La evolución de la sociedad
Tim Ingold
TIM INGOLD ocupa la cátedra de antropología Max Gluckman en la Universidad de Manchester. Ha efectuado investigaciones etnográficas en Laponia y escrito extensamente sobre cuestiones relativas al medio ambiente, la tecnología y la organización social en el circulo polar ártico, así como sobre la teoría evolutiva en antropología, biología e historia, el papel de los animales en la sociedad humana y asuntos de ecología humana. Es autor de Evolution and Social Life (1986) y The Appropation of Nature (1986). En la actualidad trabaja sobre los aspectos antropológicos de la tecnología y la percepción del medio ambiente.
Evolución
Hace muchos años asistí a una conferencia sobre evolución por un ilustre genetista. Sosteniendo una piedra en la mano, observó que, si la soltaba, podíamos estar bastante seguros de que la piedra caería al suelo. Estoy seguro de que toda la audiencia estuvo de acuerdo. «Pues bien», dijo luego, «podemos tener la misma certeza de que las especies han evolucionado». Esta seductora analogía me quedó grabada en la mente por tres razones. En primer lugar, las declaraciones de certidumbre parecen un punto de partida poco usual para empezar a hacer ciencia. Al fin y al cabo, si Darwin no hubiera rechazado la convicción de que las especies habían sido creadas por mandato divino, no habríamos tenido teoría de la evolución. En segundo lugar, recordé una objeción presentada por Canon Kingsley hace más de un siglo contra la idea similar de la inevitabilidad de la evolución de la sociedad. Una piedra que cae, afirmaba Kingsley, no llegará necesariamente al suelo si alguien decide cogerla al vuelo. Lo que quería decir, por supuesto, es que la libertad humana no podía enmarcarse en una ley mecanicista simple. En tercer lugar, la observación me hizo pensar que, de no haber sido por un gran malentendido sobre la historia de su disciplina, producto de la extensión acrítica al reino orgánico de ideas ampliamente aceptadas sobre la evolución social, los biólogos contemporáneos afirmarían que la creencia en la evolución de las especies es profundamente errónea. Permítaseme explicarme.
El verbo «evolucionar» deriva del verbo latino evolvere, cuyo significado original es desenrollar o desplegar. Como es bien sabido, Darwin empleó este verbo una sola vez en la primera edición de El origen de las especies. Aparece en la última frase del libro, y Darwin lo utiliza con su sentido original para presentar la historia de la vida como una gran procesión de formas que se despliega ante la mirada intemporal del naturalista. Así como la Tierra se ha mantenido girando según una ley gravitatoria fija, escribió Darwin, «han evolucionado y están evolucionando una infinidad de las formas más bellas y maravillosas». Es sólo una imagen metafórica más, una floritura final en un texto repleto de este tipo de imágenes. Cuando tenía que explicar los cambios reales que experimentan las especies mediante su teoría de la variación sometida a la selección natural, Darwin era mucho más preciso. No hablaba de evolución, sino de «descendencia con modificación», significando con ello la generación encadenada de formas conectadas genealógicamente, cada una ligeramente distinta de las inmediatamente anteriores y posteriores. Es más, Darwin tenía buenas razones para evitar el concepto de evolución. Los biólogos habían usado esta palabra por primera vez en el marco de la teoría de la preformación embrionaria (el homúnculo de Charles Bonnet) y el filósofo social Herbert Spencer acababa de secuestrarla con un sentido totalmente diferente, pero no menos extraño a las premisas fundacionales de la teoría de Darwin.
Spencer conocía, a través de segundas fuentes, el trabajo del embriólogo Karl Ernst Ritter von Baer, quien sostenía que el desarrollo de cualquier organismo consistía en un proceso de diferenciación estructural que conducía, según la interpretación de Spencer, «de una homogeneidad incoherente a una heterogeneidad coherente». En un artículo de 1857, dos años antes de que Darwin publicara su obra revolucionaria, Spencer especulaba que este principio de desarrollo podía regir no sólo la formación de los organismos vivos a partir de sus células, sino la constitución de las sociedades a partir de sus miembros individuales, de las mentes a partir de elementos de conciencia, y del universo entero a partir de los constituyentes básicos de la materia. A este principio lo denominó inicialmente «ley de progreso», pero poco después sustituyó «progreso» por «evolución», basándose en que el primer término tenía una relación demasiado estrecha con las teorías del desarrollo específicamente humano. En la perspectiva de Spencer, el progreso de la humanidad era sólo un aspecto del avance general de la vida, que a su vez era parte integral del desarrollo global del cosmos. Posteriormente, tras leer a Darwin, Spencer se convenció de que se había descubierto una confirmación independiente de su ley evolutiva en el campo de la biología. Es más, Spencer siempre consideró el trabajo de Darwin como un mero complemento de su propia filosofía sintética.
Parece ser que a Darwin no le impresionaba demasiado el estilo grandilocuente de la especulación filosófica de Spencer. No obstante, apremiado por el codescubridor de la selección natural, Alfred Russell Wallace, consintió en adoptar la expresión de Spencer «la supervivencia del más apto» como posible alternativa a «selección natural» en ediciones ulteriores de El origen de las especies. Pero no pudo convencerse a sí mismo de que la modificación de las especies por selección natural conllevara necesariamente progreso o avance en un sentido absoluto. Según su teoría, los organismos tienen que adaptarse a cualesquiera condiciones de vida; si hay algún progreso en su diferenciación estructural o su complejidad global, las razones hay que buscarlas en las condiciones particulares, no en el mecanismo general. Darwin no se comprometía con la evolución de la vida tal como la concebía Spencer (es decir, como una fase de un movimiento cósmico que se construye continuamente a sí mismo, a través de sus propiedades de autoorganización dinámica, dando lugar a estructuras siempre nuevas y cada vez más complejas). Su objetivo era mucho más modesto: explicar la modificación interminable, la remodelación y la adaptación de las múltiples soluciones mediante las cuales el hálito de la vida («insuflado originalmente», según decía, «en unas pocas formas o en una sola») había accedido a todos los rincones del mundo habitable. Fue Spencer, no Darwin, quien vio la mano de la evolución en este proceso de modificación adaptativa; y al hacerlo inició una confusión que han perpetuado generaciones de biólogos, incluso los arquitectos de la «síntesis moderna» como Theodosius Dobzhansky y Julian Huxley.
Es interesante especular qué habría sucedido si no se hubiera producido esta confusión. En vez de la biología evolutiva actual, con sus a veces exageradas pretensiones de poder ofrecer nada menos que una explicación completa de la vida, tendríamos una rama de la biología menos presuntuosa y más específica, que trataría de la mecánica de la adaptación de los organismos. Sus practicantes habrían seguido los pasos de Darwin y se considerarían investigadores de la descendencia con modificación; siguiendo las tendencias actuales, seguramente se habrían acostumbrado a abreviar la idea con las siglas DCM. Con toda seguridad, la nueva generación de investigadores en DCM habría corregido con vehemencia a cualquier persona lo bastante estúpida para pensar que la modificación adaptativa de las especies es un tipo de evolución. Esto equivaldría, dirían ellos, a confundir el cambio filogenético con el desarrollo ontogénico. Sólo este último, determinado por un programa único codificado en los genes del organismo, puede describirse como un despliegue progresivo de complejidad organizada al que se le puede aplicar con propiedad el concepto de evolución. La descendencia con modificación no se ajusta a ningún programa, sino que se debe a las imperfecciones en la replicación de la información genética de una generación a la siguiente. Esto asegura que no haya dos programas de desarrollo iguales. Si se les planteara la fastidiosa cuestión de si hay evolución en el dominio «superorgánico» (que ahora suele llamarse dominio «sociocultural»), nuestros investigadores en DCM no se pronunciarían. Pero seguramente no manifestarían la intolerancia que muestran sus homólogos reales (es decir, los biólogos evolutivos) hacia los científicos sociales que siguen asociando la idea de evolución con un desarrollo progresivo de la cultura o la sociedad. En vez de censurar a estos científicos sociales por no entender la verdadera naturaleza de la evolución, los investigadores en DCM observarían que los métodos y conceptos del paradigma darwiniano sólo pueden servir para explicar el cambio cultural y social si este último no es un proceso evolutivo.
Sin salir de este escenario, supongamos que se me hubiera pedido un capítulo sobre la evolución de la sociedad. Tanto el lector como yo seguramente esperaríamos, como habrían hecho nuestros predecesores de hace un siglo, que en él se examinara la afirmación de que la vida social se caracteriza por un proceso irreversible de crecimiento y desarrollo, parecido al que experimentan los organismos. Como estoy convencido de que la vida social forma parte del desarrollo global de la vida orgánica (y que, por lo tanto, no está conducida por un nivel superior de la existencia) habría presentado y propuesto una nueva síntesis sociobiológica. Pero la biología a la que habría recurrido no sería la teoría DCM, sino la rama de la biología del desarrollo que estudia la dinámica de la morfogénesis, el proceso que, trascendiendo la interfaz entre organismo y medio ambiente, genera y mantiene las formas orgánicas. En un artículo publicado en 1991 apunté esta propuesta, y aún sostengo que el enfoque de la biología del desarrollo es más prometedor de entrada para la integración de la biología y las ciencias sociales que la teoría DCM en su actual versión neodarwinista. Pero el problema es más profundo. No se trata sólo de decidir si la evolución social debe equipararse a un proceso de desarrollo ontogenético o de cambio filogenético, sino (lo que es más fundamental) de reconsiderar las premisas de las que se deriva la distinción tradicional entre ontogenia y filogenia. Volveré sobre esta cuestión al final de este capítulo.
En la actualidad, y a diferencia de la situación imaginaria que acabo de presentar, la biología neodarwinista se ha apropiado el término «evolución» y lo define con un proceso de cambio genético mediante variación y selección natural. Como se me ha invitado a escribir sobre la evolución de la sociedad, estoy seguro de que se espera de mí que aborde la cuestión de si la sociedad actual es el producto de un proceso selectivo de alguna clase. No creo que esta afirmación esté justificada. Sin embargo, no pretendo afirmar que necesitamos una teoría diferente para los seres humanos que para el resto del reino animal. Tampoco suscribo la pretensión de Canon Kingsley de que los seres humanos, al ser conscientes de las leyes de la naturaleza, son libres de transgredirlas a su antojo. Bien al contrario, quiero señalar una paradoja de la biología evolutiva, y es que presupone, sin comprenderlo, el proceso histórico que ha permitido que algunos seres humanos puedan formularlo. Aunque Darwin pudo explicar la selección natural, ¡la selección natural no puede explicar a Darwin! Si queremos comprender cómo encaja la historia humana en la corriente general de la vida orgánica, cosa que creo conveniente, debemos replanteamos nuestra concepción de la evolución. Más adelante sugeriré una manera de hacerlo. Pero antes de continuar debo hacer algunas consideraciones sobre el significado del otro término clave del título. Permítaseme, pues, extenderme un poco sobre la evolución de la palabra «sociedad».
Sociedad
La palabra sociedad deriva del latín societas, y aparece por primera vez en el idioma inglés en el siglo XIV.[5] Su significado primario se asociaba al compañerismo, un sentido que retienen las nociones contemporáneas de «sociable» y «sociabilidad», con sus connotaciones de amistad e intimidad. En pocas palabras, «sociedad» denotaba las cualidades positivas de cordialidad, familiaridad y confianza en las relaciones interpersonales directas, las cuales también se encontraban en el concepto de comunidad. De hecho, los términos societas y communitas fueron prácticamente sinónimos hasta el siglo XVII. Pero a partir del siglo XVIII se produjo un cambio decisivo en el significado de «sociedad», que adquirió un sentido más general y abstracto, más alejado de las relaciones humanas cotidianas. Esta nueva concepción de lo que se llamó «sociedad civil» estuvo ligada inicialmente a un desafío contra las estructuras de poder establecidas y las divisiones jerárquicas tradicionales del estado absolutista. Así, la idea de sociedad civil se derivó de la oposición al poder del estado, del enfrentamiento entre un régimen estrictamente clasista y un asociacionismo igualitario que autorizaba a cada ciudadano a perseguir su propio beneficio estableciendo convenios con otros ciudadanos en interés mutuo. En esta visión liberal y democrática, la sociedad tomaba como modelo el mercado y las relaciones sociales se equiparaban a transacciones comerciales, cuya naturaleza fugaz e interesada implicaba un pacto lábil en vez de un compromiso interpersonal profundo y perdurable. Según este modelo, la sociedad no era más que una suma de transacciones individuales.
Muchos cronistas de los siglos XVIII y XIX lamentaron que la instauración de la sociedad civil acarreara una pérdida del sentido de comunidad. Desaparecieron la confianza, el compañerismo y la familiaridad que, con una visión un tanto romántica, se contemplaban como los rasgos característicos de la sociedad campesina tradicional, sustituidos por los intereses múltiples, antagónicos y competitivos de la sociedad burguesa. Éste fue el origen de las famosas metáforas de «la lucha por la vida» de Darwin y de «la supervivencia del más apto» de Spencer. Una de las citas clásicas sobre esta oposición entre comunidad y sociedad se encuentra en Gemeinschaft und Gesellschaft, un trabajo del sociólogo alemán Ferdinand Tonnies publicado en 1887. Gemeinschaft suele traducirse como «comunidad», y Gellenschaft como «sociedad» o «asociación». «El hecho esencial de la Gellenschaft», escribe Tönnies, «es el acto del intercambio, que se presenta en su forma más pura si se considera que lo realizan individuos extraños, sin nada en común, y que luchan entre sí de una manera esencialmente antagónica e incluso hostil.» Así pues, en la época en que Tonnies escribía estas palabras ya se había producido un cambio radical en el concepto de sociedad, cuyo sentido original de familiaridad y sociabilidad había derivado en antagonismo mutuo y hostilidad.
He señalado que la idea de sociedad civil como agregado de interacciones entre intereses particulares y en competencia se oponía no sólo a la noción primitiva de societas como dominio de sociabilidad, sino también a las convenciones jerárquicas en las que se fundaba la autoridad del estado. No obstante, la distinción entre sociedad y estado, así como la naturaleza de sus relaciones, siguen suscitando la polémica. El problema surge porque la sociedad civil no es factible sin el estado. Desde que Thomas Hobbes publicara su Leviatán en 1651, todos los politólogos reconocieron que una sociedad basada en la libre persecución del interés privado sólo puede funcionar armoniosamente si se regula de manera que nadie, al perseguir sus intereses, constriña la libertad de otros para hacer lo mismo. Se daba por sentado que la existencia de la sociedad civil dependía del establecimiento de un estado capaz de favorecer el desarrollo armónico de la vida social. Otros teóricos, sin embargo, identificaban la sociedad con las instituciones reguladoras y, por consiguiente, con el estado. Según éstos, las transacciones motivadas por el interés propio eran puramente económicas (como las mercantiles) y, por lo tanto, no eran propiamente sociales. Así, la sociedad tenía los mismos límites que la ley y la moral, y consistía en un marco de reglas y obligaciones apoyadas en última instancia por las sanciones que establecía su autoridad máxima. En este caso, el concepto de sociedad no se construye por oposición a la sociedad o al estado, sino por oposición al individuo. Ésta fue la premisa fundamental que estableció Emile Durkheim a finales del siglo XIX en su manifiesto fundador de la nueva ciencia sociológica. Esta idea era también la razón principal de su desacuerdo con Herbert Spencer. Para Spencer, la sociedad no tiene ningún propósito más elevado que los deseos de los individuos que la constituyen. Durkheim, por el contrario, mantenía que el contacto social entre los individuos no es exclusivamente externo, sino que la interpenetración de las mentes puede generar una conciencia de orden superior (una conciencia colectiva) que restrinja y castigue la búsqueda de la satisfacción de los deseos innatos en nombre del conjunto de la sociedad.
Así pues, la historia reciente de las ideas nos ha legado tres significados diferentes y aparentemente contradictorios del término «sociedad». Estas tres concepciones constituyen el núcleo de una interminable controversia entre filósofos, estadistas y reformadores occidentales acerca del ejercicio correcto de las responsabilidades y los derechos humanos. En esta controversia, el significado concreto de la palabra «sociedad» varía en función de su oposición a las nociones de individuo, comunidad o estado, respectivamente. Si se opone al individuo, el término sociedad denota un dominio externo de regulación que se identifica con el estado mismo o, en las polis sin administración central, con instituciones reguladoras comparables cuya función es poner freno a la expresión espontánea de intereses privados en nombre de los ideales públicos de justicia y armonía colectivas. En otros contextos, sobre todo en los nacionalismos emergentes, la sociedad representa el poder del pueblo, de una comunidad real o imaginaria unida por una historia, una lengua o un sentimiento compartidos contra las fuerzas impersonales o burocráticas del estado. En tercer lugar, la sociedad puede oponerse a la comunidad y connotar un modo de organización de seres racionales ligados por contratos interesados, como sucede en los mercados, en vez de vínculos particularistas como, por ejemplo, el parentesco o la amistad.

Figura 1. El significado de sociedad puede variar dentro de un espacio semántico definido por las ideas de «sociedad civil», nación y estado.
¿A qué nos referimos entonces cuando hablamos de, digamos, la «sociedad británica»? Quizá queramos significar algo más cercano a una comunidad imaginaria que a una asociación libre de ciudadanos, pero más próximo al gobierno y las instituciones estatales que a la nación, y más cercano a una asociación de ciudadanos libres que al estado. En resumen, el significado de sociedad puede incluirse en un espacio semántico triangular (figura 1) cuyos vértices representan las ideas de sociedad civil, nación (entendida como comunidad) y estado (entendido como autoridad soberana). A partir de esta breve digresión sobre el concepto de sociedad, podemos extraer la conclusión (que he tomado de «Inventing society», un artículo reciente del antropólogo Eric Wolf) de que las afirmaciones sobre la naturaleza y la existencia de la sociedad no son simples enunciados de hechos brutos, sino más bien reclamaciones «propuestas y promulgadas para construir un estado de cosas no existente». En otras palabras, el concepto de sociedad no es ni intemporal ni inmutable, ni denota una verdad eterna sobre el estado de la humanidad, como si las sociedades fueran cosas que han estado siempre ahí, con independencia de las afirmaciones que puedan hacerse sobre ellas. En vez de eso, como señala Wolf, «el concepto de sociedad tiene una historia, una función histórica dentro de un contexto determinado, en cierta parte del mundo». Personas diferentes, en momentos particulares de la historia y con objetivos políticos concretos, han adoptado el concepto, lo han amoldado a su medida y lo han usado para promover sus reivindicaciones o fundamentar sus causas.
Ahora bien, ¿acaso la historia misma no es un proceso de vida social, que surge de la actividad deliberada de personas que ya están situadas en las relaciones y los contextos medioambientales que les han legado sus predecesores? Citando a Karl Marx en El 18 brumario de Luis Bonaparte, de 1869, «los hombres construyen su propia historia, pero no la construyen sólo como les place, no la construyen en las circunstancias que ellos escogen, sino en circunstancias que les vienen dadas y heredadas del pasado». Quienes pretenden instaurar un nuevo orden social, sea cual sea su ideología, están por fuerza inmersos en un mundo de otras personas y relaciones, de manera que las formas institucionales creadas por ellos se constituyen dentro del flujo de la vida social. En otras palabras, la realidad de la vida social no está contenida en esos sistemas que llamamos sociedades más de lo que la historia lo está en las construcciones de la mente humana. Para comprender esta realidad, Wolf advierte que debemos pensar de manera relacional, «en términos de relaciones que se engendran, construyen, expanden y revocan; en términos de intersecciones y solapamientos, y no de entidades sólidas, unidas y homogéneas que perduran sin crítica ni cambio».
Si se adopta esta perspectiva relacional, entonces se aprecia que la vida social puede existir en ausencia de cualquier cosa reconocible como sociedad. Para ilustrar este punto describiré a grandes rasgos lo que numerosos estudios han mostrado acerca de la forma de vida de esos que solemos llamar cazadores-recolectores. Una característica de estos grupos humanos es que las personas se relacionan tanto entre sí como con los elementos del entorno no humano sobre la base de una familiaridad y un compañerismo íntimos. Las numerosas observaciones realizadas evidencian que la vida social del cazador-recolector se fundamenta en las relaciones cara a cara. Existe un sentido de la reciprocidad, y la gente se relaciona directamente, sin la mediación de cargos administrativos o jerarquías formales. No obstante, este mutualismo va unido a un gran respeto por la autonomía personal. Se puede actuar esperando que otros actúen en consecuencia, pero no se puede forzar su respuesta. Cualquier intento de comprometer la autonomía de acción de otra persona mediante la coacción o el apremio es una traición de la confianza y una negación de la relación. Por eso mismo, la sociabilidad normal se extenderá a cualquiera que demuestre la consideración y la sensibilidad a las necesidades ajenas que constituyen la esencia de la persona. El antropólogo James Woodburn ha observado que, «simplemente, no existe una base para la exclusión». En resumen, el mundo de los cazadores-recolectores no es un mundo socialmente segmentado, porque está basado en relaciones de incorporación y no de exclusión, en virtud de que los otros son «involucrados» y no «clasificados».
Espero haber dejado claro que esta forma de sociabilidad es del todo incompatible con la sociedad entendida como la maraña de intereses entrelazados de la «sociedad civil», o la comunidad imaginaria constituida por la nación o el grupo étnico, o las estructuras reguladoras del estado. En primer lugar, la afirmación de autonomía personal del cazador-recolector se opone frontalmente al individualismo imperante en el discurso occidental sobre la sociedad civil. Este último concibe al individuo como un agente racional autocontenido que se constituye de forma independiente y previa a su entrada en el ámbito público de la interacción social. En cambio, la autonomía del cazador-recolector es relacional, en el sentido de que su capacidad de actuar por propia es el resultado de una historia de implicación continua con los demás, en contextos de actividad práctica conjunta. En segundo lugar, en un mundo donde la sociabilidad no está constreñida por los límites de la exclusión, la gente no se define a sí misma como «nosotros» en oposición a «ellos», como miembros de un grupo frente a otro, ni tampoco tiene una palabra para describir a su colectividad que no sea el término genérico «personas». De esta manera, los forasteros (exploradores, comerciantes, misioneros o antropólogos) que han buscado nombres para designar lo que perciben como bandas, tribus o sociedades discretas de cazadores-recolectores han acabado por tomar prestados los términos que emplean los pueblos vecinos para insultarlos. En último lugar, el principio de confianza en el que se funda la sociabilidad de los cazadores-recolectores no acepta relaciones de dominación de ninguna clase. Ahora bien, estas relaciones son necesarias para cualquier sistema de instituciones reguladoras que legitime y dé poder a ciertas personas, en nombre de la sociedad, para controlar las acciones de los otros. Así pues, no es suficiente observar, en un discurso antropológico ya anticuado, que los cazadores-recolectores viven en «sociedades sin estado», como si sus vidas sociales carecieran de algo o fueran incompletas en algún sentido, a la espera de perfeccionarse a través del desarrollo evolutivo de un aparato estatal. En vez de eso, el principio de su socialidad, como lo expresó Pierre Castres en el título de su libro de 1974, es fundamentalmente contrario al Estado.
La ciencia y el cazador-recolector
Permítaseme volver al problema de la evolución, sin abandonar de momento la antropología de los cazadores y recolectores. Éstos tienen una significación muy especial para los estudiosos modernos de la evolución humana, hasta el punto de que, si no existieran, es casi seguro que habría que haberlos inventado. Al parecer, la teoría evolutiva necesita de los cazadores-recolectores. Para mostrar por qué, tengo que invocar una vieja cuestión que ha preocupado a los pensadores occidentales durante siglos sin que, por lo visto, se haya llegado a ninguna solución: la diferencia entre los seres humanos y los otros animales, ¿es esencial o de grado? La idea de que no existe una separación radical entre la especie humana y el resto del reino animal es antigua y se remonta a la doctrina clásica de que todas las criaturas pueden situarse en una sola escala natural o «gran cadena del ser» que conectaría la forma de vida más simple con la más elevada a través de una secuencia ininterrumpida. Cada paso de la cadena sería gradual; como reza el dicho: «La naturaleza no da saltos». Darwin, en su teoría de la evolución por selección natural, reemplazó la imagen de la cadena única por la de un árbol que se ramifica, pero la idea de cambio gradual permaneció. Según la visión de la evolución humana que aparece en los libros de texto modernos, nuestros antepasados se hicieron humanos gradualmente, tras innumerables generaciones. Se cree que una secuencia ininterrumpida de formas enlaza los simios de hace unos cinco millones de años, de los cuales descienden tanto los seres humanos como los chimpancés, a través de los primeros homínidos de hace unos dos millones de años, hasta gente como usted y como yo, seres humanos de una variedad «anatómicamente moderna»: Homo sapiens sapiens.
Esto puede estar muy bien para la evolución biológica humana, pero ¿qué sucede con la historia humana? Los estudiosos del siglo XVIII, apegados a la filosofía de la Ilustración, solían entender la historia como el relato del ascenso de la humanidad desde el salvajismo primitivo hasta la ciencia y la civilización modernas. Pero también estaban comprometidos con la doctrina de que todos los seres humanos, en todo tiempo y lugar, compartían un conjunto de capacidades intelectuales básicas y que, en este sentido, podían considerarse iguales. Esta doctrina se conocía como la «unidad psíquica del género humano». Las diferencias en los niveles de civilización se atribuían al desarrollo desigual de estas capacidades comunes, lo que equivalía a pensar que los pueblos presuntamente primitivos estaban en una etapa anterior del avance común a toda la humanidad. En resumen, para estos pensadores del siglo XVIII las diferencias anatómicas entre los seres humanos y las otras criaturas eran sólo de grado, pero únicamente los seres humanos habían sido dotados de mente (es decir, de las facultades del razonamiento, la imaginación y el lenguaje) capaces de experimentar su propio desarrollo histórico en el marco de una forma corporal constante, lo cual nos diferenciaba de manera esencial del resto del reino animal. Incluso Linneo, que dio el audaz paso de incluir a los seres humanos en su sistema taxonómico con la denominación Homo y fue instado a encontrar un criterio definido que distinguiera anatómicamente a los seres humanos de los antropoides, prefirió expresar la distinción humana mediante un consejo: nosce te ipsum (conócete a ti mismo). Sólo los seres humanos, pensaba Linneo, podían desear conocer, a través de sus propios poderes de observación y análisis, qué tipo de seres eran. Entre los animales no hay científicos.
El impacto directo de las ideas de Darwin sobre la evolución humana expuestas en El origen del hombre (1871) subvirtió esta distinción. Las diferencias en la capacidad mental se atribuyeron a distintos grados de desarrollo de un órgano corporal: el cerebro. Así, se suponía que las gentes civilizadas tendrían cerebros mayores y mejor organizados que los de las gentes primitivas, igual que éstas tenían cerebros mayores y mejor organizados que los de los simios. La historia de la humanidad (o, como ahora se decía, la evolución de la sociedad) se entendía como un desarrollo paralelo a la evolución del cerebro, a través de un proceso de selección natural en el que el desventurado salvaje, al que se le asignaba el papel de vencido en la lucha por la existencia, estaba destinado tarde o temprano a la extinción. Cuando Wallace, en sus Contributions to the Theory of Natural Selection (1870), sugirió que los cerebros de los salvajes podían ser tan buenos como los de los filósofos europeos y, por lo tanto, tenían capacidades por encima de lo que requerían sus simples condiciones de vida, fue tildado de espiritista chiflado. Se argumentaba que la selección natural sólo dotaría al salvaje del cerebro que necesitara. Sólo a un Creador se le habría ocurrido preparar al salvaje para la civilización por adelantado.
Pero Darwin estaba equivocado y Wallace tenía razón, a pesar de que pocos le creyeron. Los cerebros de los cazadores-recolectores presuntamente primitivos son tan buenos y tan capaces de manejar ideas complejas y sofisticadas como los cerebros de los científicos y filósofos occidentales. No obstante, las ideas racistas sobre la superioridad mental innata de los colonizadores europeos sobre los pueblos indígenas persistieron con fuerza en la antropología biológica. En realidad, no fue hasta después de la segunda guerra mundial, y las atrocidades del holocausto, que estos prejuicios dejaron de tolerarse en los círculos científicos. Pero esto planteó un problema a los darwinistas. ¿Cómo podía reconciliarse la doctrina de la continuidad evolutiva con el nuevo compromiso con los derechos humanos? La declaración universal de los derechos humanos de Naciones Unidas afirmó de nuevo la igualdad fundamental de todos los seres humanos presentes, futuros y, por extensión, pasados. Si todos los seres humanos eran semejantes en cuanto a razonamiento y conciencia moral (en otras palabras, si todos los humanos son seres que, según los preceptos jurídicos occidentales, tienen derechos y responsabilidades) entonces tenían que diferir en esencia de los demás seres. En alguna parte de la línea evolutiva que conduce hasta el ser humano, sus antepasados tuvieron que cruzar el umbral que separa la naturaleza de la humanidad.
Al enfrentarse a este problema, la ciencia moderna sólo tenía un camino: volver al siglo XVIII. De hecho, la mayoría de los evolucionistas contemporáneos parece reproducir de forma enérgica, aun sin pretenderlo, los elementos esenciales de la visión del XVIII. Existe un proceso (la evolución) que conduce desde nuestros antecesores simiescos hasta los seres humanos «anatómicamente» modernos, mientras que otro proceso (la cultura o la historia) conduce desde el pasado primitivo de la humanidad hasta la ciencia y la civilización modernas, sin que se haya producido ningún cambio biológico. La historia, según han declarado recientemente los psicólogos David Premack y Ann James Premack, es «una secuencia de cambios en una especie que permanece biológicamente estable» y, de todas las especies del mundo, sólo la humana tiene historia. Tal como se muestra en la figura 2, los ejes de la evolución biológica y la historia de la cultura establecen al superponerse un único punto de origen, sin precedente en la evolución de la vida, en el que se estima que nuestros antepasados cruzaron el umbral de la humanidad y empezó el curso de la historia.
Es interesante observar que, cuando los científicos quieren acentuar la continuidad evolutiva entre los antropoides y los humanos, a éstos se les retrata casi siempre como cazadores-recolectores (o bien se considera que los cazadores-recolectores contemporáneos son fósiles culturales, congelados en el punto de partida de la historia). Un cuadro hipotético que se acepta ampliamente en la actualidad es que las capacidades biológicas que al parecer nos hicieron humanos (el bipedalismo, el uso de herramientas, el cerebro grande, el vínculo de pareja, etc.) evolucionaron en el Pleistoceno como adaptaciones al modo de vida cazador-recolector. En consecuencia, se dice que todos acarreamos, como parte fundamental de nuestra constitución biológica, un conjunto de capacidades y disposiciones adaptadas a los requerimientos de la caza y la recolección en el medio ambiente pleistocénico. Pero lo que era adaptativamente ventajoso para nuestros ancestros pleistocénicos quizá no sea tan adecuado para la vida en un medio ambiente urbano, densamente poblado, donde la gente tiene acceso a tecnologías potentes con un poder de destrucción muy superior al de cualquier objeto concebible por nuestros antepasados. Muchos de los problemas endémicos de la civilización moderna, desde los accidentes de tráfico hasta la guerra mecanizada, se han atribuido a esta asincronía. La idea de que incluso los habitantes de las ciudades modernas están condicionados por este legado de nuestro pasado evolutivo subyace tras el continuado interés, tanto popular como académico, por los cazadores-recolectores contemporáneos, cuya forma de vida se cree más parecida a la de las poblaciones ancestrales, y cuyo mejor conocimiento podría revelarnos algo sobre nuestra naturaleza interior. Se supone que dentro de cada uno de nosotros hay un cazador-recolector que pugna por salir.
En este momento debería quedar claro por qué el pensamiento y la ciencia occidentales, la ciencia de la evolución incluida, necesita de los cazadores y recolectores. En efecto, la categoría «cazador-recolector» nació para caracterizar la condición original de la humanidad en el punto de intersección de dos procesos de cambio (uno evolutivo, el otro histórico) cuya separación es lógicamente necesaria para sustentar la afirmación de que la ciencia proporciona una explicación autorizada del funcionamiento de la naturaleza aún cuando el científico (que, como el resto de nosotros, es sólo un ser humano) pertenezca a una especie que ha evolucionado hasta su forma actual mediante la selección natural. Se afirma que los humanos no evolucionaron para ser científicos, sino con la capacidad de ser científicos y, por lo tanto, de leer y escribir, tocar el piano, conducir automóviles e incluso enviar cohetes a la Luna; con la capacidad para hacer cualquiera de las cosas que los seres humanos han hecho o harán. Si un hombre de Cromagnon de hace unos 30.000 años hubiera nacido en el siglo XX, podría haber sido un Einstein. Su cerebro era tan grande y complejo como el nuestro, pero aún no era tiempo de que este potencial «explotara». Toda la historia humana estaría a caballo entre dos polos, la naturaleza y la razón, entre las figuras paradigmáticas y antagónicas del cazador-recolector y el científico. Hay cierta ironía aquí. Como he señalado antes, los biólogos adoptaron hace mucho tiempo el término «evolución» para denotar lo que Darwin llamó «descendencia con modificación» y han estado criticando duramente a los científicos sociales que continúan aplicándolo en su sentido original de desarrollo progresivo. Sin embargo, no pueden evitar una visión de la historia (el despliegue de potenciales o capacidades pre-evolutivas) ¡que es fundamentalmente teleológica!

Figura 2. El origen de los «humanos modernos» en el punto de intersección entre los ejes de la evolución biológica y la historia de la cultura.
En resumen, la biología evolutiva contemporánea sigue anclada en la misma contradicción de siempre. Su afirmación de que la diferencia entre los seres humanos y sus predecesores es sólo cuestión de grado sólo puede sostenerse si se atribuye el movimiento total de la historia, desde la caza y recolección pleistocénica hasta la ciencia y la civilización moderna, a procesos sociales o culturales que se diferencian esencialmente, y no sólo en grado, del proceso evolutivo. Por supuesto, esta contradicción es sólo un caso particular de una paradoja más general en el corazón del pensamiento occidental: no hay forma de entender la participación creativa del ser humano en el mundo sin salirse de él. El distanciamiento o desapego del observador humano respecto del mundo observado, generador de la dicotomía entre razón y naturaleza, es el punto de partida de las ciencias naturales, incluida la biología evolutiva. Cuando el científico se contempla en el espejo de la naturaleza, contempla su propio poder de razonamiento en el reflejo invertido de la selección natural. Aunque los teóricos de la evolución afirman haber prescindido de los arcaicos dualismos sujeto/objeto y mente/cuerpo, característicos del pensamiento occidental, éstos siguen vigentes. Lo que sucede es que han sido reemplazados por la oposición entre el científico, en cuya imaginación soberana se revela el diseño de la naturaleza, y el cazador-recolector, cuyo comportamiento se interpreta como el resultado de disposiciones innatas e inconscientes generadas por la selección natural. Aunque la biología neodarwinista proclama la continuidad evolutiva entre la humanidad y el resto del reino animal, esta continuidad se aplica a los humanos como cazadores-recolectores, no como científicos, y ambas categorías sólo pueden coexistir recuperando la distinción esencial entre la humanidad y la naturaleza, lo que compromete la tesis de la continuidad.
De la evolución a la historia
Para resolver las paradojas de la distinción y de la continuidad debemos encontrar una manera de estudiar a los seres humanos que no parta de la premisa de nuestro distanciamiento del mundo, sino de nuestro compromiso con él. Ésta es, para mí, la tarea principal de mi disciplina, la antropología; y los antropólogos están especialmente cualificados para acometerla, en razón de su familiaridad con formas de pensar no occidentales. Aquí me gustaría volver a la discusión anterior sobre la socialidad de los cazadores-recolectores. He señalado que la suya es una socialidad fundamentalmente relacional, en el sentido de que las personas adquieren su identidad en el contexto de historias de compromiso continuado con los demás. Las relaciones están plegadas en las personas, en sus capacidades, disposiciones e identidades particulares, y se despliegan en acciones sociales finalistas. No obstante, este plegamiento y despliege no puede entenderse en el esquema del discurso occidental dominante sobre el individuo y la sociedad, un discurso que tiende a negar que los cazadores y recolectores tengan vida social. ¿Qué ocurre si, en vez de contemplar las vidas de los cazadores-recolectores a través de ojos occidentales, invertimos la perspectiva y examinamos nuestra propia experiencia aplicando un conocimiento agudizado por lo que los cazadores y recolectores tienen que contarnos?
Creo que veríamos que la corriente subyacente de socialidad relacional no está en absoluto limitada a los cazadores-recolectores, sino que recorre y conecta las vidas de gente de todos los lugares, del pasado y del presente, incluidos los habitantes de las urbes modernas. En tal caso, las implicaciones de esta forma de socialidad para la constitución de las personas podrían generalizarse. Esto quiere decir que no podemos seguir aceptando la tesis neodarwinista ortodoxa de que las capacidades humanas están especificadas de antemano, a la espera de desarrollarse, en virtud de alguna dote innata que cada individuo recibe en el momento de su concepción. Por el contrario, creo que estas capacidades son propiedades emergentes del sistema de desarrollo global que se constituye cuando la persona en ciernes se integra en un campo más amplio de relaciones, las más fundamentales de las cuales son las relaciones con otras personas.
Por consiguiente, discrepo de mi colega Michael Carrithers cuando argumenta que la socialidad debería entenderse como un rasgo heredado y codificado genéticamente, que «se expresa en los individuos» y «se establece a través de la fuerza de la selección natural». Para Carrithers, las relaciones sociales son el resultado evidente de la asociación de múltiples individuos, cada uno de ellos preprogramado por separado para un comportamiento cooperativo o altruista. Yo opino que la socialidad es inmanente al campo de relaciones en el que empieza toda vida humana, y en cuyo seno ésta busca su realización. Podemos estar seguros de que la socialidad existe desde el principio de la persona y, en ese sentido, podría considerarse innata. Con esto no quiero decir, sin embargo, que sea previa a la constitución de los individuos concretos, sino que es anterior a las relaciones que constituyen su existencia en el mundo. La socialidad, que es inmanente a este mundo, es el terreno relacional a partir del cual crece toda la existencia humana. Por tanto, en lugar de contemplarla como algo que evoluciona, debemos verla como un potencial generador de un campo relacional, cuyo despliegue es equivalente a un proceso evolutivo. ¿Cuál es, entonces, el significado de «evolución»?
Para expresarlo en términos más generales, la evolución es el proceso por el que los organismos adquieren sus formas y capacidades particulares y por el cual, a través de acciones situadas en su entorno, establecen las condiciones de desarrollo de sus sucesores. Visto así, los organismos humanos están a la misma altura que los no humanos. Los niños humanos, como los jóvenes de muchas otras especies, crecen en entornos modelados por la actividad de las generaciones precedentes y, al hacerlo, acarrean las formas de su entorno en sus cuerpos, en forma de habilidades, sensibilidades y disposiciones específicas. Pero no las acarrean en su genes, ni tampoco es necesario invocar vehículos culturales de transmisión de información intergeneracional para explicar la diversidad de los acuerdos sociales humanos. Es la noción misma de información, la de que la forma se introduce en contextos de desarrollo medioambientales, la que es errónea. Porque, como he explicado, es dentro del movimiento de la vida social, en el contexto del compromiso práctico entre los seres humanos, así como entre éstos y su medio ambiente, donde se generan las formas institucionales, incluidas aquellas que reciben el nombre de sociedades.
Es más, como hemos visto, este proceso no es otro que el desarrollo de la historia. Ya he aludido al comentario de Marx de que la historia es algo que construye la gente. Basándose en Marx, el antropólogo Maurice Godelier ha propuesto que los seres humanos hacen historia no sólo porque viven en sociedad, sino porque participan en su creación. Mi postura, sin embargo, es que la creación de formas sociales no tiene lugar en el vacío, sino con el trasfondo de lo que la gente hace o hizo en el pasado para transformar las condiciones de desarrollo de las generaciones futuras. Permítaseme sugerir una analogía con la agricultura. Los agricultores no crean los cultivos, sino que los hacen crecer. Mediante su trabajo en los campos establecen las condiciones ambientales para el desarrollo saludable de las plantas. Así, de la misma manera que los agricultores hacen crecer sus cultivos, la gente «se hace crecer» mutuamente. Lo que sugiero es que la historia se gesta en este crecimiento de las personas más que en la creación de la sociedad.
Si partimos de la consideración de «personas en su entorno» en vez de «individuos autocontenidos», podemos disolver la dicotomía entre evolución e historia, fuente de tantos problemas y malentendidos en el pasado. La historia, entendida como un proceso por el que las personas establecen sus respectivas condiciones de desarrollo a través de sus prácticas sociales en relación a los demás, no es más que un caso específico de un proceso que se verifica en todo el mundo orgánico. Así pues, no necesitamos una teoría para explicar cómo los simios se volvieron humanos y otra para explicar cómo (algunos) humanos se volvieron científicos. Cuando reconocemos que la historia es la continuación de un proceso evolutivo, pero con un nombre diferente, desaparece el punto de intersección entre los ejes evolucionista e histórico, y la búsqueda de los orígenes de la sociedad, de la historia y de la verdadera humanidad se convierte en la búsqueda de un espejismo.
Pero la distinción entre evolución e historia no es la única división que se viene abajo con el argumento que acabo de proponer. Mi crítica también ataca la distinción ortodoxa fundamental entre evolución y desarrollo, o entre filogenia y ontogenia. La base de este principio es que cada individuo recibe de sus predecesores una especificación de forma independiente del contexto, conocida como genotipo, la cual se expresa o «se realiza» en el transcurso de su historia vital como un fenotipo concreto que depende del entorno. Desde que la doctrina lamarckiana de la herencia de los caracteres adquiridos fue demolida por August Weismann a finales del siglo XIX, se ha asumido que sólo las características del genotipo, y no del fenotipo, se transmiten de generación en generación.
Creo que uno de los mayores espejismos de la biología moderna es suponer que los elementos constituyentes del diseño se incorporan de este modo en el organismo, como una especie de desarrollo arquitectónico. Podemos estar seguros de que cada organismo empieza su vida con todo su ADN en el genoma; pero el ADN, por sí solo, no especifica nada. No hay ninguna «lectura» del código genético que no forme parte del desarrollo del organismo en su entorno. Por su puesto, el organismo no empieza su vida sólo con ADN. Como señala Susan Oyama en su importante libro The Ontogeny of Information: Developmental Systems and Evolution, lo que se transmite literalmente de generación en generación «es un genoma y un segmento del mundo». Ambas cosas constituyen un sistema en desarrollo en cuyo despliegue, a través del ciclo vital del organismo, la forma emerge y se sustenta. Por tanto, cualquier descripción de la evolución de las formas debe tener muy en cuenta el proceso de autoorganización dinámica mediante el cual estos sistemas se constituyen y reconstituyen en el tiempo. Lo que he hecho en este capítulo es demostrar esta proposición para los organismos humanos, que crecen en un mundo social y juegan su papel en la construcción de la historia.
Permítaseme concluir volviendo a la imagen de la piedra que cae. No creo que podamos hablar de la evolución de las formas orgánicas con una certidumbre parecida. Creo que el paradigma neodarwinista está plagado de contradicciones y he intentado señalar algunas de ellas. Me gustaría pensar, sin embargo, que el mismo Darwin, si estuviera entre nosotros, miraría con buenos ojos mis esfuerzos. Porque Darwin no era darwinista, y menos aún neodarwinista, sino que era mucho más sensible al mutualismo entre organismos y medio ambiente que muchos de los que hoy en día citan su nombre en apoyo de su causa. Pero, por encima de todo, Darwin era un científico genuino, que estaba preparado para desafiar la ortodoxia de su tiempo cuando la razón, las pruebas y la honestidad intelectual lo requerían. Es curioso, y también preocupante, que la herejía de Darwin se haya convertido actualmente en una nueva ortodoxia, que bordea la fe en algunos casos. Quienes claman que el neodarwinismo debe ser correcto porque no hay alternativa, y descalifican a quienes dudan como herejes y enemigos de la ciencia, son seguramente los Wilberforces de finales del siglo XX.
BIBLIOGRAFÍA
Carrithers, M., Why Humans Have Cultures, Oxford University Press, Oxford, 1992. [Trad. esp.: ¿Por qué los humanos tenemos culturas?, Alianza Editorial, Madrid, 1995.] (Véanse especialmente los capítulos 3 y 4. Carrithers argumenta que la socialidad es un rasgo innato que se transmite genéticamente y que ha evolucionado por selección natural darwiniana.)
Clastres, P., Society Against the State, Blackwell, Oxford, 1977 (publicado originalmente en 1974 con el título La Société contre l’état). (En esta descripción de la etnografía de los indios de Sudamérica, Clastres muestra que los principios de su organización social y política son fundamentalmente contrarios a los que rigen en los estados centralizados.)
Fortes, M., Rules and the Emergence of Society (Royal Anthropological Institute Occasional Paper 39), RAI, Londres, 1983. (En este breve libro postumo, el reconocido antropólogo social Meyer Fortes argumenta que la sociedad humana es la única que está fundada en leyes y, en consecuencia, no tiene contrapartida en el reino animal.)
Godelier, M., «Incest taboo and the evolution of society», en A. Grafen (ed.), Evolution and its Influence, Clarendon Press, Oxford, 1989, págs. 63-92. (En este libro, Maurice Godelier explora las implicaciones de la tesis de que los seres humanos son los creadores de sus propias sociedades, con especial atención a las relaciones de parentesco.)
Ingold, T., Evolution and Social Life, Cambridge University Press, Cambridge, 1986. (Un estudio sobre cómo se ha esgrimido la idea de evolución en el contexto del debate antropológico, desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad, comparando los enfoques biológico, histórico y antropológico en el estudio de la cultura y la vida social humana.)
Ingold, T., «Becoming persons: consciousness and sociality in human evolution», en T. Ingold (ed.), Evolutionary Models in the Social Sciences (edición especial de Cultural Dynamics 4 (1991), págs. 355-378). (En este artículo argumento que la personalidad no se «añade» al organismo humano mediante socialización o endoculturación, sino que más bien surge dentro del proceso de desarrollo del organismo en un entorno que incluye otros organismos-personas. Los artículos de Paul Craves, Mae-Wan Ho y John Shotter en esta misma edición especial tratan temas relacionados.)
Kuper, A. (ed.), Conceptualising Society, Routledge, Londres, 1992. (Diversos antropólogos sociales y culturales contemporáneos de primera fila discuten sobre el significado de «sociedad» y «socialidad».)
Oyama, S., The Ontogeny of Information: Developmental Systems and Evolution, Cambridge University Press, Cambridge, 1985. (Una filósofa de la biología muestra que el pensamiento actual aún está impregnado de la dicotomía ambiental/innato, y que para superarla es necesario poner el énfasis en las propiedades de autoorganización de los sistemas en desarrollo.)
Premack, D. y A. J. Premack, «Why animals have neither culture nor history», en T. Ingold (ed.), Companion Encyclopedia of Antropology: Humanity, Culture and Social Life, págs. 350-365, Routledge, Londres, 1994. (Comparando los distintos mecanismos por los que la información se transmite de generación en generación, Premack y Premack argumentan que los humanos son únicos en cuanto a su capacidad de transmitir conocimiento mediante la pedagogía, lo que a su vez es la base de la cultura y la historia.)
Viveiros de Castro, E., «Society», en A. Barnard y J. Spencer (eds.), Encyclopedia of Social and Cultural Antropology, Routledge, Londres, 1996, págs. 514-522. (Un repaso sucinto y brillante de los distintos significados de «sociedad» y sus implicaciones para la teoría antropológica.)
Wolf, F., «Inventing society», American Ethnologist 15 (1988), págs. 752-761. (Wolf estudia el pedigrí del concepto de sociedad en la historia reciente del pensamiento occidental y sostiene que se ha convertido en un obstáculo porque predispone a pensar en términos de unidades cerradas en vez de campos de relaciones.)
Woodburn, J., «Egalitarian societies», Man (N. S.) 17 (1982), págs. 431-451. (Este artículo revisa la etnografía de las sociedades de cazadores y recolectores contemporáneos para mostrar que en algunas de estas sociedades, caracterizadas por sistemas de producción en los que existe una devolución inmediata del trabajo, la igualdad no sólo se afirma como principio, sino que también se consigue en la práctica.)