8.
«EL SEÑOR CUYO ORÁCULO EN DELFOS NI REVELA NI OCULTA, SINO TAN SÓLO DA INDICIOS»

El hombre primitivo, amenazado, insuficiente y lleno de temores, utiliza algunos de sus primeros destellos intelectuales para construir idealmente una «coraza protectora» que le ponga a salvo de los muchos peligros y miedos que lo acosan. El acceso a lo religioso, a la divinidad, a seres ideales exteriores, amén de un fenómeno psicológico-cultural presente en todos los pueblos, significa también una forma de llevar tranquilidad a la naciente vida espiritual de los ancestros y un cierto reacomodo de la existencia humana siguiendo pautas que no surgen directamente de la naturaleza circundante, inhóspita y peligrosa, sino de una capacidad del hombre para inventar, superar y reordenar las cosas siguiendo los dictados de su propia determinación. Como señala Heidegger, «frente a lo trascendente o lo físico de la naturaleza, lo psíquico es lo dado inmanente», o, en palabras de su maestro Husserl, «la contraobra de la naturaleza».

Pero a este hombre emergente, cuya piel desnuda, en genial visión de Ernst Bloch, le fuerza a la invención, no le basta con creer que en torno a él hay un manto divino protector, sino que, acuciado por la necesidad, el peligro y la incertidumbre, quiere conocer más y más cerca, desea estar al tanto de lo que pueda ocurrirle y busca el acceso a la predicción del futuro a través de los más variados medios y recursos. Ese afán de conocer lo inmediato y de anticipar el futuro es común a todas las nacientes formas religiosas y se conforma como una mixtura de ethos y pathos que busca la seguridad ofreciendo, impetrando y preguntando sobre la voluntad de los seres divinos. Como escribe George Steiner, «la pronosticación, la adivinación, la buenaventura, los oráculos son endémicos en el hombre y en la sociedad».

En las religiones monoteístas, la originaria religión bíblica y sus derivaciones del cristianismo y del islam (las dos religiones que, como dice Bloch, «proceden de Moisés»), ese impulso por conocer el devenir y esa ansia por adivinar el curso de los acontecimientos dan lugar a que se conformen como «religiones monoteísticas proféticas», porque el profeta que anticipa lo que va a ocurrir se convierte en piedra angular de la creencia. Comenzando por Moisés, que exige a los israelitas, como contrapartida para obtener la protección de Yahvé, pureza de alma y culto a lo divino (germen de la futura «Alianza» que configura a Yahvé como «Dios de Israel» y a Israel como «pueblo de Yahvé»), hasta Mahoma, que quiere ahondar en la pureza de la religión de Abraham, dicta a sus discípulos el Corán (no menos venerable que la Torá de Moisés) y crea el islam, que significa sumisión, entrega devota al único Dios (Gómez Caffarena), el mundo religioso monoteísta se abre a la profecía como el vehículo más idóneo para conocer con anticipación los designios del Todopoderoso: Isaías, «supremo pensador-poeta en el exilio», Jeremías, por cuyo través el Señor «clama maldición y aniquilación», Ezequiel, que predica un Dios «inaccesible a la influencia humana», Oseas, para quien «el profeta es un necio y el hombre espiritual un loco», Amos, que anticipa la gloria y seguridad futuras de Israel, Jonás, «maestro del diálogo y la narración», Miqueas, «apocalíptico oracular», Zacarías, Malaquías y Daniel, constituyen dentro del judaismo bíblico un elenco prodigioso de lectores del futuro y de flageladores del pueblo hebreo, un selecto grupo de «enloquecidos tábanos que demandan compasión razonada, integridad pública (y) las verdades de una responsabilidad personal ante Dios en un orden social perennemente corrupto en su política, en sus tribunales, en la unción puramente externa de su religiosidad» (Steiner).

En el mundo politeísta grecorromano, el punto de partida es otro, el panorama es mucho menos trágico y desolador, y, desde el principio mismo, el juego del logos de los hombres resulta sensiblemente superior; pero en lo que hace a predecir lo venidero, anticipar el futuro, conocer los designios de la divinidad e intentar ponerse a salvo, mediante el conocimiento previo, de los peligros que acechan a los hombres, la necesidad es similar, por lo que no debe extrañar demasiado que Cicerón advierta que «los arúspices ven muchas cosas, los augures prevén también muchas cosas, muchas son anunciadas por los oráculos, muchas por las adivinaciones, muchas por los sueños, muchas por los prodigios».

Rica y variada panoplia para leer el futuro, para conjurar los peligros y para anticiparse a la adversidad, en la que entran los agentes exteriores (arúspices, augures, adivinos, oráculos, prodigios), pero también los medios interiores del hombre, como las fantasías, los mitos, las leyendas, las fábulas (fabula docet), las ensoñaciones, lo místico, el trance y, muy particularmente, el mundo asombroso, apabullante, espectacular, misterioso y proteico de los sueños tanto nocturnos como diurnos. Desde el recordatorio de Homero acerca de que la guerra de Troya podía haber sido evitada si se hubiera hecho caso a las predicciones de Casandra, hasta la reflexión de Salustio sobre el hecho premonitorio de que, la noche anterior a su asesinato, los caballos con los que Julio César había atravesado el Rubicón se negaron a comer, el mundo antiguo está lleno de sucesos en los que los hombres tratan de vencer el desafío de su ignorancia de lo que va a suceder y de precaverse de la adversidad in fieri.

Y es que los designios de los dioses, en particular los del supremo Zeus-Júpiter, sumen a los humanos en el desasosiego, la incertidumbre y la inseguridad, máxime ante unos dioses tan tornadizos, volubles y «humanos» como los que habitan el Olimpo. A diferencia de lo que ocurre con el único Dios, Yahvé, «cuyos pronunciamientos están ya realizados en el momento de su iniciación y lo están desde toda eternidad» (Steiner), los plúrimos dioses griegos y romanos, que pueden cambiar de parecer y son asequibles a las razones y planteamientos de sus sometidos (algo que nunca sabremos estimar plenamente en la milenaria aventura de los hombres para someter todo a su logos), se muestran abiertos, comunicativos y dialogantes cuando los creyentes descubren sus intenciones, y se aprestan mediante súplicas, imploraciones y sacrificios a intentar cambiarlas. Definitivamente, este mundo divino es otro mundo bien distinto.

Tan distinto, que el propio Zeus-Júpiter y su prole divina no sólo resultan accesibles e influenciables por los requerimientos informativos humanos, sino que, en prueba suprema de interés de colaboración, tienen sus propios mensajeros, sus propias deidades que pondrán en conocimiento de los mortales las decisiones, los propósitos, las preferencias y los caprichos que los animan. Al efecto, se sirven de la diosa Iris, «la de los pies ligeros», de «pies raudos como el viento», en el cantar de Homero; y se sirven también y principalmente de Hermes, el particular Hermes, «que descuella por su sagacidad e ingenio», «el vigoroso Hermes benéfico», de cuyo nombre, probablemente, piensa Gadamer, proviene el término «hermenéutica» o «arte del pensamiento correcto», en cuanto le correspondía interpretar y traducir al lenguaje de los hombres los mensajes que le encomendaba su augusto padre Zeus, que se dirige a él con tan saludables palabras «¡Hermes! Ya que tú eres a quien más gusta escoltar a los hombres y escuchas a quien quieres».

Pues bien, en ese particular mundo de las divinidades griegas es donde hay que situar el fragmento de Heráclito que vamos a comentar, «el Señor cuyo oráculo está en Delfos ni revela ni oculta, sino indica», que plantea, ciertamente, un problema teológico, pero también y, en nuestra opinión, de manera principal una cuestión de conexión, engarce e imbricación del humano pensamiento con las determinaciones divinas, ese extraño fenómeno en el que tiene lugar, según expresa Bloch, «la humanización de los dioses, pero también la divinización de los hombres». Sólo por esta circunstancia, tan extraordinaria que provoca la existencia del totum único dios-hombre y que en la poesía suprema de Hölderlin permite anticipar el «regreso de los dioses» y la exaltación de «los dioses huidos tratan de preservarnos», merece la pena abocarse a la reflexión del texto heracliano.

Y ahí está, enhiesto, retador, polémico y misterioso, el oráculo de Delfos, el templo de Apolo, envuelto en la niebla de la incertidumbre y dudoso y discutible todo lo atinente a él. Se ha dicho que Apolo no era otro que el dios hitita Apulunas y, con base a la Ilíada de Homero, parece ser que originariamente fue una deidad asiática (ex Oriente lux) y que, antes de la colonización de Jonia, ya existían en Mileto y Colofón santuarios oraculares a él dedicados. Cuenta Heródoto que en Patara, Lidia, considerada por algunos la patria de Apolo, se encerraba en el templo por la noche a la sacerdotisa para que tuviera lugar su unión mística con Apolo.

Se dice también que el primitivo oráculo griego estaba en Dodona y que su originario nombre no era Delfos sino Pito, en razón de que Apolo dio muerte a un monstruo subterráneo llamado Pitón, dedicándosele el santuario en cuanto dios de la armonía (recuérdese lo que hemos escrito en este mismo libro sobre el arco y la lira como signos de Apolo, representativos de la que Heráclito llama «armonía de tensiones opuestas»), la luz y la adivinación (Seferis).

Hegel dejó escritas al respecto las siguientes hermosas palabras: «el oráculo más antiguo estaba en Dodona, en un bosque de encinas donde las hojas susurrantes inspiraban al hombre (más bien a la mujer) presentimientos que éste debía interpretar. Lo mismo sucede en Delfos: el sacerdote extrae el sentido implícito en los sonidos inarticulados emitidos por la Sibila en estado de trance. Apolo, dios del saber, tiene como base el elemento natural del sol. Trae la luz a todo lo oculto, y ya su nombre indica relación con la luz del sol. Este Apolo que, como el sol mismo, viene de Oriente». Y Dodds escribe: «Tengo por seguro que el trance de la Pitia (la Sibila) era inducido por autosugestión. Iba precedido de una serie de actos rituales: se bañaba, probablemente, en la fuente Castalia, y quizá bebía de un manantial sagrado; establecía contacto con el dios (Apolo) mediante su árbol sagrado, el laurel; y, por fin, se sentaba sobre el trípode, creando así un nuevo contacto con el dios al ocupar su asiento. En una cultura de la culpabilidad —concluye—, es abrumadora la necesidad de una seguridad sobrenatural, de una autoridad trascendente».

Apolo, Febo Apolo, «el del argénteo arco», «el de la áurea espada», «el soberano flechador» (Homero), ¿por qué Apolo? Apolo, salvo Zeus, es, quizá, el más representativo de los dioses griegos y el que mejor patentiza la dualidad del alma helena: el gusto por lo mítico y la afición por la razón, el orden y la convulsión. Por ello, de la misma manera que Apolo simboliza la entrega a la mesura, la belleza y la armonía, Dioniso representa el afán por el desorden, el bullicio y la irreverencia: el modelo apolíneo y el modelo dionisíaco tan caros ambos al modo griego de vida, según señala Nietzsche. Werner Jaeger ha resaltado que parece evidente que los griegos se sentían atraídos por la contraposición polar entre uno y otro, hasta el punto que «es posible que el espíritu de limitación, orden y claridad de Apolo no hubiera movido nunca tan profundamente el alma humana si la honda y excitante conmoción dionisíaca no hubiese preparado previamente el terreno». En cualquier caso, empero, este Apolo que se contrapone a Dioniso, encierra, a su vez, según el típico señalamiento heracliano, su propia contraposición y contraste (los dos logoi de que nos habla Protágoras), porque es, a un tiempo, dolor y felicidad, belleza y destrucción, dios de la guerra y dios de la música, el arco y la lira, en definitiva, según en su lugar se ha comentado.

El ambivalente Apolo es quien debe procurar respuesta a las preguntas del alma griega también ambivalente, y el conjunto encaja armoniosamente, porque a la sabiduría precede la claridad y la claridad, a su vez, se simboliza mejor que de cualquier otra manera a través de la luz, de los rayos del sol. Un dios de origen oriental, ligado al profundo culto de Oriente al sol (las primeras sacerdotisas de su templo fueron egipcias, según Heródoto), brillante y refulgente, guerrero y músico, que hiere y mata con sus rayos, y al mismo tiempo procura salud y fuerzas (Hegel), parece ser el protagonista ideal para dar salida a esa tan particular psyché griega de buscar contestación a sus inquietudes intelectuales, no a través del dogma y la pauta apodíctica al modo hebreo, sino mediante el juego de incertidumbres, ambivalencias, contrastes y tensiones dialécticos, tan propios de un pueblo que desde siempre apostó por el logos.

Por ello, Apolo está en Delfos y en Delfos se encuentra el origen de la sabiduría griega, pues si hay que atribuir el mismo a un dios, éste no puede ser otro que Apolo, que, a su vez, no puede actuar de otra manera que a través de la ambigüedad, las verdades a medias y el juego de contrarios que implica su propia naturaleza y constituyen el único camino para acceder a la sophia. Cuando Apolo responde a Admeto, «tú sólo eres un mortal, (y) por eso tu mente tiene que nutrir dos pensamientos», está sublimando la característica griega esencial en la búsqueda del conocimiento y la sabiduría, lo fundamental en su vida, a través del contraste y conjunción de tensiones opuestas, que Heráclito (y ahí está su mérito y logro imperecederos) supo plasmar mejor que cualquier otro filósofo en la tierra de la filosofía par excellence. Como ha escrito Colli, «en Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento, que fue para ellos el valor máximo de la vida», y «a través del oráculo se trasmite al hombre la sabiduría del dios»; de ahí, «la ambigüedad, la oscuridad, la incertidumbre, la alusividad difícil de descifrar».

Y por ello también, Delfos permanece unido a la tradición, que Platón adverará, de los Siete Sabios de Grecia (Tales de Mileto, Pitaco de Mitilene, Bías de Priene, Solón de Atenas, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quenea y Quilón de Esparta); y en el templo de Apolo se hicieron grabar, previo acuerdo de esos máximos sapientes, «dos sentencias que están en boca de todo el mundo» (Platón): «Conócete a ti mismo» (gnothi seauton) y «Nada en exceso» (medén agan). Cuando a través del balbuciente hablar de la Pitia o Sibila (Sibila fue el nombre específico de una concreta sacerdotisa de Delfos que por su fama dio nombre genérico a todas las que le siguieron), se extrae el mensaje implícito de Febo Apolo, estamos en presencia de uno de los caminos más espectaculares e inteligentes que el hombre ha trazado en su larga odisea de alcanzar la sabiduría: la unión del dios y el hombre en esa búsqueda.

Y ahí, con esos presupuestos, en ese ambiente y con tales condiciones, irrumpe Heráclito y su «el Señor cuyo oráculo está en Delfos ni habla ni oculta, sino indica». Heráclito, como más tarde hará Sócrates con su dentón (el espíritu que sobrevuela a todo hombre que el primero identifica con su carácter y el segundo compara con los oráculos), utiliza el término semaineim, que equivale a «mostrar», «hacer señas», «dar signos», «verificar señales» o «procurar indicios», que patentiza con toda nitidez la forma especial y típicamente griega del acceso a la sabiduría, por primera vez en la historia del pensamiento del hombre, divina y humana. Tempranamente Jámblico lo advertirá cuando comenta que «tal como muestran los hechos mismos, el propio dios que está en Delfos, ni diciendo, según Heráclito, ni ocultando, sino dando por señas sus adivinaciones, despierta a la investigación dialéctica a los que escuchan los oráculos». Y en nuestros días, García Calvo refrendará que «indicar por medio de signos quiere decir simultáneamente revelar y ocultar: las relaciones reales dicen la verdad al ocultarla y la ocultan al decirla, puesto que la razón radica en esa contradicción misma». Por ahí van a ir nuestras observaciones y argumentaciones venideras.

Cuando se acude a Delfos en solicitud de oráculo que de solución a un determinado problema, enigma, confusión o dilema, el compareciente sabe que no va a obtener una respuesta enfática, clara y terminante, sino tan sólo va a dar ocasión a que hable «la sibila con su boca insensata», tal como de manera desgarrada proclama el mismo Heráclito. Revelar la verdad no es propio del mundo religioso griego, tan lejos él de la imprescindible revelación divina del orbe religioso monoteísta (¿qué serían el judaismo, el cristianismo y el islamismo sin la revelación divina que muestra, por un lado, la verdad en su estricta desnudez y totalidad, y, por el otro, la suprema orden celeste que no cabe desconocer, discutir o quebrantar impunemente?). La verdad hay que buscarla, hay que perseguirla, y nunca se ofrece gratuitamente, ni siquiera mediante concesión divina del generoso Apolo.

Como hemos comentado con amplitud en nuestro libro La bendición-maldición del pensamiento, ha sido el maestro Martin Heidegger quien más ha contribuido a clarificar las cosas en torno al concepto griego de la verdad, cuando al preguntarse cómo entendían los helenos la verdad en el inicio de la filosofía occidental, responde que la palabra griega para la verdad es aletheia que equivale o «no-ocultamiento» o «des-ocultamiento», por lo que algo verdadero es algo no oculto o algo desoculto, pero no por gracia de una concesión divina o por obra de una revelación del más allá, sino en razón de una posición activa del hombre pensante, de conquistarla mediante la lucha, el enfrentamiento y el derrumbe de los muros que la ocultan, actitudes todas ellas entendibles en estricto sentido intelectual, como es obvio. Según hemos escrito en esa obra, «entre quien alcanza la verdad venciendo las tinieblas que la cubren y arrancándola de lo que la oculta, y quien la expresa descubriendo tan sólo aquellos factores de proximidad y cercanía (tal como hará santo Tomás de Aquino con su veritas est adaequatio rei et intellectus sive enuntiationis), media una considerable ventaja que, por necesidad, ha de reflejarse a la hora de pergeñar la verdad…, la diferencia entre quien pelea por conquistar la verdad y quien la alcanza mediante su simple descubrimiento» (o revelación). Por lo que acierta Heidegger cuando advierte que estar oculto o desocultado significa algo totalmente distinto que coincidir o adecuarse; y resulta lógico y comprensible su atrevido pensamiento de que el ser, y, por ende, la verdad, es lo que se muestra en una pura percepción intuitiva («la verdad originaria y auténtica se halla en la pura intuición», proclamará), advirtiendo que esta tesis de clara estirpe helena constituirá en adelante el fundamento de la filosofía occidental y el punto de apoyo de la dialéctica hegeliana.

El oráculo délfico no revela la verdad, no da contestación clara a lo que se le pregunta y no responde con contundencia al interrogante formulado. ¿Será porque Apolo no la conoce, quiere mantenerla en secreto, se burla o juega con los hombres? Cualquiera de estos señalamientos resulta absurdo y rechazable in limine. Febo Apolo, precisamente por su condición divina e hijo predilecto de Zeus, no puede desconocer la verdad de las cosas, ya que ante la divinidad se abre extenso y sin mácula el reino esplendoroso de lo verdadero; por lo que, en consecuencia, que el dios no comunique o revele la verdad de lo que se le inquiere porque la ignora es algo que se cae por simple reductio ad absurdum.

Parecida suerte debe correr la consideración de que Apolo no contesta con claridad aquello que se le pregunta porque quiere mantener la verdad en secreto, ya que aunque los dioses griegos jueguen entre sí al engaño y al disimulo, hasta el punto que Zeus, «el padre de hombres y de dioses», al contestar las mordaces palabras de Tetis, «la de argénteos pies», respecto a lo que podría haber tramado con su esposa Hera, pronuncia estos significativos términos: «Hera no esperes realmente todos mis propósitos conocer, (pues) difícil para ti será, aun siendo mi esposa», y son conscientes de la honda diferencia que media, como decía el poeta latino Ennio, «entre la raza de los dioses y la de los hombres», por lo que éstos, ex natura, no pueden acceder a la verdad absoluta y total, y, en consecuencia, los dioses, no tienen por qué disimularla o mantenerla en secreto ante las preguntas de los humanos, ya que las propias limitaciones de éstos pondrán restricción al ámbito de sus saberes y conocimientos, sin que aquéllos se involucren en una poca honesta operación de reticencias y engaños.

Tampoco correría mejor suerte la supuesta aseveración de que Apolo se guarda la contestación verdadera en función de que juega o se burla de los hombres que acuden a su templo de Delfos en busca del oráculo. Una consideración de este tipo implicaría el profundo desconocimiento de las deidades grecorromanas. Los dioses clásicos juegan entre sí y, en ocasiones, con los hombres, son irónicos, burlones y gustan ensayar en sus escarceos orales las altas dotes de su superior inteligencia, pero saben perfectamente que su futuro, el aprecio y el respeto que susciten dependen en exclusiva de su comportamiento con los humanos, siempre que éstos cumplan unas condiciones mínimas éticas y estéticas, no entren en conflicto abierto con ellos, los obedezcan y no los irrespeten, por lo que, según canta Homero, «al que los obedece, los dioses le oyen de buen grado». En consecuencia, se toman en serio su «oficio», cumplen «las reglas del juego» y no ponen gratuitamente en peligro su futuro a través de comportamientos desdeñosos, insultantes, ofensivos o lacerantes con sus súbditos, pues, al fin y al cabo, su propia subsistencia depende de que éstos no se irriten en demasía, no se sientan marginados en exceso y no lleguen a la conclusión de que en sus relaciones con la deidad dan mucho más de lo que reciben; en suma, de que no tenga lugar, acontecimiento que puede resultar letal para ellos no obstante su inmortalidad, ese suceder que Bloch resalta con las estremecedoras palabras: «¡Cuán a menudo no se ha percatado el hombre en esta penetración (para el gran filósofo alemán ‘pensar significa traspasar’) que él era mejor que sus dioses!».

Por ello, carecería por completo de sentido y razón, y en Grecia lo que carece por entero de sentido y razón queda a priori excluido tanto del mundo de los hombres como del de los dioses, que cuando los creyentes se acercan al supremo templo de Apolo en Delfos, transidos de dolor, preocupación, angustia o confusión, formulando sus problemas y buscando el alivio de la respuesta oracular, obtuvieran por toda contestación un «enredo de palabras» con las que «el soberano flechador» buscase tan sólo burlarse, despreciar, humillar o jugar con ellos. En momentos tan trascendentales, solemnes y dramáticos (pensemos, por un instante, en la convulsión que experimenta la Sibila en trance), Apolo, dios del saber, no puede cometer el irrespeto, no puede traicionar su misión (traer a la luz lo que está oculto) y no puede jugar con la angustia de los que acuden a él en demanda de soluciones. Otra deberá ser, por tanto, la explicación de que el Señor del oráculo de Delfos no revele, no dé contestación clara y no resuelva por completo el interrogante que se le plantea, porque eso, precisamente, forma parte del superior «juego» que se desarrolla en Grecia para obtener el conocimiento y alcanzar la sabiduría, como en las páginas posteriores razonaremos; y, en consecuencia, tiene pleno sentido Lyotard cuando declara: «comprendemos que no hable claramente (el dios Apolo, el dios del saber que guía todas las cosas), que no puede desenmascarar su juego para hacérnoslo leer abiertamente».

El oráculo de Delfos no revela aquello sobre lo que es preguntado. Apolo, en cuanto dios, conoce el futuro, es más, coadyuva en la formulación de ese futuro, tiene a su alcance la verdad y alcanza la respuesta de las cosas a que no tienen acceso los mortales por sus propios medios, porque aunque no estemos en presencia del ens perfectissimun de las religiones monoteístas, omnipresente, omnipotente y omnisciente, los dioses griegos tenían la suficiente entidad como para poder determinar el curso de los acontecimientos, y, en consecuencia, poder adelantar al ansia de saber de los humanos su trama y sustancia. Como explica Aristóteles, lo que los dioses no podían era tener por no realizados aquellos sucesos que ya habían tenido lugar.

Pero, de la misma manera que el oráculo no revela, tampoco oculta; y aquí se produce otra particularidad del modelo griego de conexión dioses-hombres. Aunque pudiera pensarse que al no revelar está ocultando, la realidad no es así, ya que no revela, pero indica o señala, y no oculta, porque también procura indicios al respecto. La divinidad se queda a mitad del camino en relación con lo interrogado, ya que, por un lado, por más que no clarifique, marca senderos, y aunque no oculte, proporciona pistas para el desocultamiento.

Es una situación mixta en extremo interesante y sumamente respetuosa de la condición humana. Los dioses conocen todas las cosas y los hombres desconocen muchas de ellas. El hombre acude ante sus dioses y demanda información. Caben tres situaciones al respecto: el dios, a través del oráculo, procura cumplida noticia al solicitante, con lo cual el papel de éste queda reducido al poco gratificante cometido del que tan sólo suplica; el dios se cierra y no proporciona información alguna, manteniendo el más estricto secreto, por lo que el que a él acude se siente frustrado y, probablemente, ensayará explicaciones fantásticas en relación con lo preguntado; y el dios requerido ni revela ni oculta, ni suministra toda la información ni niega información alguna, sino que alienta señales, procura indicios y emite signos que aportan algo de luz sobre la materia o, si se prefiere, diluyen parte de la oscuridad que envuelve a la misma.

El sistema, como decimos, logra un precioso y digno equilibrio entre la sapiencia y el poder de los dioses y la ignorancia y capacidad pensante de los hombres. El dios no se desmejora en nada, ya que, por un lado, patentiza que conoce la solución del enigma, y, por el otro, ni se pliega ni se niega frente al humano requerimiento, sino que accede a procurar indicios que tanto sirven para alcanzar la claridad en el conocimiento del asunto como para romper las brumas que lo ocultan. El hombre que acude al oráculo no se siente defraudado con su dios: lo ha escuchado, y aunque no le ha proporcionado de golpe la solución del problema, tampoco se ha cerrado en banda a la misma, sino que ha procedido a manifestar señales que pueden conducir al requirente, si éste sabe manejarlas con la suficiente profundidad mental, al conocimiento de lo interrogado. Insinuar, señalar, significar o indicar es poner al hombre caviloso en el camino del saber; en adelante, depende de él, de su talento y argucia.

El planteamiento es genuinamente griego, y resulta, como no podía ser de otra manera, un canto a las humanas potencialidades, a la capacidad de los hombres para interrogarse y ahondar en sí mismos y a la sublimación de ese precioso instrumento, el logos o razón, por cuyo través pueden alcanzar la verdad o desocultamiento de las cosas, que es lo que supone el término heleno aletheia. Pero, para ello, hace falta que el dios juegue limpio y no proceda a encerrar en el sumo secreto aquello que se le pregunta, imposibilitando al humano requirente el acceso a su conocimiento. Por eso, de la misma manera que líneas arriba recordábamos que Lyotard comprendía que Apolo no hablase claramente mediante la revelación de lo preguntado, ahora ocurre lo mismo respecto a lo oculto: «comprendemos también —escribe— que no oculte el juego, que su propósito no sea engañarnos, dar una pista falsa como haría un adversario». Esto último tiene una importancia extraordinaria. Apolo no es un dios complaciente que se pliegue dócilmente a los requerimientos de los humanos, porque ello es contrario a la soberanía de la divinidad, pero tampoco es un dios hosco y apartado que se niegue empecinadamente a procurar información alguna a los suplicantes. Como resalta el autor citado, el dios griego «no se esconde, no juega al escondite con nosotros, no aparta su faz de nuestra mirada, como creía Anselmo, no nos ha expulsado de su mirada, sino que está ahí como lo que hace señas».

Merece la pena reflexionar sobre esto. Aunque los dioses lo conocen todo, semejante conocimiento lo tienen naturaliter, como propio de su condición divina, como emanación obligada de su excelsa sustancia, y no como fruto de su alta capacidad reflexiva, ya que, según dice Platón, «ninguno de los dioses filosofa»; y no filosofan porque no tienen necesidad, ya que si la filosofía es el amor a la sabiduría y la búsqueda de la verdad, la divinidad encierra intrínsecamente, ex natura, la sabiduría, el conocimiento y el dominio de la verdad. El filosofar es propio de los hombres, porque también estructuralmente no son sabios ni conocen uno ictu la verdad, sino que sólo con gran esfuerzo y entrega pueden rozar la sabiduría y acceder a desvelar lo verdadero a través del desocultamiento de las cosas.

Claro que en esta tesitura, como antes decíamos, la reacción de la divinidad puede ser dual, pues hay una deidad que cuando quiere lo revela todo y cuando desea lo oculta todo, relegando al hombre en uno y otro caso al papel meramente pasivo de receptor de la decisión divina y de obediente y disciplinado cumplidor de la misma: es la deidad judeo-cristiana-musulmana que se reserva todo el protagonismo, escasamente colabora con el hombre en esta materia, no alienta la filosofía, y, como tan gráficamente resalta Lyotard, recordando a san Anselmo, «aparta su faz de nuestra mirada» (¿dónde están los estrictos filósofos hebreos o musulmanes actuales, y cómo desconocer que los filósofos cristianos tuvieron que tributar durante siglos a la teología y sortear los obstáculos que planteaba la religión oficial?). Pero, hay otra deidad radicalmente contraria en esta materia, la grecolatina, que nunca revela las cosas en su totalidad ni tampoco las oculta íntegramente, sino que mantiene unos límites ponderados de comunicación y secreto: no permite que el conocimiento total de las cosas fluya de ella a los hombres de manera libre y expedita, pero tampoco hace que la ignorancia íntegra de las mismas permanezca incólume sine die, sino que, en uno y otro caso, procede a dar señas, a proporcionar signos o indicios, a insinuar, porque en estos campos, los del saber, el conocimiento y la verdad, quiere que el protagonismo lo ostenten los hombres, algo que parece sumamente oportuno, habida cuenta que ésas no son tareas propias de los dioses, ya que sus frutos los poseen por adelantado, sino más bien aptas para elevar y dignificar la condición humana. Es, por tanto, perfectamente comprensible que, como escribe Lyotard, Apolo no hable claramente ni oculte su juego, sino que proceda a hacer señas: Apolo, «el del argénteo arco», coadyuva a la humana sabiduría.

Se da un cambio de talante manifiesto, un replegarse de la divinidad en un caso en beneficio de los hombres, y un paso adelante de la misma en perjuicio humano en el otro. Si el hombre queda relegado a conocer la verdad por boca del dios o a mantenerse eternamente en la ignorancia por decisión del mismo, no parece que su postura resulte demasiado airosa en el campo del saber y del acceso a la sabiduría. En cambio, si el dios no se rinde a discreción ni mantiene irrestricto el secreto en ese campo, sino que adelanta indicios e insinuaciones para que los hombres progresen en dichas materias, está dando un impulso vigoroso en pro del desarrollo de las potencialidades intelectuales humanas, algo así como, recordando a Homero, «Zeus le dio un empujón por detrás con su enorme mano». Si hubiera que elegir entre una y otra posición (en Occidente pienso que no, debido a la secularización e independencia que han alcanzado tanto el pensamiento científico como el estricto filosófico), yo me quedaría claramente con el primero.

Y es que, ya en Grecia, Aristóteles aseveraba que «la verdad está en la apariencia» y que «de hecho lo falso y lo verdadero no están en las cosas mismas, sino en el entendimiento de los hombres», reverdeciendo el inicial pensamiento de Parménides «mira lo ausente de los sentidos y, sin embargo, firmemente presente al entender»; y en los tiempos modernos, Schopenhauer compendia precisamente la cuestión cuando advierte, «no conocemos las cosas tal como son en sí, sino solamente tal como aparecen, ésa es la gran doctrina del gran Kant». En consecuencia, no se alcanza a ver cuál puede ser el cometido de la deidad en estos pagos, pues si ella ya está al tanto de todas las cosas y se reconoce que el trasiego en las mismas es tarea humana, ¿por qué sustraerlas a los hombres, por qué dificultarlas más de lo imprescindible y por qué arriesgarse a un monopolio que ni lo necesita ni procede? ¿No resulta mucho más lógico, natural y propio que, en vez de empecinarse en conservar impolutos los grandes secretos y cerrar las vías de comunicación con los hombres al respecto, la divinidad, tal como hacía Apolo en Grecia mediante el oráculo de Delfos, proceda a facilitar las cosas, a ayudar el esfuerzo humano y a suministrar datos y signos para la recta captación de los acontecimientos?

Las posiciones extremas siempre son rechazables y peligrosas, por lo que hay que proceder crítica y severamente respecto a las mismas, igual en esta materia que en cualquier otra donde esté presente el impulso mental humano. David Hume, el asombroso filósofo escocés, escribe que «cómo dicen los peripatéticos, un justo medio es la caracterización de la virtud», pero pragmatista, al fin, advierte que «este medio lo determina sobre todo la utilidad». Esto es lo justo. ¿Qué es más útil para los hombres, en las trascendentales materias que estamos tratando, que la divinidad se reserve el monopolio del conocimiento y éste sólo derive al hombre cuando así lo decida ella, y entonces la transmisión se produzca torrencialmente y sin necesidad de que el mismo tenga que utilizar su capacidad reflexiva, o que el acceso al conocimiento se encomiende a la propia actividad mental de los humanos, pero facilitado por los «empujones» divinos, por el suministro de datos y señas que a los mismos haga llegar la deidad requerida? No parece puedan manifestarse dudas al respecto, porque con la primera postura nada ganan los dioses y mucho pierden los hombres, mientras con la segunda los dioses continúan sin perder nada, y, en cambio, los hombres obtienen el honorable presente de dejar en sus manos la búsqueda del saber. Al fin y al cabo, como asevera sabiamente Aristóteles, «las mayores virtudes han de ser necesariamente aquellas que son más provechosas para los demás».

Al respecto, la diferencia entre la Biblia hebrea de Moisés y la que Goethe llama «Biblia griega de Homero» es abismal. En la primera, el hombre vive pendiente de los estados de ánimo de un Yahvé («Yo soy el que soy», palabras que brotan de la zarza ardiente), seco, frío, distante y exigente con sus criaturas y, a menudo, vengativo, colérico y rencoroso, del que no cabe esperar ni efusiones ni concesiones especiales de cara a resolver los grandes interrogantes de las mismas, porque lo suyo no es el diálogo, la complacencia, ni la superación intelectual de los hombres. En la segunda, en cambio, el panorama cambia por completo, ya que los dioses cooperan con los humanos, se enredan en sus disquisiciones, transigen y acaban por mostrarles el camino que conduce a su dignificación y aprecio espiritual. La diferencia es enorme, casi tanto como la que media, como dice con agudeza Gilbert K. Chesterton, «entre el Jehová que se extiende poderosamente por el universo y el Jesucristo que entra sencillamente en casa».

El griego que acude a Delfos a consultar el oráculo y a obtener la respuesta de Apolo a través de la sacerdotisa, no obstante el fárrago ritual, las adherencias mágicas orientales y las convulsiones psíquicas de la Pitia, patentiza de la manera más gráfica y contundente que cabe imaginar la existencia de un pacto entre la divinidad y los humanos. No una Alianza suprema entre Dios y su pueblo, sino un simple pacto, además implícito, entre unos dioses tutelares y unos hombres necesitados de orientación y guía, por cuya virtud cuando éstos acudan en demanda del conocimiento de las cosas, aquéllos, sin perder su majestad divina ni hacer abdicación de sus intrasladables prerrogativas, no revelarán sin límite el todo ni lo ocultarán de manera indescifrable, sino que concederán pistas, harán ver señales y formularán insinuaciones que facilitarán a los humanos el acceso al saber y al conocimiento.

Es, probablemente, el más extraordinario «pacto» concluido nunca, el más rendidor y el más benéfico para el animal rationale, pues abre al hombre la senda de la superación intelectual y el acceso al botín más grande que puede imaginar: el mundo del conocimiento y de la comprensión de las cosas. En ese pacto, los dioses no desmejoran en nada, ya que, como advertía Hume en otro contexto, «implica con toda seguridad más poder en la Deidad delegar cierto grado de poder en criaturas inferiores que producir todo por su propia volición inmediata», ni los hombres alcanzan otra cumbre que no sea la de su propia realización humana, pero tiene lugar el «milagro», imposible para el judaismo y para el islamismo, aunque ya no para el cristianismo evolucionado, de que la deidad colabore con la humana criatura en la satisfacción de sus afanes elucidatorios. Dios no revelará la verdad al hombre, porque éste tiene que alcanzarla a través de un proceso desvelatorio que conduzca al des-ocultamiento de la misma, pero le mostrará señales para que ese proceso se desenvuelva fructíferamente. Tampoco la deidad consultada acorazará el secreto de lo no conocido, ni mucho menos confundirá, engañará o dará pistas falsas al requirente, sino le indicará signos válidos para acceder a lo desconocido, porque ella no es enemiga de los hombres, no es su adversaria. Febo Apolo, como «supremo desviador del mal» (Dodds), concedía seguridad, al igual que Dioniso ofrecía libertad, y ponía a los hombres, confundidos, ignorantes y temerosos, en la senda de su elevación intelectual y ética; por su parte, los hombres demandaban la ayuda, pero no para alojarse en la comodidad de que el ser superior le resolviese gratuitamente los problemas, sino para iniciar un exigente camino en pro del aumento de su sabiduría, supremo objetivo de la vida griega, que potenciaba el factor apolíneo, que expresa forma e individualidad frente al factor «dionisíaco» que ofrece fuerza vital (Gómez Caffarena).

Nunca antes había existido un «pacto» similar. Los dioses griegos, dada su condición y propósito, en ningún momento habrían ofrecido a los humanos un pacto diferente, ni los helenos habrían aceptado otro que alejase de ellos la capacidad y posibilidad de alcanzar por sí mismos el acceso a la verdad, por más que en ese empeño gozasen de la ayuda de la divinidad mediante sus insinuaciones. Producidas éstas, en adelante es el hombre pensante, el hombre reflexivo, el hombre elucidador el que debe esforzarse, superar las dificultades y vencer los obstáculos que la conquista de la sabiduría entraña y exige. No cabe imaginar a un Homero, a un Hesíodo (aunque reciba las confidencias de las Musas), a un Demócrito, a un Heráclito, a un Sócrates, a un Platón o a un Aristóteles, a diferencia de lo que ocurre con Moisés y los profetas bíblicos, recibiendo directamente de la divinidad la verdad de las cosas y accediendo, por la vía graciosa de la concesión del Ser supremo, al saber superior. Ése no podía ser el modo griego de alcanzar la sabiduría, ni éste podía servir en un mundo tan arriscado, tan vehemente y tan pasional como el que se daba en el mundo monoteísta del Oriente Próximo, en el que faltaba la consideración del homo qua homo.

En consecuencia, de la misma manera que no cabe imaginar a un Yahvé que pide a Abraham el sacrifico de su único hijo Isaac o a un Alá que ordena a Mahoma la «guerra sagrada» (yihad) contra los ricos árabes, colaborando humildemente con los hombres en pro de poner a éstos en el esforzado camino de llegar a la sabiduría, tampoco cabe imaginar a un Apolo, paradigma del orden, la limitación, la claridad, la sabiduría y del consejo justo, agitando a los mortales, poniéndolos en pos de extrañas aventuras, sumiéndolos en la confusión, el exceso y la guerra, o favoreciendo la presencia de un mundo reñido con la tranquilidad, el sosiego y la paz, frutos que depara el conocimiento meditado y profundo de las cosas. Los dioses griegos, nacidos del alma griega y coadyuvantes de las aspiraciones de la misma, no podían traicionarla, ni los griegos se lo hubieran permitido, porque un pueblo que apuesta por el conocimiento como valor máximo de su vida, no puede aceptar las destemplanzas, los abusos, las intransigencias y la tiranía de la divinidad. Ni siquiera haciendo un gran esfuerzo mental e intentando poner en el lugar de los Siete Sabios griegos a un héroe guerrero (Aquiles, Agamenón o Héctor), cabe imaginar que en Grecia apareciese un Moisés, con «su genio para la visión encolerizada, sus diálogos directos con Dios, los motines que tiene que soportar por parte de su propio pueblo (y) las constantes transgresiones que le impiden entrar en la tierra prometida» (Steiner).

¿Qué nos queda hoy de la sentencia de Heráclito que comentamos? Desde luego, el hombre occidental moderno no acude a Lourdes o Santiago ni a la mediación de oráculo alguno para solicitar ayuda en su búsqueda del conocimiento, pero de ello sería temerario y hasta absurdo deducir que no sobrevive entre nosotros el espíritu de la sentencia heracliana.

Hoy, igual que los griegos, aunque, quizá, no con su intensidad y entrega, buscamos la verdad, filosofamos y, muy en particular, nos entregamos al reto de la ciencia y de la tecnología (cerrando los ojos, podríamos ver en el MIT la versión actual del templo de Delfos y en Einstein a Apolo), pero nos movemos por otros circuitos mentales, y nuestras iglesias, y ello después de haber superado su enemiga del pensamiento libre e incontaminado, no juegan el papel que Jaeger atribuye a Delfos de: alcanzar la religión griega su influjo más alto como fuerza educadora y conseguir que las sentencias más célebres de los sabios fuesen consagradas a Apolo. ¿Habrá que derivar de ello que el hombre de pensamiento occidental ya no recibe indicios, insinuaciones, señalamientos o signos de algo que lo trascienda? Sería necio, absurdo y temerario, e implicaría un torpe pecado de soberbia. Aunque ya no sumidos en el magma religioso, continuamos inmersos en un rico pasado cultural, que va desde el mundo clásico griego y romano a los hitos del Humanismo, el Renacimiento, el Racionalismo, la Ilustración y el Romanticismo, y, muy en particular en el hálito inmenso y sugeridor, con Kant a la cabeza, del «idealismo trascendental alemán», probablemente la mejor y mayor cota intelectual que el hombre haya alcanzado nunca. De ese mundo, multicentenario, proteico e inmensamente rico, nos siguen llegando los signos o señas que Heráclito atribuía al Apolo de Delfos, pero que continúan teniendo la misma fuerza y finalidad fecundadoras: la intuición, el atisbo y la percepción del maestro de Éfeso siguen teniendo plena actualidad, porque también el ser pensante de nuestros días continúa sintiendo la necesidad de que alguien o algo le sugiera el camino.