La evolución del universo

Martin Rees

MARTIN REES, miembro de la Royal Society, es catedrático investigador en la Universidad de Cambridge y miembro del King’s College. Ha ocupado cátedras en las universidades de Sussex y Cambridge, así como el cargo de director del Instituto de Astronomía de esta última universidad hasta 1992. En la actualidad, Martin Rees es astrónomo real de la Gran Bretaña. Es autor de Antes del principio (Metatemas 57).

Los cosmólogos estudian la evolución a la escala más grande de todas. Su objetivo es situar la Tierra y nuestro sistema solar en un esquema evolutivo que se remonte a la formación de la Vía Láctea y más allá, hasta la gran explosión que dio inicio a la expansión de nuestro universo y determinó las leyes físicas que lo gobiernan.

Evolución en el seno de nuestra galaxia

Para empezar, consideraremos un fenómeno bastante conocido: el ciclo vital del Sol, que es una estrella bastante común. Nuestra estrella nació hace unos 4500 millones de años a partir de la condensación de una nube interestelar y luego se comprimió hasta que su núcleo alcanzó una temperatura lo bastante alta para fusionar hidrógeno y formar helio. Este proceso hará que siga emitiendo luz durante otros 5000 millones de años, hasta que el hidrógeno se acabe. Después el Sol se expandirá y engullirá a los planetas interiores, vaporizando cualquier resto de vida terrestre. Tras esta fase de «gigante roja», el interior del Sol se contraerá y se convertirá en una enana blanca, una estrella compacta del tamaño de la Tierra, pero casi un millón de veces más densa.

Estamos bastante seguros de esta predicción porque su física se ha estudiado concienzudamente en el laboratorio (me refiero a la física atómica y la gravedad newtoniana). Los astrofísicos pueden calcular con la misma facilidad los ciclos vitales de estrellas con la mitad de la masa del Sol o varias veces más pesadas. Las estrellas más masivas arden más y completan antes su ciclo vital.

Las estrellas son tan longevas en comparación con los astrónomos que sólo tenemos acceso a una breve instantánea de sus ciclos vitales. Pero podemos comprobar nuestras teorías observando poblaciones de estrellas. Los árboles pueden vivir cientos de años, pero un marciano recién llegado a la Tierra que nunca hubiera visto uno podría deducir su ciclo vital con un simple paseo vespertino por un bosque observando los retoños, ejemplares adultos y algún que otro tronco muerto.

En la Nebulosa de Orión, por ejemplo, se están condensando nuevas estrellas en el interior de brillantes nubes de gas. Los mejores bancos de pruebas para verificar estos cálculos son los cúmulos globulares, unos enjambres de millones de estrellas diferentes, unidas por sus atracciones gravitatorias mutuas y formadas al mismo tiempo.

Pero no todo ocurre tan lentamente en el cosmos; a veces las estrellas tienen un fin catastrófico y explotan en forma de supernovas. La última se observó en 1987. Su incremento repentino de luminosidad y su gradual desvanecimiento fue estudiado no sólo mediante telescopios ópticos (figura 1), sino también con técnicas e instrumentos modernos que han abierto nuevas «ventanas» al universo, como los radiotelescopios y los telescopios de rayos X o rayos gamma.

Dentro de unos 1000 años, los restos de esta supernova tendrán un aspecto parecido al de la Nebulosa del Cangrejo (figura 2), el rescoldo de una supernova observada por astrónomos chinos en el año 1054. En la actualidad, casi un milenio después, los restos de aquella explosión todavía se están expandiendo. La Nebulosa del Cangrejo seguirá expandiéndose y difuminándose gradualmente durante unos cuantos miles de años más; luego se hará tan difusa que se confundirá con el polvo y el gas enrarecido que llenan el espacio interestelar.

Alquimia cósmica

Las supernovas fascinan a los astrónomos, pero ¿por qué deberíamos preocuparnos por la explosión de estrellas que están a miles de años luz de nosotros? Pues porque, de no ser por las supernovas, no habría ni planetas ni (menos todavía) evolución compleja de ningún tipo.

De los noventa y dos elementos químicos naturales, algunos son mucho más comunes que otros. Por cada diez átomos de carbono que contamos hay, en promedio, unos veinte de oxígeno, unos cinco de nitrógeno y otros tantos de hierro. En cambio, el oro es cien millones de veces más escaso que el oxígeno, y otros elementos, como el uranio, son todavía más escasos. ¿Por qué son tan raros el oro y el uranio en comparación con el carbono y el oxígeno? Esta cuestión puede contestarse, pero la respuesta involucra estrellas antiguas que explotaron en nuestra Vía Láctea hace más de 5000 millones de años, antes de que se formara nuestro sistema solar.

Las estrellas mucho más masivas que el Sol tienen una evolución más compleja y espectacular. Cuando agotan el hidrógeno de su núcleo (transformándolo en helio) la gravedad las comprime todavía más. Sus núcleos se calientan aún más, hasta que los átomos de helio se fusionan para producir núcleos de átomos más pesados, como carbono (seis protones), oxígeno (ocho protones) o hierro (26 protones). El núcleo de la estrella se diferencia en capas, como una cebolla; las capas internas, más calientes, producen núcleos atómicos cada vez más pesados.

Figura 1. La supernova de la Gran Nube de Magallanes, que está a una distancia de 160.000 años-luz. Esta fotografía, tomada por el telescopio espacial Hubble cinco años después de que se observara la explosión, muestra unos extraños anillos, debidos al parecer a la interacción entre la radiación, los residuos de la explosión y material estelar expulsado probablemente antes de que explotara la estrella.

Cuando el combustible se acaba (en otras palabras, cuando los núcleos se han transmutado totalmente en hierro), las estrellas muy masivas se enfrentan a una crisis. Un hundimiento catastrófico comprime sus núcleos hasta la densidad de los núcleos atómicos, lo que provoca una explosión que dispersa las capas externas. Esta explosión se manifiesta como una supernova parecida a la que creó la Nebulosa del Cangrejo. Los residuos contienen los productos de toda la alquimia nuclear que mantuvo el brillo de la estrella en el pasado: grandes cantidades de oxígeno y carbono, junto con trazas de muchos otros elementos. Las proporciones calculadas son satisfactoriamente cercanas a las proporciones observadas en nuestro sistema solar.

Nuestra galaxia, la Vía Láctea, es como un gran ecosistema. Dentro de las estrellas, el hidrógeno primordial se transforma en las piezas básicas de la vida (carbono, oxígeno, hierro y demás elementos). Parte de este material vuelve al espacio interestelar y se recicla en nuevas generaciones de estrellas.

Figura 2. La Nebulosa del Cangrejo. La imagen de la derecha muestra la actividad continuada en la parte central de la nebulosa, causada por la estrella de neutrones en rotación (pulsar) que quedó tras la explosión.

Un átomo de carbono formado en una supernova primordial podría haber deambulado por el espacio interestelar durante centenares de millones de años antes de integrarse en una nube interestelar densa, la cual se habría contraído por efecto de su propia gravedad para formar estrellas. El átomo podría haber ido a parar al núcleo de una nueva estrella masiva para convertirse en un elemento más pesado (silicio o hierro, por ejemplo) y ser expulsado de nuevo en otra explosión de supernova; o podría haberse integrado en una estrella menos masiva, rodeada de un disco de gas en rotación que se habría condensado en una comitiva de planetas, como nuestro Sol. El mismo átomo de carbono podría haber ido a parar a la Tierra primigenia para acabar finalmente en una célula humana. Cada átomo del universo tiene un origen que se remonta hasta mucho antes del nacimiento de nuestro sistema solar. Somos, literalmente, las cenizas de estrellas muertas hace mucho tiempo.

Pero ¿cómo surgió nuestra galaxia? ¿De dónde procede el hidrógeno primordial? Para responder a estas cuestiones debemos ampliar nuestros horizontes tanto en el espacio como en el tiempo, hasta el universo de las galaxias.

El universo visible

Las galaxias se mantienen estables en virtud de dos efectos: la gravedad, que hace que las estrellas se atraigan entre sí, y el movimiento de las estrellas que, de no ser por la gravedad, haría que la galaxia se dispersara. En los discos de algunas galaxias, como la de Andrómeda o la propia Vía Láctea, se mueven unos cien mil millones de estrellas en órbitas prácticamente circulares. En las galaxias elípticas, menos fotogénicas, las estrellas describen trayectorias más aleatorias. Las galaxias no se comprenden tan bien como las estrellas. Como veremos, ni siquiera sabemos cuál es su ingrediente principal.

Las galaxias interesan a los cosmólogos porque son «marcadores» para sondear los movimientos y la estructura del universo a gran escala. Ya se han cartografiado unos cuantos miles de galaxias próximas (a menos de 300 millones de años-luz de distancia) en ambos hemisferios. Estas galaxias se distribuyen irregularmente en cúmulos y supercúmulos. ¿Quiere esto decir que hay cúmulos de cúmulos de cúmulos… ad infinitum? No. Si nuestro universo tuviera esa estructura observaríamos más agrupamientos a medida que aumentara la escala. Pero esto no ocurre: aunque está claro que las galaxias relativamente cercanas a nosotros forman agrupaciones, los millones de galaxias lejanas se distribuyen uniformemente en el cielo. A medida que observamos galaxias más débiles a distancias cada vez mayores, la agrupación se hace menos evidente y el cielo parece más uniforme.

En otras palabras, podemos estar seguros de que el universo es homogéneo a gran escala. Esto puede aclararse con una analogía terrestre. La superficie del océano muestra estructuras complejas: olas (a veces encabalgadas), espuma, etc. Pero cuando nuestra mirada se extiende más allá de las olas mayores, hasta el horizonte, se puede apreciar una uniformidad global. Una muestra «representativa» de océano debe ser mucho más extensa que las olas más grandes. Nuestro horizonte es lo bastante lejano para abarcar numerosas parcelas estadísticamente similares, cada una lo bastante grande para constituir una «muestra representativa».

Esta uniformidad a gran escala de los paisajes marinos no es, sin embargo, un rasgo general de los paisajes terrestres: en tierra firme podemos observar grandes montañas en la línea del horizonte y un rasgo topográfico singular puede dominar toda la perspectiva. La cosmología es, por definición, el estudio del universo entero. Sólo podemos observar un único universo, aunque es probable que sólo sea una pequeña parte de todo lo que existe. La cosmología ha progresado a pesar de estas limitaciones, pero sólo porque el universo observable (el volumen limitado por nuestro «horizonte» observacional) se parece más a un paisaje marino que a un paisaje montañoso. El mayor de los supercúmulos de galaxias es pequeño en comparación con el alcance de nuestros potentes telescopios.

Edwin Hubble fue el primero en advertir que el movimiento general de nuestro universo también es simple. Las galaxias lejanas se alejan de nosotros a velocidades proporcionales a su distancia, como si hubieran estado todas apelotonadas hace entre diez y quince mil millones de años.

Mucho más lejos, cada vez más cerca de nuestro horizonte observacional, se divisan regiones que emitieron su luz cuando el universo estaba aún más comprimido (figura 3).

Los astrónomos pueden ver el pasado remoto. Las imágenes de los telescopios revelan un número incontable de galaxias muy tenues, tan lejanas que emitieron su luz antes de la formación de nuestro sistema solar. Más lejos aún se encuentran los cuásares, núcleos hiperactivos de un tipo especial de galaxias, tan brillantes que hacen palidecer la luz de los 100.000 millones de estrellas que los rodean. La «distancia récord» la ostenta un cuásar cuya luz está tan desplazada al rojo que la línea Lyman-alfa de 1216 A, el rasgo más característico del espectro ultravioleta del hidrógeno, se observa en la parte roja del espectro, cerca de los 7200 A. La razón entre la longitud de onda observada y la emitida (5,9) nos informa de cuánto se ha expandido el universo desde que ese cuásar emitió la luz que nos llega ahora.

Pruebas de una gran explosión

Los cuásares son reliquias de un tiempo en el que las galaxias aún eran jóvenes, quizá de cuando empezaron a formarse. Pero ¿qué sucedió antes de eso? ¿Empezó todo con una gran explosión? Esta idea fue formulada por primera vez por el sacerdote católico belga Georges Lemaître en 1931. Fue Fred Hoyle quien introdujo la expresión «Big Bang» (gran explosión) como una descripción burlona de una idea que nunca le gustó.

Pero el lema cayó en gracia, y la confirmación de esta teoría llegó en 1965, cuando Amo Penzias y Robert Wilson detectaron con su antena de los laboratorios Bell de Nueva York un exceso de ruido de microondas que parecía provenir de todas las direcciones del espacio, sin una fuente puntual evidente. Este hecho tiene una implicación trascendental: el espacio no está totalmente frío, sino que tiene una temperatura de unos 3 kelvin por encima del cero absoluto (-273 grados en la escala centígrada). Esto puede parecer poco, pero implica que hay cerca de mil millones de cuantos de radiación (fotones) por cada átomo del universo.

Figura 3. Esta imagen muestra una fotografía del espacio profundo tomada con el telescopio espacial Hubble. A pesar de que sólo muestra una pequeña parte del cielo (cerca de una milésima parte del área cubierta por la Luna), revela cientos de objetos débiles. En su mayoría son galaxias tan lejanas que su luz surgió poco después de que acabaran de formarse.

Este «fondo cósmico» produce cerca del 1% del zumbido de fondo de un aparato de televisión. Se trata del calor residual de una era sin galaxias, en la que el universo entero era denso y opaco. Después de expandirse durante cerca de medio millón de años, la temperatura descendió por debajo de los 3000 K y la radiación primitiva se desplazó hacia el infrarrojo. El universo entró en una «edad oscura» que duró hasta que las primeras estrellas de las primeras galaxias, y quizá también los primeros cuásares, alumbraron el espacio de nuevo. La expansión enfrió y diluyó la radiación, y alargó su longitud de onda. Pero todavía sigue ahí: llena el universo y no puede ir a ninguna otra parte.

Sin embargo, tenemos buenas razones para creer que, antes de eso, la temperatura era no ya de miles de grados, sino de miles de millones, lo bastante para iniciar reacciones nucleares. La rapidez de la expansión no dejó tiempo para que toda la materia se convirtiera en hierro, como sucede en las estrellas calientes. Pero cerca de una cuarta parte se convirtió en helio. El resto, salvo trazas de deuterio y litio, permaneció en forma de hidrógeno.

Es notable que la proporción de helio de las estrellas y nebulosas más viejas, que en la actualidad se determina con un error del 1%, se acerque tanto a la que predicen los cálculos teóricos. Más aún, las proporciones de litio y deuterio también concuerdan con las predicciones. De hecho, estos dos elementos habían sido problemáticos para la hipótesis de la nucleosíntesis estelar que tan bien había funcionado para el carbono, el oxígeno y otros elementos. Todo esto corrobora las extrapolaciones hasta el tiempo en que el universo era lo bastante caliente para que se produjeran reacciones nucleares, cuando sólo tenía unos pocos segundos de edad.

Un día de 1992, el que hasta entonces me parecía el mejor periódico británico (The Independent) anunció un descubrimiento cosmológico en portada (figura 4). Se mostraba una amplia representación de la evolución cósmica (con dinosaurios y todo; supongo que es el único asunto científico que iguala en popularidad a la cosmología) a partir de los 10−43 segundos, el llamado tiempo de Planck, cuando todo estaba tan concentrado que el universo entero estaba sometido a las fluctuaciones cuánticas.

Figura 4. La portada de The Independent que anunciaba la detección de fluctuaciones angulares en la radiación de fondo por parte del COBE. Estas fluctuaciones, formadas probablemente en la fase «inflacionaria» de la expansión cósmica, fueron las precursoras de las estructuras a gran escala de nuestro universo actual.

¿Podemos creer en la cosmología que divulgan los periódicos? ¿Está evolucionando el universo tal como se representa en este gráfico? En los últimos años, la teoría del «Big Bang» ha recibido nuevos espaldarazos: el satélite COBE (COsmic microwave Background Explorer, explorador del fondo de microondas cósmico) mostró que la radiación de fondo tenía el espectro esperado con un error de una diezmilésima; por otra parte, mediciones más precisas del helio y el deuterio cósmicos han reafirmado los cálculos teóricos. Es más, podrían haberse descubierto cosas que habrían invalidado la hipótesis de la gran explosión y no ha sido así. El «Big Bang» ha vivido peligrosamente durante veinticinco años, y ha sobrevivido.

Los fundamentos de la extrapolación hasta un segundo después de la creación de nuestro universo (momento en que comenzó a formarse helio) deben tomarse tan en serio como las inferencias relativas a la historia primitiva de nuestro planeta, que se basan en pruebas igualmente indirectas e incluso menos cuantitativas. Hay quien está aún más seguro que yo. El gran cosmólogo soviético Yakov Zeldovich afirmó una vez que la idea de la gran explosión era «tan cierta como que la Tierra gira alrededor del Sol» (seguramente olvidó las palabras de su compatriota Lev Landau, quien sentenció que los cosmólogos «con frecuencia se equivocan, pero nunca dudan»).

Apostaría a que la teoría es correcta al menos en un 90%. Pero la consistencia no garantiza la verdad. Nuestra satisfacción puede ser tan ilusoria como la de un astrónomo ptolemaico que acabara de ajustar un epiciclo.

¿Es absurdo y presuntuoso pretender que lo sabemos todo sobre los inicios del universo observable? No es el tamaño lo que dificulta la comprensión de un sistema, sino su complejidad. En la bola de fuego primordial todo debía estar desintegrado en sus constituyentes más simples. El universo primitivo podría ser menos turbador (y más comprensible) que el más sencillo de los organismos vivos. ¡Son los biólogos y los evolucionistas quienes se enfrentan al reto más difícil!

Volveré después al comienzo caliente y denso de nuestro universo y lo que ocurrió en el primer segundo (la parte inferior de la figura 4), pero ahora hagamos de futurólogos en vez de cazadores de fósiles.

Futurología

Las escalas temporales cósmicas se extienden en el futuro al menos tan lejos como en el pasado. Supongamos que Norteamérica hubiera existido siempre, y que la recorriéramos de costa a costa, partiendo de la costa este cuando la Tierra se formó y acabando en California diez mil millones de años después, cuando el Sol estuviera a punto de morir. Para realizar este viaje tendríamos que dar un paso cada 2000 años. Tres o cuatro pasos representarían toda la historia registrada, justo antes de llegar a la mitad del recorrido (quizá en algún lugar de Kansas). ¡Aún quedaría un buen trecho!

Visto así, estamos casi al principio del proceso evolutivo. La progresión hacia la diversidad aún tiene mucho camino por recorrer. Aun cuando la vida estuviera restringida a nuestro planeta, tendría tiempo para propagarse por toda la galaxia, e incluso más allá.

Dentro de unos 5000 millones de años el Sol morirá, y la Tierra con él. Por esas fechas (mil millones de años más o menos), la galaxia de Andrómeda chocará con la Vía Láctea y ambas se fundirán en una galaxia elíptica amorfa. Pero ¿seguirá expandiéndose el universo para siempre, hacia algún tipo de muerte térmica asintótica, o volverá a comprimirse en un Big Crunch al cabo de muchísimo tiempo?

Esta predicción de tan largo alcance depende del ritmo de desaceleración de la expansión cósmica. Esta desaceleración se produce porque toda la materia se atrae gravitatoriamente. Es sencillo calcular que la expansión se invertirá si la densidad media del universo es superior a los tres átomos por metro cúbico. El espacio parece estar incluso más vacío: si los átomos de las estrellas y el gas de todas las galaxias se distribuyeran uniformemente, la densidad de materia no llegaría ni a una cincuentava parte de la «crítica».

A primera vista esto parece asegurar que la expansión será eterna por un amplio margen. Pero la situación no es tan sencilla. Parece ser que existe al menos diez veces más materia «oscura» de la que puede verse directamente. Una prueba de ello procede de la observación de discos de galaxias como la Vía Láctea o Andrómeda. Estas galaxias contienen hidrógeno neutro, que en sí mismo no pesa mucho, pero que sirve como trazador del movimiento orbital. Los radioastrónomos pueden detectar este gas, que se extiende mucho más allá del disco visible, porque emite en una longitud de onda típica de 21 cm. Se ha observado que su velocidad orbital es más o menos la misma en toda su extensión. Pero si las nubes más externas estuvieran sometidas a la atracción gravitatoria de la materia visible, sus velocidades tendrían que disminuir en función de la raíz cuadrada de su distancia a los límites ópticos de la galaxia: el gas periférico se movería más despacio, igual que Neptuno y Plutón se mueven más despacio que la Tierra. La velocidad inesperadamente alta del gas periférico sugiere que estas galaxias están rodeadas por un extenso halo invisible (del mismo modo que, si Plutón se moviera tan rápido como la Tierra, deberíamos deducir la existencia de una capa de materia invisible entre las órbitas de ambos planetas).

Figura 5. El cúmulo galáctico Abell 2218. Las galaxias más luminosas pertenecen al cúmulo. Las más débiles son galaxias remotas que están detrás del cúmulo, cuyas imágenes están distorsionadas y aumentadas por una lente gravitatoria (un fenómeno por el cual los rayos de luz se desvían a causa de los campos gravitatorios de grandes masas situadas en el eje visual). La intensidad de esta distorsión implica que el cúmulo contiene cerca de diez veces más masa en forma de «materia oscura» que la que detectan los telescopios.

Los cúmulos de galaxias también están repletos de materia oscura. En la figura 5 puede contemplarse uno: los rayos débiles y los arcos son galaxias remotas, mucho más lejanas que el cúmulo en primer término, cuyas imágenes parecen haber pasado a través de una lente. Si observamos la estructura regular del papel pintado de una pared a través de un vaso de cristal, aparece distorsionada. Del mismo modo, la gravedad del cúmulo galáctico desvía los rayos de luz que lo atraviesan. Esta imagen habría fascinado a Fritz Zwicky, aquel excéntrico genial ensalzado por Freeman Dyson en el capítulo anterior. Zwicky fue el primero en darse cuenta, en los años treinta, de que los cúmulos de galaxias se disgregarían a menos que contuviesen una masa superior a la observada; también fue el primero en sugerir la posible observación de lentes gravitatorias. Las galaxias visibles del cúmulo sólo contienen una décima parte de la materia necesaria para producir estas imágenes distorsionadas, lo que constituye una prueba de que los cúmulos de galaxias, como las propias galaxias, contienen diez veces más masa de la que vemos.

¿En qué consiste esta materia oscura? Quizá sean estrellas débiles, cuyos núcleos no se han comprimido y calentado lo suficiente para encender su combustible nuclear; quizá sean agujeros negros, restos muertos de grandes estrellas que brillaron cuando la galaxia era joven. Pero hay otras posibilidades bien diferentes. El caliente universo primitivo pudo contener no sólo átomos y radiación, sino otras partículas. En concreto, debería haber una cantidad ingente de neutrinos, cerca de mil millones por cada átomo del universo. Así, aunque sus masas individuales fueran muy pequeñas, su efecto gravitatorio global sería importante. Pero ¿tienen masa los neutrinos? Experimentos recientes en Los Álamos parecen indicar que sí, pero aún no se puede afirmar con seguridad. Los resultados se publicaron en un artículo firmado por 39 autores pero, en el mismo número de la revista, el autor número 40 publicó un artículo con la conclusión contraria. Así, es prudente suspender el juicio de momento. Si los neutrinos tuvieran la masa que se les atribuye, entonces contribuirían a la masa total del universo más que todas sus estrellas y nubes de gas.

Al menos los neutrinos existen. Los físicos de partículas manejan una larga lista de partículas hipotéticas que, caso de existir, podrían haber sobrevivido desde las fases iniciales de la expansión universal. Si estas partículas llenan nuestra galaxia, habría unas 100.000 por cada metro cúbico, y atravesarían la Tierra sin apenas interaccionar con la materia. Pero su sección eficaz de colisión con los átomos ordinarios, aunque muy pequeña, no es nula, y se están preparando experimentos sensibles para detectar estos sucesos tan poco comunes. El equipo debe instalarse a gran profundidad para reducir otras señales de fondo. Un equipo británico está preparando un experimento de este tipo en una mina de Yorkshire. Es un proyecto difícil pero, si tuviera un resultado positivo, no sólo revelaría cuál es la composición del 90% de nuestro universo, sino nuevos tipos de partículas indetectables de otra manera.

No debe sorprendernos que exista materia oscura. Nada obliga a que toda la materia del universo tenga que ser luminosa. Lo difícil es decidir entre los muchos candidatos. Su preponderancia puede rebajar aún más nuestro estatuto cósmico. Copérnico destronó a la Tierra de su posición central en el universo. Hubble mostró que el Sol no estaba en un lugar especial. Ahora le toca al chovinismo de las partículas. Nuestros cuerpos, así como todas las estrellas y galaxias, serían tan solo unas ínfimas motas en un universo cuya estructura a gran escala estaría controlada por la gravedad de una materia oscura de naturaleza bien distinta. El universo visible podría compararse con la espuma blanca en las crestas de las olas, más que las olas mismas.

Sabemos que la materia oscura de galaxias y cúmulos existe, pero también sabemos que no es suficiente para detener la expansión cósmica. Sin embargo, hay un amplio consenso en que el universo tiene una densidad exactamente igual a la crítica o quizá mayor, de modo que la extensión de su espacio-tiempo es finita. Los que compartimos esta presunción teórica trasladamos el peso de la prueba a los que no creen que pueda haber mucha más materia oscura escondida entre los cúmulos galácticos.[9]

Hablaré ahora de cómo surgieron las galaxias y los cúmulos. Una pregunta habitual es cómo pudo empezar el universo en equilibrio térmico, como una densa bola de fuego, y estar ahora tan visiblemente lejos del equilibrio: el rango de temperaturas del universo actual abarca desde las abrasadoras superficies de las estrellas (y sus núcleos aún más calientes) hasta el espacio profundo, a sólo tres grados por encima del cero absoluto. Esta observación parece contradecir la intuición termodinámica de que las temperaturas tienden a equilibrarse cuando los sistemas evolucionan. Sin embargo, se trata de un resultado natural de la expansión cósmica y de la acción de la gravedad.

La gravedad tiene la tendencia singular de llevar a los sistemas fuera del equilibrio. Los sistemas gravitatorios que pierden energía se calientan. Una estrella que pierde energía se contrae y, para que se establezca un nuevo equilibrio en el que la presión compense la fuerza gravitatoria (que ahora es más intensa), la temperatura del núcleo debe aumentar.

Otro efecto de la gravedad es hacer que el universo en expansión se inestabilice, de modo que irregularidades iniciales muy pequeñas producen a la larga notables contrastes de densidad que permiten el crecimiento de estructuras. Los físicos teóricos están simulando estos procesos por ordenador con un detalle cada vez mayor. Se introducen pequeñas fluctuaciones al principio de la simulación, con parámetros que dependen de las hipótesis cosmológicas que se asumen. La figura 6 muestra tres «instantáneas» de la simulación de una región que contiene unos pocos miles de galaxias, lo bastante grande para constituir una muestra representativa de nuestro universo. A medida que la expansión avanza, las regiones ligeramente más densas que la media van rezagándose, hasta que dejan de expandirse y se condensan en forma de protogalaxias gaseosas, que a su vez se diferencian en estrellas. La repetición de este proceso a mayores escalas crea los cúmulos y supercúmulos. Estas simulaciones sirven para contrastar diferentes hipótesis sobre las fluctuaciones iniciales, la materia oscura y otras características, y para comprobar cuáles conducen a un patrón más parecido a una muestra típica del universo real.

La radiación de fondo es un vestigio de un universo anterior a las galaxias que no era perfectamente homogéneo y, por lo tanto, tiene que haber conservado señales de las fluctuaciones iniciales. Esta radiación procede de un horizonte muy distante, mucho más alejado que los cuásares, que se ha expandido sin trabas desde mucho antes de que se completara la formación de los cúmulos de galaxias. La radiación de un cúmulo incipiente en esta superficie se observaría como una zona ligeramente más fría, porque la atracción gravitatoria de una región más densa que la media se traduce en una pérdida de energía. En cambio, la radiación procedente de una zona de vacío incipiente sería un poco más caliente. En cualquier caso, las diferencias entre las temperaturas de ambas regiones serían muy pequeñas, inferiores a una cienmilésima.

El satélite COBE de la NASA fue el primero en detectar estas inhomogeneidades de temperatura. La medición de unas variaciones tan débiles fue una hazaña tecnológica, pero no un resultado inesperado. Hubiera sido más desconcertante no observarlas. Esto habría implicado un universo primitivo tan homogéneo como incompatible con las agrupaciones cósmicas existentes en el presente. En tal caso habríamos tenido que postular algún proceso más eficiente que la gravedad para explicar todas las estructuras que vemos.

El COBE obtuvo los primeros resultados positivos. Otras mediciones en la superficie terrestre o mediante globos sonda los están completando y ampliando, y se están proyectando dos nuevos experimentos espaciales. Los embriones de las galaxias y otras estructuras cósmicas mayores ya no son entidades hipotéticas, sino realidades objetivas.

Si tuviera que resumir la evolución del universo desde la gran explosión, diría (tras respirar profundamente): «Desde el origen, los efectos de la gravedad, contrarios al equilibrio termodinámico, han amplificado las inhomogeneidades y creado gradientes de temperatura cada vez mayores, un prerrequisito para la emergencia de la complejidad que hoy, diez mil millones de años después, nos envuelve y de la cual formamos parte».

La evolución de las estructuras cósmicas es tan predecible como las órbitas de los planetas, que comprendemos desde los tiempos de Newton. Pero algunas características del sistema solar eran un misterio para el autor de los Principia. Newton demostró el movimiento elíptico de los planetas, pero no sabía por qué giraban todos en el mismo sentido ni por qué sus órbitas tendían a situarse en un mismo plano. En su libro Optica, escribió:

El ciego destino no podría hacer que los planetas se moviesen en el mismo sentido y en órbitas coplanarias… Una uniformidad tan maravillosa en el sistema planetario debe ser resultado de alguna voluntad.

Ahora entendemos esta coplanariedad como una consecuencia natural de la formación de nuestro sistema solar a partir de un disco protoestelar en rotación.

Distinguir los fenómenos que son resultado de leyes conocidas de los derivados de «condiciones iniciales» misteriosas resulta hoy tan difícil como en tiempos de Newton. Hasta cierto punto, aún nos limitamos a decir que «las cosas son como son porque fueron como fueron». Lo que el progreso científico ha permitido es trasladar la cuestión más allá del origen del sistema solar, hasta el primer segundo después de la gran explosión.

Figura 6. Estos tres «fotogramas» muestran tres etapas en el desarrollo de agrupaciones en un universo en expansión (simulación obtenida por el consorcio Virgo). La escala está ajustada para que cada imagen muestre la misma cantidad de masa (que, por supuesto, habría estado más comprimida en etapas más primitivas de la expansión). La región mostrada tendría unos 300 millones de años luz de diámetro.

Así como Newton tuvo que especificar las trayectorias iniciales de cada planeta, nuestros cálculos de la estructura cósmica requieren especificar unos pocos números:

  1. La velocidad de la expansión.
  2. Las proporciones de átomos ordinarios (o de sus quarks constituyentes), materia oscura y radiación.
  3. La amplitud de las fluctuaciones, que deben ser lo bastante grandes para producir estructuras, pero no tanto como para destruir la uniformidad global.

¿Podemos explicar estos números en términos de procesos que ocurrieron antes incluso del punto de partida de las simulaciones? El problema es que cuanto más nos remontamos en el tiempo menos podemos fiarnos de la física al uso. En el primer milisegundo, la densidad del universo era mayor que la del núcleo de un átomo. En los primeros 10−14 segundos, la energía de cada partícula sobrepasaría la obtenible con el nuevo acelerador del CERN (Centre Européene pour la Recherche Nucleaire).

Ni siquiera los físicos teóricos más audaces pueden remontarse hasta la fase en que los efectos cuánticos afectaban al universo entero. La física del siglo XX se sustenta en dos grandes pilares: la teoría einsteiniana de la gravedad (la relatividad general) y el principio de incertidumbre cuántico. En general, estos dos grandes conceptos no se solapan: la gravedad es desdeñable a escala molecular, donde dominan los efectos cuánticos; y a la inversa, los sistemas gravitatorios (planetas y estrellas, por ejemplo) son tan grandes que los efectos cuánticos pueden ignorarse a la hora de calcular sus movimientos. En el nacimiento del universo, las densidades habrían sido tan altas que los efectos cuánticos habrían sido relevantes para el sistema entero. Esto sucede en el tiempo de Planck, a los 10−43 segundos después de la gran explosión.

La historia del cosmos puede dividirse en tres eras. La primera, el primer milisegundo, es una era fugaz pero llena de acontecimientos, que abarca 40 órdenes de magnitud a partir del tiempo de Planck. Éste es el hábitat intelectual de los físicos de altas energías y los cosmólogos cuánticos. La segunda era va del primer milisegundo hasta un millón de años después de la gran explosión. En esta era los empiristas cautos como yo nos sentimos más seguros. Las densidades son ya muy inferiores a la del núcleo atómico, pero el universo se expande todavía de manera muy homogénea. La teoría está corroborada por datos cuantitativos (la abundancia de helio cósmico, la radiación de fondo, etc.) y la física relevante ha sido convenientemente verificada en el laboratorio. La segunda parte de la historia cósmica, aunque corresponda a un pasado remoto, es la más fácil de comprender. Sin embargo, el universo sólo es tratable mientras permanece amorfo y desestructurado. La tercera era, que es el dominio de los astrónomos tradicionales, empieza cuando las primeras estructuras gravitatorias se condensan (cuando se forman y empiezan a brillar las primeras estrellas, galaxias y cuásares). Aquí presenciamos manifestaciones complejas de leyes físicas bien conocidas. La gravedad, la dinámica de los gases y los ciclos de las estrellas se combinan para dar origen a la complejidad que nos envuelve y de la que somos parte. La tercera parte de la historia cósmica es difícil de estudiar por lo mismo que hace complicadas las ciencias medioambientales, desde la meteorología hasta la ecología.

Así pues, los números básicos que determinaron la evolución de nuestro universo son un legado de la incierta física de la primera era. Lo que esto implica es que las propias leyes físicas pudieron quedar determinadas en las primeras fases del universo primitivo. Pero antes de discutir esta cuestión quiero advertir que voy a adentrarme en un terreno especulativo, donde hasta el mismo Zeldovich tendría algunas dudas.

En primer lugar, ¿qué sucede con la velocidad de expansión inicial? Tiene que estar ajustada con mucha precisión. Las dos escatologías posibles (la expansión perpetua o la compresión en un «Big Crunch») parecen muy diferentes, pero nuestro universo sigue expandiéndose después de diez mil millones de años. Si la expansión se hubiera frenado antes, no habría habido tiempo de que las estrellas evolucionaran. Es más, si hubiera vuelto a comprimirse después de menos de un millón de años, habría permanecido opaco, lo que habría excluido cualquier desequilibrio termodinámico. Por otra parte, la velocidad de la expansión no puede ser mucho mayor que la crítica, porque en tal caso la energía cinética habría vencido a la gravedad y las nubes de gas no habrían podido condensarse en galaxias.

En términos newtonianos, las energías cinética y potencial tenían valores iniciales muy cercanos. ¿A qué se debe esto? ¿Por qué el universo tiene la uniformidad a gran escala que requiere el progreso de la cosmología?

Todo esto pudo deberse a un suceso extraordinario que tuvo lugar en los primeros 10−36 segundos, cuando todo el universo observable se reducía a unos pocos centímetros de diámetro. Desde entonces, la expansión cósmica ha estado desacelerándose a causa de la atracción gravitatoria entre las distintas partes del universo. Pero los físicos teóricos han ofrecido argumentos serios (aunque, al menos por el momento, especulativos) en favor de la existencia de un nuevo tipo de «repulsión cósmica» que superaría ampliamente a la gravedad «ordinaria» a las enormes densidades del universo primitivo. En esa fase ultradensa la expansión se habría acelerado exponencialmente, de modo que el universo embrionario se habría inflado hasta que, a los 10−36 segundos de edad, alcanzó un estado homogéneo caracterizado por un balance ajustado entre la energía cinética y la gravitatoria.

La idea de que el universo pasó por una fase inflacionaria es atractiva y convincente. Las fluctuaciones que dieron lugar a los cúmulos y supercúmulos, y las aún mayores que se dibujan en la radiación de fondo, pueden ser el resultado de fenómenos cuánticos microscópicos procedentes de una época muy remota en la que el universo estaba comprimido en un volumen menor que el de una pelota de golf. Por supuesto, no conocemos la física que regía en aquel tiempo tan remoto, pero hay perspectivas reales de investigarla. Los modelos inflacionarios hacen predicciones concretas sobre entidades observables como las agrupaciones a gran escala y las pequeñas inhomogeneidades de la radiación de fondo cósmica. Pronto seremos capaces de cotejar la era inflacionaria con pruebas empíricas efectivas, del mismo modo que las abundancias de helio y deuterio nos informan de las condiciones físicas en los primeros segundos de vida del universo.

También se están buscando otros fósiles singulares del universo primordial conjeturados por los físicos teóricos, como los monopolos magnéticos o agujeros negros del tamaño de un átomo y la masa de una montaña. Más asombrosas aún son las cuerdas cósmicas, bucles elásticos de energía concentrada, más finos que una partícula elemental, pero lo bastante largos para abarcar todo el universo. Las cuerdas cósmicas oscilarían a una velocidad cercana a la de la luz, y serían tan pesadas que su gravedad podría afectar a galaxias enteras. Serían auténticos enlaces entre el cosmos y el microcosmos.

A propósito, la teoría inflacionaria también sugiere que la densidad cósmica media es muy cercana al valor crítico que separa la expansión perpetua de la compresión final. En esto se apoya la presunción que he comentado antes de una densidad igual a la crítica.

En cierto sentido, el universo tiene una energía neta nula. Cada átomo tiene la energía correspondiente a su masa en reposo (la einsteiniana mc2) más una energía potencial negativa causada por el campo gravitatorio del resto del universo, que equilibra exactamente su masa en reposo. Se puede decir, por lo tanto, que la expansión de la masa y la energía de nuestro universo «no cuesta nada».

Los físicos expresan a veces ideas como ésta diciendo que el universo surgió esencialmente «de la nada». Pero deben vigilar su lenguaje, sobre todo cuando hablan con filósofos. El vacío de los físicos es una entidad más rica que la «nada» filosófica, puesto que contiene todas las fuerzas y partículas en forma latente.

Es evidente que cualquier teoría de este tipo es muy difícil de comprobar y, por lo tanto, no debe tomarse demasiado en serio a menos que haya razones de mucho peso para aceptarla. En cualquier caso, esto no puede contestar por qué existe un universo. Como dice Stephen Hawking en su Historia del Tiempo (1988): «¿Qué es lo que insufla fuego en estas cuestiones? ¿Por qué el universo se tomó la molestia de existir?».

Las características del universo y de todo lo que contiene dependen de las intensidades de fuerzas físicas básicas como la gravedad o el electromagnetismo, que son parte de las «condiciones iniciales».

Ya he mencionado la oposición entre termodinámica y gravedad. Esta fuerza tiene una segunda característica importante: su debilidad extrema. La atracción gravitatoria entre dos protones es menor en 36 órdenes de magnitud que la repulsión eléctrica entre ambos. A escalas astronómicas la gravedad domina porque toda la materia tiene la misma «carga gravitatoria» (no hay cancelación de cargas positivas y negativas como en la electricidad).

Supongamos que formamos una serie de agregados de átomos, cada uno diez veces mayor que el anterior: 10, 100, 1000, etc. El agregado número 24, que contendría 1024 átomos, tendría el tamaño de un terrón de azúcar; el agregado número 40 tendría el tamaño de una montaña o un asteroide pequeño. La energía gravitatoria de cada átomo respecto del resto del agregado que lo alberga es proporcional al cociente entre su masa y su radio (M/R). El radio del agregado es proporcional a la raíz cúbica de la masa, de modo que la gravedad es proporcional a la potencia 2/3 del número de partículas. La gravedad parte con una desventaja de 36 órdenes de magnitud, de manera que sólo empieza a competir con la fuerza eléctrica cuando llegamos al agregado número 54 (36 es 2/3 de 54) que contiene 1054 átomos y vendría a tener la masa de Júpiter. Cualquier cosa más masiva se comprime por efecto de la gravedad y se convierte en una estrella. La debilidad de la gravedad determina que las estrellas deban ser muy pesadas. En cualquier agregado menor, la gravedad no puede comprimir el material hasta densidades y presiones lo bastante altas para desencadenar la fusión nuclear.

Imaginemos ahora un universo hipotético cuya gravedad fuera 1010 veces más débil que la nuestra («sólo» 26 en lugar de 36 órdenes de magnitud más débil que las fuerzas eléctricas) sin que cambiara la física del microcosmos. En un universo así, los átomos y las moléculas se comportarían como en el nuestro, pero los objetos no necesitarían ser tan grandes para que la gravedad se dejara notar. Así, en nuestro universo imaginario habría estrellas 1015 veces más ligeras que nuestro Sol, cuyas vidas serían de cerca de un año.

El efecto (literalmente) aplastante de una gravedad intensa limitaría el alcance de la evolución de la complejidad en este mundo hipotético. Ninguna planta ni animal de cualquier planeta lo bastante grande para retener una atmósfera podría ser mayor que un insecto y necesitaría patas muy gruesas para sostenerse. Otra limitación aún más severa sería la del tiempo. Los procesos químicos y metabólicos dependen de la microfísica y no podrían acelerarse. En consecuencia, el mini-sol agotaría su energía antes de que la evolución orgánica hubiera dado sus primeros pasos.

Si la gravedad fuera más intensa, habría pocos órdenes de magnitud entre las escalas temporales astrofísicas y las escalas temporales microfísicas de las reacciones físicas y químicas. Paradójicamente, cuanto más débil es la gravedad (siempre que no sea nula), mayores y más complejas son sus consecuencias.

Nuestro entorno cósmico es extremadamente dependiente de otras constantes físicas. Por ejemplo, si los protones tuvieran cargas eléctricas ligeramente mayores, no habría átomos mayores que el hidrógeno, y la química sería una disciplina muy sencilla. Es más, si pudiéramos cambiar las constantes físicas apretando una serie de botones, la mayoría de combinaciones daría universos «abortivos» cuyas leyes físicas no permitirían la emergencia de la complejidad. Por ejemplo, estos universos podrían no desviarse nunca del equilibrio termodinámico o (debido a una gravedad muy intensa) existir durante un tiempo demasiado corto, o tener sólo dos dimensiones espaciales. ¿Qué consecuencias tiene este argumento? Sus implicaciones dependen, en líneas generales, de la naturaleza de la teoría final (si es que hay alguna). Existen dos hipótesis enfrentadas.

La primera, que llamaré opción A, es que alguna teoría final determine todas las constantes físicas de manera que todas sean soluciones de alguna ecuación fundamental. Esto implicaría que la física que rige nuestro universo no podría ser distinta de la que es. El que los valores de las constantes físicas se encuentren dentro del restringido intervalo que permite la evolución de la complejidad en nuestro mundo de bajas energías sería un hecho bruto. Las complicadas consecuencias derivadas de las ecuaciones fundamentales podrían sorprendernos, pero nuestro asombro no sería menos subjetivo que el de un matemático que se sorprende de las consecuencias intrincadas de un algoritmo simple. (Considérese, por ejemplo, el «conjunto de Mandelbrot»; la receta o algoritmo para construir esta sorprendente estructura se reduce a unas pocas instrucciones, pero codifica una intricada variedad de estructuras a escalas cada vez más pequeñas.) Cualquier ajuste aparente de las constantes debería considerarse una coincidencia.

Pero existe una opción B alternativa. Podría ser que los números que llamamos constantes de la física no fuesen fijados por la teoría fundamental. Si existiera un «conjunto de universos», cada uno regido por una física diferente, habría algunos cuyas condiciones permitirían la evolución de la complejidad.

Esta segunda opción sería congruente con algunas variantes de la cosmología inflacionaria. Según el cosmólogo ruso Andrei Linde, nuestro universo se extendería mucho más allá de los diez mil millones de años luz que podemos observar. En vez de ser «todo lo que vemos», sería sólo una burbuja unida a otros espacio-tiempos de un conjunto infinito y eternamente recurrente: el metauniverso. Volviendo a mi analogía anterior, el océano puede extenderse mucho más allá del horizonte (aunque esto no implica que se extienda uniformemente hasta el infinito).

De acuerdo con esta idea, las fuerzas físicas y las masas de las partículas elementales serían el resultado de algún tipo de transición de fase, ligada a la fuerza que impulsa la expansión. Las huellas de estas transiciones de fase (las intensidades relativas de las fuerzas actuales) podrían ser hasta cierto punto arbitrarias o «accidentales», como los patrones de cristalización del hielo o el comportamiento de un imán al enfriarse. Las «constantes de la naturaleza» tendrían valores diferentes en otros universos del conjunto.

Si esta representación (muy esquemática) tiene algún sentido, el «ajuste» aparente no debería sorprendemos. Puesto que las constantes fundamentales serían resultado de accidentes aleatorios (opción B), en un metauniverso lo bastante amplio sería inevitable que la física fuese propicia a la evolución de la complejidad en algunos universos particulares del conjunto.

Esto se acerca peligrosamente al llamado argumento antrópico. Por fortuna, no tengo espacio para explayarme sobre este tema, aunque no creo que el principio antrópico sea tan estúpido o vacuo como se le presenta a veces. De hecho, nos invita a sospechar que cualquier teoría final tendrá el carácter permisivo de la opción B y que, por lo tanto, no tiene nada de extraño que exista un universo con características que, «accidentalmente», son justo aquellas que hacen posible nuestra existencia.

Antes he aconsejado no hacer demasiado caso de la cosmología que divulgan los periódicos. A modo de conclusión, intentaré evaluar el estado de la cuestión para ver en qué ideas podemos confiar y cuáles deberíamos dejar de lado (por ahora).

La cosmología ha experimentado un progreso asombroso desde los años en que se debatía acaloradamente la hoy abandonada teoría del estado estacionario. Esta teoría parecía especialmente atractiva porque, de ser correcta, todos y cada uno de los procesos evolutivos (desde el origen de los átomos al de las galaxias) se estarían produciendo ahora mismo en algún sitio y, por lo tanto, serían potencialmente observables e investigables. Se creía que una teoría basada en una gran explosión primordial nunca podría ser científica, porque los procesos clave estarían enterrados en el pasado remoto. Pero ello no quiere decir que tales procesos sean inaccesibles al estudio. Los telescopios pueden observar directamente el 90% de la historia del cosmos, y otras técnicas permiten explorar fases aún más primitivas. En líneas generales, podemos estar seguros de nuestra historia cósmica hasta el primer segundo, momento en que se crearon los primeros elementos químicos (lo cual marca el inicio de la que he llamado segunda era de la historia cósmica). El reto actual es precisar de qué manera una bola de fuego prácticamente homogénea surgida hace diez mil millones de años ha dado lugar al universo del que formamos parte.

La última ilustración (figura 7) muestra a Einstein, pero no el sabio benigno y despeinado que vemos en pósteres y camisetas, sino el joven Einstein. Una de sus frases más célebres es: «Lo más incomprensible del universo es que sea comprensible». La cosmología ha progresado porque las leyes de la física que estudiamos en el laboratorio se aplican hasta el quásar más remoto y se remontan hasta los primeros segundos después de la gran explosión. Las inferencias cosmológicas son más frágiles cuando no existe una conexión firme con la ciencia experimental. Cuando nos aventuramos más allá del primer milisegundo nos adentramos en arenas movedizas, y no deberíamos ocultarlo. Nuestra metodología ya no es como la de un geólogo o cualquier otro practicante de otras ciencias históricas: para progresar ya no podemos aplicar la física conocida, sino que debemos descubrir una nueva física fundamental.

Me intranquiliza que las ideas sobre el universo primordial se presenten en los libros de divulgación con el mismo tono que la ley de Hubble o el fondo de microondas. Existe el riesgo de que lectores demasiado crédulos acepten sin discusión lo que no pasan de ser especulaciones provisionales o, por el contrario, de que otros lectores más escépticos pasen por alto la larga lista de observaciones bien establecidas que apoya nuestro conocimiento de etapas más recientes de la evolución cósmica.

Figura 7. El joven Einstein.

Algunas cuestiones que antes eran especulativas están ahora dentro del alcance de la ciencia seria. En el universo primordial los misterios del cosmos y el microcosmos se entrecruzan. Procesos ocurridos a los 10−36 segundos de la gran explosión pueden ser los responsables del exceso de materia sobre la antimateria, las ondulaciones en el tejido del espacio-tiempo y quizá las leyes físicas mismas.

La cosmología moderna ha sido moldeada por su entorno cultural e impulsada por la incorporación de científicos (físicos de partículas, por ejemplo) con diferentes aptitudes y estilos. También ha sido moldeada por las posibilidades y limitaciones de las técnicas disponibles, sean experimentales, observacionales o de cálculo. Esta dimensión sociológica es fascinante por sí misma. Sin embargo, no debería oscurecer lo que a los que estamos en este «zoo» nos parece lo fundamental de nuestra ciencia: que es una empresa colectiva y acumulativa que, aunque de forma espasmódica, está proporcionándonos una imagen cada vez más nítida y «verdadera» del funcionamiento del cosmos.

BIBLIOGRAFÍA

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