Sobre la transmutación de la ley de Boyle en la revolución darwiniana

Stephen Jay Gould

STEPHEN JAY GOULD ocupa la cátedra Alexander Agassiz de Zoología y es profesor de geología en la Universidad de Harvard. También es conservador de la sección de paleontología de invertebrados en el Museo de Zoología Comparada de Harvard. Ha escrito extensamente sobre diversos aspectos de la ciencia evolutiva tanto en libros técnicos como de divulgación.

Continuidad adaptativa

Es posible que Inglaterra deje de existir algún día (sobre todo si consideramos las escalas temporales que manejan los paleontólogos), pero unas pocas millas de Canal y cerca de mil años sin invasiones a gran escala (desde el año 1066)[1] han generado una plétora de peculiaridades británicas, tanto temperamentales como filosóficas, respecto de las preferencias y formas de pensar del continente europeo. (Un lenguaje común, separado por 5000 kilómetros de océano, inspira más proximidad que los 40 kilómetros del canal de La Mancha y la diferencia de idioma; de ahí el parecido entre las historias del pensamiento evolutivo en Norteamérica y Gran Bretaña.) En este capítulo argumentaré que la adaptación es el tema de historia natural y evolución más característico de los países de habla inglesa. Intentaré demostrar que la decisión de Charles Darwin (figura 1) de basar su defensa de la evolución y su modo de acción en una explicación de la adaptación encaja con una larga tradición de la historia natural y la teología británicas que nunca llamó la atención en el continente. Las disputas actuales entre las teorías «ultradarwinistas» y estructuralistas prolongan el mismo debate y establecen una continuidad típicamente inglesa que dura ya varios siglos.

Figura 1. Charles Darwin, por Leonard Darwin (1878).

En el todavía vigente párrafo de introducción de El origen de las especies, Charles Darwin plantea (1859, pág. 3) que los temas clásicos de la historia natural proporcionan pruebas suficientes de la existencia de la evolución:

Al considerar el origen de las especies, es totalmente comprensible que un naturalista, reflexionando sobre las afinidades mutuas de los seres orgánicos, sobre sus relaciones embriológicas, su distribución geográfica, su sucesión geológica y otros hechos semejantes, llegue a la conclusión de que las especies no han sido creadas independientemente, sino que han descendido, como variedades, de otras especies.

Luego añade, en una frase portentosa de gran trascendencia para la historia posterior de la teoría evolutiva, que tal explicación puede parecer vacua, no sólo porque excluye un sujeto central, sino también por motivos estéticos:

No obstante, semejante conclusión, aun cuando estuviese bien fundada, no sería satisfactoria hasta que pudiese demostrarse de qué modo las innumerables especies que pueblan este mundo se han modificado hasta adquirir esa perfección de estructura y coadaptación que causa, con justicia, nuestra admiración.

A continuación, Darwin cita las razones que le movieron a buscar las causas del cambio evolutivo (y no las meras manifestaciones de este cambio, que pueden determinarse de otros modos): la complejidad y la precisión de los buenos diseños orgánicos (y no sólo la mera existencia de los mismos). Darwin insta a considerar las alternativas: ¿de qué manera, si no es por la selección natural, podrían surgir adaptaciones precisas atribuibles a causas materiales, sin recurrir a una construcción sobrenatural? Darwin menciona que la mayoría de los naturalistas citaría la inducción ambiental de variaciones, pero esta explicación no puede dar cuenta de la belleza y complejidad de las adaptaciones (un argumento con un fuerte componente estético):

Los naturalistas se refieren continuamente a las condiciones externas, tales como el clima, el alimento, etc., como la única causa posible de variación. En un sentido limitado, como veremos después, esto puede ser verdad; pero es absurdo atribuir a factores meramente externos la estructura, por ejemplo, del pájaro carpintero, con sus patas, su cola, su pico y su lengua tan admirablemente adaptados para capturar insectos bajo la corteza de los árboles.

Si se añade la noción lamarckiana del uso y el desuso (que Darwin etiqueta como «hábito») o una voluntad orgánica explícita (una malinterpretación usual del pensamiento de Lamarck, que Darwin conoció por el resumen escrito por Charles Lyell en el segundo volumen de Principies of Geology, publicado en 1832), se obtiene una explicación aproximada para la precisión, pero no para la intrincada coadaptación de organismos ecológicamente independientes. Darwin continúa (1859, pág. 3):

En el caso del muérdago, que obtiene su alimento de ciertos árboles, cuyas semillas deben ser transportadas por ciertas aves y cuyas flores de sexos diferentes requieren la mediación de ciertos insectos para llevar el polen de una flor a otra, es igualmente absurdo explicar la estructura de este parásito y sus relaciones con diversos seres orgánicos distintos por los efectos de las condiciones externas, de la costumbre o de la volición de la planta misma.

(Ibíd.)

Sólo queda una alternativa a la selección natural: el concepto ortogenético de una secuencia de transformaciones filogenéticas «programada de antemano», como la que propuso el autor y editor escocés Robert Chambers en Vestiges of the Natural History of Creation, publicada anónimamente en 1844. Darwin rechaza acertadamente esta idea mediante el argumento metodológico de que, al igual que la idea de la creación por voluntad divina, es completamente incontrastable:

Imagino que el autor de Vestiges of Creation diría que, después de un número indeterminado de generaciones, algún pájaro habría generado el pájaro carpintero, alguna planta el muérdago, y que habrían sido producidos tan perfectos como los conocemos; pero esta presuposición no me parece una explicación, porque ni toca ni esclarece la causa de las adaptaciones mutuas de los seres orgánicos y su adecuación a sus condiciones físicas de vida.

(Darwin, 1859, pág. 4)

Los evolucionistas anglófonos están tan acostumbrados a aceptar la prioridad de la adaptación que suelen considerarla evidente por sí misma y no sujeta a una construcción alternativa. Pero decidir que la adaptación es el fenómeno básico que debe explicar la evolución es una estrategia particularmente inglesa y de ningún modo un enfoque universal. La revolución de Darwin se caracteriza por proponer una explicación de la adaptación radicalmente nueva, que da la vuelta a las teorías anteriores, pero no por otorgarle un papel central (a fin de cuentas, el diseño óptimo había sido el tema principal de la historia natural inglesa desde hacía 200 años, por lo menos).

Estas diferencias nacionales, muy anteriores a la aceptación de la visión evolutiva, se originaron en las diferentes maneras de abordar la cuestión de cómo los mecanismos de la naturaleza reflejan la existencia y los atributos de un creador divino. La corriente típicamente inglesa de la «teología natural» afirmaba que la existencia de Dios, así como sus atributos de benevolencia y omnisciencia, podían inferirse de la perfección de la construcción de los organismos, especialmente de su diseño[2] óptimo y de la armonía de los ecosistemas. La teología natural fue defendida por algunos de los principales científicos del siglo XVII, en particular por Robert Boyle y John Ray. Alcanzó su cénit con la publicación de Natural Theology de William Paley, un libro enormemente influyente cuya primera edición data de 1802, y disfrutó de un florecimiento tardío, tal vez un poco desfasado, en la serie de tratados Bridgewater de la década de 1830. Los teólogos naturales consideraban que la «adaptación» (en su propia acepción, no en el sentido evolutivo de Darwin) era el fenómeno más importante de la biología, pues revelaba la existencia y la naturaleza de Dios.

Esta actitud era ajena a la mayor parte de los biólogos continentales, quienes, sin negar la adaptación, tendían a contemplar el diseño óptimo como un conjunto de divagaciones superficiales y parciales superpuestas a las evidencias básicas de la inteligencia divina: las estructuras subyacentes y sus pautas de transformación en el orden taxonómico de los animales. La mayor parte de los estructuralistas continentales consideraba que la adecuación del pie palmeado del pato o el antebrazo cavador del topo era demasiado singular y enfermiza para ilustrar algo tan universal y sublime como la omnisciencia de Dios. Louis Agassiz, gran zoólogo suizo (y más tarde estadounidense) contemporáneo de Darwin, considerado el último científico creacionista importante, sostenía que la estructura taxonómica del reino animal revelaba mucho mejor la naturaleza e intencionalidad de Dios. Según Agassiz, cada especie era la encamación de un pensamiento divino y, por tanto, las relaciones entre las especies mostraban la estructura mental de Dios.

No pretendo establecer esta diferencia como una dicotomía clara e invariable. Algunos científicos continentales, entre quienes destaca el naturalista francés Georges Cuvier, mantuvieron un enfoque básicamente adaptacionista (no evolucionista, por supuesto) y algunos ingleses optaron por buscar reglas geométricas de transformación arquetípica en lugar de la mera adecuación de adaptaciones particulares a entornos concretos. Entre ellos se encontraba Richard Owen, cuya adhesión a esta forma atípica de evolucionismo le reportó frecuentes malinterpretaciones (sobre todo por parte de la floreciente comunidad darwinista, que se complacía en desacreditar a sus principales enemigos) y una fama de creacionista tenaz (el evolucionismo no adaptacionista se confundía fácilmente con un rechazo de la evolución en general, en vez de una simple oposición a la centralidad de la adaptación, fenómeno privilegiado por Darwin). La teología natural de Paley era el coto de los académicos de Cambridge y no el de los médicos de Edimburgo y Londres (quienes, como ha mostrado excelentemente el biógrafo e historiador de la ciencia Adrian Desmond, a menudo abrazaban las doctrinas lamarckianas y estructuralistas); pero Darwin pertenecía a Cambridge, y esta genealogía intelectual prevaleció finalmente en la biología británica.

Así pues, puede ser útil examinar la continuidad específicamente británica que va del adaptacionismo y los teólogos naturales a su metamorfosis en la «descendencia con modificación» de Darwin. Se acostumbra a resaltar el contraste entre Paley y Darwin (con buen criterio, pues la naturaleza de la revolución darwiniana se caracteriza por la inversión causal de las ideas de Paley) pero pocos se han detenido en esta continuidad igualmente llamativa. En pocas palabras, Darwin mantuvo la fenomenología e invirtió la explicación, por lo que debemos conocer qué retuvo y qué rechazó.

La teología natural suele definirse a partir de su expresión canónica y tardía en la obra de Paley (o por sus agónicos coletazos en los últimos tratados Bridgewater). No obstante, me gustaría centrarme en los escritos fundadores y, en particular, en los trabajos de Boyle (ver figura 2), el más importante de los contemporáneos de Newton. Boyle trató el tema de forma extensa y explícita en un libro publicado en 1688 y titulado A Disquisition About the Final Causes of Natural Things, Wherein it is Inquir’d Whether, and (If at All) With What Causations, a Naturalist Should Admit Them [Disquisición sobre las causas finales de los cuerpos naturales, en la que se pregunta si, y con qué precauciones (si es que hay que tomar alguna), un naturalista debería admitirlas]. Quiero examinar la forma en que Boyle establece que la adaptación orgánica es la principal indicación natural de la existencia y atributos de Dios. A continuación, hablaré de las características de este sistema que tuvieron más continuidad en la posterior tradición darwiniana y también los elementos que el evolucionismo rechazó con más contundencia. Creo que, al describir esta continuidad ininterrumpida, podrán entenderse mejor las diferencias. Al igual que los linajes naturales que Darwin estudió, su teoría mantiene una continuidad genealógica con sus antepasados intelectuales locales. Los aspectos realmente revolucionarios de la selección natural se entienden mejor si se la considera como una inversión explicativa dentro de un marco inalterado, en el que la adaptación es el fenómeno básico que debe explicar cualquier teoría aceptable de la historia de la vida.

La formulación de Boyle

Los artífices de la revolución científica (es decir, la formulación de la ciencia moderna de finales del siglo XVII que los historiadores suelen enaltecer, a menudo con mayúsculas, como la Revolución Científica) mantuvieron una actitud peculiar respecto al papel de Dios en la naturaleza. Todos ellos eran teístas piadosos, y Robert Boyle más que nadie (al menos de una manera convencional, ya que Newton era el más ferviente devoto). Ninguno negaba a Dios su prerrogativa tradicional de intervenir milagrosamente en los asuntos de la naturaleza, en cualquier momento que él quisiera o creyera necesario. Boyle, por ejemplo, escribe en su Disquisition (1688, pág. 96):

Esta doctrina tampoco es inconsistente con la creencia en los verdaderos milagros; pues supone que el curso ordinario y establecido de la naturaleza se mantiene, sin negar en absoluto que el más libre y poderoso Autor de la naturaleza sea capaz, siempre que lo considere oportuno, de suspender, alterar o contradecir dichas leyes del movimiento, que él solo estableció en el principio, y que necesitan de su participación continua para mantenerse.

Pero se consideraba que, a todos los efectos, Dios nunca actúa de esa manera. Una deidad que tuviera que intervenir perpetuamente en los asuntos de la naturaleza para corregir pequeños errores técnicos, cuya omnisciencia debería haber previsto, es también un poder torpe y pobre. Es mucho más majestuoso creer en un Dios infalible que dicta todas las leyes en el origen del universo para que produzcan los efectos deseados en el devenir posterior, sin necesidad de mantenimiento activo. Esta «doctrina» (en palabras de Boyle) de un Dios «relojero», que instituye las leyes en el origen y luego deja que la naturaleza funcione según los principios invariantes que ha ordenado, estableció una espléndida armonía entre teología y ciencia. Dios, como mecánico perfecto, combina una grandeza máxima con una perturbación mínima. En pocas palabras, el Autor de la naturaleza había construido un mundo que la ciencia podía comprender en su totalidad.

Sin embargo, esta actitud operacional encierra una paradoja. Si «el cielo declara la gloria de Dios y el firmamento muestra su obra» (recordemos la cita de estas palabras en el oratorio La Creación, 1798, de Haydn para percibir su poder emotivo), ¿cómo podemos conocer esta verdad, la más fundamental de todas? Si la naturaleza opera mediante leyes invariantes, ¿dónde está la huella de Dios en las obras de su creación? Él ordenó sin duda la ley de la inversa del cuadrado, pero estas abstracciones matemáticas parecen un tanto distantes de nuestra necesidad de afirmar su benevolencia y su amor por la humanidad, la cumbre de su creación. ¿Cómo llegaremos a tomar conciencia de nuestra posición privilegiada? ¿Cómo podemos estar seguros de que «después de que los gusanos destruyan este cuerpo, aún en mi carne veré a Dios»? (recordemos ahora el inicio del Mesías de Handel, 1741).

Figura 2. Robert Boyle.

La solución más satisfactoria a esta paradoja se basa en la antigua doctrina aristotélica de la causa final. (Recordemos que Aristóteles, en su Organon, dividió la causalidad en cuatro modalidades distintas, que denominó material, eficiente, formal y final. Utilizando la clásica «parábola de la casa», el recurso pedagógico usual para aclarar esta idea, las causas materiales serían el material de construcción (paja, madera o ladrillos, que ofrecen distintos grados de protección contra los lobos); las causas eficientes serían los agentes reales del efecto (los albañiles que colocan los ladrillos); las causas formales serían los planos o arquetipos abstractos que guían la construcción (los proyectos no hacen nada directamente, pero no se puede avanzar más allá de un montón de ladrillos sin un plan); las causas finales serían los propósitos: la casa no se construirá a menos que alguien quiera vivir en ella y pueda encomendar a alguien su construcción.)

La revolución científica otorgó tal prioridad a las causas eficientes que los usos modernos han restringido el concepto entero de causa a tan solo una de las cuatro modalidades aristotélicas. Aún reconocemos la importancia de los factores material y formal, pero ya no nos referimos a ellos como causas. Las causas finales no se conciben para los objetos inorgánicos (la luna no existe para iluminar el cielo nocturno) y, en la evolución de los organismos, se aceptan como una consecuencia no intencional de la selección natural (los topos tienen antebrazos fuertes para excavar, pero no se esforzaron conscientemente para desarrollarlos). El cerebro humano nos concede intencionalidad y causa final en el sentido original del término, pero esto no es común en la naturaleza.

No obstante, la causa final era todavía una noción legítima para los científicos de la generación de Boyle (a pesar de la famosa desaprobación de Francis Bacon). Para Boyle, la causa final podía funcionar de forma paralela a los eficientes artefactos de su universo mecánico. Las causas eficientes empujaban todos los muelles y hacían girar todas las poleas, pero las causas finales expresaban los propósitos que Dios tenía en mente en el momento de la creación. Dios no tenía por qué intervenir milagrosamente en el reino de las causas eficientes; el Dios de Boyle se manifestaba en las causas finales de fenómenos construidos mediante eficientes ordinarias, bajo las leyes invariantes de la naturaleza.

¿Qué fenómenos naturales son los más adecuados para descubrir y elucidar las causas finales? La lógica del argumento de Boyle nos lleva precisamente hasta los organismos y su diseño óptimo; es decir, a la adaptación como el fenómeno natural quintaesencial, que muestra la existencia de Dios y sus atributos. Boyle empieza su Disquisition citando a los dos principales opositores filosóficos de la causa final: la creencia epicúrea de que un universo aleatorio no puede manifestar propósito y la afirmación cartesiana de que los fines de Dios son ininteligibles para la mente humana:

Dos de las principales sectas filosóficas modernas, aunque partiendo de bases distintas, niegan que el naturalista tenga que preocuparse u ocuparse en modo alguno de las causas finales. Epicuro y la mayoría de sus seguidores… proscriben la consideración de los fines de las cosas porque al estar el mundo, según ellos, hecho por azar, no cabe suponer que obedezca a propósito alguno. Por el contrario, monsieur Descartes y la mayoría de sus seguidores suponen que todos los fines de Dios en las cosas corpóreas son tan sublimes que fuera presunción en el hombre pensar que su razón pueda llegar a descubrirlas. Así que, según estas sectas opuestas, o bien no es pertinente buscar las causas finales o bien es presuntuoso pensar que podemos descubrirlas.

(Ibíd., prefacio)

Boyle aplica el método «Ricitos de Oro» e intenta encontrar el fenómeno apropiado entre dos extremos. Propone tres categorías de objetos naturales que podrían manifestar causas finales: los cuerpos inanimados del cosmos, los cuerpos inanimados terrestres y los cuerpos orgánicos.

En la categoría de objetos «demasiado grandes», que no esclarecen la cuestión de la causa final, Boyle coloca los enormes cuerpos celestes del universo. Los soles y planetas deben manifestar un propósito divino, pero en esto Descartes debe estar en lo cierto, ya que nosotros, minúsculos habitantes de un pequeño planeta, no podemos entender los propósitos divinos a tan gran escala. No hay duda de que los cuerpos del cosmos ensalzan la grandeza de Dios, pero no su benevolencia y amor por la humanidad. «La manera cartesiana de considerar al mundo es ciertamente adecuada para mostrar la grandeza del poder de Dios, pero no para poner de manifiesto su sabiduría y su caridad, como la manera por la que yo abogo» (Ibíd., pág. 37)

En la categoría de fenómenos «demasiado pequeños», indignos de la gloria divina, Boyle coloca los fenómenos inorgánicos terrestres, tan simples que bien pudieran formarse por azar, como decían los epicúreos, o por ensamblaje sencillo conforme a las leyes invariantes de la naturaleza (Dios ordenó las leyes, desde luego, pero las causas finales tienen que exhibir su esplendor directamente y no por omisión):

En cuanto a otros cuerpos inanimados, como piedras, metales, etc., cuya materia no parece estar organizada, no sería absurdo pensar que también fueron construidos con propósitos distintos y particulares… pero en su mayoría son de contexturas tan sencillas y poco elaboradas que no parece absurdo pensar que la variedad de eventos y forcejeos de las partes de la materia universal pueda haberlos producido en un momento u otro.

(Ibíd., pág. 44)

A continuación, Boyle propone a animales y plantas como la categoría perfecta para evidenciar las causas finales que ilustran la existencia y los atributos de Dios; es decir, los convierte en los objetos favoritos de la teología natural.

Boyle cita tres razones fundamentales para esta preferencia. En primer lugar, los organismos son tan complejos que sus formas y comportamientos no pueden atribuirse al azar o a una construcción simple derivable de leyes naturales sin un propósito particular evidente:

Existen algunos efectos tan sencillos y tan inmediatos de producir que no puede inferirse de ellos ningún conocimiento o intención en sus causas; pero existen otros que requieren tal número y concurso de causas conspirantes, y tal serie continuada de movimientos y operaciones, que es absolutamente improbable que se produzcan sin la supervisión de un agente racional, sabio y poderoso… Nunca vi ninguna producción inanimada de la naturaleza o, como dicen, del azar cuya ingeniería sea comparable a la del miembro más humilde del más despreciable de los animales; y se expresa incomparablemente más arte en la estructura de la pata de un perro que en el famoso reloj de Estrasburgo.

(Ibíd., págs. 45-47)

En segundo lugar, los organismos tienen nuestro tamaño y actúan de forma parecida a la nuestra, de modo que podemos comprender fácilmente las causas finales de su diseño (no puede decirse lo mismo de cuerpos inmensos, ardientes y alejados de la Tierra como los soles). Boyle centra su atención en el ejemplo típico de adaptación: el diseño y función del ojo:

El gran autor de las cosas… ha dotado a diversas especies animales de órganos de visión formados y colocados de formas muy diferentes… Esta diversidad manifiesta noblemente su gran providencia y (si puedo llamarlo así) previsión, la cual ha ajustado admirablemente los ojos de los distintos tipos de animales tanto al resto de sus cuerpos como… a aquellas partes del gran teatro del mundo en las cuales ha dispuesto que vivan y actúen.

(Ibíd., págs. 58-59)

En tercer lugar, y esto también queda reflejado en la cita anterior, los seres humanos podemos comprender fácilmente la utilidad de la formas y funciones orgánicas; el atributo que manifiesta más claramente las causas finales es la función, o adaptación. Boyle sigue la estrategia, típica desde entonces entre los adaptacionistas de tendencia tanto creacionista como evolucionista, de tratar las aparentes excepciones (aquellas características que parecen degeneradas o sin función) y luego mostrar que también son adecuadas para el tipo de vida del animal. Así, Boyle dice sobre los ojos rudimentarios de los topos:

Los ojos que la naturaleza les ha proporcionado son tan pequeños en proporción a sus cuerpos que se cree comúnmente, y lo mantienen incluso algunos hombres eruditos, que carecen de órganos visuales. Pero los estudios anatómicos realizados por mí mismo y otros demuestran lo contrario, si bien sus ojos difieren mucho de los de otros cuadrúpedos. Esto no debe extrañar, ya que la naturaleza determinó que los topos tenían que vivir bajo tierra, donde la vista es innecesaria e inútil, y donde unos ojos grandes estarían más expuestos al peligro. Su vista, tan escasa como es, les basta para percibir si están o no bajo tierra… lo cual parece que es el uso más necesario que hacen de la luz y de los ojos.

(Ibíd., pág. 60)

Sustituyamos la previsión de Dios por la selección natural y este argumento sobre la función se parecerá asombrosamente al que formularía un adaptacionista darwiniano.

Continuidad de la adaptación entre la teología natural de Boyle y el darwinismo

Aunque hay muchas excepciones, se puede afirmar que los organismos tienden a estar bien diseñados. Así, a pesar de que Darwin invirtió la explicación de Boyle, la fenomenología siguió siendo la misma. La fuerza del programa adaptacionista se ha mantenido inalterada desde Boyle hasta el darwinismo moderno, como puede observarse claramente en la estrategia sumamente operacional y fructífera de conjeturar una utilidad «para» cierta función cuando intentamos analizar una estructura enigmática. El brillante párrafo de Boyle acerca de cómo William Harvey utilizó la estructura de las válvulas venosas para inferir la circulación de la sangre ilustra perfectamente la famosa agudeza de Louis Pasteur de que «la fortuna favorece a la mente preparada» y muestra que las suposiciones de diseño divino pueden funcionar de manera admirable. Sustitúyase «selección natural» por «una causa tan providencial» y la heurística del adaptacionismo moderno resonará en este pasaje. Los defensores modernos del adaptacionismo (véase, por ejemplo, el artículo de Ernst Mayr para American Naturalist, 1983) ubican una prioridad racional en el mismo argumento utilitarista:

Recuerdo que cuando pregunté a nuestro famoso Harvey, en la única conversación que mantuve con él (un poco antes de su muerte), qué le había inducido a pensar en la circulación de la sangre, me respondió que fue la percepción de que las válvulas de las venas de tantas partes del cuerpo estaban colocadas de forma que dejaban pasar la sangre que iba al corazón, pero cerraban el paso a la sangre venosa en sentido contrario. Imaginó que una causa tan providencial como la naturaleza no habría colocado tantas válvulas sin un propósito, y que ningún propósito parecía más probable que éste: puesto que la sangre no podía enviarse bien de las venas a las extremidades, debido a las válvulas que se interponían, tendría que enviarse a través de las arterias y volver a través de las venas, cuyas válvulas no se oponían a su curso en tal sentido.

(Disquisition, págs. 157-158)

Aunque el método parece funcionar muy bien en estos casos, aparecen debilidades y defectos notables (tanto para Boyle en 1688 como para los adaptacionistas actuales) cuando la presunción de función óptima se convierte en un dogma a priori y en una afirmación esencialmente irrefutable. Las dos críticas más frecuentes contra la aplicación acrítica y abusiva de los actuales argumentos adaptacionistas pueden aplicarse a muchos de los ejemplos de Boyle, con lo que se establece una continuidad dentro de una de las mayores divisiones intelectuales, de la biología creacionista a la evolutiva.

«Cuentos de así fue», cuyo criterio principal no es tanto el soporte empírico como la habilidad dialéctica

El argumento funcional de Harvey triunfó porque obtuvo pruebas confirmatorias; su hipótesis era acertada y pudo utilizarla para dirigir la investigación. Los argumentos adaptacionistas son un caso distinto y opuesto: utilizan tácticas que obstaculizan la investigación en vez de motivar el análisis. Proponen con demasiada frecuencia meras explicaciones ingeniosas y luego juzgan que han cumplido su tarea por la habilidad del argumento, y no mediante la confirmación empírica de sus afirmaciones. Muchos críticos llaman a estas propuestas «cuentos de así fue», en referencia a las explicaciones deliberadamente extravagantes de Rudyard Kipling acerca de cómo los elefantes obtuvieron sus largas trompas y los rinocerontes su piel arrugada.

A continuación comentaré varias afirmaciones de esta clase tomadas de la obra de Boyle, desde explicaciones potencialmente válidas hasta otras completamente falsas. Todas ellas se engloban en la categoría de los enigmas adaptativos: estructuras aparentemente mal diseñadas o carentes de función, pero que requieren una explicación adaptativa si el paradigma tiene la validez universal que suponen sus partidarios:

1) Acerca de la inutilidad temporal: De cómo puede construirse un argumento funcional para las estructuras embrionarias que sólo aparecen temporalmente y no parecen tener ninguna función intrauterina conocida. Boyle construye el inteligente argumento, probablemente correcto en este caso, de que dichas características son requisitos estructurales (él los llama «andamios») para los órganos funcionales que les sucederán:

Estas partes temporales fueron armadas por un agente tan creador como previsor, que dispuso que deberían servir para tal función y luego dejarse de lado; sería totalmente improbable que un agente sin voluntad armara unos andamios tan oportunos y excelentes para las construcciones futuras si no hubiera previsto de antemano que ambos concurrieran en un mismo resultado.

(Ibíd., pág. 167)

Aquí debe observarse que, para Boyle y sus contemporáneos, la constatación de cualquier valor adaptativo en algún estado futuro (en este caso, el andamiaje de una construcción posterior) parecía un argumento lo bastante potente a favor de un creador consciente; de no ser así, ¿cómo podía surgir una estructura útil con posterioridad? Nuestra época ha encontrado una solución diferente mediante el concepto de las instrucciones programadas y su evolución. Pero la generación de Boyle ni siquiera poseía una metáfora para esta noción, fuera de juguetes como la caja de música. La introducción de los patrones de Jacquard en los telares del siglo XVIII y de la tecnología informática en nuestro tiempo han convertido la programación en un concepto habitual de la vida moderna. Todos podemos entender cómo funciona el ADN y ningún científico afirmaría en la actualidad que la construcción orgánica para una utilidad ontogénica futura implica un propósito consciente.

2) Acerca de la redundancia aparente: Pasamos ahora a un ejemplo menos plausible, aunque no ridículo, que se ofrece en forma de especulación. En este caso, Boyle ignora completamente las obvias alternativas estructuralistas y da una explicación puramente funcional de la simetría bilateral, la protección contra las pérdidas:

Parece que se ha tomado cierto cuidado en que el cuerpo de un animal esté dotado no sólo de todas las cosas que son necesarias y convenientes, sino también de alguna sobreabundancia de ellas por si se producen pérdidas. En consecuencia, un hombre puede vivir bien y propagar su linaje (como muchos hacen) aunque haya quedado tuerto, debido a que la naturaleza suele dotar a los hombres con dos ojos; puesto que si uno enferma o se pierde, el otro basta para ver… En resumen, la naturaleza ha dotado a los hombres con doble provisión de cada cosa en donde tal duplicidad puede ser útil.

(Ibíd., pág. 143)

3) Acerca de un perjuicio aparentemente indiscutible: Boyle escribe, revelando un prejuicio cultural todavía vigente acerca de la valoración del género femenino, que la debilidad anatómica de la mujer no puede ser «óptima» para su vida individual, pero que beneficia a la especie porque favorece la procreación:

Las mujeres no están constituidas tan felizmente como los hombres para su propio bienestar, debido a que el útero y otras cosas peculiares de las mujeres, que no son necesarias para el bien de las personas sino para la propagación de su especie, someten a este sexo débil a un gran conjunto de enfermedades que las afectan por su condición de mujeres o por su contacto con niños o por el parto, y de las cuales se libran los hombres… Los hombres [es decir, la gente] se equivocan a veces cuando afirman perentoriamente que esta o aquella parte de un animal puede o no puede haber sido creada para cierto uso, sin considerar los posibles designios cósmicos, y por lo tanto primarios y decisivos, de la naturaleza para la construcción del animal completo.

(Ibíd., pág. 220)

4) Suposiciones que han resultado del todo equivocadas: Esta estrategia general fracasa totalmente cuando descubrimientos posteriores reducen sus propuestas a simples conjeturas fatuas. La última cita proporciona un ejemplo de ello, ya que ahora sabemos que la mujer supera al hombre en esperanza de vida. De esta manera, el conocimiento «seguro» acerca de la intención divina de Boyle sufre una inversión. Otro ejemplo, que expone de forma todavía más explícita las debilidades del método, aunque sin duda tiene un impacto social mucho menor, es que al parecer Boyle pensaba, equivocadamente, que los dientes humanos crecían durante toda la vida. Así, proponía una utilidad divina para este fenómeno inexistente:

Es digno de considerar que, cuando un hombre finaliza su crecimiento, todos los huesos de su cuerpo dejan de crecer excepto los dientes, que siguen alargándose durante toda su vida… Esta diferencia entre el crecimiento de los dientes y el de los demás huesos, qué razón puede tener sino que esté destinada a reparar el desgaste diario de la sustancia dental, producida por la frecuente fricción que se produce entre la hilera inferior y la superior durante la masticación.

(Ibíd., pág. 182)

Cambio de paradigma tras falsación

La utilización de los argumentos adaptacionistas como primeras aproximaciones no sería tan criticable si la falsación de una afirmación particular permitiera poner a prueba explicaciones alternativas fuera del programa adaptacionista. Pero los funcionalistas acérrimos no trabajan de forma tan abierta: la refutación de una hipótesis adaptativa tan solo produce una desviación hacia una historia diferente que, invariablemente, se mantiene dentro del esquema funcional. En consecuencia, el paradigma no puede refutarse desde dentro.

Ya vimos un ejemplo de esta estrategia «irrebatible» cuando Boyle, desconcertado por la aparente debilidad corporal de la mujer y ante la dificultad de idear un argumento funcional basado en ventajas para las mujeres individuales, cambiaba de nivel dentro del paradigma y argumentaba que cualquier desventaja para la mujer como individuo tenía que estar compensada por la ventaja para la especie.

Boyle vuelve a utilizar esta estrategia a lo largo de su exposición. Por ejemplo, tras alabar la ubicuidad de los buenos diseños biomecánicos, Boyle vacila cuando no puede encontrar una explicación funcional para los vivos colores de algunos animales (irónicamente, la mayoría de estos casos se explica ahora mediante la idea de la selección sexual). Pero no abandona la explicación funcional; tan sólo cambia de nivel, argumentando que la utilidad de los colores debe ser estética en vez de biomecánica:

Para entender esto es conveniente considerar que, como Dios es el agente más libre y más sabio, no es extraño que adorne a algunos animales con partes o cualidades que no son necesarias para su bienestar, sino que parecen diseñadas para su belleza, como lo son la predisposición del camaleón a cambiar de color y los preciosos verdes, azules, amarillos y otros vivos colores que adornan a algunas palomas y papagayos… y especialmente aquellas admirables pequeñas criaturas aladas llamadas colibríes.

(Ibíd., pág. 205)

Extendiendo esta explicación al caso aún más problemático de la asombrosa diversidad de diseños de un mismo órgano (por qué existen tantas clases de ojo si la estructura básica funciona tan bien y la mayoría de estas variantes no tiene una relación obvia con los modos de vida de sus propietarios), Boyle saca a relucir la peculiar propuesta (por primera vez, detecto cierto recato de su parte) de que Dios se vale de esta variedad para instruimos sobre el alcance de su sabiduría (este argumento es el más forzado de todos, porque la ordenación de la diversidad sin relación con formas de vida particulares proporciona la fenomenología más potente para el enfoque estructuralista basado en «leyes de forma» y regularidades de transformación):

Si se admite… como muy probable que Dios quisiera, mediante la gran diversidad de sus obras, mostrar a sus observadores inteligentes la fecundidad (si puedo decirlo así) de su sabiduría, se podría concebir fácilmente que gran parte de la diversidad que se observa en las partes análogas de los animales (ojos, bocas, etc.) pudiera obedecer a un motivo tan profundo; a este designio podría subordinarse la belleza de algunas criaturas y de sus partes, así como su estructura más necesaria y conveniente, en especial si lo que se busca es el gozo sencillo del hombre, como suele suceder en las formas de las diversas flores, en la música melodiosa de las aves canoras y en los colores vivos y variados de las plumas de varios animales alados, como las que forman la cola del pavo real.

(Ibíd., págs. 208-9)

Rematamos esta sección con la afirmación más explícita de Boyle sobre el adaptacionismo como metodología. En ella defiende las dos estrategias criticadas antes (la dependencia de conjeturas tipo «cuentos de así fue» y la refutación de particulares mediante cambios exclusivamente dentro del paradigma) declarando que nosotros, pobres mortales, no podemos comprender el alcance completo de la intención divina y que nuestros errores al determinar las funciones radican más seguramente en nuestra ignorancia que en la necesidad de una explicación alternativa:

Los hombres pueden precipitarse fácilmente si piensan que, al encontrar una parte construida imperfectamente, el análisis anatómico de la misma les revelará todos los usos que la habilidad del artífice divino diseñó para ella.

(Ibíd., pág. 203)

Podemos concluir con certeza que Dios actúa sabiamente cuando hace algo que tiende admirablemente a aquellos designios que nosotros, correctamente, suponemos; pero no podemos concluir negativamente que esto o aquello no sea sabio porque no podemos discernir en ello tal tendencia. Pues un ser tan sabio puede tener otros motivos que nosotros no conocemos y otros objetivos que no podemos discernir o ni siquiera sospechar… [objetivos que están] más allá del alcance de nuestras conjeturas y sin cuyo conocimiento no podemos objetar precipitadamente la sabiduría de sus actos.

(Ibíd., págs. 209-210)

Un argumento ciertamente irrebatible pero, por eso mismo, ¡no demasiado útil para la ciencia! (por lo menos desde el punto de vista actual).

La diferencia radical entre el adaptacionismo evolucionista (es decir, el darwiniano) y el creacionista

Darwin solía decir que había intentado introducir dos innovaciones diferentes con su teoría de la «descendencia con modificación». En primer lugar, quería demostrar la realidad de la evolución (que afirma la base genealógica de las relaciones orgánicas y explica la historia de la vida como una serie de transmutaciones). En segundo lugar, quería proponer una teoría (la selección natural) que explicara las causas de esta realidad. Más tarde comentó que el primero de estos objetivos (la demostración de los hechos evolutivos, antes que el mecanismo) era más importante, porque su admisión tenía consecuencias revolucionarias respecto de la tradición del pensamiento occidental. Podemos utilizar esta famosa y perspicaz autoafirmación para identificar qué fue lo que cambió de forma tan contundente en el marco adaptacionista de los naturalistas anglófonos.

Comenzando con la segunda motivación de la teoría, muchos historiadores han dicho que la característica más revolucionaria del mecanismo darwiniano es su inversión radical de la teología natural. Para Boyle, el diseño adaptativo representa la obra directa de un Dios bondadoso. Para Darwin, este mismo fenómeno surge como efecto colateral de un principio causal que sólo puede transmitir un mensaje moral opuesto (si la moralidad pudiera derivarse de la naturaleza, cosa que, según Darwin, no puede hacerse en modo alguno): la lucha entre organismos por el éxito reproductivo individual.

Esta inversión crucial marca una diferencia entre los argumentos adaptacionistas de Boyle y los de los darwinianos posteriores; Boyle encuentra adaptaciones en todos los niveles de la organización biológica (ya que en todos ellos se puede apreciar la intención de Dios), mientras que Darwin atribuye ventajas en relación a la competencia reproductiva de los organismos, y niega conceptos tan «cómodos» como el «bien de la especie». Tal como vimos en el argumento sobre la supuesta debilidad femenina, Boyle recurre despreocupadamente a las ventajas adaptativas para la especie entera cuando no puede identificar ventajas para los individuos. En un ejemplo más elocuente, Boyle reconoce que la placenta tiene un diseño excelente, pero sólo puede atribuir su estructura a la benevolencia divina hacia nuestra especie, porque la salud y la fuerza de las mujeres no mejoran con ello (como era de esperar, la noción darwiniana básica del éxito reproductivo individual como un summum bonum orgánico está ausente de la imagen boyleana de la naturaleza):

Estas partes temporales parecen diseñadas por la naturaleza no tanto para la preservación personal de la mujer como para la propagación de la especie; su objeto… parece haber sido predeterminado por el Autor de la humanidad para su continuación [de la especie].

(Ibíd., pág. 152)

Aunque la diferencia impuesta por la teoría parece llamativa, los cambios más importantes tienen que ver (como advirtió correctamente Darwin) con la aceptación de la factualidad básica de la evolución. Al fin y al cabo, Darwin insistió (a pesar de lo mucho que se ha dicho en el marco del pensamiento evolutivo del siglo XX) en que los argumentos basados en la selección natural sólo podían aplicarse a la lucha entre individuos. Esta posición de Darwin era bastante personal y tan tajante que la mayoría de sus contemporáneos, incluso sus defensores más acérrimos, nunca entendieron la importancia de esta restricción de niveles. Así, Alfred R. Wallace, colega de Darwin y codefensor de la teoría de la selección natural, extendía de buena gana los argumentos seleccionistas a todos los niveles e incluía frecuentes alegatos al «bien de la especie». Los argumentos evolutivos de Wallace no diferían en este aspecto del argumento del diseño de Boyle.

No obstante, el reconocimiento de que los organismos tienen historias de conexión genealógica impone una visión tan diferente de la estructura de la vida que todos los argumentos de la historia natural deben alterarse. (Aun así, este gran cambio apenas tuvo efecto sobre las afirmaciones acerca del buen diseño de criaturas concretas en un momento concreto, de ahí la ostensible continuidad entre Boyle y Darwin en cuestiones de adaptación.)

A grandes rasgos, el énfasis en la genealogía permite advertir que muchas características anatómicas pueden ser meras reliquias del pasado y no tienen por qué explicarse como adaptaciones para una función actual. Cuando Boyle se esfuerza en explicar por qué los murciélagos, ejemplares únicos entre las «aves» (en el sentido funcional de vertebrados voladores, pues para Boyle el término no tiene un sentido genealógico), tienen tantos rasgos que sólo se encuentran en las criaturas terrestres cubiertas de pelo, a uno le entran ganas de darle un codazo y decirle: «¿Es que no lo ves?; es muy simple: los murciélagos son mamíferos por descendencia». Pero, por supuesto, Boyle no estaba en condiciones de dar con esta solución en su tiempo. El papel a la vez limitante e inspirador de las visiones cosmológicas queda explícito en este ejemplo:

Aunque se considera que los murciélagos son una clase despreciable de criaturas [sic], pienso que pueden proporcionarnos un argumento nada despreciable para nuestros Unes actuales. Porque en este animal heteróclito [término arcaico que significa anómalo] se puede apreciar la fecunda habilidad del divino Autor, que ha creado un animal que vuela como los pájaros pero no está cubierto de plumas, sino de un tejido bastante distinto. Y en este pequeño animal también podemos observar… el respeto que el divino artista parece tener por la simetría de las partes en sus obras animadas y por su utilidad en relación a los lugares que [el animal] habita o frecuenta. Así, el murciélago, cuyo sino es actuar en ocasiones como ave que vuela libremente de aquí para allá y en ocasiones como animal terrestre, al modo de ese pequeño tetrápodo que es el ratón, tiene que estar equipado con partes adecuadas para estos destinos tan diferentes.

(Ibíd., págs. 193-194)

Una diferencia más sutil sobre la misma cuestión es que la construcción mediante una secuencia histórica (y no mediante una creación en un estado de completa perfección) resuelve en el acto un problema que Boyle consideró asaz desconcertante (aunque no insuperable para su inteligencia): cómo explicar una función que tiene una utilidad actual para un organismo, pero que debería interpretarse como la consecuencia secundaria de una función principal u original diferente (pensemos en una moneda pequeña cuya función principal es el intercambio económico, pero que puede emplearse como destornillador en momentos de apuro). Al faltarle el concepto de cambio histórico, Boyle tiene que argumentar que su magnífica divinidad también predijo todas las utilidades secundarias:

He visto y poseído un telescopio con forma de bastón y tal que podía tener usos muy diversos, pero todos ellos estaban en la mente y el designio del artífice.

(Ibíd., pág. 99)

Pensemos en la liberación intelectual que proporciona la alternativa asombrosamente simple de que las adaptaciones que se desarrollan para una función determinada pueden ser por casualidad aptas para otras funciones; como las plumas que, originadas como dispositivos para mantener el calor, se utilizan luego para volar. Una alternativa liberadora, pero inmensamente amenazadora (y, por ello, invisible para Boyle) para la creencia en un mundo joven y estático, lleno de causas finales que evidencian la existencia y las bondadosas intenciones de una deidad omnipresente.

La importancia de considerar las alternativas

A partir de mis extensas referencias a Boyle, y con la ventaja de nuestra perspectiva darwiniana, podemos apreciar los confines de su prisión conceptual. El mundo natural de Boyle carece de dimensión histórica, lo cual le obliga a contemplar cada característica mamífera del murciélago como creada expresamente para su función actual, no como una señal de su genealogía. Su visión de la naturaleza proclama una intención omnipresente (que ilustra la bondad del orden creado por Dios); por eso se siente desconcertado (o tiene que hacer conjeturas forzadas) ante la variedad de fenómenos que se explican correctamente dentro de sistemas basados en la genealogía (como los rasgos adaptados a funciones secundarias, los órganos vestigiales o utilidades basadas en criterios —como el summum bonum darwiniano del éxito reproductivo— irrelevantes para el Dios de Boyle).

Pero traicionaríamos el imperativo académico de la búsqueda de explicaciones si consideráramos la diferencia entre nuestra perspectiva del mundo vivo y la de Boyle como una excusa para lamentar su oscuridad o para exaltar nuestra sofisticada época frente a «aquellos malos tiempos» (dudo de que ninguno de nosotros hubiera alcanzado la altura intelectual de Boyle en su época). En cambio, nos ofrece una obvia lección de coherencia intelectual. Si un hombre tan brillante vivió en una prisión conceptual que ahora resulta tan evidente a nuestros ojos, ¿no podríamos estar encerrados también nosotros en sistemas de creencias que parecerán igual de absurdos a nuestros descendientes?

Al trazar la continuidad entre el pensamiento evolutivo anglófono de Boyle y el darwinismo moderno en el tema crucial de la adaptación o, en general, de las explicaciones funcionales, sugiero que podemos examinar provechosamente esta inveterada preferencia: nuestras inclinaciones quizá reflejen los mismos fenómenos de la naturaleza y las mismas prisiones conceptuales.

De hecho, existen enfoques alternativos de la teoría evolutiva, que a menudo tienen una larga tradición en el continente europeo. La evolución no se reduce a las explicaciones adaptacionistas. La adaptación siempre será un tema básico del pensamiento evolutivo, porque los organismos tienden a estar bien diseñados y la selección natural es una fuerza probada y poderosa. Pero la adaptación no tiene por qué ser el resultado fundamental de la acción causal de la evolución, el fenómeno supremo y controlador de la historia de las transmutaciones de la vida. Quizá la perspectiva continental es más correcta y la mayor parte de las adaptaciones son modificaciones particulares de estructuras subyacentes producto de reglas de transformación y regularidades.

Éste no es el lugar para hacer una extensa recopilación o defensa de estas alternativas. (Como agnóstico en este asunto, ni siquiera me sentiría cómodo en este papel; es más, ni siquiera podemos describir la cuestión como una dicotomía.) Pero los enfoques estructuralistas son cada vez más influyentes y dan nueva vida a una antigua perspectiva que se remonta a la teoría preevolucionista de Geoffroy Saint-Hilaire. En unos famosos debates, celebrados en la Academia de las Ciencias de París en la década de 1830, este científico francés reivindicó el poder de las leyes de forma y los arquetipos ante el adaptacionismo no evolucionista de Georges Cuvier. D’Arcy Thompson mantuvo viva la perspectiva estructuralista, con un evolucionismo explícitamente antidarwiniano, en el mejor trabajo en prosa de la historia natural inglesa: Sobre el crecimiento y la forma. En la década de los noventa, Stuart Kauffman y Brian Goodwin han propuesto versiones modernas poderosas y provocativas, aunque imperfectas, que estudian la generación del orden biológico a partir de reglas estructurales y no por selección natural. (Kauffman, en particular, ha subrayado que el estructuralismo no tiene por qué oponerse al funcionalismo darwiniano, y que sus leyes de forma proporcionan orden «gratuito» a un sistema selectivo que puede así modificarse y añadir más regularidad.) Más llamativo aún es que el asombroso progreso en la descodificación de la genética del desarrollo haya sacado a la luz un gran número de limitaciones estructurales por homología en una gran variedad de géneros complejos (artrópodos y cordados en particular) tanto en la determinación de los ejes corporales como en los sustratos para la formación de los ojos y la diferenciación de los segmentos. Parece que Geoffroy Saint-Hilaire estuvo asombrosamente acertado (había anhelado este resultado desde la publicación de mi Ontogeny and Philogeny en 1977, pero nunca me atreví a tener una auténtica esperanza de verlo confirmado) al señalar la homología entre el diseño corporal vertebrado y un diseño artrópodo invertido: la determinación homologa de la estructuración dorso-ventral está realmente invertida en ambos taxones. (Los detalles pueden encontrarse en los artículos de Sasai et al. y Holley et al. en la lista de lecturas adicionales al final de este capítulo.)

A la luz de todo esto, un evolucionista puede preguntarse por qué debería preocuparle el dogmatismo del adaptacionismo ortodoxo. ¿Acaso el éxito del pensamiento estructuralista moderno no llevará al rechazo de ese punto de vista y la adopción de un pluralismo más adecuado? No me parece que vaya a ser así. El adaptacionismo darwiniano ortodoxo (al que B. Goodwin y N. Eldredge dan el nombre bastante apropiado de «ultradarwinismo») se mantiene bastante firme en los círculos evolucionistas anglófonos (no sé si debido al peso vestigial de una tradición adaptacionista que se remonta al siglo XVII o a la atracción que muchos sienten por las cosmovisiones simples y exhaustivas. No creo que ni la experiencia ni el raciocinio soporten una teoría tan exagerada y unidimensional).

No me preocupan demasiado las falacias del ultradarwinismo en el seno de la biología evolutiva, ya que la mayoría de profesionales entiende de sobra las limitaciones de tal visión (su principal exponente en la actualidad, Richard Dawkins, parece mantener un compromiso estricto con este credo que cabe calificar de teleológico). Me preocupa más que practicantes de otras disciplinas que se zambullen en la biología evolutiva observando sólo el punto de vista tradicional, y se enamoran de su seductora simplicidad, cometan el gran error de pensar que han traducido correctamente otro campo de conocimiento en el suyo.

Dos buenos ejemplos son la obra del filósofo Daniel Dennett, quien ensalza un ultradarwinismo simplista y limitado, y esa caricatura de la auténtica riqueza del funcionalismo darwiniano que pasa por ser el paradigma de una «nueva» disciplina, y que se vende a sí misma con el nombre de «psicología evolucionista» (véase D. M. Buss, 1995, para un informe técnico y R. Wright para una versión «pop»). Los psicólogos evolucionistas se consideran adaptacionistas «sofisticados» porque no sostienen, como hicieron algunos sociobiólogos todavía más ingenuos en el último asalto de la discusión, que todos los rasgos de conducta universales deben ser adaptaciones en el sentido darwiniano. Estos nuevos apóstoles del ultradarwinismo afirman que muchos rasgos universales se han vuelto trágicamente no adaptativos en la sociedad moderna, aunque debieron haberlo sido inicialmente en la sabana africana (o donde fuera), pues la selección natural es la causa de la evolución y la adaptación es producto de la selección natural. Los psicólogos evolucionistas se aferran al ultradarwinismo cuando proponen un origen adaptativo para todos los comportamientos humanos universales, mientras que la auténtica alternativa sería reconocer la riqueza de los medios no adaptativos en virtud de los cuales surgen tales comportamientos (véase mi artículo con R. C. Lewontin acerca del principio de las enjutas arquitectónicas y otros mecanismos no adaptativos que serían en gran parte responsables de las características exclusivamente humanas de nuestra estructura mental).

La posición de Darwin en este extenso debate, que dura ya varios siglos, sigue siendo relevante y tiene más interés que el puramente histórico. Darwin fue un pensador sutil que sabía que la riqueza de la historia natural no podía explicarse de manera unidimensional, pero que apreciaba el poder de su propia teoría de la selección natural. A la vez que acentuó la preferencia anglófona por el adaptacionismo característica de su patrimonio intelectual, advirtió contra una dependencia demasiado exclusiva del mismo. De hecho, nada molestaba más a este hombre genial que la distorsión de su teoría en una versión de cartón piedra que equiparara la selección natural con la exclusividad y omnipotencia de la deidad de Boyle (en este sentido, estoy seguro de que Darwin habría evitado el ultradarwinismo). Por ejemplo, en la última edición de El origen de las especies (1872, pág. 395) escribió casi desesperadamente que:

Puesto que mis conclusiones se han tergiversado mucho últimamente y se ha afirmado que atribuyo la modificación de las especies exclusivamente a la selección natural, me permito remarcar que en la primera edición de esta obra, y en las siguientes, puse en lugar bien visible (a saber, al final de la Introducción) las siguientes palabras: «Estoy convencido de que la selección natural ha sido el principal, pero no el exclusivo medio de modificación». Esto no ha servido de nada. Grande es el poder de la tergiversación continuada.

Pero Darwin no era un pluralista sin preferencias. Su visión del mundo elevaba el argumento funcional sobre todos los demás al definir la adaptación como el asunto central de la evolución (véanse las citas del principio). Al hacer esto, expresaba su fidelidad a una tradición nacional que se remontaba a Boyle y sus compatriotas, en los orígenes de la ciencia moderna.

Cuando hablé por última vez en el Darwin College, en la gran conmemoración del centenario de la muerte de Darwin, finalicé mi presentación con una cita de William Bateson, un gran evolucionista no darwiniano que, sin embargo, captó por qué Darwin destacaba entre los científicos ingleses. Como mi artículo trata de la continuidad intergeneracional a través de la principal transformación intelectual de la historia de la biología, mantendré una pequeña continuidad personal citando a Bateson de nuevo, en el mismo lugar, puesto que sus palabras evocan el pluralismo explicativo que debemos defender si queremos comprender las complejidades de la evolución:

Tenemos que honrar en él no el mérito de un logro finito, sino el poder creativo con el que inauguró una línea de investigación infinita tanto en variedad como en extensión.

(Bateson, 1909)

BIBLIOGRAFÍA

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