La evolución de la novela
Gillian Beer
GILLIAN BEER ocupa la cátedra Eduardo VII de lengua inglesa y es presidente del Clare College de la Universidad de Cambridge. Sus libros Darwin’s Plots (1983) y Open Fields: Science in Cultural Encounter (1997) tratan las mismas cuestiones planteadas en este ensayo. También ha escrito numerosas obras de ficción.
Al principio me sorprendió que me invitaran a escribir sobre «La evolución de la novela», pues no creo que la novela haya evolucionado. He dedicado parte de mi obra a demostrar que es una de las malas aplicaciones de la metáfora evolutiva, una aberración teórica que ha provocado confusión (y cosas peores) en otras áreas del conocimiento, como pueden ser la musicología y las relaciones raciales. Pero esta invitación me da ocasión de tratar, por una parte, los efectos de la mala aplicación de dicha metáfora a la historia de la ficción y, por otra, el impulso creador con el que los escritores han respondido a las ideas evolucionistas y sus implicaciones contradictorias. En mi opinión, estos novelistas han expresado sobre todo las tensiones entre y dentro de las corrientes darwinistas, así como su relación con lo humano.
La ficción siempre prospera allí donde hay contradicciones, y la teoría evolutiva ha proporcionado tanto historias contradictorias como interpretaciones dispares. ¿Es una descripción del desarrollo o de la degeneración? ¿El desarrollo implica inevitablemente progreso o es una nueva versión del Pecado Original? ¿Tiene cabida el altruismo en la evolución o sólo hay sitio para una espantosa lucha por unos recursos siempre limitados? ¿Es la evolución individual o colectiva? La teoría evolutiva es más fructífera para la ficción por sus contradicciones que por su coherencia. No puede negarse que constituía una teoría generalizadora que podía explicar la historia de todos los seres de la Tierra en virtud del principio de la descendencia con modificación a través de la selección natural. Las implicaciones para el comportamiento humano se presentaron de maneras harto incompatibles: Darwin había suprimido completamente al ser humano del hilo argumental de El origen de las especies, mientras que El origen del hombre está profundamente influido por la etnografía y la antropología de la década de 1860, que a su vez estaba recurriendo en gran medida a El origen de las especies para justificar las teorías dominantes previas sobre el desarrollo social.
Algunos de los temas que examinaré se atisban en la novela de Laurence Sterne Tristram Shandy, cuyo primer volumen se publicó en 1759, cien años antes que el Origen. El padre de Tristram Shandy está perorando como de costumbre; el tío Toby, como de costumbre, intenta entender lo que dice:
«¿Es que los reinos y las provincias, las ciudades y los pueblos, no tienen todos su duración? Y cuando esos principios y poderes, que en un principio se aliaron y unieron, hayan realizado sus evoluciones, terminarán cayendo». «Hermano Shandy», dijo mi tío Toby, dejando su pipa al oír la palabra evoluciones. «¡Quiero decir revoluciones!», dijo mi padre. «Quiero decir revoluciones, hermano Toby; lo de las evoluciones es un disparate» «No es ningún disparate», dijo mi tío Toby.
(Tristram Shandy, cap. 5, pág. 3)
Este contraste entre evolución y revolución ha adquirido un importante sentido desde el tiempo de Sterne; pero aquí el señor Shandy entiende la revolución como un giro, un regreso al punto de partida. El término «evolución» es más radical, como se desprende de las dos últimas frases de la conversación.
El pasaje de Tristram Shandy que acabo de citar, con sus ciudades-estado y gobiernos, con su ascenso y caída de las sociedades humanas, su progreso y su recesión, revela hasta qué punto se da por sentado que los asuntos humanos sirven como modelo para el estudio del mundo natural. (Karl Marx comentó agudamente en una carta a Fiedrich Engels que «en Darwin, el reino animal toma la forma de sociedad civil».) En el trasfondo del diálogo de Sterne ya puede oírse el lamento darwinista: el pasado perdido se vislumbra, alterado, en el presente; la imposibilidad de conocer el futuro no implica que sea un disparate. Es más, en el argumento del señor Shandy y en el diálogo completo se sugiere un aplomo y una conformidad que Darwin no compartiría: «terminarán cayendo» sobre ciertos cimientos. Las historias de Darwin nunca aprueban este confortable conservadurismo: no sobrevive ningún estado original al que se pueda retornar.
Para empezar, brevemente, la metáfora evolutiva se aplica al género novelesco en forma de autoelogio. Se asume orgullosamente que los lectores de novelas se volvieron más inteligentes después de Henry James, y que lo mismo sucedió con los novelistas. Esta afirmación se basa en la idea de que, a finales del siglo XIX, la novela se había hecho «mayor de edad» o había «alcanzado la madurez» (por utilizar ese tipo de comentario que, afortunadamente, ha pasado un tanto de moda). Es decir, la novela había aprendido a ser (cada vez con más éxito) como un lector actual. No puede negarse que los lectores posteriores a Henry James se han vuelto más hábiles en la lectura de Henry James. No obstante, sin que nos demos cuenta se han perdido otras habilidades: la de escribir y leer una novela como ejercicio religioso consciente de preparación para la muerte, una función que cumplió Clarissa para los primeros lectores de Samuel Richardson; o la de comunicar y recibir un cúmulo de comentarios sarcásticos e información erótica mediante la alusión a los clásicos, como hizo Henry Fielding en Joseph Andrews.
La mayoría de las traslaciones de la «evolución» a otros ámbitos invocan esta teoría para justificar elecciones humanas en el terreno político, social y psíquico. En estos usos, la llamada «selección natural» es, en realidad, una selección artificial naturalizada. Las elecciones deliberadas y las determinaciones políticas se presentan como aspectos de un proceso natural inevitable. Cuando el modelo evolutivo se aplica a la literatura se utiliza para reforzar la autoridad del canon literario actual y para fijarlo (en contra de principios evolutivos más creativos). En las recientes «guerras del canon» literarias podría haberse utilizado el argumento de que la selección natural hace que los mejores sobrevivan y marquen la pauta: el tiempo ha cribado las «obras maestras» y las ha separado de la «paja», y si sobreviven es porque son aptas para sobrevivir.
Personalmente, no deseo que se pierda ninguna de estas obras maestras. El problema es la implicación, derivada de la versión spenceriana de la selección natural, de que aquellas obras que no encajan en el canon actual no son aptas para sobrevivir y no merece la pena leerlas. En tiempos recientes, las publicaciones de signo feminista y otros grupos excluidos han desaprobado esos patrones irreversibles. Por fortuna, a diferencia de los organismos, los libros impresos no suelen extinguirse, aunque se haga caso omiso de ellos. Siempre queda alguna copia en algún anaquel esperando ser leída de nuevo.
Los libros también pueden recuperarse y adquirir un significado diferente para una nueva generación del que tenía para sus primeros lectores. Ésta es una de las claves del intrigante relato Pierre Menard, autor del Quijote, de Jorge Luis Borges, donde el libro de Cervantes, escrito por un autor contemporáneo, se convierte en un libro diferente del original del siglo XVII aunque las palabras sean las mismas. En la siguiente cita, el narrador de Borges habla primero y luego alterna citas de Cervantes y Menard.
Es una revelación cotejar el don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, capítulo noveno):
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo XVII, redactada por el «ingenuo lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad, sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales (ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir) son descaradamente pragmáticas.
También es vivido el contraste de los estilos.
(Ficciones, pág. 51)
Imbuido con las preocupaciones de un nuevo tiempo (en este caso el pragmatismo, pero también podría ser el feminismo, por «madre del conocimiento»), las palabras de Cervantes se cargan con referencias del siglo XX y emergen, como sugiere Borges, de una nueva pluma. Menard, el autor imaginario, reescribe palabra por palabra, con gran esfuerzo creativo, secciones enteras del Quijote. Incluso copiar, sugiere Borges, implica expandir y cambiar, no sólo replicar, porque el copista realiza su tarea en una época diferente, para nuevos lectores en un entorno diferente. La fábula proporciona una imaginativa interrogación, modesta pero fundamental, sobre la metáfora evolutiva que afirma que la literatura «se desarrolla». Aquí, por el contrario, los textos antiguos pueden decimos cosas tan actuales como los nuevos.
Una aplicación mucho más calamitosa de la idea de selección natural, particularmente relevante para el trabajo de determinados novelistas, es la relación de la teoría evolucionista con las teorías raciales. La noción de que la sociedad humana ha seguido un proceso de desarrollo inevitable a lo largo del tiempo, del hombre primitivo a lo que los etnógrafos del siglo XIX llamaban «el hombre europeo moderno», se tomó como una aprobación implícita de la colonización y extinción de los pueblos indígenas. La teoría evolutiva decimonónica podía invocarse para reforzar esta posición. Por supuesto, este pensamiento era anterior a Darwin, pero su combinación con la idea de «la supervivencia del más apto» de Herbert Spencer ofreció el aparente beneplácito de la ciencia a las teorías racistas posteriores. Joseph Conrad busca a ciegas alguno de sus resultados en su pesimista El corazón de las tinieblas, donde la connivencia entre el comercio occidental y la autopercepción del occidental como «ser civilizado» expolia el continente africano y, al mismo tiempo, se adhiere codiciosamente a su promesa aparente de liberación «primitiva». Sin embargo, en la introducción del capítulo 4 del Origen, titulado «Selección Natural», Darwin había insistido en que este proceso podía operar más armoniosamente cuando los habitantes de una zona tenían tiempo y aislamiento suficientes para variar y encontrar nichos ecológicos múltiples sin interrupciones ni intrusiones desde el exterior.
En tal caso, cada pequeña modificación que pudiera surgir en el transcurso de los años y que de algún modo favoreciera a los individuos de alguna de las especies, por adaptarlos mejor a las condiciones modificadas, tendería a conservarse, y la selección natural tendría campo libre para la tarea de mejoramiento.
(El origen de las especies, cap. 4)
A diferencia de lo que sugiere Tim Ingold en el capítulo 5 de este volumen, Darwin no pensó siempre que la capacidad cerebral de los individuos de las sociedades tribales estuviera determinada y limitada por su presente ubicación en el orden del mundo. Por el contrario, sus encuentros con los fueguinos, primero con los que embarcaron en el Beagle tras una estancia obligada de algo más de un año en Londres y luego con otros bajo la lacerante lluvia y el humo de la Tierra del Fuego, le convencieron ya en la década de 1830 de hasta qué punto la capacidad intelectual humana supera las circunstancias que limitan su expresión.
Las ideas reflejadas en la teoría evolutiva de Darwin
Los distintos aspectos de la teoría evolutiva adoptados en otros campos pueden proporcionarnos una útil relación de los conceptos discordantes que actúan en el seno de la «evolución», tanto en el ámbito científico como en el cultural. La obra de Darwin está impregnada de las poderosas ideas que en ella se reflejan. El autor del Origen baraja tres conceptos cruciales: la hiperproductividad, la variabilidad y la selección. No todos ellos apuntan en el mismo sentido. La hiperproductividad y la variabilidad sugieren un mundo copioso y generoso, que expresa siempre un potencial imprevisto. Esta hiperproductividad es necesaria para que las poblaciones no se debiliten, pero contiene su propia amenaza de destrucción. La variabilidad introduce individuos diversos en el entorno; el principio creativo no se basa en el parecido con los padres, sino en su diferencia. La variabilidad no privilegia la norma. Lo extraño, lo extravagante, lo «aparentemente monstruoso», junto con su capacidad de reproducirse, son potencialmente más valiosos que la forma habitual. Al lado de este generoso tumulto aparece un principio más frugal: la selección, que insiste en que para sobrevivir hay que adecuarse a las condiciones del entorno inmediato. Darwin tuvo dificultades para distinguir en su obra entre la selección artificial (una selección inducida culturalmente para la reproducción de animales domésticos, que somete a otras criaturas a la voluntad de la humanidad) y su nuevo concepto de «selección natural». Este principio, afirma, trabaja para el bien del individuo, no subordina una especie a la voluntad de otra y tiene lugar mediante procesos lentos e inconscientes, sin que exista una intervención deliberada, como sucede en la artificial. Darwin luchó para despojar a la selección natural de sus componentes culturales; por ello la distinguió de la selección artificial y de la selección sexual.
Aunque insisto en que el concepto decimonónico de «evolución» no puede aplicarse correctamente a la historia de la novela como género (sobre todo cuando implica ideas de desarrollo y complejización) no pretendo de ninguna manera que las ideas evolutivas no hayan sido importantes para ciertos autores de ficción. La ficción es algo así como un experimento mental, que establece escenarios hipotéticos sin consecuencias inmediatas para el lector. Como escribió Darwin el 30 de diciembre de 1834 en El viaje del Beagle (p. 311): «Conocer el límite del conocimiento humano en cualquier tema, sea cual fuere, posee siempre un gran interés, que quizá se incrementa por su proximidad al reino de la imaginación».
Muchos novelistas han contestado, puesto a prueba o luchado contra la aplicación de patrones evolutivos a la narrativa, y se han comprometido con las profundas ideas que han impregnado nuestra cultura desde Darwin. Por citar unos pocos ejemplos, Tess la de los D’Urbervilles de Thomas Hardy estudia el descenso social de una familia «extinta en la línea masculina» y la aparición de la fructífera Tess, una «mujer casi corriente» cuya promesa de excelencia humana y genética se echa a perder a causa de la violación y los prejuicios sociales. Victoria de Conrad y, de una manera diferente, su Corazón de las tinieblas exploran la violenta recursividad potencial que se encuentra siempre en aquellos que se creen en la cima del progreso civilizado. En Ulises, James Joyce mezcla en el capítulo «Los bueyes del sol» la historia del lenguaje con la historia de un niño, desde la concepción hasta el nacimiento. Estas obras no sólo imitan las teorías darwinistas, sino que también pueden reescribirlas en un sentido borgesiano, copiándolas para producir nuevas complicidades. Pero es más corriente que disientan de ellas y saquen a flote los problemas internos de la teoría.
Nos centraremos ahora en los mundos imaginarios que surgieron de la influencia de Darwin. Como muchos elementos en esta historia, es paradójico que en el habla ordinaria la palabra «evolución» se haya convertido en un término general que justifica cualquier tipo de cambio. La evolución promete (o parece prometer) que un proceso en apariencia vacilante tiene un propósito (la evolución de la sanidad pública o de las Naciones Unidas son dos ejemplos de ello). Esta promesa de un plan previsible es contradictoria, pues la teoría darwiniana no implica nada parecido. Es más, Darwin tuvo que socavar el lenguaje de la teología natural, que ponía énfasis en la «providencia» y la «creación», para dar cabida a una teoría basada en la producción que no tenía ningún resultado global ni específico. La obra de Darwin hace hincapié en que el futuro no puede conocerse, debido precisamente al proceso evolutivo, con su énfasis en la multiplicidad, la variabilidad y la interacción entre los organismos. La idea de evolución es muy anterior al siglo XIX, pero fue entonces cuando entraron en sintonía con la alta estima que tenía la idea de cambio en otras áreas de la vida social (las prácticas industriales, por ejemplo). Pero no implican necesariamente una secuencia controlada; también puede concebirse un cambio catastrófico.
Las narrativas evolucionistas anteriores tomaban como modelo el ciclo vital de los organismos y las transformaciones que tienen lugar: las larvas se vuelven libélulas, los niños se convierten en adultos, etc. Estas transformaciones siguen una secuencia predecible; si el organismo no la completa es porque ha muerto en el camino. La transformación confirma la teleología, la existencia de un plan. La Bildungsroman (o novela de desarrollo) alemana, con su énfasis en el crecimiento hacia la edad adulta y el acomodo en la sociedad, describe un proceso similar, donde las transformaciones adquieren coherencia; el Wilhelm Meister de Goethe es un ejemplo de ello.
Pero si trasladamos este proceso de transformación de la ontogenia a la filogenia (del desarrollo del individuo al de la especie) surgen posibilidades diferentes y turbadoras. Lo más importante es que el futuro de la especie no puede predecirse. No está determinado rígidamente por una gramática de desarrollo ineludible al nivel de la especie.
Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (por dar a la obra su completo e inquietante título): la historia que cuenta Darwin no tiene ni principio ni final. Declara categóricamente que no le preocupa el origen de la vida. Los inmensos desastres del pasado no le animan a prever el futuro. Es más, la capacidad de supervivencia de una especie es el resultado de ligeras mutaciones en innumerables individuos, algunas de las cuales resultan acordes con las demandas actuales del entorno y permiten que el individuo tenga descendencia. Si estas demandas son estables, la fracción de su progenie que tenga las mismas características se encontrará a su vez en ventaja. En cambio, si las demandas han variado, sobrevivirán otros miembros de la prole. Todo esto es muy aleatorio, contingente y no demasiado reconfortante para la persona humana, a la que sólo se hace referencia una vez en todo el libro. Sin embargo, fueron muchas las personas (todas de sexo masculino) que trabajaron duramente como informadores de Darwin en la construcción de su obra (al editar recientemente una nueva edición del libro, he localizado en el texto citas sobre más de 120 informadores, muchos de los cuales eran contemporáneos de Darwin y conocidos suyos, como «mi hijo» y «un hombre en el que creo ciegamente», probablemente un criado).
A Darwin le preocupan los procesos y los procedimientos: la selección natural, la selección artificial, la selección sexual. La narrativa retrospectiva de su obra mezcla libremente el tiempo y el espacio: las actividades evolutivas no sólo ocurrieron en el pasado, sino que también ocurren en el presente. Lo simple y lo complejo coexisten; el camino no es siempre hacia la complejidad. El tantas veces citado último párrafo del Origen enfatiza un movimiento ascendente («de un principio tan simple han evolucionado y están evolucionando una infinidad de las formas más bellas y maravillosas»), Pero Darwin reconoce en toda su obra que un organismo mantenido en un medio satisfactorio y estacionario no tiene por qué cambiar. Darwin pone énfasis en los cambios sutiles e inconscientes. Sin embargo, su lenguaje todavía está repleto de términos que connotan planificación e intervención («selección» y «preservación» son dos ejemplos palmarios de términos con los que Darwin mantuvo una relación ambivalente, por no hablar de «naturaleza»).
El lugar del ser humano
La presencia humana en el pensamiento de Darwin es ambigua; a veces parece faltar por completo. De ahí el atractivo de su teoría evolutiva. El ser humano no ocupa un lugar central en la teoría de la evolución de Darwin aunque sus atributos sigan siendo humanos. La humanidad no puede eludir la condición humana; estamos ligados a ella por el lenguaje, que siempre se refiere a la medida humana de las cosas. La teoría evolutiva sugiere maneras, ya terroríficas y repulsivas ya placenteras, de entender al ser humano en relación a otras formas de vida. Determina un proceso, indiferente a la autoestima humana, que atrapa a los individuos en un cambio interactivo a gran escala. Pero, en general, para los seres humanos es más fácil pensar en términos de su lugar, su tiempo y sus allegados que en el ámbito más amplio de la interacción con otros organismos. La novela es la forma literaria más posicionada, basada en el detalle, el ejemplo y la instantaneidad. También está obsesionada, como forma, con el problema del cambio: un relato familiar en el que la progenie se diferencia de los progenitores tiene más enjundia que otro en el que los hijos se parecen a los padres.
La ausencia/presencia de lo humano en la teoría darwiniana, tal como la presenta el mismo Darwin, ha sido una tentación para muchos autores de ficción. La escasa presencia de lo humano en el argumento del Origen produce un coqueteo que desespera a sus lectores y comentaristas, quienes anhelan reinstalar a la humanidad en un lugar central y estable. Es revelador que el error más frecuente al aludir a la obra de Darwin es citarla como El origen de LA especie: el artículo vuelve a colocar a lo humano en una posición central; ¿cuál, si no, podría ser la especie?
Esta inhibición no implica una ausencia de referencias a lo humano en el texto o en su pensamiento. En una carta a Engels, Marx escribió que «es extraordinaria la manera en que Darwin reconoce, entre bestias y plantas, a su sociedad inglesa con su división del trabajo, su competitividad, su abertura de nuevos mercados, sus “invenciones” y la “lucha por la vida” malthusiana». Es aún más revelador, por supuesto, que Marx sólo recogiera del discurso aquellos elementos que armonizaban con sus propias preocupaciones.
Darwin leyó literatura de ficción a lo largo de toda su vida, tal como se desprende de sus cartas y cuadernos de notas. Leyó a Jane Austen, por ejemplo, antes de que se pusiera de moda. En sus años de madurez y vejez, le gustaba que su esposa Emma le leyera novelas en voz alta. En El origen del hombre cita al filósofo alemán Arthur Schopenhauer para justificar su interés por las «intrigas amorosas» como hechos «de una importancia realmente mayor que todos los demás objetivos de la vida humana», pues determinan «la composición de la siguiente generación… la prosperidad o el infortunio aún por venir de la raza humana». Darwin se avergonzaba, innecesariamente, de su afición a leer novelas (quizá porque sus autores favoritos eran mujeres) a la que alude en su autobiografía como prueba de su chochez. Prefería las historias con final feliz (por ello encontraba difícil de sobrellevar el peso de los escrúpulos en George Eliot, aunque le gustó Adam Bede). Las historias que él había ofrecido al mundo no tenían estos finales felices. Por el contrario, tenían un principio inexplorado, un proceso inexorable, sucesos irreversibles e incertidumbre al final. Por otra parte, a la luz de las obras de Thomas Hardy o George Gissing, podemos hablar de la estructura narrativa implícita en Darwin y que estos autores toman en parte de él. La obra de Darwin, al mismo tiempo, también podría generar un énfasis en la mejora, en la salvación de las dificultades, aun a costa de la eliminación de aquellos aparentemente menos aptos para el mundo moderno. No obstante, incluso en la obra de novelistas como Rider Haggard se admite cierta tristeza cuando las tribus primitivas dejan paso a las incursiones del colonizador.
Las teorías económicas, raciales y lingüísticas, el encuentro con los indígenas, todo ello se funde en el crisol del pensamiento darwiniano. En El viaje del Beagle, el naturalista escribió estas palabras acerca de su estancia en Nueva Zelanda: «Dondequiera que los europeos han llegado, la muerte parece perseguir al aborigen». Es más, creo que su experiencia acerca de las revoluciones, las sublevaciones, las guerras genocidas, la colonización y sus efectos participó en la construcción del concepto de selección natural tanto como sus encuentros con los pinzones y las tortugas de las Galápagos. También influyeron en él sus lecturas de autores como Walter Scott, cuyas novelas exploran los procesos de cambio por los cuales una nación-cultura sucumbe a la pujanza de otra.
Walter Scott demuestra que el vigor de un grupo indígena no sólo se debilita por la fuerza militar, sino también por cambios sutiles y prolongados en las expectativas, la presión de los poderes económicos y la posesión de tierras.
Scott describió estos procesos (y también la resistencia con la que se los seguía combatiendo) en novelas como Waverley y Old Mortality. Las novelas de este autor suelen naturalizar, de muy mala gana, el proceso de extinción cultural. Darwin mostró una actitud parecida cuando visitó la tierra de van Diemen[6] durante el viaje del Beagle. Este estilo de explicación, que mezcla los escrúpulos con cierto sentimiento de inevitabilidad, se encuentra ya en Scott (y permite que la colonización continúe). Pero Darwin leyó también ávidamente, mientras preparaba el Origen, las obras de Harriet Martineau, amiga de su hermano Erasmus, en particular, su novela histórica The Hour and the Man, cuyo héroe es Toussaint-L’Ouverture, líder de una sublevación de esclavos en las Indias. Las simpatías de Martineau oscilan entre el derecho de los esclavos a la libertad y la angustia por la brutalidad de la revolución. No obstante, el libro se centra en la figura del insurgente Toussaint, cuya revolución, a pesar de fracasar, se contempla como una etapa en el ascenso inevitable de su pueblo.
Por tanto, cuando se reivindica la teoría evolutiva como modelo para empresas intelectuales, estéticas e incluso publicitarias, tenemos que reconocer que la misma teoría de Darwin no fue un descubrimiento científico «autónomo», al que se llegó solamente por métodos empíricos controlados. El pensamiento evolutivo no es una trama, sino un cúmulo de influencias. Las grandes formulaciones originales de Darwin, que son anteriores a la genética, beben de muchas fuentes, y desde luego no todas científicas. Es más, la fuerza de su teoría reside en el eclecticismo de los hábitos mentales de Darwin. En su juventud todo le interesaba; a medida que fue envejeciendo, los detalles nunca dejaron de fascinarlo. Una mente de tal alcance y capacidad no puede dejar de encontrar contradicciones, aunque puede ser capaz de asimilarlas de manera harto sencilla. La vía de Darwin no es la fidelidad total a los principios de investigación baconianos. Desde luego, las implicaciones contradictorias de la teoría darwiniana han hecho que se interprete de muchas maneras y han creado confusión en muchas intersecciones.
La teoría evolutiva de Darwin es un sistema perturbado al mismo tiempo por la empatía y por la eliminación (Darwin habla del número infinito de generaciones del pasado, de la improbabilidad de que las especies actuales persistan en un futuro lejano). Éste ha sido un recurso principal para los escritores de ficción que quieren rescatar del olvido posibilidades, criaturas y personas perdidas. Es el caso de Hardy, que resalta el brillo de la madera del establo producido por las ancas de vacas que se rascaron contra ella durante generaciones; o, en The Return of the Native, el juego de máscaras que escenifican algunos participantes experimentados porque es un ritual conocido a fondo. La memoria es el material de la ficción; las generaciones desaparecidas, los pensamientos del pasado, también son un lastre necesario para las teorías de Darwin. La empatía (Eingenfühl) se siente desde dentro. Cuando Darwin describe plantas, animales, aves o insectos, no se fija tanto en las vidas individuales como en sus interacciones. Las relaciones le fascinan y le inquietan: «La relación entre los organismos es la más importante de todas», escribe como resumen en el encabezamiento del Origen. Darwin piensa en categorías, consciente de las separaciones y afinidades entre y dentro de las especies. También piensa en la actividad de los zarcillos, atendiendo a la delicada impulsión del crecimiento, la sensibilidad a la distancia. Sus ojos siempre advierten la excepción. Su teoría se ocupa de la generación y la descendencia, de la transformación de las poblaciones. Sin embargo, al pensar sobre cómo se produce esta descendencia, siempre recurre a los organismos particulares. Esos organismos son transitorios y, aunque a veces dejan impresiones fósiles, la mayoría acaba como marga, estiércol o polvo.
La abundancia y la productividad eclipsan el proceso de pérdida, haciendo el presente tan denso que la vida pasada, impensable, se desvanece en la conciencia. Darwin afirma todo esto en el Origen. Lo que no expresa, ya que la reflexividad no es asunto suyo, es que la abundancia y la hiperproductividad son para su teoría tan útiles como reconfortantes. Su percepción de la pérdida es tanto evidencial como emocional: es inconveniente para demostrar sus argumentos que sobreviva tan poco (la materia blanda se deteriora); es íntimamente angustioso que el olvido sea tan profundo. Sabe, o piensa que sabe, cuán poca memoria le queda de la experiencia de la muerte de su madre, cuando él tenía ocho años: al cabo de un tiempo advirtió que de ella sólo habían sobrevivido unos cuantos recuerdos, frágiles e impersonales. El presente tiene que estar lleno.
La muerte de lo humano
La teoría de Darwin requiere al mismo tiempo la muerte de ingentes cantidades de seres y la intervención del individuo. Este conflicto es un desafío para novelistas como Theodore Dreiser, que se siente acosado por las nuevas poblaciones urbanas que se establecen por toda Norteamérica.
Los libros pueden convertirse en parte de la experiencia de muchos que ni siquiera los han leído si sus historias profundizan lo bastante en los deseos y los miedos de las generaciones subsiguientes. Creo que esto es lo que sucedió con la obra de Darwin. Borges utilizó metáforas evolutivas en Otras Inquisiciones para describir este proceso en relación a la obra de H. G. Wells:
The Time Machine, The Island of Dr. Moureau, The Plattner Story, The First Men in the Moon.[7] Son los primeros libros que yo leí; tal vez serán los últimos… Pienso que habrán de incorporarse, como la fórmula de Teseo o la de Ahasverus, a la memoria general de la especie y que se multiplicarán en su ámbito, más allá de los términos de la gloria de quien los escribió, más allá de la muerte del idioma en que fueron escritos.
(Otras Inquisiciones, p. 93)
De las varias disputas producidas por la teoría darwinista (y ampliadas a partir de ella), la que más fascinó a Wells fue la dudosa identificación del desarrollo con la idea de progreso. Wells fue discípulo del científico Thomas Huxley, de quien aprendió que esta evolución no albergaba ninguna promesa absoluta de mejora. Ésta fue la posición a la que Huxley llegó al final de su carrera, cuando vaticinó un «invierno universal» en el que sólo sobrevivirían «organismos simples y mezquinos como las diatomeas del Ártico… y el Protococcus de la nieve roja».
Darwin no se pronunció sobre este punto. Anhelaba creer en un progreso y lo afirmó en la salmodia del último párrafo del Origen; sin embargo, en su autobiografía reconoció que sus esperanzas se enfriaban no sólo por presiones internas al pensamiento evolutivo, sino también por la aparición paralela de otro poderoso conjunto de ideas que parecía revocar cualquier tendencia hacia la perfección:
Resulta intolerable pensar que [el ser humano] y todos los demás seres sensibles estén condenados a una aniquilación completa después de un progreso lento y continuado durante tanto tiempo.
(Autobiografía, p. 153-154)
Los novelistas de finales del siglo XIX, a medida que abordaban el núcleo de las ideas darwinistas, pudieron manejar, y criticar, las implicaciones contradictorias del pensamiento darwiniano. ¿Se trata de una teoría que pone punto final a la teleología o que redefine la idea de plan? ¿Es una historia en la que la humanidad no ocupa un lugar privilegiado o que recurre a las actividades humanas para establecer todas las relaciones? ¿Es una historia de progreso o de decadencia? Aparte de la obra personal de Darwin, había que considerar su combinación con la sociología spenceriana y la insistencia eugenésica en la «supervivencia del más apto» aplicada a la vida humana. Pero esta lucha no se limitó a las contradicciones en el seno de la teoría y entre sus añadidos. Las presiones se intensificaron y se hicieron más complejas cuando surgieron las aparentes contradicciones entre la teoría evolutiva y la nueva física del tiempo.
Igual que Jack London y Edgar Rice Burroughs después que él, Wells quedó fascinado por los ensayos antropológicos de Huxley reunidos en su obra Man’s Place in Nature (1863). En La máquina del tiempo, publicada en 1896, su viajero entra en un periodo futuro en el que la especie humana se ha dividido en dos: los elegantes y afeminados eloi, de infantil indolencia, que viven placenteramente en la superficie, y los oprimidos y peligrosos morlocks, que viven medio ciegos y descoloridos entre las máquinas subterráneas que mantienen esta alegre civilización. La obra se mueve a través de una serie de interpretaciones del narrador que, a medida que avanza la novela, van siendo reemplazadas por un conocimiento cada vez más sardónico y amenazador. Al principio, sólo le decepciona la falta de progreso intelectual que encuentra:
Yo siempre había esperado que las personas del año 802.000 y tantos nos adelantarían increíblemente en conocimientos, arte, en todo. Y, de pronto, uno de ellos me hacía una pregunta que evidenciaba que su nivel intelectual era el de un niño de cinco años.
(La máquina del tiempo, pág. 25)
Luego lo relaciona con el peligro de revolución por parle de los oprimidos: las «elegantes criaturas del Mundo Superior no eran los únicos descendientes de nuestra generación, sino que aquel Ser, pálido, repugnante, nocturno… era también nuestro remoto heredero» (ibíd., pág. 47). Al final advierte un equilibrio de opresión y terror entre las dos especies. Los elegantes eloi son carne para los morlock, que los capturan al amparo de la noche y los consumen bajo tierra. ¿Serán, acaso, un tipo de ganado en vez de unos estetas? Ambas especies están comprometidas en este equilibrio cerrado. Tampoco existe versatilidad, el rasgo característico del ser humano y del potencial evolutivo: «Una ley natural que olvidamos es que la versatilidad intelectual es la compensación por el cambio, el peligro y la inquietud. Un animal en perfecta armonía con su entorno es un puro mecanismo. La naturaleza nunca apela a la inteligencia, a no ser que el hábito y el instinto dejen de ser útiles. No hay inteligencia donde no hay cambio» (ibíd., pág. 78-79). En la última sección del libro esta inmutabilidad toma una forma más extrema, que remite directamente al reconocimiento huxleyano de que la evolución no tiene por qué implicar progreso, y a la angustiosa conciencia de Darwin de que la energía, en vez de acumular más potencial, se está agotando.
Viajé así, deteniéndome de vez en cuando, a grandes zancadas de mil años o más, arrastrado por el misterioso destino de la tierra, viendo con extraña fascinación cómo el sol se volvía más grande y mortecino en el cielo de occidente y la vida de la vieja tierra iba decayendo.
(Ibíd., pág. 85)
Aparece aquí el típico temor Victoriano, anterior al descubrimiento de la radiactividad, acerca de la muerte del Sol y la actuación de la segunda ley de la termodinámica. Ésta es la contradicción clave de la época: entre la expectativa evolutiva de un futuro más refinado y energético, perfeccionado por la selección natural, y la pérdida de energía disponible a causa del aumento de entropía hasta que la tierra llega al equilibrio, a la gran quietud, la muerte universal.
Novelas de primates
Para los novelistas del cambio de siglo, la naturaleza de la especie humana y su parentesco con los demás primates también se convierte en el foco de una agradable ansiedad. Jack London, por ejemplo, crea en Antes de Adán un narrador en primera persona cuya infancia reside la mitad del tiempo en pleno Pleistoceno, compartiendo con sus remotos padres primates la emoción dominante del miedo. Se sugiere que el niño ha accedido a «memorias raciales». Cuando acude al colegio encuentra explicación a sus sueños:
Pero en el colegio descubrí la evolución y la psicología, y conocí la explicación de varias experiencias y estados mentales extraños. Por ejemplo, el sueño de caer en el espacio es la experiencia soñada más común, conocida de primera mano por prácticamente todos los hombres. Se trata de una memoria racial, me explicó mi profesor, y se remonta a nuestros remotos antepasados, que vivían en los árboles.
(Antes de Adán, págs. 20-21)
El tema de la especiación también puede usarse como excusa para examinar cuestiones de clase social o etnicidad. Un ejemplo convincente es el siempre popular Tarzán de los monos, escrito en 1888 y publicado en 1917. En la historia de Burroughs, una pareja de jóvenes aristócratas muere en la jungla y su hijo es adoptado por unos monos. Crece entre ellos como Tarzán y se convierte en su líder (lo mismo hace Mowgli en El libro de la selva, escrito por Rudyard Kipling en 1894; ambos implican un subtexto colonizador). Al final del libro queda autentificado el linaje aristocrático, no simiesco, de Tarzán. Esto se logra mediante una paradoja que sólo el lector puede apreciar. Compartimos su caballeresca reticencia. Tarzán, cuyo amor por Jane es correspondido, se encuentra con el novio de ella. El joven le pregunta sobre su familia:
«Si no le importuno, ¿puede decirme de qué condenada manera llegó usted a esa maldita jungla?». «Nací allí», dijo Tarzán con calma. «Mi madre era una mona y, por supuesto, no me habló mucho de ello. Nunca supe quién fue mi padre».
(Tarzán de los monos, pág. 269)
Una hábil vuelta de tuerca: al manifestar que sus padres adoptivos son su verdadero linaje, Tarzán demuestra su caballerosidad aristocrática. Jane se casa con su novio. Tarzán se retira con caballerosa abnegación.
Los temas darwinistas y sus contradictorias implicaciones, así como sus problemáticas relaciones con otras grandes teorías, no han desaparecido de la ficción. A Change of Climate (1994), de Hilary Mantel, entreteje temas evolutivos en una novela cuyo epígrafe, tomado de El origen del hombre, expresa tanto la afirmación darwinista de neutralidad como la ansiedad por la descripción, tal vez por la invención, que comparten tanto el científico como la novelista: «No nos preocupan las esperanzas ni los miedos, sino tan solo la verdad hasta donde nuestra razón nos permita descubrirla. He dado a las pruebas lo mejor de mi habilidad…». Mantel añade a este pasaje otra cita, tomada de Job (IV, 7), que pone en tela de juicio el anterior: «Así pues, ¿los inocentes siempre perecen? ¿Los justos fueron destruidos?». El libro pone en duda a su vez esta declaración; demuestra con ánimo agotador, como haría Darwin, que es necesario decir la verdad para mostrar que los inocentes perecen y los justos son destruidos.
En una brillante novela tragicómica llamada Monkey’s Uncle, también publicada en 1994, Jenny Disky conecta las ideas evolutivas con la teoría del caos. Ninguna de ellas se expresa de una manera que resulte satisfactoria para un técnico escrupuloso, pero explora, empleando el modelo de Alicia y el de las biografías, la forma en que cada uno de nosotros está marcado por las ideas que han compuesto nuestra cultura común.
A medida que su protagonista, Charlotte FitzRoy, se hunde en la locura, se encuentra compartiendo su desesperación con el capitán FitzRoy del Beagle, una congoja que el lector actual relacionará con un ejemplo (el litoral infinito) tomado del libro del matemático Benoît Mandelbrot La geometría fractal de la naturaleza (1982). La tarea profesional de FitzRoy es vigilar las costas y las orillas; para vivir necesita creer, como cristiano devoto, en un patrón controlable para su cometido y su existencia. Pero, a medida que se aproxima a la orilla, «la simplicidad aparente se alteraba». Las líneas suaves se vuelven «cada vez más complejas y tortuosas»:
FitzRoy deseaba la simplicidad ardientemente, de todo corazón, pero su mente estaba comprometida con la precisión. Y, precisamente, la línea que podría haber reproducido con una simple mirada resultó no existir como algo continuo, se volvió intrincada…
La obvia concavidad de una ensenada se convirtió en una multitud de entrantes y salientes, estableciendo al acercarse, dentro de la forma mayor y más simple, los contornos de las muchas formaciones rocosas de la que estaba formada. Entonces, al acercarse a aguas menos profundas, aparecía a la vista la miríada de guijarros individuales de la orilla y se hundía toda idea posible de simplicidad. Al final, caminando por el agua hasta tierra, aporreándose el corazón, con la desesperación golpeando secamente su cabeza, FitzRoy hundió sus rodillas en la playa, para alarma de sus hombres, y examinó los guijarros e incluso los granos de arena. Cada una de estas menudas piedrecillas también tenía un contorno, por supuesto, y había tantos, demasiados para albergar cualquier esperanza de describir el patrón que formaban.
(Monkey’s Uncle, pág. 22)
Aunque FitzRoy se lleva mal con Darwin y sus teorías le parecen repudiables, su desesperación surge de esta reflexión silenciosa y aislada: la multiplicidad de estructuras y de escalas provoca la ausencia de estructura. El reparto de la ficción de Disky incluye a Jenny, el orangután «Darwin», los fueguinos Jemmy Burton y Fuegia Basket, que son devueltos a su tierra por FitzRoy y Darwin, y tres viejos caballeros del siglo XIX: Marx, Freud y el propio Darwin, condenados a consolarse durante toda la eternidad con frecuentes meriendas campestres y conversaciones irascibles. Esta novela, tributo y sátira, es un animado funeral por los perdidos determinismos de los tres sistemas de pensamiento confrontados e imbricados en los cuales han crecido las generaciones europeas recientes. La cómica melancolía del cuento de Disky es una elegía por estos seguros reduccionismos.
No obstante, espero haber demostrado que la obra de Darwin siempre se sacude de encima el reduccionismo. «Se suele hablar del maravilloso suceso de la aparición del hombre intelectual; la aparición de insectos con otros sentidos es más maravillosa», escribió el joven Darwin en su cuaderno de notas, fascinado como siempre por la diversidad, por lo otro, por el mundo sin (o aparte de) la humanidad. Lo que para otros parece suplementario, para él es central. Siempre deja algo para pensar a favor o en contra, un reto para los novelistas que insisten repetidamente, correctamente, en volver a llevar al ser humano más allá de la línea del horizonte.
BIBLIOGRAFÍA
Beer, G. (ed.), Autobiographies of Charles Darwin and T. H. Huxley, Oxford University Press, Oxford, 1974.
Beer, C., «The death of the sun: Victorian solar physics and the solar myth», En B. Bullen (ed.), The Sun is God: Painting, Literature and Mythology in the Nineteenth Century, Oxford University Press, Oxford, 1989, págs. 159-180.
Borges, J. L., «The first Wells», en Other Inquisitions, 1937-1952, págs. 86-88, Souvenir Press, Londres, 1973. [Otras inquisiciones, Alianza Editorial, Madrid, 2000.]
Borges, J. L., «Pierre Menard, Author of Don Quixote», en Ficciones introducción de John Sturrock, Everyman, Londres, 1993, págs. 29-38. [Ficciones, Alianza Editorial, Madrid, 2001.]
Browne, J. y M. Neve (eds.), The Voyage of the Beagle, por Charles Darwin (primera edición de 1839), Londres, 1989.
Burckhardt, F. y S. Smith (eds.), Correspondence of Charles Darwin, Cambridge University Press, Cambridge, 1988.
Burroughs, E. R., Tarzan of the Apes, Macmillan, Londres, 1917. [Trad. esp.: Tarzán de los monos, Edhasa, Barcelona, 1995.]
Campbell Ross I. (ed.), The Life and Opinions of Tristram Shandy, de L. Sterne, vol. V (primera edición de 1761), Oxford University Press, Oxford, 1983. [Trad. esp.: Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, Alfaguara, Madrid, 2000.]
Darwin, C., The Descent of Man and Selection in Relation to Sex, Londres, 1871.
Dish, J., Monkey’s Uncle, Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1994. Huxley, T. H., «The struggle for existence in human society», en Evolution and Ethics (ensayo publicado por vez primera en 1888), págs. 195-236, Macmillan, Londres, 1906.
Keymer, T., Richardson’s Clarissa and the Eighteenth Century Reader, Cambridge University Press, Cambridge, 1992.
London, J., Before Adam, Londres, s. d. [Trad. esp.: Antes de Adán, Miraguano, Madrid, 1986.]
Moorcock, M. (ed.), The Time Machine, por H. G. Wells (primera edición de 1896), Londres, 1994.
Peckham, M. (ed.), The Origin of Species by Charles Darwin: A Variorum Text, Filadelfia, 1959.
Ryazanskaya, S. (ed.), Marx-Engels Selected Correspondence, Moscú, 1965.