1.
«SI NO SE ESPERA, NO SE ENCONTRARÁ LO INESPERADO»
Como es habitual en él, Heráclito parece plantear con su enunciado una contradicción-paradoja, que llevaría al intérprete a detenerse ante ella, a rendirse ante la imposibilidad de remontarla e, incluso, a concluir que nos hallamos en presencia de una obviedad, como tantas veces ocurre con las formulaciones del filósofo de Éfeso. Heráclito juega con los destinatarios de sus pensamientos, gusta de sumirlos en la oscuridad y en la incógnita, con despistarlos y con ofrecer vías de discusión que abruptamente chocan con un obstáculo insuperable. El mejor antídoto contra esta contrariedad y contra semejante desafío ha sido siempre el de no desmayar, el de buscar vías alternativas y el de intentar encontrar el sentido profundo que tienen sus reflexiones. Ese espíritu va a presidir este libro, arropado, eso sí, por el propósito de acomodar sus textos a la realidad de nuestros días, al objeto de mostrar la permanencia de su genio, la constante utilidad de los mismos y cómo el pensamiento moderno puede servirse del cauce indagatorio que el insuperable jonio cavó para siempre, pues, no en balde, la filosofía no es otra cosa que el no rendirse ante los retos y desafíos que ofrece el pensamiento permanente del hombre.
Lo «inesperado» es lo que no se espera, y, sin embargo, puede suceder y, en algunas ocasiones, sucede. ¿Por qué no se lo espera si puede ocurrir y, a veces, ocurre? Pues no se espera por lo insólito de su aparición, por su naturaleza sorpresiva, por su impredecibilidad e imprevisibilidad que le son ínsitas y porque los hombres no solemos ser tan precavidos cuando la precaución exige hondas indagaciones, cautelas extremas y la búsqueda de caminos extraños y trabajosos para tratar de representar los misterios y enigmas que acosan nuestras vidas. Quizá, de todos estos obstáculos e inconvenientes sea el mayor el del intenso y extenso estudio que habría que realizar para adelantar mentalmente supuestos representativos en los que se anticiparían sucesos poco comunes, insólitos, extravagantes y extraordinarios. El propio Heráclito lo insinúa cuando, según las distintas versiones, habla de «no se lo puede buscar, no hay camino hacia ello», de «imposible de buscar como es sin vía cierta», o de «es recóndito e inaccesible».
Lo inesperado no es lo imposible, sino tan sólo lo normalmente no previsible. Si fuera lo primero, obviamente no tendría sentido esperarlo, tanto por ad impossibilia nemo tenetur, como por convertir la espera en pura banalidad, en torpe juego y en intento de desafiar las reglas inmutables del Cosmos. Quien así actuara, quedaría convertido, eo ipso, en adivino, mago, astrólogo o vidente que no son, precisamente, los oficios por donde discurren los caminos de la filosofía o la ciencia, en cuanto no se habría salido de la esfera del mito y se hallaría inserto en las mallas de la leyenda, la fantasía y la imaginación creadora, al modo que el propio Heráclito se pronuncia cuando dice que «Homero era astrólogo».
Inesperado es lo que nos sorprende cuando ocurre porque rompe nuestra rutina, nos desconcierta porque quiebra el sesgo habitual de las cosas, y no hemos sabido anticiparlo al estar instalados en la costumbre, la comodidad o la abulia. Inesperado es lo que podría obligarnos a hacer un esfuerzo extraordinario para anticiparlo y ponerlo en el flujo regular de nuestras previsiones; lo que al contemplarlo nos sumiría en un trabajoso mundo de reflexión que entraría en conflicto inmediato con nuestra natural tendencia al menor esfuerzo y a la pereza (lo único que nos queda del mítico tránsito por el Paraíso); lo que supondría el impulso de la humana condición hacia cotas mentales en las que, en buena medida, dejaríamos de padecer las insuficiencias que estragan nuestras vidas, en las que el azar, la suerte y la sorpresa, pese a la arrogancia y vanidad que nos caracteriza, siguen teniendo hoy, como hace mil o dos mil años, un papel desproporcionado y absolutamente humillante para el hombre.
Inesperado es lo que no se espera, pero no porque sea inesperable, sino porque hemos decidido, consciente o inconscientemente, no esperarlo. Lo inesperado tiene junto a un elemento objetivo de rareza, no habitualidad y ausencia de experiencia ordinaria, un fuerte y componente subjetivo de irresponsabilidad, indiferencia y despreocupación, que desdibuja profundamente el carácter con que suele presentarse y nos lleva a considerar, sin mayor indagación reflexiva, como contradictoria y paradójica la formulación heráclita que se comenta. Bajo este enfoque subjetivista, lo inesperado cambiaría de sitial, ya que ahora su caracterización vendría dada, de manera fundamental, por el hecho de que se ha tomado la humana determinación de no anticiparlo, de no precaverlo, de no esperarlo. Y esto, como luego razonaremos, puede cambiar la tradicional interpretación del texto de Heráclito y aventar descarnadamente la insuperable contradicción que se le atribuye de manera gratuita.
Lo curioso es que en el propio medio jonio donde surge el pensamiento que se comenta hay un significativo anticipo de semejante dualidad en la contemplación de la materia. Para Pitágoras, «no esperarás lo que no debe esperarse, y nada de este mundo estará oculto para ti», y, en cambio, en el sentir de Jenófanes, «los dioses no revelaron todas las cosas desde el principio, sino que a través de la investigación llegan los mortales a descubrirlas». La diferencia de matiz es en extremo interesante y significa un cambio de enfoque tan representativo que lleva a valorar el punto en estudio de maneras diametralmente opuestas.
La proposición de Pitágoras es captadora y promete frutos estimables inmediatos. Si no se espera lo que no debe esperarse, el panorama del conocimiento se despeja significativamente, y todo queda al alcance de la humana comprensión: «nada de este mundo estará oculto para ti», esto es, si se afirman los pies en el suelo de la realidad, se abandonan las fantasías mentales y se contenta uno con lo que está al alcance de su percepción, las brumas del desconocimiento, la inseguridad y el desconcierto se disipan como por ensalmo y todo queda a disposición de que el hombre lo comprenda y domine. En una especie de taumaturgia, basta con tener la suficiente claridad, prudencia y realismo mentales, en una posición conceptual que parece anticipar la de los modernos pragmatistas anglosajones, para comprender que no hay que esperar lo que no debe esperarse, para conformarse con lo que habitualmente sucede y para expurgar nuestro pensamiento de las falacias y arrogancias de intentar penetrar en el mundo de lo desconocido, y, de inmediato y de manera mecánica, nuestra mente alcanzará a comprender todo lo que ha quedado limpio de semejante pretensión abarcadora de lo inaccesible.
El planteamiento pitagórico es cuestionable desde diversos ángulos. Primero, porque no se alcanza a ver ni puede explicarse el fundamento imperativo del «no esperarás» inicial, pues ¿quién o en función de qué se establece la prescripción cogente de no esperar, habida cuenta que lo propio de la mente humana es el desafío, el afán de saber y el propósito de penetrar lo desconocido? Segundo, el carácter pretencioso, falsamente ético y dudosamente docente del «lo que no debe esperarse», ya que no se adivina de dónde amanece ese «debe», quién lo dispone y cómo se justifica semejante imposición limitadora y aun mutiladora de los poderes mentales. Tercero, porque encierra una contradicción, ésta sí, insuperable, pues resultaría que en el mismo instante en que deja de esperarse lo que no debe esperarse, se produce milagrosamente el desvelamiento de todos los secretos, la luz invade todos los misterios, «y nada de este mundo estará oculto para ti», cuando lo que sucede es exactamente lo contrario, ya que en el momento en que se renuncia a lo impredecible, el mundo de lo conocible se reduce significativamente y queda circunscrito a lo que perciben de manera inmediata los sentidos.
En realidad, el milenario proceso de adquisición y acumulación de conocimientos por parte de los humanos, especialmente los atinentes al mundo científico, ha funcionado exactamente al revés de lo preconizado por Pitágoras. Ha sido por esperar lo inesperado, por no conformarse con las simples percepciones y por enfrentar lo desconocido, echando mano a la experiencia, la observación, las hipótesis, las conjeturas, la demostración, las experimentaciones y la rectificación, cómo la mente humana ha ido penetrando los secretos de la naturaleza, avanzando en el conocimiento de sí misma, y desvelando una tras otra las complejidades cósmicas.
El prodigioso avance del conocimiento científico, el salto cualitativo de una ciencia helena, que, en expresión de Heidegger, ni quería, ni sabía, ni podía ser exacta, a una ciencia moderna basada en la exactitud de las matemáticas, es tan fenomenal que no se acierta a ver cómo podría haber tenido lugar si el hombre de pensamiento se hubiera detenido ante lo inesperado, y, sobre todo, cómo hubiera sido posible rebelarse contra un estado de cosas limitado a la pobre recepción de los datos suministrados por los sentidos materiales. La conformidad con el statu quo, la renuncia a penetrar lo inusual, el abandono del inconformismo y el seguimiento mecánico de lo que normalmente ocurre hubieran supuesto una losa tan formidable que habría detenido el progreso de la humanidad o, al menos, lo habrían reducido en el aspecto científico al panorama que históricamente nos mostraron y todavía nos muestran hoy aquellos pueblos que quedaron presos de la superstición, los dogmas y los prejuicios. Con la paradoja histórica añadida de que semejante situación habría tenido apoyatura importante en un pensador griego, Pitágoras, supuestamente impulsor del juego «científico» de los números, pero que no debió confundir la honda visión de Heráclito cuando se atreve a nominarlo «el abuelo de todos los impostores».
Jenófanes, el primer teólogo griego y el inspirador del primigenio relativismo divino, es de un parecer netamente opuesto al de Pitágoras, recién expuesto, cuando advierte que «los dioses no revelaron todas las cosas desde el principio, sino que a través de las investigaciones llegan los mortales a descubrirlas». La divinidad hace conocedor al hombre de determinadas verdades, tal cual ocurre cuando la diosa Diké, la diosa-verdad, en cuanto, como dice Heidegger, la verdad misma es la diosa, revela a Parménides determinadas sapiencias o las musas anticipan al narrador aspectos verdaderos, pero no lo hace sabedor del todo, no ponen en su poder el conocimiento de la totalidad de los problemas, interrogantes y misterios que pueblan la tierra y los cielos. Hace algo mucho mejor y enaltecedor de lo humano: pone en posesión del hombre un instrumento, mágico y extraordinario donde los haya, el pensamiento, la inteligencia, la conciencia reflexiva, que le va a permitir adentrarse en las tinieblas de lo desconocido y avanzar en el desvelamiento de los secretos.
El pensamiento de Jenófanes es por completo moderno, se inserta en la formulación científica de nuestros días y hace de la investigación el medio para alcanzar y aumentar sin límite el conocimiento de las cosas, pues «a través de la investigación llegan los mortales a descubrirlas». Esto es, son los hombres quienes, por medio de la reflexión, van derribando una tras otra las murallas de la ignorancia y accediendo progresivamente al conocimiento de tantas y tantas cosas que desconocen. Como si de un robot mágico se tratara, los dioses ponen sobre la tierra un ingenio particular, el hombre, dotado de un mecanismo reflexivo que le permite alcanzar el desvelamiento de lo que ab origine le está oculto e ir dominando intelectualmente un poderoso mundo que, desde el punto de vista material, es infinitamente superior a la leve e insignificante criatura humana. Llama la atención que el pensamiento occidental moderno que ha puesto en el dúo Galileo-Bacon el origen de los planteamientos científicos, no haya advertido y resaltado debidamente el carácter anticipador que en esta materia tiene el pensamiento transcrito del ilustre teólogo de Colofón.
Ahora bien, en la permanente tarea de ir dando respuesta a las muchas incógnitas que el mundo y la propia naturaleza humana plantean a los mortales, parece obvio que éstos sólo lograrán avanzar sostenidamente en la medida en que se planteen, no sólo lo esperado, a través de los primeros atisbos del poderoso nexo causal, que formulan con total claridad tanto Demócrito como Arquímedes, sino también lo inesperado, aquello que se nos muestra, al menos hasta su constatación y dominación definitivas, fuera del ámbito de la ley de causalidad. Hay que esperar lo inesperado, hay que contemplar la posibilidad de aquello que no sucede de ordinario y hay que adentrarse en la jungla de lo desconocido, portando la brújula de la anticipación, para poder acceder, paso a paso, a ese gigantesco universo interior y exterior ignoto que, como gustaba decir Einstein, «se alza ante nosotros como un enigma grande y eterno, pero accesible, en parte al menos, a la inspección y al pensamiento». Si no se espera lo inesperado, el conocimiento filosófico y científico de las cosas quedará entorpecido, resultará varado, porque la mente humana continuará dando vueltas ad aeternum en torno a la parquedad y poquedad de lo conocido; y ello por más que la espera de lo inesperado tampoco garantice in totum el advenimiento de esto último, pues, según advierte con sagacidad García Calvo, «a cada esperanza que uno concibe o idea sobre lo por venir que se hace, está borrando una de las posibilidades de dar con algo inesperado».
«Si no se espera, no se encontrará lo inesperado», sentencia Heráclito, y, desde siempre, a través de las muchas reflexiones que se han vertido sobre esta fórmula, se ha insistido en la literalidad del «no encontrará» o «no hallará» lo inesperado, que es el destino, la amenaza y el castigo de quien no osa posar su vista más allá de lo que observa, un punto más alejado de lo que conoce. Antes hablábamos de que en semejante conminación hay tanto un elemento objetivo atinente a lo esotérico de lo inesperado cuanto un factor subjetivo que hace relación a la falta de impulso del que no plantea el acceso a ello. Ahora queremos profundizar, según se anunciaba, algo más en esta nota de la ínsita subjetividad de la fórmula que nos ocupa, porque, quizá, a través de ella se logre encontrar el sentido último y la versión actualizada a nuestra visión moderna de las cosas del pensamiento heracliano.
La razón de ello es que en la interpretación tradicional del mismo late una cierta contradicción que a mí me parece insuperable con las solas fuerzas de la fórmula, aparte de que en todo caso no cabe garantizar, ni que no encuentre lo inesperado el que no lo espera, ni tampoco que el que lo espera lo hallará. Estamos en el reino especial de lo desconocido, de lo ignoto, de lo que no ocurre normalmente y de lo que cuando sucede no muestra con claridad cuál es su causa y su línea de presencia y de actuación. El esperar lo inesperado no es garantía de que éste acabará apareciendo, porque hay secretos «en los cielos y en la tierra» que no están en los libros de los hombres (Shakespeare), misterios que se nos resisten y continuarán resistiendo per saecula saeculorum e ignorancias que no logrará barrer el limitado instrumento de la inteligencia humana. Ni siquiera la visión moderna del esperar lo inesperado, en cuanto acicate de la investigación científica y reto permanente del que se enfrenta con bagaje adecuado a los grandes interrogantes ad extra y ad intra del hombre, garantiza, ni mucho menos, que algún día alcanzaremos conocer los grandes secretos que nos plantean, por recordar la vieja y sensible frase de Kant, el cielo estrellado sobre nuestras cabezas y el mundo moral dentro de nosotros mismos. Primero, porque, no obstante los grandes y significativos avances científicos producidos, todavía desconocemos el noventa y cinco por ciento de la materia del Universo y el noventa por ciento de los procesos y funciones de nuestro propio cerebro. Y segundo, porque, según hemos razonado en una obra anterior (La bendición-maldición del pensamiento), nuestra inteligencia es esencialmente ininteligible, y pase el tiempo que pase (no participo en la concepción de Teilhard de Chardin de que la conciencia reflexiva es «todavía» una inexplicable anomalía), y avancemos lo que avancemos en el dominio del mundo exterior y en la conciencia del mundo interior, jamás lograremos penetrar el misterio de nuestro pensamiento y hacer inteligible la inteligencia que portamos, quizá porque no haya misterio alguno, sino mera función orgánica enferma o descarriada que se aventura por orbes que no le conciernen. Al fin y al cabo, como hace milenio y medio considerara san Agustín, «el alma no puede ser comprendida por el hombre, y, sin embargo, es el hombre mismo».
Pero, tampoco, el no esperar lo inesperado es garantía de que éste no se presentará, porque la experiencia nos muestra hasta la saciedad cómo acontecimientos insólitos, fenómenos no adelantados, conocimientos no presumidos y sucesos esotéricos y extraordinarios se han revelado, patentizado y hecho presentes, por más que el pensamiento del hombre no se los hubiera planteado y por más que no se esperase su presencia y operatividad. El azar, la casualidad, las fuerzas ciegas, la concatenación de acontecimientos no diseñada, el juego mecánico de factores y aun las «extravagancias» de un cosmos exterior y de un cosmos interior que no podemos prever en todas sus potencialidades y manifestaciones, nos muestran en muchas ocasiones que lo inesperado, lo que no hemos anticipado, aquello que bajo ningún concepto esperábamos, se hace presente en toda su magnificencia, nos llena de asombro y nos deslumbra, por más que mentalmente ni siquiera nos hayamos paseado sobre su posibilidad.
La anécdota de Newton y la caída de la manzana sobre su cabeza a propósito de la ley de la gravedad, ilustra mejor que cualquier otra fórmula alambicada, la realidad de que, en ocasiones, lo inesperado se presenta aunque no se haya esperado bajo aspecto alguno.
Una vez acreditado, pienso, que el nuevo esperar lo inesperado no garantiza que se «encontrará» o se «hallará» éste, así como que el no-esperar tampoco asegura que el mismo no se producirá nunca, urge reconstruir y actualizar la interpretación del pensamiento de Heráclito si queremos dotarlo de sentido dentro de las coordenadas de la reflexión moderna, pues hoy no cabe considerar que la simple espera constituya el camino válido para acceder a lo inesperado, sobre todo si el pensamiento heracliano alude a que a éste «no se lo puede buscar, no hay camino para ello» o resulta ex natura «recóndito e inaccesible», según la fórmula que se utilice. Y es que se da, al menos aparentemente, una grave desproporción entre el medio, esperar, y el resultado, la posibilidad de hallar o encontrar lo inesperado.
En la mentalidad moderna no es de recibo que para la búsqueda de lo inesperado (lo insólito, lo desconocido, lo no causal) se haya de partir, como si de un apriori se tratara, de que no hay camino para su búsqueda, cuando hoy la investigación científica, precisamente por la naturaleza misma del conocimiento científico, encuentra, descubre o construye vías para intentar la explicación de casi todo por muy abstruso y complejo que sea (otra cosa es que lo consiga), sobre todo si se acepta la aseveración de Einstein «el Universo es inteligible».
Ex pari passu, todavía resulta más inadmisible que la intrínseca dificultad de lo inesperado se pueda resolver, se desvanezca a través de la simple actitud pasiva de esperarlo, como si semejante espera viniera a constituirse en una especie de «llave mágica» que abriría los arcanos del cosmos lato sensu. Aquí, la desproporción es, si cabe, más ostensible y más acentuada, pues, dada la naturaleza del fruto a encontrar o a hallar, resulta desmesurado que el mismo se produzca sobre el único basamento intelectual de que hay alguien que lo espera. En nuestros días, en los que grandes descubrimientos se alcanzan, no por la mera disposición permisiva del ánimo, sino a través de una voluntad científica bien pertrechada en lo personal y adecuadamente asistida en lo instrumental, no cabe admitir que el acceso a lo desconocido o a lo inesperado vaya a lograrse mediante el recurso de la vita contemplativa, a través de la laxa e inactiva actitud anímica de esperarlo. Ésta sería hoy una lectura del texto de Heráclito que no cabe admitir porque choca frontalmente con nuestros planteamientos mentales, con nuestros métodos y con nuestra preeminencia de la vita activa. Es como si, servata distantia, se preconizase que al científico cuando busca algo le bastaría con encerrarse en su laboratorio o en su estudio y no hacer nada, sino simplemente desear, con uno u otro grado de intensidad, que lo inesperado se produzca porque él lo espera. Es obvio que las cosas no funcionan así en la actualidad y que nadie apostaría por el mínimo descubrimiento si la actitud de los pensadores-investigadores fuera la de la simple «espera»; por más que lo imponderable, lo casual y lo extraordinario tengan lugar también hoy, tal como con ironía y gracia reconocía un afamado bioquímico al afirmar «hago investigación básica cuando no sé qué investigo», o como cuando los grandes matemáticos Poincaré y Hadamard admitían que una demostración matemática puede ser descubierta por ensayos inconscientes y estar guiada por una inspiración de carácter decididamente estética antes que por el pensamiento racional: el poeta adelantándose al científico.
Sobre la base de estas consideraciones, ¿cuál sería el sentido que en nuestros días atribuiríamos al pensamiento de Heráclito que se comenta? Como ésta va a ser la pregunta que nos formularemos una y otra vez a lo largo de este libro, pues se trata de una obra intitulada Repensar a Heráclito, esto es, atribuir a los más señalados de sus pensamientos el sentido que las exigencias de nuestro tiempo demandan, creo que es necesario dejar claro en el primero de estos trabajos las razones que nos animan para intentar producir un resultado que, a simple vista, parece iconoclasta y profundamente heterodoxo.
Estas razones son: En primer lugar, la admisión, como no podría ser de otra manera, que los textos del filósofo de Éfeso están escritos en el siglo VI a. C. en Jonia (parecen ser frases y citas extraídas de un hipotético libro De la naturaleza, hoy perdido, que diversos pensadores incorporaron a los suyos, que se han conservado), y, por tanto, que se corresponden con el grado de conocimiento de su época, y no son profecías, adivinanzas o comunicaciones del más allá. En segundo lugar, que el pensamiento de Heráclito (el «Oscuro», el «Enigmático») tiene un sello especial que ha permitido su mantenimiento a lo largo de los siglos, porque, aparte de su talante provocador, tiene, en muchos casos, la apariencia de que si no es eterno lo parece extraordinariamente. La prueba está en el reconocimiento, alabanza y admisión que del mismo hacen filósofos tan señeros como Hegel, Nietzsche, Heidegger o Popper, y muchos siglos antes en el juicio, entre sorprendido y admirado, que Sócrates formula tras la lectura de su libro, a instancia de Eurípides. En tercer término, que tan señalados méritos no sólo no impiden sino que impelen a seguir contando hoy con su guía intelectual porque gran provecho puede obtenerse todavía de su utilización, ya que hay cosas que se dicen una sola vez y son para siempre (así están los ejemplos vivos de Platón, Aristóteles o Kant), o pueden seguirse usando con pequeñas o grandes actualizaciones. Y en cuarto lugar, que el hombre moderno, de la misma manera que no pueden renunciar a su pasado, no pude tampoco dejar de incorporar a éste los frutos de su labor presente, la nueva mentalidad y el actual statu quo, porque ése es el continuum de la labor intelectual, el que Gadamer ha llamado «inacabada e inacabable conversación a través de los siglos»; y sin que ello suponga falsificación, irreverencia o vulneración alguna del pensamiento recibido, cuando lo adaptamos con consideración y respeto a las nuevas condiciones y exigencias de nuestro tiempo. Por todo ello, cuando nos planteamos el nuevo texto, el nuevo sentido y el nuevo significado que debería tener, aunque se irriten profundamente los puristas, santificadores, filólogos y defensores del carácter sagrado e intangible de las palabras (nomina numina), creemos que aquéllos deberían ser los que quedan justificados y permiten su óptima utilización («la verdad es lo que funciona o lo que tiene éxito», gustan defender los pragmatistas americanos) en los siguientes términos: «Quien no espere lo inesperado, cuando llegue no lo reconocerá». Algo así como cuando Galbraith advierte que «si no piensas en tu porvenir, no lo tendrás».
¿Se trastorna sustancialmente el originario texto heracliano con esta nueva presentación o formulación? Pienso que no, sino antes bien se enriquece y garantiza su permanencia y utilización, tanto porque se inserta en los nuevos modos del pensar y de la investigación modernos, como porque permite prescindir de los términos «encontrar» o «hallar» que, según antes apuntábamos, escasamente encajan con los métodos que el hombre pensante utiliza hoy en su acción introspectiva y/o extrospectiva.
En efecto, tiene escaso sentido que, partiendo de la base de que a lo inesperado «no se lo puede buscar, no hay camino para ello», resulta que cuando llega sólo se lo atrapa si se estaba esperando, algo que choca de manera frontal con nuestra actual manera de contemplar las cosas del mundo pensante. Frente a lo que hoy sucede, en el sentido de que por más que siga existiendo lo inesperado o insólito, al descubrimiento, a la constatación del mismo se accede, de ordinario, a través del trabajo metódico, de la búsqueda circunstanciada y del análisis exhaustivo de las posibles causas de aquél, esto es, de una actitud de vita activa, en los tiempos de Heráclito y durante muchos siglos más (en realidad hasta las centurias XVII y XVIII en Occidente), lo inesperado sólo se atrapaba, si tenía lugar su aparición y el testigo estaba a la espera, se mantenía despierto, se hallaba intelectualmente preparado, pero no mediante la práctica de los oportunos ejercicios de la razón, sino tan sólo a través de la simple actitud pasiva de la espera, por medio del conducto de la vita contemplativa.
Si se observa, la nueva formulación que se propone como más apta para nuestra mentalidad y mucho más adecuada al signo intelectual de los nuevos tiempos, «quien no espera lo inesperado, cuando llegue no lo reconocerá», coincide y difiere en parte con la que Heráclito planteaba hace veinticinco siglos, porque ésa es la clave de toda hermenéutica («mal hermeneuta es el que crea que puede o debe quedarse con la última palabra», nos dice Gadamer), y porque semejante visión cambiante, que mantiene parcialmente el pasado y al mismo tiempo lo adiciona con vivencias, valores y opiniones de los tiempos futuros, es la que corresponde a la sustancia de la historia, ya que ésta, según palabras también del patriarca Gadamer, «debe escribirse de nuevo desde cada presente» (Benedetto Croce llegaba más lejos al afirmar sin ambages que «la historia es siempre historia contemporánea»).
Coincide con la textualidad heracliana en que hay una espera de lo inesperado, y ésa es la clave del pensamiento, y de la que no cabe prescindir, so pena de trastocarlo irremediablemente. La sustancia permanente e intangible de la afirmación del filósofo de Éfeso descansa en las ideas de que existen cosas inesperadas, cosas que de ordinario no se presentan, pero que pueden presentarse y de hecho se presentan en unas u otras ocasiones, y una actitud de espera, espera posible y conveniente, pero que no siempre se da, ya que hay personas que esperan lo no-esperado, esto es, personas particularmente vigilantes, inquietas, despiertas y preocupadas, y otras que dormitan, se desentienden de lo porvenir y en nada se inquietan por lo que no está irrefutablemente presente, personas que olímpicamente pasan de todo aquello que no aparezca impactante frente a sus ojos.
Pero, a partir de ese núcleo indeformable e insustituible, todo cambia, todo debe cambiar si queremos que el planteamiento nos pueda seguir sirviendo en la actualidad, que es el desiderátum del pensamiento fundamental. Cambian la actitud y el posicionamiento del sujeto, que deja de ser contemplativo inerte, simplemente esperanzado, en primer término porque en aquellos tiempos preclásicos y clásicos la actuación investigadora en nada se correspondía con lo que luego sería la propia de la investigación científica moderna, y después porque el propio Heráclito desanimaba a adoptar un comportamiento diferente al respecto, en cuanto advertía que lo inesperado resulta «recóndito e inaccesible».
Antes señalábamos que por más que la búsqueda de lo inesperado, siempre posible, exigible y operativa en la mentalidad moderna, no garantice, ni mucho menos, el logro de lo buscado, ello no empece que en numerosos casos (basta con repasar al respecto la larga, muy larga y siempre en aumento lista de descubrimientos de cosas inesperadas) el objetivo se alcance y lo imprevisto se consume como fruto principal, aunque nunca deba desecharse la importancia del factor suerte, de una actividad mental reipersecutoria que viene a demostrar ad nauseam que lo inesperado es perseguible y que la conminación de Heráclito, en el sentido de que no se lo puede buscar porque no hay camino para ello, ha quedado gloriosamente superada y hoy sucede de ordinario lo opuesto.
Admitida, pues, la permanencia del núcleo «esperar lo inesperado», comienzan las diferencias entre la originaria textualidad de la frase de Heráclito y la que ahora se propone por las razones que han quedado señaladas ut supra, cosa que no significa, y no me cansaré de repetirlo, desnaturalizar, mutar o transformar el pensamiento heracliano, sino tan sólo adaptarlo, acomodarlo y darle la redacción que se corresponde con los nuevos tiempos, pero conservando su espíritu, ya que en otro caso no estaríamos «repensando a Heráclito», sino traicionándolo y usurpándole ilícitamente la gloria imperecedera que ad aeternum le pertenece sin que tenga que compartirla con nadie.
La primera diferencia importante sería de tipo psicológico, de posicionamiento mental, pues no es lo mismo esperar lo inesperado cuando el esperante está «atado de pies y manos», en razón de que en su espera no puede impetrar ninguna ayuda (salvo rezar) ni intentar acortar los tiempos, aumentar el esfuerzo o ponerse a transitar vías al efecto, ya que ex professo se le advierte que tales vías no existen, que esperar lo inesperado vertidos a ello, buscándolo, empeñados en su consecución y convencidos, como hoy lo estamos con toda claridad, de que aunque el dios Azar siga teniendo participación importante, el esfuerzo indagador es imprescindible desde el punto de vista subjetivo, y en numerosas ocasiones determinante desde el ángulo objetivo, para llegar a lo inesperado. El posicionamiento es tan distinto que, necesariamente, lo que acaezca respecto a lo inesperado no puede tener la misma connotación, idéntica valoración o similar reacción, pues en un caso nos hallamos ante una postura inerte y pasiva, y en el otro nos situamos ante un planteamiento vivo y activo.
En el primer supuesto se queda a la espera de que el misterio se disipe en función de fuerzas ajenas a la humana condición, mientras en el segundo se busca el desvelamiento del secreto mediante el esfuerzo y la dedicación de lo mejor de la capacidad reflexiva de la criatura humana.
Y la segunda diferencia trascendental sería de tipo consecuencial, de índole negativa de determinados efectos, pues ya no será sólo o básicamente que ante quien se presente lo inesperado no se produzca el fenómeno de su encuentro o hallazgo, en razón de que estaba en la neutra postura de simple espera, sino por virtud de que lo ha estado buscando, de que ha empeñado sus dotes indagatorias en pro de la consecución de lo oculto, porque además de que ya no nos encontraremos ante un fenómeno de apropiación de lo inesperado, el posicionamiento del esperante, que de pasivo ha pasado a ser activo, sufrirá una retorsión tan especial que mutará por completo al estatus de quien simplemente se ha desentendido de lo inesperado. Me explico.
En su versión tradicional, la fórmula heracliana que comentamos presenta un doble frente: quien no espera lo inesperado no lo hallará y quien lo espera puede encontrarlo cuando el mismo haga aparición. Con la que ahora planteamos, la situación cambia de manera sustancial, pues ya no se trataría sólo de que el esperante es un esperante activo, que se mueve en persecución de lo oculto y desconocido, sino además y fundamentalmente de que quien no trabaja en pro de ello, quien no se mueve en esa dirección y quien no se empeña en el desvelamiento del misterio, caso de que aparezca lo inesperado, no sólo no estará en condiciones de proceder a su apropiación, sino que ni siquiera se dará cuenta de que ha llegado lo imprevisto, no reconocerá lo que ante sus ojos se ha producido, porque su ataraxia lo incapacitará para ello.
Según el sentido de la fórmula al uso, el que no espera lo inesperado no lo encuentra (¿y cómo habría de encontrarlo si no lo busca?); según el sentido que ahora proponemos, el que no se afana en la persecución de lo no esperado no está en condiciones, cuando éste se consume, de reconocerlo. Y no se trata de un simple matiz o de una mera nominación diferente de lo que ha tenido lugar, sino, pienso, de un significativo cambio de escenario y de un efecto consecuencial particularmente diferente.
Cuando en la contemplación secular del pensamiento de Heráclito se asigna al que no espera lo inesperado el dato negativo de que no lo hallará o encontrará, aparte de que se relacionan situaciones que escasamente pueden tener punto de engarce, pues no se alcanza a ver qué vinculación puede haber entre la pasiva actitud de no esperar y la muy activa de encontrar o de hallar, se produce la doble inconsecuencia de que de la espera de lo imprevisto éste pueda surgir y de que de semejante aparición se pase a un fenómeno hallazgo, cuando, ex definitione, se ha partido de que no se estaba buscando lo inesperado.
Con la fórmula que ahora se propone, «quien no busque lo inesperado, cuando llegue no lo reconocerá», pienso que las anomalías apuntadas se reconducen y aun se superan de manera significativa. Una cosa es no encontrar y otra, particularmente diferente, no reconocer. Respecto a quien se limita a no esperar algo sin el aditamento de factor alguno de búsqueda, difícilmente cabe considerar que el mismo no hallará ese algo que en momento alguno ha perseguido, porque se produce una evidente desproporción entre el medio y el resultado, y porque se asigna a la actitud negativa de no esperar el extraordinario efecto de no encontrar, algo esto último que sólo tiene sentido y justificación en la medida en que se haya puesto en marcha un procedimiento de indagación de lo desconocido. Sería algo así, servata distantia, como decir que el cazador que en un determinado día permanece en su casa y ha decidido no salir a cazar, ese día no cobrará pieza alguna, pues es obvio que quien no se pone en movimiento en pos de algo, bajo ningún concepto puede llegar a encontrar lo que no ha perseguido.
Nosotros proponemos un planteamiento diferente, partiendo también de un punto de arranque distinto, según se ha comentado con reiteración en las páginas precedentes. Se trata de que el sujeto, supuesto receptor de lo desconocido, no se limita a esperar quietamente, sino que emprende la búsqueda de lo ignoto. En este supuesto, de la misma manera que resulta desproporcionado y sin sentido considerar que si no espera lo inesperado no lo hallará, deviene por completo lógico estimar que quien se ha puesto en movimiento en pos de éste puede llegar a encontrarlo, puede advenir a su hallazgo, pues esto último es lo que ha estado ocurriendo en Occidente, y por extensión en el resto del mundo, cuando a partir del siglo XVII, con un fondo filosófico clásico sólido y propiciador, se puso en marcha ese poderoso movimiento indagador que ha dado lugar al pensamiento científico, a la ciencia moderna. Ese descubridor, ese investigador y ese científico que, con uno u otro grado de claridad y determinación, persigue lo desconocido, cuando accede a él y lo desnuda puede proclamar que lo ha encontrado y que, en consecuencia, se apropia de él. Es el factor activo que tanto caracteriza al individualismo típicamente occidental.
Pero, por eso mismo, en el supuesto de que alguien no haya iniciado el proceso de búsqueda, hablar de que el mismo no ha encontrado lo que no perseguía constituye un potente contrasentido, ya que malamente se puede hallar lo no buscado. Encontrar, alcanzar, hallar o conseguir algo supone, ex natura, una predisposición hacia ello, un movimiento tendencial en pos de aquello que puede acabar apareciendo, por lo que de la misma manera que resulta absurdo considerar que no ha encontrado lo inesperado aquel que simplemente se limitó a no esperarlo, deviene pleno de sentido estimar que quien encaminó su esfuerzo a la búsqueda de aquel inesperado y no lo coronó con éxito, no lo ha hallado, no ha conseguido lo que con afán y fundamento perseguía.
Y ahora y en este supuesto es cuando se produce el cambio de matiz (rectius el cambio de interpretación) que propugnamos del pensamiento de Heráclito. Esa persona que no esperó lo inesperado, que no implemento los recursos precisos para poner en marcha un proceso indagatorio y que se conformó, teniendo medios y posibilidades, con permanecer inerte, un buen día resulta que ante él se consuma el «milagro», se produce lo no esperado, y aquello que se ignoraba cobra luz y presencia. ¿Cabe decir, en semejante supuesto, que es el que conceptualmente se corresponde con nuestros tiempos presentes, que ha tenido lugar un fenómeno de no encontrar, de no hallar lo inesperado? Pienso que de ninguna manera.
Lo que realmente ha ocurrido es lo siguiente: cuando por virtud del azar, de las coincidencias o de la secuencia natural de las cosas algo que se desconocía se presenta ante los ojos de aquel que no lo ha buscado, no es que éste no lo encuentra o halla, sino que simplemente no lo reconoce, no llega a percatarse de lo que en realidad ha ocurrido. La producción de lo inesperado, la aparición de aquello que no se ha buscado y el encontronazo circunstancial con lo que no ha sido objeto de seguimiento concienciado, cuando acaecen, dan lugar a una situación que no tiene sentido de no encontrar, ni de frustración ante su no consecución por virtud del esfuerzo vertido, y ni aun siquiera de sorpresa por su presencia, sino que el término, en nuestra opinión, que mejor lo revela y alcanza más cumplidamente a definirla es el de no-reconocimiento. Quien de sopetón se tropieza, no con lo que no esperaba sino con lo que no estaba buscando, probablemente ni se dé cuenta exacta de lo que está pasando, e, incluso, aunque se percate de que algo extraordinario o excepcional ha sucedido, no alcanzará a reconocerlo, porque su mente no se hallará en la onda de lo que acaba de ocurrir.