que ven y no con lo que intuyen, y les lleva bien a cantarla, en el caso de los poetas, bien a estudiarla, en el supuesto de los primeros filósofos, cuyas primigenias obras, casi en su totalidad, suelen titularse De natura, tal cual ocurre con Tales, Anaximandro y, probablemente, con la obra perdida de Heráclito de la que proceden los fragmentos conservados a través de los libros de otros autores.
En cambio, una vez conocido el pensamiento heracliano que comentamos se produce durante siglos una especie de explosión erudita respecto a la misma que llevará a numerosos escritores a recibirlo, comentarlo y criticarlo. Quizá sea en el judío Filón de Alejandría donde se encuentre el mayor número de semejantes referencias: «El árbol de la ciencia del bien y del mal es, siguiendo a Heráclito, nuestra natura, que gusta de velarse y esconderse» (comentario al Génesis). «Pues bien, me parece a mí que el pozo es símbolo de la ciencia, pues no es sencilla la natura de ésta, sino muy profunda, ni está ahí al descubierto, sino que en algún sitio inaparente gusta de esconderse» (De los ensueños). Para Juliano, «pues gusta la natura de esconderse, y lo escondido de la esencia de los dioses no consiente que se le arroje con palabras desnudas a oídos no purificados». En el verso del poeta Manilio se canta: «ve ahí que se esconde la natura en vasto retiro / y a las miradas mortales y a nuestras mientes escapa». Y, en fin, entre los clásicos, también Séneca hace referencias al pensamiento de Heráclito, aunque sin mencionarlo expresamente: «escapa a los ojos, se la ha de ver con el pensamiento»; «muchas cosas son oscuras, a la par llenan nuestros ojos y los burlan»; o «en demasiado santo retiro se ha quedado oculto y allí rige su propio reino, esto es, a sí mismo».
Hay en ese acogimiento clásico del pensamiento heracliano, signo revelador de un cierto gusto por lo escondido y lo esotérico, que pugnaba, un tanto, con la «naturalística» expresividad de la primera poesía. Ahí tenemos a Homero con su «la Aurora, de azafranado velo, se esparcía por la tierra»; «la hija de la mañana, la Aurora, de rosados dedos»; «como va entre los astros en la oscuridad de la noche la estrella / vespertina, el astro más bello que hay fijo en el firmamento»; «las ninfas, que moran las hermosas forestas, / los manantiales de los ríos y los herbosos prados», o «la tierra, germen de cereales, que al fuerte retiene», versos en los que en modo alguno se «esconde» la Naturaleza. Y también a Virgilio, que canta de manera sublime al sol: «Como el astro de la mañana bañado en las aguas del Océano, / él, querido por Venus entre todos los fuegos del cielo, / eleva su rostro sagrado en el cielo y pone final a las tinieblas», que tampoco manifiesta en sus estrofas «ocultamiento» alguno de natura.
La recepción, ensalzamiento y variado comentario del fragmento de Heráclito habría de continuar durante siglos hasta nuestros días. Puede leerse en Erasmo que «en cualquier orden de cosas, lo excelente está al menos a la vista; en los árboles, son las flores y las hojas las que deleitan la mirada, su copa misma se muestra en toda su envergadura, pero la semilla, en la que se concentra la fuerza de toda la planta, cómo se esconde, qué poco se manifiesta», que implica el asertivo de que todo lo determinante y trascendental permanece oculto naturaliter. Para Bacon, en reproducción casi textual del dicho de Heráclito, «la naturaleza, con frecuencia está escondida». Lo mismo ocurre con Goethe, ya que «misteriosa en pleno día, la naturaleza no se deja despojar de su velo», que parece revelar la tendencia a ocultarse de nuestros ojos incluso aquellos fenómenos naturales que «estallan» espectacularmente ante los mismos; o «el espíritu de la naturaleza es la llave que permite comprender el mundo del espíritu», que liga de manera indisoluble la dificultad para explicar nuestro mundo interior con similar dificultad originaria del mundo exterior. Y, en fin, según parecer de Werner Jaeger, «la naturaleza y la vida son un enigma, un oráculo délfico, una sentencia sibilina; es preciso saber interpretar su sentido, pues la naturaleza gusta de ocultarse: he aquí una nueva forma de filosofar, una nueva conciencia filosófica», que supone la existencia de un «conglomerado» de la naturaleza y la vida humana cerrado, en principio, al hombre, pero abierto, al mismo tiempo, a su reflexión y a la búsqueda interpretativa de lo oculto y lo desconocido.
El autor del notable libro Los presocráticos, el británico Jonathan Barnes, adelanta unas peculiares y motivadoras experiencias sobre el enigmático texto de Heráclito. Arranca para ello de otro pensamiento del mismo maestro de Éfeso a través de una especie de parábola en las que unos simples niños engañan a Homero, «quien pasó por ser el más sabio de todos los griegos», a propósito de los piojos que mataban: «cuantos vimos y cogimos, a ésos los dejamos; cuantos no vimos ni cogimos, a ésos los llevamos», que si trata de mostrar lo fácilmente que los hombres caen en el equívoco respecto a las cosas manifiestas, qué no ocurrirá en relación con las ocultas.
Para Barnes, Heráclito, interesado por la naturaleza o physis de las cosas, se detiene ante la misma porque la sustancia o esencia de aquéllas tiende al ocultamiento y no a la manifestación, en cuanto le parece propio que todo aquello que se revela ante nuestros ojos encierra una cierta incógnita que es menester se proceda a su desvelamiento, ya que nada es sencillo y explícito naturalmente por lo que hace a su «esencia real». En relación con ésta, Barnes trae a escena las palabras de Locke, «con esencia real me refiero a esa constitución real de cualquier cosa que es la base de todas aquellas propiedades que se combinan con la esencia nominal y que constantemente se descubren en coexistencia con ella; esa constitución concreta que todas las cosas tienen en sí, sin relación alguna a cosas externas».
La essentia, el qué-es de cada cosa vendría a ser, pues, el secreto de esa misma cosa; su physis o naturaleza; y esto puede ponernos en la pista adecuada para penetrar el oscuro pensamiento de Heráclito. La doctrina moderna ha resaltado que el término griego physis no es seguro aparezca en los presocráticos con anterioridad a Heráclito, mientras éste lo utiliza con profusión y en Aristóteles «estalla» espectacularmente, y que, probablemente, no signifique ab origine naturaleza, sino verdadera constitución de una cosa. El mérito de Heráclito, quizá consistiría, según piensa Pohlenz, en que el concepto de physis que utiliza «resume una nueva concepción del mundo», que habría surgido en el espacio jonio (¿y dónde mejor ni más apropiado que entre los viejos físicos milesios?), consistente en el reemplazo de las causas míticas por la naturales. «Physis —escribe dicho autor— es algo esencialmente intrínseco al mundo, el principio de su crecimiento y organización. Para Heráclito, la naturaleza en su totalidad, constituía un acertijo, y el significado escondido era más importante que aquél que se mostraba en la superficie». Merece la pena detenerse en estas reflexiones.
En Mileto, en la escuela de Tales («el primer astrónomo» lo llama el propio Heráclito, frente a Homero, que «era astrólogo» y a Pitágoras, «el abuelo de todos los impostores», también en expresión del gran maestro de Éfeso), tuvo lugar durante los siglos VIII y VII a. C. una auténtica «revolución copernicana», en el sentido de que sus primigenios físicos ya no se conformaban con las explicaciones míticas de los fenómenos naturales al modo que lo ensayan Homero (de ahí que Heráclito lo nomine «astrólogo») y Hesíodo, y requerían una justificación que enlazase con las fuerzas cósmicas de la naturaleza (el agua, el aire, la tierra o el fuego). Esto es, había que buscar la explicación suficiente de las cosas, y ello exigía y daba lugar a dos circunstancias, una, que la «razón explicativa» debía de estar dentro de ellas mismas, y, la otra, que semejante razón explicativa venía a constituirse ex necessitate en su propia naturaleza, en su physis. «Cada cosa es la que es, y no otra cosa», razonaría simplemente muchos siglos después el obispo Butler, y en ello queda implícito el gran secreto del mundo natural: si se quiere alcanzar la comprensión del cualquier fenómeno, hay que mirar dentro de él y preguntarse cuál es su materia o sustancia, ya que ésta es naturaliter oscura y no manifiesta, y cuando se exterioriza de manera espontánea, normalmente lo hace de forma engañosa. El primer paso de gigante para la recta comprensión de las cosas se había dado y los siguientes vendrían de inmediato y de manera casi mecánica, comenzando por el principio de causalidad o de razón suficiente como se llamará mucho tiempo después (Leibniz), que llevaría al gran atomista Demócrito a proclamar cuasilíricamente que «prefería una sola experiencia causal a ser rey de Persia».
Como se ha recogido líneas arriba, para Heráclito, según Pohlenz, «la naturaleza en su totalidad constituía un acertijo, y el significado escondido era más importante que aquél que se mostraba en la superficie». Me parece casi temeraria una concepción semejante, y, pienso, se halla muy lejos de los caminos por lo que discurre el pensamiento de Heráclito, un pensamiento que difícilmente podía considerar a la naturaleza en su totalidad un acertijo porque chocaba con su fundamental concepción del mundo como un caos-cosmos en constante fluir; y todavía menos considerar que entran en pugna el significado interior y el exterior de las cosas, en cuanto éstas no tienen otro significado que aquél que ocultan, tanto porque el mismo es el acorde con su naturaleza, como porque, para el hombre, un significado revelado o mostrado es casi una contradictio in adiecto.
Y es que, rectamente mirada la materia, quizá la única manera adecuada de enfocarla sea la de trasladar el punto de observación de las cosas al hombre, en el sentido de que no es natura rerum la que «gusta de ocultarse» (¿qué razón, qué placer o qué juego entrañaría semejante propósito?), sino el propio hombre quien, ora por sus limitaciones intrínsecas, ora por su irrefrenable tendencia a mezclar y confundir las cosas, trae a éstas esa dificultad añadida que lamentamos y esa oscuridad que parece acompañarlas. El hombre, y no la naturaleza de las cosas, es el que estaría «oculto».
George Steiner, ese sensible, erudito y hondo observador de la realidad, tiene un texto que, aunque en apariencia derrotista y disolutorio, encierra una fuerte dosis de verdad y una visión realista del panorama que nos circunda. Escribe: «No estamos una pulgada más cerca que Parménides o Platón de cualquier solución verificable del enigma de la naturaleza y de la finalidad de nuestra existencia, si es que la tiene, en este universo probablemente múltiple; no estamos más cerca de determinar si la muerte es o no el final, o si Dios está presente o ausente. A lo mejor incluso estamos más lejos».
Terrible, pero real. Desde los primeros devaneos filosóficos que iniciaron los presocráticos hasta nuestros días, incluida la segunda gran floración filosófica del idealismo trascendental alemán, ¿qué es lo que realmente hemos avanzado en la comprensión de los tres grandes enigmas del hombre, el medio en el que se inserta y el Universo todo? Quizá contestar que nada, como parece asumir el texto de Steiner, sea demasiado radical y buscadamente desolador, pues parece innegable que el pensamiento indagador del hombre en la ciencia y en la especulación filosófica, mucho más en la primera que en la segunda, algo sí ha avanzado, al menos en la formulación de hipótesis y de teorías conjeturales; pero en lo básico, en aquello que permitiría afirmar «se ha cerrado capítulo, pasamos página», y en la fijación incontestada de cuestiones, poco más allá nos encontramos de lo que encierra ese «folleto de treinta hojas» que, según afirma Heidegger, es lo que se ha conservado del pensamiento presocrático jonio y siciliano.
Los hombres continuamos siendo ese enigma y ese «fenómeno inacabado y roto» (Gadamer) que siempre fuimos. Nuestra innegable evolución, el acceso a las mieles del pensamiento y el proceso de su inserción en los mundos de la cultura y la civilización, claro que han cambiado nuestras vidas, claro que nos han sacado de una incorporación y dependencia de lo natural, y claro también que estamos dotados de «alas» que nos permiten aventuras intelectuales y materiales sorprendentes y hasta majestuosas, pero, a la vez, nos han dejado anclados en las viejas cuestiones, no nos han desligado de nuestros antiguos y dolorosos puntos de fijación y seguimos (y seguiremos) debatiendo aspectos que a estas alturas sabemos, casi con meridiana claridad, nunca lograremos desvelar de manera suficiente. ¡Ah la esencial ininteligibilidad de la inteligencia!
No obstante Platón, Aristóteles, Kant, Hegel o Heidegger, seguimos sin saber de dónde venimos y a dónde vamos tras el fallecimiento. Intuimos o creemos intuir con Lucrecio, Séneca o Schopenhauer que no hay un tiempo anterior y otro posterior, que todo consiste en un leve suspiro entre dos inmensidades de silencio y que apenas significamos algo más que un corto destello de luz dentro de la lóbrega oscuridad infinita y eterna. Pero ¿cómo negar, cómo desconocer y cómo marginar esos chispazos que emite nuestra inteligencia, esas anticipaciones que nos asaltan y esos reclamos compulsivos que hacen que demos pasos como si calzásemos las botas de las «siete leguas»? ¿Acaso tiene sentido que tengamos capacidad para imaginarlo todo o casi todo, y luego resulte que estemos en presencia de una mera entelequia, de una alucinación o de una escueta voluta de humo? ¿Es justo que estando en condiciones de juzgar, no seamos juzgados, y pudiendo darle la vuelta prácticamente a cualquier cosa, carezcamos del mínimo poder para imprimirnos a nosotros el más ligero cambio?
Pero, a tales preguntas pueden contraponerse otras de inmediato: ¿Por qué, para qué y cómo tendrían lugar semejantes «parpadeos trascendentales» en una vida como la humana que, esse videatur, se muestra como un simple desarrollo orgánico «embellecido» por destellos que lo mismo pueden ser reflejo de algo superior que simples emanaciones caloríficas del fenómeno de combustión que tiene lugar dentro de nosotros. Claro que cabe considerar con Schopenhauer que «la vida es un proceso de combustión, (y) el despliegue luminoso que tiene lugar en ella es el intelecto». Pero ¿cómo se evita a continuación la réplica de que semejante instrumento escasamente sirve para determinar qué es lo que realmente está sucediendo, nos está sucediendo? Y claro que en la estela del gran «metafísico del desengaño fundamental» cabe considerar que «no hay más revelación que el pensamiento de los sabios» y que hay unas «cabezas pensantes por naturaleza, para las que pensar es tan natural como respirar»; mas, seguidamente, ¿de qué manera se neutraliza el pasmo inocultable de que esa revelación no nos ha revelado nada y la convicción ineludible de que el pensamiento natural de los filósofos nos ha dejado varados prácticamente en los siglos vil y vi a. C., quizá porque no respiramos en cuanto pensamos, sino que pensamos porque respiramos?
No existe explicación razonable suficiente para el hecho de que después de siglos de desarrollo filosófico-científico y de avances significativos en la comprensión orgánico-funcional de la materia humana, el hombre continúe siendo el gran desconocido que siempre fue, de su cerebro no se haya alcanzado a desvelar más allá del cinco-diez por ciento de sus funciones, y la vida de su espíritu permanezca como un inmenso océano cuya navegación nos resulta imposible. Fijémonos, por un momento, en el mundo de los sueños, particularmente en los sueños nocturnos. Noche tras noche, sin anticipo previo, sin causa explicativa y sin secuencia ordenada de ninguna clase, nos visitan unos extraños no-invitados que suponen uno de los fenómenos más prodigiosos y sorprendentes de la existencia humana.
Aunque no suelen permanecer en el recuerdo y aunque escasamente nos motivan para la acción, lo cierto es que introducen en nosotros otra vida que no es más nuestra que el simple dato intelectual de que resultamos colonizados por ella. Vemos cosas, participamos en acontecimientos, conocemos personas, pronunciamos palabras y «vivimos» situaciones en las que se rompen todos los límites que nos condicionan y saltan todas las costuras del vestido que nos envuelve y cobija. Pese a las pretensiones de Freud y su escuela, y no obstante la milenaria tarea de los explicadores e intérpretes de sueños, lo cierto es que seguimos sin saber nada de éstos, no hemos adelantado un paso en su anticipación y dominio, y continuamos siendo rehenes de unos fenómenos que, aunque están dentro de nosotros, nos resultan por completo extraños e inaprensibles. Sólo por este hecho bastaría para que el hombre perdiera toda su arrogancia y abandonara cualquier ínfula, habida cuenta de que basta que cerremos los ojos y en la quietud de la noche quedemos dormidos, para que todo un universo ficticio, irreal, extravagante y desquiciado nos invada y disponga de nosotros rompiendo todos los esquemas presentes en la vigilia. Aquí ni siquiera queda el consuelo que antes apuntábamos respecto a nuestra vida orgánica-funcional, en la que, al igual que un niño compone y descompone las piezas de un mecano, podamos intentar explicaciones ad hoc, porque en la vida onírica todo se nos escapa, rebela y contradice. Tan independiente es de nosotros y de tal manera reivindica su autonomía que ni siquiera acertamos a retenerla ni a diluirla entre los intersticios de nuestra vida material. Viene cuando quiere, nos introduce en su mundo, nos vapulea a discreción, pone ante nuestros ojos inmisericordemente aquello que guardamos con más celo, nos asusta, nos aterroriza y nos denuncia ante nosotros mismos; y, luego, muestra una mueca de burla y se desvanece en el infinito.
Abordamos otro de nuestros mundos interiores, el mundo moral. Siglos y siglos de socialización, de culturización, de civilización y de inmersión ética, ¿qué nos han descifrado, en qué nos han cambiado y qué han significado de cara a nuestra elevación humana? Cierto que hemos tenido a Sócrates, Confucio, Buda y Jesús, y que sus mensajes en pro de la elevación moral de los hombres mediante la búsqueda del bien y el rechazo del mal han constituido algunos de los más altos cantos espirituales que la condición humana permite, pero obsérvese también la delgadez y precariedad de la pátina que han dejado en nuestras almas, la facilidad y cotidianidad de su fractura, y cómo al menor contratiempo, desafío o ataque reaparece el animal de pelea que nunca dejamos de ser. La crueldad, la inhumanidad, el afán destructivo, el saqueador y depredador que llevamos dentro, el gozo por el dolor ajeno y las ansias inmensas de atropellar a los demás salen de nosotros con tal ímpetu y compulsión que resulta imposible considerar, piense lo que piense Kant al respecto, que el ser humano se ha dulcificado lo suficiente como para mutar a fondo esa condición «siniestra» que le atribuye Sófocles o ese fondo de «animal salvaje y espantoso» que adivina Schopenhauer.
Como en otros lugares hemos reseñado, por ser ésta una cuestión de la que escasamente cabe escapar, a quien tenga dudas al respecto le bastará contemplar con ojos fríos lo que ha ocurrido durante el siglo XX en el civilizado, exquisito, culto y ético Occidente (el siglo más infame, así piensa Peter Drucker, en toda la historia de la humanidad), con su catastrófica serie de aberraciones, crímenes, guerras, genocidios y planificados exterminios que las mentes más delirantes pudieran imaginar para el destructor galope de los «cuatro jinetes del Apocalipsis». Pero aun sin posar la vista en tales calamidades, e intentando discurrir por las plácidas praderas del refinamiento ético, cabe dudar, empero, de la entidad y profundidad del mismo, cuando, como nos recuerda con sutil ironía George Steiner, los moralistes europeos del arranque de la modernidad llegaron a enunciar dos máximas aniquiladoras: «En las desdichas de un amigo hay algo que no nos desagrada» y «No basta con triunfar, hay que ver fracasar a otros, preferentemente a un amigo». La lectura al respecto de Shakespeare, Rabelais o La Rochefoucauld puede resultar harto «instructiva».
Y todavía nos quedaría en este panorama de desolación humana, el mundo religioso, ese mundo de los dioses «distintos y mejores que los hombres», tal como los considera Homero, que, en tantas ocasiones, poco han ayudado, aunque el propósito fuera plausible, a la elevación y dignificación humanas, hasta el punto de que ha podido formularse la pregunta de si en vez de buscar salvación en la religión, no habría, más bien, que buscar «cómo salvarse de la religión». Como ha resaltado ese riguroso y aguerrido filósofo de la religión que es el jesuita José Gómez Caffarena, frente a una Naturaleza como un inmenso sistema de fuerzas materiales, indiferente a las aspiraciones humanas y fríamente cruel, el hombre débil, frágil y asustado ha ensayado desde siempre otro sistema defensivo basado en sus fuerzas intelectuales que pueda catalogarse de «remedio de las debilidades», e, incluso, «conduce a la articulación de un mundo simbólico protector». El sistema ha funcionado unas veces mejor y otras veces peor, pero cabe aceptar, con el autor citado, que «se está hoy de acuerdo en que el movimiento supone una situación de angustia muy difundida, que conduce a la búsqueda ansiosa de una salvación que se espera conseguir mediante el conocimiento de sus causas arcanas».
Cómo ha funcionado semejante machina machinarum ha variado de unas a otras religiones, desde el politeísmo grecorromano, humanizado hasta extremos admirables y arrastrado por la historia, hasta un judaismo encasillado en su exclusivismo étnico y en una «Alianza» excluyente, un islamismo que, como escribe Chesterton, «se ha mantenido gracias a su estancamiento» (rectius, regresión a su particular Edad Media), y un cristianismo, que es el que mejor ha sabido evolucionar, adaptarse a las pautas de los nuevos tiempos y «subrayar más que ninguna otra religión monoteísta el carácter amoroso de Dios», la gama es variada y rica. Pero, en cualquier caso, también en este campo la peculiar condición humana ha mostrado ostensible sus grandes y hondas faltas, y la utilización maliciosa de aquello que llamó en su propio auxilio como instrumento de dominación de entrabamiento y hasta de sometimiento espiritual, aparte de haber quedado patente, algo que semeja contradicción insuperable, que «los indoeuropeos politeístas no fueron menos violentos que los monoteístas semitas». Reflexión esta última que nos permite cerrar el enigma relativo a los humanos con unas palabras en extremo reveladoras e iluminadoras al respecto: «Erectos, dotados de visión estereoscópica, con su pulgar oponible, capaces de producir herramientas de eficacia creciente, los bípedos que somos empezaron a matar con más frecuencia que a ser matados, a devorar de manera más rutinaria que a ser devorados» (G. Steiner). Y el resto, desgraciadamente, es demasiado conocido por nosotros, porque, en expresión contundente de Schopenhauer, «no existe en el mundo más que un animal mentiroso, el hombre».
Pretender que respecto al mundo exterior próximo, la Naturaleza, las cosas ocurran exactamente igual que en relación con el hombre, sería en extremo temerario y algo negado por la evidencia. Como observa Einstein, «lo más incomprensible de la naturaleza es que sea comprensible», porque, efectivamente, el grado de dilucidación de sus misterios por parte del hombre es alto y siempre en aumento, cosa que no ocurre en la misma medida en éste y respecto a sí mismo, pues tropieza de manera constante en ese propósito con obstáculos insuperables, ad exemplum su propia muerte, que, en opinión de Gadamer, plantea un límite absoluto a la autocomprensión humana, y, según parecer de Löwith, constituye para los hombres «el más delicado de los enigmas».
Cierto que en el seno de la naturaleza terráquea suceden cosas, ocurren fenómenos y existen fuerzas que el hombre no alcanza a desentrañar por completo, tal como terremotos, erupciones volcánicas, tempestades y cataclismos diversos que siguen sus propias «leyes» y no puedan ser previstos ni conducidos por las «leyes naturales hipotéticas» (Popper) que el hombre ha diseñado ni por esos productos de razón que, en opinión de Kant, los humanos trasladaríamos para su cumplimiento a la naturaleza. Pero, con todo, al día de hoy, y el proceso sigue adelante con ímpetu, el hombre conoce, anticipa, somete, controla y dirige buena parte del proceso natural: represa los ríos, riega las zonas áridas, sanea los pantanos, utiliza las energías naturales (el sol, el viento, el agua), o recrea a voluntad los procesos reproductivos, cuando no modifica sensiblemente el curso de los mismos o la índole de sus resultados.
Pues bien, el problema fundamental en relación con el medio exterior próximo no consiste en que el mismo se nos oculte, resulte extraño o inaccesible, sino más bien en que, existiendo un campo grande de materia desconocida, el sector que conocemos y controlamos lo maltratamos. El hombre se ha convertido para la Naturaleza, para la madre naturaleza, en un hijo descarriado, en una criatura que no ama, respeta u obedece a quien le dio su ser. En su afán de vencerla, de dominarla y de explotarla, está rebasando todos los límites, desoyendo todas las cautelas e incurriendo en la más pavorosa de las irracionalidades: la de considerar que en un mundo natural frágil, equilibrado e inestable se pueden forzar sin contención sus constantes y esperar que no suceda nada. La «venganza» de la naturaleza será, está siendo ya, terrorífica, aniquiladora y catastrófica: su muerte que estamos causando arrastrará inexorablemente a una de sus especies, la humana, que ha resultado la más desagradecida, la más estúpida y la más suicida. Cuando uno contempla muertos los cuerpos planetarios próximos, no puede evitarse la reflexión sobre lo que puede haber ocurrido en ellos a este respecto, y si no nos muestran en su rigor mortis lo que irracionalmente estamos preparando para nosotros.
En cuanto a su conocimiento, las cosas se nos vuelven a enrarecer y ocultar con relación al mundo exterior lejano, al Cosmos. Esa maravilla astral que pende sobre nuestras cabezas, nos asombra, desazona y llena de interrogantes, pues lo que conocemos de ella es tan insignificante (se calcula que apenas un cinco por ciento), los retos que plantea tan poderosos y la posibilidad de acceso tan residual, que ahí sí, como en el hombre mismo (otro microcosmos impenetrable), parece confirmarse el pensamiento heracliano respecto al gusto que muestra la naturaleza de las cosas por ocultarse. Es un universo casi por completo escondido, que escapa de nuestras capacidades, igual que escapan de ellas los grandes interrogantes humanos, que nos desafía ad aeternum y que nunca lograremos explicar plenamente, porque su comprensión, aunque Einstein advierta que «el universo es inteligible», es un imposible.
Por más que inventemos peculiares teorías sobre su origen, desenvolvimiento y final, por más que nos engañemos con los cantos de los astrofísicos sobre «los ruidos que vienen de fuera» (fantasiosos ecos de un no menos visionario big bang), por más que realicemos viajes, exploraciones y fotografías de nuestro «patio interior» o sistema solar, y por más que dejemos volar nuestra imaginación científica y nuestra ilusión poética, lo cierto es que no sabemos nada estimable del Cosmos y que jamás llegaremos a saberlo, so pena que la insignificante criatura humana fuera capaz de darle la vuelta al proceso cósmico. Cuando Heráclito se rendía ante la evidencia y decía que el Cosmos no es más que «agua de cloaca corriendo al azar» o un «apilamiento de desechos», o cuando ese gran visionario anticipador que fue Teilhard de Chardin nos advierte que el Universo, igual que se extiende hacia fuera sin límites, retrocede en el tiempo también sin topes, no hacen otra cosa que recordarnos que dentro del mundo de incógnitas y misterios que rodean la existencia humana, ésta, la de la inaccesibilidad mental del Cosmos, es una de las más importantes y severas, aunque, desde luego, no tanto como la principal e insuperable imposibilidad de la autocomprensión humana. Con lo cual, probablemente, el círculo se cierra y acaba adquiriendo, aunque en negativo, un cierto sentido y caracterización, porque las cosas, todas las cosas, parecen encajar, ya que ¿por qué un simple guijarro del camino iba a tener conciencia y explicar toda la vía?, y ¿por qué un corpúsculo insignificante y anodino, el hombre, iba a estar en condiciones de aclarar qué sucede con nosotros y qué sucede con el continente, él que escasamente es algo más que una «mota de polvo» (Ratzinger)? Nuestro signo, ratione materiae atque origine, es el desconocimiento, la oscuridad, la ignorancia, ya que recordando al imperecedero Sócrates, adquirimos algún conocimiento precisamente para darnos cuenta de nuestra general e insuperable desconocimiento, y, en consecuencia, ¿cómo podríamos con nuestras solas fuerzas cambiar la situación y hacer que la luz brille allí donde naturalmente impera la oscuridad tenebrosa?, ¿cómo podríamos conseguir que, según dice Schelling, nuestro pensamiento resulte inseparable de una «profunda e indestructible melancolía», o que, en palabras de Shakespeare, haya algo que no «esté debilitado por el pálido tinte del pensamiento»?
Y tras este largo excursus, ya es hora de abordar la visión moderna, actual, que el pensamiento de Heráclito en estudio pueda tener de cara al sentido y aplicación del mismo. Si «la naturaleza gusta de ocultarse», si «la verdadera constitución de cada cosa suele esconderse», o si «la naturaleza ama el ocultamiento», ¿qué querrá, en definitiva, decir todo ello y cómo lo traduciremos a nuestra realidad? La explicación que durante siglos se ha utilizado al respecto consiste en un estereotipo común y, en buena medida, comprensible: hay una tendencia general al ocultamiento, las cosas tienden a esconderse y el misterio y la incógnita es el modo normal de presentación del mundo exterior. Por todos, baste recordar que Hannah Arendt considera que los presocráticos solían pensar y confundir el ser con su physis, y como este término deriva de phyein (crecer), resultaba natural y ha seguido resultando natural que las cosas se aparezcan a la inteligencia humana como iluminadas, para lo cual hace falta que previamente estén ocultas, desconocidas o en la oscuridad; en el fondo, aplicación en este campo de la doctrina de su maestro Heidegger sobre la aletheia o verdad como no-ocultamiento o des-oculto, en cuanto algo verdadero es algo no oculto que se ha logrado a través de ir removiendo y separando los factores que lo oscurecen, y no, a la manera aquiniana, por la simple circunstancia de descubrir aproximaciones y coincidencias entre el intelecto y la cosa.
Si todo está oculto y la naturaleza de las cosas propende al escondimiento, el reto está planteado ab origine, y será el pensamiento del hombre, suerte de linterna mágica o luz esclarecedora, la que irá penetrando el misterio, desocultando lo oculto y llevando la iluminación a la oscuridad. Y así parecen funcionar las cosas en ese vastísimo y larguísimo proceso durante el cual el hombre ha ido tomando conocimiento de todo, aclarando enigmas, acumulando saberes y desvelando secretos, pues si conocer es desentrañar, para que tal cosa ocurra hará falta necesariamente que de manera previa la realidad se nos presente enrarecida y difuminada. La situación parece tan lógica, tan a propósito y tan secuencial que, de inmediato, emerge la duda de si no se tratará de algo prefabricado ad maiorem gloriam hominis, pues a los humanos no suelen presentarse las cosas tan ordenadas, y sigue siendo válida la prescripción de Max Horkheimer en el sentido de que «la denuncia de lo que hoy se llama razón es el mayor servicio que puede rendir la razón».
¿Y si las cosas no ocurrieran de esa manera sino de la contraria, y si el iter secuencial no fuera ése sino el opuesto? Aristóteles sentó para siempre que «la verdad no está en las cosas, la verdad sólo puede estar en el entendimiento», que enlaza de manera natural con su imprescriptible sentencia «la verdad está en la apariencia». Por lo que hace a su ocultamiento o visibilidad, a su verdad o falsedad, o a su conocimiento o desconocimiento, las cosas son neutras, en cuanto no se nos presentan o se desarrollan de acuerdo a un proceso autoconsciente que las dirija en una dirección precisamente querida. Semejante libertad en el actuar y semejante discreción en el querer sólo las tiene el hombre, bien como propia e ignota característica conformativa, bien por delegación de la divinidad. Las cosas son como son, y en su modo de ser, por simple reductio ad absurdum, no tienen nada que ver su propia determinación, un incomprensible gusto por ocultarse (¿ocultarse de qué, por qué y para qué?), o el propósito indescifrable e incomprensible del poner difícil su conocimiento a los hombres.
Creo que deben invertirse los términos. ¿Por qué anteponer el objeto al sujeto, la cosa al hombre y lo accidental a lo sustancial? El problema no está, no puede estar, en un campo como el del conocimiento que hace referencia en exclusiva al hombre, en que unas cosas se oscurezcan más que otras, en que haya zonas en el exterior más patentes o más ocultas, o en que se dé o no en la naturaleza cierta propensión al escondimiento, sino que ha de presentarse, ex necessitate, en la mente del hombre, es su consciencia y en su mayor o menor capacidad para penetrar lo que desconoce; ni siquiera para desvelar lo secreto, pues lo secreto es así por esencia, y nada ni nadie puede proceder a su desvelamiento. Ni, como hemos considerado en otro apartado de este libro, el oráculo de Delfos, nada más y nada menos que la sabiduría de Febo Apolo en ejercicio, procedía a resolver los enigmas, ya que ni revelaba ni ocultaba, sino tan sólo indicaba, emitía señales, y eran los propios hombres, igual que sucede en la materia que nos ocupa, los que tenían que hacer el esfuerzo mental preciso, con base a esos indicios, para encontrar respuesta adecuada a las preguntas que habían formulado.
La oscuridad está en el hombre, el ocultamiento reside en él y la no claridad única y exclusivamente puede tener otro portador que el mismo, ya que ni Dios (rectius, la idea de Dios) admite semejantes limitaciones y condicionamientos por su cualidad de ens perfectissimun que todo lo sabe, todo lo puede y en todo está presente, ni tampoco las cosas, la naturaleza lato sensu, permiten una configuración tal por su abstracción total del mundo del pensamiento, de la consciencia y del conocimiento. Como escribe Arthur Schopenhauer, «por muy oscuro, oscilante y confuso que sea el concepto con el que se vincula la palabra Dios, dos predicados son inseparables de él: el poder supremo y la suma sabiduría»; y, por lo que hace a la naturaleza, modestamente añadimos por nuestra parte que por muy generoso, por muy abierto y por muy preciso que tengamos el concepto naturaleza, incluidos el deus sive natura y el natura naturans de Baruch Spinoza, no es posible asignar al mismo las notas de conciencia, conocimiento y voluntad que son exclusivas de los entes de razón, los dioses y los hombres tan sólo, ya que, como advertía Cicerón, cuando se pregunta ¿para quién ha sido creado el mundo?, la respuesta no puede ser otra que la de «para los seres con capacidad de razonamiento, es decir los dioses y los hombres cuya perfección nada sujeta».
El mundo, las cosas en general, presentan dificultad para su cabal comprensión, pues su condición o naturaleza con frecuencia se presenta oculta, enrevesada, contradictoria y difícil. Acceder a ella no siempre es empresa fácil y, en ocasiones, resulta tarea en extremo compleja y hasta imposible. Dioses y hombres, según parecer del «maestro de la oratoria», Cicerón, poseen «capacidad de razonamiento», y, por tanto, están dotados del instrumento adecuado para, en principio, desentrañar tales incógnitas, pero con una diferencia importante, ya que mientras los dioses, ratione materiae, conocen, comprenden y explican cualquier dificultad externa, hombres añadidos, que se plantee a su sagaz visión, estos últimos, aunque dotados también de capacidad de pensamiento, se enfrentan a arduos problemas cuando intentan desentrañar las múltiples incógnitas con que la materia observable los desafía, y, en consecuencia, unas veces logran explicación suficiente de las mismas, otras atisban rayos de luz más o menos clarificadores, y hasta en una tercera categoría de supuestos tropiezan con muros que no logran superar con las solas fuerzas del razonamiento. Dudosa pues, la apreciación de Cicerón respecto a que el pensamiento humano tenga una perfección que nada sujeta.
¿Será porque se trata de situaciones especialmente difíciles y complicadas, porque la explicación reside muy honda o porque se da una particular oscuridad u ocultamiento en la materia? Seguro que sí, pero ¿sólo por esto, sólo por el blindaje del supuesto y sólo porque las cosas en estudio están sumidas en la incógnita por la especial tendencia o el especial gusto que muestran hacia ella? El solo planteamiento de la cuestión muestra el carácter absurdo de la misma y la inadmisible contraposición que tiene lugar. Si las cosas que nos desafían con sus problemas no se dilucidan al primer golpe de vista, no es, no puede ser, que ello tenga lugar porque las mismas se hayan «acorazado» contra la curiosidad del hombre, porque los dioses creadores las hayan hecho difíciles para mostrar su diferencia con los humanos y para forzar a éstos a la reflexión, o porque el acceso a su conocimiento sólo pueda tener lugar mediante el desocultamiento de lo escondido, caso este último que obligaría a prescindir de la intuición como básico instrumento de conocimiento («la verdad originaria y auténtica se halla en la pura intuición», según proclamación del maestro Heidegger), sino por algo mucho más sencillo al par que determinante: porque la capacidad de conocimiento del hombre es limitada, y, en consecuencia, muchas cosas, la gran mayoría, quedan lejos y hasta resultan inaccesibles a su dominación intelectual.
Y para ello no hace falta considerar aventuras externas, extremas y extrañas, tales como el pleno conocimiento del Cosmos o la integral explicación de la Naturaleza, sino que basta con volver los ojos sobre nosotros mismos indagar nuestro interior y preguntarnos sobre las «cosas» que se desarrollan en el microcosmos de nuestra personalidad, al modo que recomendaba el propio Heráclito cuando afirmaba «he mirado dentro de mí» o «me he investigado a mí mismo». ¿Qué vemos o, todavía mejor, qué no vemos en tan particular aventura introspectiva? Antes decíamos que hoy como hace veinticinco siglos estamos varados en un inmenso interrogante que no somos capaces de superar y explicar: no sabemos qué somos; no sabemos qué sucedía antes de nuestra vida consciente o qué va a ocurrir tras ella; no sabemos para qué exactamente nos sirve el supremo instrumento del pensamiento; no sabemos contestar las básicas preguntas que nos dirigimos a nosotros mismos, y, por no saber, ni siquiera sabemos si nuestra idea de la trascendencia y el mundo inmenso de la divinidad provienen de nosotros mismos o nosotros provenimos de ellos.
¿Será porque la muerte humana, nuestra alma, sus vuelos o transmigraciones, el raciocinio y la inteligencia, la naturaleza dual del pensamiento del hombre y el tema eterno de los dioses, están tan ocultos, resultan tan intrínsecamente complejos y han sido dispuestos por alguien o por algo de tal manera que queden frustradas las aspiraciones humanas de desentrañarlos? En hipótesis meramente teórica, pudiera ser, pues no hay forma de descartar absolutamente que las cosas hayan sido dispuestas de ese modo, bien porque el diseñador así lo ha querido o bien porque ellas mismas «gustan de ocultarse». Lo que sucede es que para llegar a ello habría que desenterrar, algo muy poco recomendable a estas alturas del pensamiento humano, el terrorífico apotegma de Tertuliano, credo quia absurdum est, invertir la secuencia natural de aquéllas y hasta atentar y mutilar el básico criterio de que cuando tropezamos intelectualmente con una dificultad, ésta se halla dentro de nuestra mente y no en el objeto observado, ya que es imposible que las cosas tengan problemas, porque no tienen capacidad de pensamiento. ¿No sería mucho más propio y lógico considerar que cuando en la introspección interior o en la indagación exterior nos encontramos con cuestiones que no podemos superar, el obstáculo se halla en nosotros mismos y no en la especial dificultad que las mismas presentan, y, además, porque ellas tienen tendencia natural, disfrutan de manera especial o gustan de esconderse? A mí me parece que sí. Si, como de manera tan exacta y cierta expresara Hans-Georg Gadamer, «la verdadera experiencia es aquella en que el hombre se hace consciente de su finitud» y «la autocomprensión de la fe es precisamente el fracaso de la autocomprensión humana», difícil, muy difícil, resultará eludir la cuasi obligada consecuencia de que en el camino de la comprensión humana de las cosas, cuando tal comprensión no se produce de manera absoluta y temporalmente contrastada, la incomprensión no es porque aquéllas se hayan escondido a conciencia, sino porque nuestra mente no posee los instrumentos precisos para debelar la dificultad, rectius, la imposibilidad de conocimiento.
Considero, por tanto, que la lectura, sentido y entendido que deberíamos hacer hoy del texto de Heráclito en comentario, no son los tradicionales, (el problema surge porque desde fuera las cosas se nos apartan y se muestran proclives a la oscuridad), sino los contrarios de que la dificultad reside en nosotros mismos, trasladamos a los objetos estudiados nuestras propias limitaciones y juzgamos en la oscuridad porque nuestro instrumento de juicio está instalado, precisamente, en dicha oscuridad. Esto es, el sujeto en lugar del objeto, el investigador en vez de lo investigado y la persona pensante como causa del problema y no como víctima del mismo. Ésta es la única manera, en nuestra opinión, de encontrar en nuestros días el genuino sentido del fragmento heracliano, pues si la consciencia, el flujo del pensamiento y la capacidad de razonamiento, prescindiendo ahora de los dioses, radican en exclusiva en el hombre, pretender instalar una lucha permanente entre esas cualidades humanas y la resistencia de las cosas a mostrar su ser auténtico por su tendencia natural al ocultamiento, es tan insólito y extravagante que cambia el tractus normal del supuesto y transforma la condición de los hipotéticos contendientes, en cuanto hace a las cosas observadas más «inteligentes y volitivas» que el propio observador humano. Si el hombre no alcanza a desentrañar todo lo que interroga, no es porque las cosas hayan «decidido» permanecer ocultas, algo de por sí carente de sentido y justificación, sino porque él mismo está oculto, esto es, no tiene a su disposición los instrumentos para vencer semejante ceguera.