La conexión Arco Iris

1

Nicole estaba acostada boca arriba, despierta otra vez en mitad de la noche. En la mortecina luz de su dormitorio podía ver a Richard durmiendo a su lado sin emitir un solo sonido. Finalmente, se levantó en silencio y cruzó la habitación, saliendo hacia la cámara grande del hogar temporal que ocupaban.

La inteligencia que controlaba la iluminación facilitaba el sueño a los seres humanos al reducir la luz que brillaba a través de la cúpula arco iris siempre, y con toda puntualidad, durante ocho horas, aproximadamente, en cada período de veinticuatro horas. Durante esos intervalos “nocturnos”, la cámara principal que estaba debajo de la cúpula quedaba nada más que con una iluminación suave, y los dormitorios individuales, excavados en las paredes y carentes de luces propias, tenían la suficiente oscuridad como para permitir un sueño reparador.

Durante varias noches consecutivas, Nicole durmió en forma irregular, despertándose con frecuencia de sueños inquietantes que no podía recordar del todo. Esa noche en particular, mientras luchaba infructuosamente por traer a la memoria las imágenes que habían perturbado su reposo, caminó con lentitud por el perímetro del gran aposento circular en el que su familia y sus amigos pasaban la mayor parte del tiempo. En el extremo opuesto de la cámara, cerca del andén vacío del subterráneo, se detuvo y quedó con la mirada clavada en el oscuro túnel que conducía a través del Mar Cilíndrico.

¿Qué está pasando aquí realmente?, se preguntó. ¿Qué poder o inteligencia nos está proveyendo ahora?

Habían transcurrido cuatro semanas desde que el pequeño contingente de seres humanos llegó por primera vez a esa suntuosa caverna, edificada debajo del hemicilindro austral de Rama. A las nuevas viviendas evidentemente se las había diseñado específicamente, con considerable esfuerzo, para los seres humanos. Los dormitorios y los baños que había en las alcobas eran indistinguibles de los de Nuevo Edén. El primer subterráneo que volvió, después que el grupo arribara a la cúpula, había traído más alimentos y agua, además de otomanas, sillas y mesas para amueblar las viviendas. A los seres humanos hasta se les habían suministrado platos, vasos y cubiertos. ¿Quién, o qué, sabía lo suficiente sobre las actividades humanas cotidianas, como para suministrar implementos tan detallados?

Es evidente que se trata de alguien que nos ha observado con sumo cuidado, pensaba Nicole. Su mente evocó una imagen de El Águila, y Nicole se dio cuenta de que se estaba concentrando en añoranzas. Pero, ¿quién más podría ser? únicamente los ramanos y la Inteligencia Nodal tienen suficiente información…

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un ruido que se produjo detrás de ella. Se dio la vuelta y vio a Max Puckett aproximándose desde el otro lado de la cámara.

—¿Tampoco tú puedes dormir? —preguntó él, cuando estuvo cerca.

Nicole meneó la cabeza.

—Estas últimas noches estuve teniendo pesadillas.

—Sigo preocupándome por Eponine —confesó Max—. Todavía puedo ver el terror en sus ojos, cuando la arrastraban lejos de mí. —Se volvió en silencio y quedó mirando el túnel del subterráneo.

¿Y qué pasa contigo, Ellie?, se preguntó Nicole, experimentando una intensa punzada de angustia. ¿Estás a salvo con las octoarañas… o Max tiene razón en lo que piensa sobre ellas? ¿Estamos Richard y yo engañándonos a nosotros mismos, al creer que las octos no tienen la intención de hacemos daño?

—Ya no puedo quedarme aquí tranquilamente sentado —dijo Max en tono calmo—. Tengo que hacer algo para ayudar a Eponine… o, por lo menos, para convencerme de que estoy tratando de hacerlo.

—Pero, ¿qué puedes hacer, Max? —apuntó Nicole después de un breve silencio.

—Nuestro único contacto con el mundo exterior es ese maldito subterráneo —dijo Max—. La próxima vez que venga para traemos alimentos y agua, lo que debe de ser o esta noche o mañana, pienso subir a bordo y quedarme ahí. Cuando parta, yo viajaré en él hasta que se detenga. Después trataré de encontrar una octoaraña y haré que me capturen.

Nicole reconoció la desesperación en el semblante de su amigo.

—Te estás agarrando de un clavo ardiente, Max —le advirtió con suavidad—; no hallarás una octoaraña a menos que ellas lo quieran… Además, te necesitamos…

—Pamplinas, Nicole, aquí no se me necesita —Max alzó la voz—, y no existe la menor cosa para hacer, excepto hablar unos con otros y jugar con los chicos. En nuestra madriguera, al menos, siempre existía la opción de dar un paseo en la oscuridad de Nueva York… Mientras tanto, Eponine y Ellie pueden estar muertas, o deseando estarlo. Es hora de que hagamos algo…

Mientras conversaban, vieron luces que parpadeaban en los distantes confines del túnel del subterráneo.

—Aquí viene otra vez —dijo Max—. Te ayudaré a descargar después de empacar mis cosas. —Y se fue corriendo hacia su dormitorio.

Nicole se quedó para mirar el tren que se acercaba. Como siempre, en su parte delantera se encendían luces mientras avanzaba con celeridad por el túnel. Minutos después, el subterráneo se detuvo en su ranura, una incisión practicada en el piso circular de la sala, y lo hizo en forma abrupta. Cuando las puertas se abrieron, Nicole fue a examinar el interior del tren.

Además de cuatro jarras grandes con agua, contenía la colección normal de productos frescos de huerta que los seres humanos habían aprendido a comer y disfrutar, así como un gran tubo, como de pasta dentífrica, lleno de una sustancia pegajosa cuyo sabor no era diferente del de una mezcla de naranjas y miel.

Pero, ¿dónde se cultivan todos estos alimentos?, se preguntó Nicole por centésima vez, mientras empezaba a descargarlos. Rememoró las muchas discusiones que la familia sostenía al respecto. La conclusión que gozaba de consenso era que debía de haber grandes granjas en alguna parte del hemicilindro austral.

En cuanto a quién los estaba alimentando había menos acuerdo. Richard estaba seguro de que eran las octoarañas mismas las que lo hacían, basándose, primordialmente, sobre el hecho de que todos los víveres pasaban por territorio al que consideraba como dominios de esos seres. Resultaba difícil contradecir su razonamiento. Max coincidía en que lo que el grupo comía era ciertamente provisto por las octoarañas, pero atribuía motivos siniestros a todos los actos de ellas. Si las octoarañas alimentaban a los seres humanos, aseveraba, no era por motivos humanitarios precisamente.

¿Por qué las octoarañas habrían de ser nuestras benefactoras?, se preguntaba Nicole. Coincido con Max en que alimentarnos no va de acuerdo con secuestrarlas a Eponine y Ellie… ¿No será posible que intervenga alguna otra especie, una que haya decidido interceder por nosotros? A pesar de la mofa cortés de Richard en la privacidad del dormitorio de la pareja, parte de Nicole se aferraba tozudamente a la esperanza de que en verdad hubiera un “pueblo del arco iris”, situado en un nivel de la jerarquía evolutiva más elevado que el de las octoarañas, que, de algún modo, se interesaba por la conservación de los vulnerables seres humanos y les ordenaba a las octoarañas que los alimentaran.

En el contenido del subterráneo siempre figuraba una sorpresa. En la parte trasera del coche había, esta vez, seis pelotas de diversos tamaños, cada una de un diferente y vivo color.

—Mira, Max —dijo Nicole. Su amigo había regresado con la mochila y la ayudaba a descargar—. Hasta mandaron pelotas para que jueguen los niños.

Maravilloso —repuso Max con sarcasmo—, ahora todos podremos escuchar a los chicos reñir respecto de qué pelota le pertenece a quién.

Cuando terminaron de vaciar el subterráneo, Max subió al coche y se sentó en el piso.

—¿Cuánto tiempo vas a esperar? —preguntó Nicole.

—Tanto como se precise —respondió Max con tono sombrío.

—¿Hablaste sobre lo que vas a hacer con alguien más? —averiguó Nicole.

—¡Diablos, no! —contestó Max, vehemente—. ¿Por qué habría de hacerlo…? Aquí no estamos operando en una democracia. —Max se inclinó hacia adelante—. Lo siento, Nicole, pero en general ando con un carácter de mierda en este mismo momento. Eponine falta desde hace un mes, me quedé sin cigarrillos y me fastidio con facilidad. —Forzó una sonrisa—. Clyde y Winona solían decirme, cuando me comportaba así, que tenía un erizo metido en el culo.

—No importa, Max —dijo Nicole un momento después. Lo abrazó brevemente con fuerza, antes de abandonar el coche—. Tan sólo espero que estés sano y salvo, dondequiera que vayas.

El subterráneo no partió. Con obstinación, Max se rehusaba a salir del tren, ni siquiera para ir al baño. Sus amigos le trajeron comida, agua y los materiales necesarios para que mantuviera el tren limpio. Hacia el final del tercer día, la provisión de alimentos estaba escaseando con rapidez.

—Alguien debe hablar con Max pronto —señaló Richard a los demás adultos, después que los niños se durmieron—. Está claro que el subterráneo no se va a mover en tanto él esté a bordo.

—Pienso discutir la situación con él por la mañana —aclaró Nicole.

—¡Pero nos estamos quedando sin alimentos ahora —protestó Robert—, y no sabemos cuánto tiempo tarda…!

—Podemos racionar lo que nos queda —interrumpió Richard—, y hacerlo durar dos días más por lo menos… Mira, Robert, todos estamos tensos y cansados… Será mejor hablar con Max después de una buena noche de sueño.

—¿Qué hacemos si Max no está dispuesto a salir del subterráneo? —le preguntó Richard a Nicole, una vez que estuvieron a solas.

—No lo sé. Patrick me hizo la misma pregunta hoy a la tarde. Teme lo que pueda ocurrir si tratamos de forzarlo para que salga del tren… Dice que Max está cansado y muy enojado.

Richard pronto estuvo profundamente dormido mucho antes de que Nicole hubiera dejado de pensar en la mejor manera de acercarse a Max.

Debernos evitar una confrontación a cualquier costo, pensó, eso significa que debo hablarle a solas, sin que los demás puedan oírnos siquiera… Pero, ¿qué es, exactamente, lo que debo decirle? ¿Y cómo respondo si reacciona en forma negativa?

Cuando Nicole finalmente se durmió, estaba agotada. Una vez más, sus sueños eran angustiantes. En el primero, la villa de Beauvois se estaba incendiando y ella no podía encontrar a Geneviève. Después, el sitio del sueño cambió de modo brusco y Nicole otra vez tenía siete años y estaba en la Costa de Marfil, participando de la ceremonia de los poro. Estaba nadando semidesnuda en el estanque en el centro del oasis. En las márgenes del estanque, la leona estaba al acecho, buscando a la niña humana que había perturbado a su cachorro. Nicole se sumergió para evitar la penetrante mirada de la leona. Cuando emergió para respirar, la leona se había ido, pero ahora tres octoarañas estaban patrullando el estanque.

—Madre, madre —oyó que decía la voz de Ellie.

Con la cabeza fuera del agua y agitando los brazos para mantenerse a flote, la mirada de Nicole recorrió velozmente el perímetro del estanque.

—Estamos bien, madre —continuó la voz de Ellie con toda claridad—. No te preocupes por nosotras.

Pero, ¿dónde estaba Ellie en esta escena? En sueños, Nicole vio la silueta de un ser humano en el bosque, detrás de las tres octoarañas, y gritó:

—Ellie, ¿eres tú, Ellie?

La figura oscura dijo «Sí» con la voz de Ellie y, después, salió a donde se la pudiera ver bajo la luz de la Luna. Nicole reconoció de inmediato los dientes blancos y brillantes.

—¡Omeh! —gritó, sintiendo que una oleada de terror le corría por la columna vertebral—. Omeh…

La despertaron empujones suaves, pero persistentes. Richard estaba sentado al lado de ella en la cama.

—¿Estás bien, querida? —se inquietó—. Estabas gritando el nombre de Ellie… y después el de Omeh.

—Tuve otro de mis sueños vívidos —contestó, levantándose y poniéndose la ropa—. Se me dijo que Eponine y Ellie están a salvo, dondequiera que estén.

Terminó de vestirse.

—¿Adónde vas a esta hora? —preguntó Richard.

—A hablar con Max.

Salió de la habitación aprisa y entró en la cámara principal, por debajo de la cúpula. Por algún motivo levantó la vista hacia el techo, en el preciso instante que entraba en la cámara. Vio algo que nunca antes había advertido. Parecía haber un rellano o plataforma tallado varios metros por debajo de la cúpula. ¿Por qué nunca vi ese rellano antes?, se preguntó, mientras avanzaba rápidamente hacia el subterráneo, ¿porque las sombras son tan diferentes durante el día… o porque ese rellano se construyó hace poco?

Max estaba dormido, acurrucado como un feto, en el rincón del subterráneo. Nicole entró en forma muy silenciosa. Pocos segundos antes que lo tocara, Max murmuró dos veces el nombre de Eponine. Después, la cabeza se sacudió violentamente.

—Sí, querida —dijo con mucha claridad.

—Max —le susurró Nicole en el oído—. Despierta, Max.

Cuando Max despertó, parecía como si hubiera visto un fantasma.

—Tuve el sueño más asombroso, Max —anunció Nicole—. Ahora sé que Ellie y Eponine están bien… Vine para pedirte que salgas del subterráneo, de modo que nos pueda traer más alimentos. Sé lo mucho que quieres hacer algo…

Nicole calló. Max se había puesto de pie y se preparaba para descender del coche. Todavía conservaba en el rostro la expresión de completo azoramiento.

—Vamos —dijo.

—¿Así, nada más? —preguntó Nicole, asombrada por haber encontrado tan poca resistencia.

—Sí —contestó Max, bajando del tren. Nada más que unos instantes después de que Nicole hubo bajado a su vez, las puertas se cerraron y el vehículo aceleró con rapidez, alejándose de ellos.

—Cuando me despertaste —le contó Max, mientras miraban cómo desaparecía el subterráneo— estaba en medio de un sueño. Hablaba con Eponine. El instante antes que yo oyera tu voz, ella me dijo que tú me ibas a traer un importante mensaje.

Se encogió de hombros, y después rió y empezó a caminar hacia los dormitorios.

—Naturalmente, no creo en absoluto en esa mierda de la PES, pero por cierto que fue una notable coincidencia.

El subterráneo volvió antes que oscureciera otra vez. Esta vez había dos coches en el tren. El de adelante estaba brillantemente iluminado, abierto y lleno de alimentos y agua, como siempre. Él segundo estaba totalmente a oscuras; sus puertas no se abrieron y las ventanillas estaban tapadas.

—Bueno, bueno —se extrañó Max, yendo hasta el borde de la ranura del subterráneo y tratando, sin éxito, de abrir el segundo coche—, ¿qué tenemos aquí?

Después que descargaron del coche delantero los alimentos y el agua, el subterráneo no partió como siempre. Los seres humanos esperaron, pero el misterioso segundo coche rehusaba revelar sus secretos. Finalmente, Nicole y sus amigos decidieron seguir adelante con la cena. La conversación durante la comida se hizo en voz baja y estuvo preñada de cautelosas especulaciones respecto del intruso.

Cuando el pequeño Kepler sugirió inocentemente que, quizás, Eponine y Ellie podrían estar en el interior del coche a oscuras, Nicole volvió a narrar que había encontrado a Richard en coma después de su prolongada estada con las octoarañas. Una sensación de presagio se difundió entre los seres humanos.

—Deberíamos mantener una guardia durante toda la noche —sugirió Max después de la cena—, así no hay posibilidad de que ocurra algún sucio ardid mientras estamos durmiendo. Yo haré el primer tumo de cuatro horas.

Patrick y Richard también se ofrecieron como voluntarios para ayudar con la guardia. Antes de irse a dormir, toda la familia, inclusive Benjy y los niños, marcharon hasta el borde del andén y se quedaron mirando el subterráneo.

—¿Qué puede haber dentro, ma-má? —preguntó Benjy.

—No lo sé, corazón —contestó Nicole, abrazando con fuerza a su hijo—. Realmente no tengo la menor idea.

Una hora antes de que las luces de la cúpula iluminaran la mañana siguiente, a Richard y Nicole los despertaron Patrick y Max.

—¡Vengan! —les dijo éste, excitado—. ¡Tienen que ver esto…!

En el centro de la cámara principal había cuatro seres grandes, segmentados, de color negro y simetría bilateral, parecidos a hormigas, tanto por la forma como por la estructura. A cada uno de los tres segmentos corporales iban unidos, tanto un par de patas como otro par de apéndices prensiles, extensibles, que, tal como observaron los seres humanos, estaban apilando activamente materiales, formando cúmulos. Era maravilloso contemplar esos seres. Cada uno de sus largos “brazos”, parecidos a serpientes, tenía la versatilidad de la trompa de un elefante, pero con una facultad adicional (y útil). Cuando cualquiera de los brazos no se usaba, ya fuere para levantar algo o para equilibrar un peso al que transportaba el miembro opuesto, ese brazo se replegaba dentro de su “estuche”, en el flanco del ser, donde permanecía apretadamente enrollado hasta que se lo necesitaba de nuevo. De esa manera, cuando los alienígenas no estaban desempeñando tarea alguna, los brazos desaparecían de la vista y no les obstruían el desplazamiento.

Los estupefactos seres humanos siguieron mirando, con embelesada atención, cómo los extrañísimos seres, de casi dos metros de largo y uno de altura, extrajeron con prontitud el contenido del coche a oscuras del subterráneo, inspeccionaron brevemente los cúmulos y, después, partieron con el tren. No bien los alienígenas desaparecieron, Max, Patrick, Richard y Nicole se acercaron para examinar las pilas. En los cúmulos había objetos de todas las formas y dimensiones, pero la pieza única que predominaba era una larga y plana, parecida a un peldaño convencional.

—Si tuviera que hacer una conjetura —aventuró Richard, levantando un objeto pequeño con forma de estilográfica—, diría que todo este material se encuentra, desde el punto de vista de la fuerza de soporte, entre el cemento y el acero.

—¿Pero para qué es, tío Richard? —preguntó Patrick.

—Van a construir algo, supondría yo.

—¿Y quiénes son los que van a construir? —preguntó Max.

Richard se encogió de hombros y meneó la cabeza, en gesto de desconocimiento.

—Estos seres que acaban de irse me dan la impresión de ser animales domésticos evolucionados, provistos de la capacidad de realizar tareas complicadas, en serie, pero no de pensar realmente.

—¿Así que no son la gente del arco iris de la que habla mamá? —preguntó Patrick.

—Por cierto que no —respondió Nicole con una sonrisa desvaída.

En el transcurso del desayuno, al resto del grupo, incluidos los niños, se le informó con todo detalle sobre los nuevos seres. Todos los adultos estuvieron de acuerdo en que si los alienígenas regresaban, como se esperaba que hicieran, no habría interferencia con la tarea que estaban realizando, cualquiera que fuera ésta, a menos que se estableciera que las actividades de esos seres representaban alguna clase de amenaza grave.

Cuando el subterráneo se detuvo en su ranura, tres horas después, dos de los nuevos seres salieron del coche anterior caminando sobre todas las patas y el cuerpo horizontal, y se apresuraron a llegar al centro de la cámara principal. Cada uno portaba un pote pequeño, dentro del cual hundían con frecuencia uno de los brazos, ya que con él trazaban marcas rojo brillante en el piso. Al cabo de un rato, esas líneas rojas circunscribieron un espacio que abarcaba el andén del subterráneo, todo el material que se había colocado formando cúmulos y cerca de la mitad de la superficie de la sala.

Instantes después, otra docena de los enormes animales con apéndices parecidos a una trompa salió en apurado tropel de los dos coches del subterráneo, varios de ellos transportando en el lomo estructuras curvilíneas grandes y pesadas. Los siguieron dos octoarañas con colores anormalmente brillantes que ondulaban alrededor de la esférica cabeza. Las dos octoarañas se pasearon por el centro de la cámara, donde inspeccionaron las pilas de material y, después, ordenaron a los seres parecidos a hormigas que empezaran una especie de tarea de construcción.

—Así que nos acercamos al desenlace —le comentó Max a Patrick, mientras los dos observaban juntos desde cierta distancia—. Entonces es verdad que nuestras amigas las octoarañas son las que mandan aquí, pero, ¿qué diablos están haciendo?

—¿Quién sabe? —contestó Patrick, fascinado por lo que estaba viendo.

—Mira, Nicole —dijo Richard algunos minutos después— por donde está ese cúmulo grande. Ese ser parecido a una hormiga está leyendo, no hay duda, los colores de la octoaraña.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Nicole en voz baja.

—Pienso que nos limitaremos a observar y aguardar —fue la respuesta de Richard.

Toda la actividad de construcción tuvo lugar dentro de las líneas rojas pintadas en el piso. Varias horas más tarde, después de recibir y descargar otro cargamento de grandes componentes curvilíneos traído por el subterráneo, se volvió clara la forma general de lo que se estaba construyendo. En uno de los lados de la sala se iba levantando un cilindro vertical de cuatro metros de diámetro. Su segmento superior se colocó, finalmente, a la misma altura que la parte de abajo de la cúpula. Dentro del cilindro se pusieron los peldaños, colocados de modo que formaran una espiral ascendente en torno del centro de la estructura.

El trabajo prosiguió durante treinta y seis horas sin disminuir su intensidad. Los arquitectos octoaraña supervisaban a las hormigas gigantes con brazos flexibles. La única interrupción importante de la actividad se produjo cuando Kepler y Galileo, que se cansaron de observar durante varias horas la construcción que hacían los alienígenas, inadvertidamente dejaron que una pelota rebotara por encima de la pintura roja y golpeara en uno de los seres parecidos a hormigas. Todo el trabajo se detuvo al instante y una octoaraña se apresuró a llegar al lugar, tanto para recuperar la pelota como para, aparentemente, tranquilizar al obrero. Con diestro movimiento de dos de sus tentáculos, la octoaraña lanzó la pelota de vuelta a los niños, y el trabajo se reanudó.

Todos, salvo Max y Nicole, estaban durmiendo cuando los alienígenas terminaron su escalera, recogieron los materiales residuales y partieron en el subterráneo. Max se acercó al cilindro y metió la cabeza adentro.

—Bastante impresionante —dijo, simulando timidez—, pero, ¿para qué sirve?

—Oh, vamos, Max —contestó Nicole—, compórtate con seriedad. Es obvio que se espera que subamos la escalera.

—Maldición, Nicole —le contestó Max—, eso ya lo sé… pero, ¿por qué? ¿Por qué esas octoarañas quieren que subamos y salgamos de aquí…? Sabes que nos han manipulado desde el momento en que ingresamos en su madriguera. Secuestraron a Eponine y Ellie, nos mudaron al hemicilindro austral y rehusaron dejarme ir de vuelta a Nueva York… ¿Qué pasaría si decidiéramos no seguir de acuerdo con su plan?

Nicole miró con fijeza a su amigo.

—Max, ¿te parecería bien que posterguemos esta conversación hasta que estemos todos juntos, mañana por la mañana…? Estoy muy cansada.

—Por supuesto —accedió Max—, pero dile a ese marido tuyo que creo que deberíamos hacer algo completamente impredecible, como, quizá, hasta caminar por el túnel de regreso hacia la madriguera de las octoarañas. Tengo una perturbadora sensación respecto de adónde nos conduce todo esto.

—No conocemos todas las respuestas, Max —le contestó Nicole, fatigada—, pero verdaderamente no veo muchas opciones, aparte de obedecer sus deseos en tanto y en cuanto las octoarañas controlen nuestra comida y nuestra provisión de agua… A lo mejor, en esta situación simplemente debemos tener fe.

—¿Fe? —dijo Max—. Esa no es más que otra palabra para decir no pensar. —Regresó hasta donde estaba el cilindro—. Y esta asombrosa escalera podría llevamos al cielo con la misma facilidad con la que podría llevamos al infierno.