Capítulo XVIII
El último combate del herrero
Despejad el anillo! —exclamó
Jackson deteniéndose al lado de la primera cuerda con un gran reloj
de plata en la mano.
Los látigos se agitaron poniendo en fuga a
un número de espectadores que, bien obligados por la presión que
sobre ellos ejercía el numeroso público en su deseo de acercarse
todo lo posible, bien porque quisieran ver mejor el espectáculo aun
a riesgo de sufrir alguna molestia corporal, habían penetrado en el
anillo formando fila en torno de la cuerda interior.
Viéronse forzados a escapar a toda prisa
entre las pullas y risotadas de la multitud y los latigazos de los
apaleadores, con la torpeza de un rebaño asustado que corre sin
saber por dónde y que pretende entrar en un cercado por una
abertura estrecha. Se hallaban en un verdadero apuro, porque la
gente que había tomado puesto detrás del anillo no quería ceder una
pulgada de terreno; pero el argumento de los apaleadores prevaleció
al fin: poco después los fugitivos formaban parte de la
concurrencia exterior, y aquéllos ocuparon su sitio sosteniendo los
látigos por el puño.
—Señores —dijo Jackson hablando otra vez—,
debo deciros que el campeón de sir Carlos Tregellis es Jack
Harrison, de trece con ocho y el de sir Lotario Hume es Wilson el
Cangrejo, de trece con tres. Nadie podrá
salvar la cuerda interior, exceptuando el árbitro y el que da la
señal. Sólo me resta suplicaros que me prometáis vuestro auxilio si
necesario fuese para mantener despejado el terreno, a fin de evitar
confusiones que interrumpan la lucha. ¿Estáis listos?
—¡Estamos! —dijeron ambos campeones.
—¡Ya! —añadió Jackson dando la señal.
Reinó un silencio sepulcral mientras
Harrison, Wilson, Belcher y Sam el Holandés se reunieron en el centro de la pista. Los
dos campeones se estrecharon la mano, y los padrinos hicieron otro
tanto cruzándose las cuatro manos. Después se retiraron éstos, y
los campeones permanecieron frente a frente con las manos
levantadas.
Para todo el que no hubiera perdido la
noción de la nobleza que tienen en sí todas las obras de la
Naturaleza, aquel espectáculo era magnífico. Ambos campeones se
hallaban dentro de la condición precisa en todo atleta vigoroso; la
de parecer más corpulentos sin ropa que con ella. En la jerga del
boxeo se diría que tenían cuerpo bastante para recibir puñetazos.
Siendo extremado el contraste que había entre ambos, cada uno ponía
de relieve las cualidades del otro. El joven era alto, con las
piernas largas, ligero como un gamo; y el corpulento y rudo
veterano, cuadrado de espaldas semejaba, como hemos dicho, el
rugoso tronco de una encina. Apenas estuvieron frente a frente,
empezaron a subir las pujas por el joven; sus ventajas saltaban a
la vista en tanto que las que habían hecho de Harrison el campeón
de su tiempo, eran ya sólo un recuerdo en la mente de los
espectadores de cierta edad.
Todos pudieron apreciar perfectamente las
tres pulgadas extra de altura y las dos de alcance que tenía Wilson
de ventaja sobre su adversario; la ligereza de sus pies y la
seguridad con que mantenía el cuerpo sobre las piernas, dejaban
adivinar que sería más ágil en la lucha, tanto dando como
esquivando los golpes. Para leer la sonrisa que jugueteó en los
labios del herrero y el fuego concentrado que brillaba en sus ojos,
era necesario un ingenio más sutil, y de ahí que sólo Jackson
pudiera descifrarlo, sabiendo, como sabía, que, valiente de corazón
y duro de huesos, era hombre peligroso y arriesgaban mucho los que
pujaran contra él.
Wilson permaneció en la posición que le
había valido el apodo de Cangrejo, con la
mano y el pie izquierdos avanzando, el cuerpo bien plantado, echado
hacia atrás, y la mano izquierda cruzada delante del pecho en una
posición que hacía difícil todo ataque. El herrero, por su parte,
se apropió la actitud anticuada que Humphries y Mendoza habían
introducido y que nadie había vuelto a ver en un combate de
pugilistas desde hacía más de diez años. Con las rodillas
ligeramente arqueadas, se presentó frente a su antagonista
levantando los puños sobre la cabeza, a fin de poder descargarlos
por cualquier lado. Las manos de Wilson, que se movían
constantemente de un lado para otro, ofrecían un contraste tan
grande con sus brazos, que creí que llevaba guantes muy ajustados,
pero mi tío me refirió al oído que las había bañado en un líquido
astringente a fin de evitar que se le hincharan.
Así permanecieron, febriles, expectantes,
mientras el numeroso público, sin aliento, pendiente del menor
movimiento que pudieran hacer, guardaba un silencio tan profundo,
que ambos antagonistas hubieran podido creerse solos, de hombre a
hombre, en el centro de algún desierto primitivo.
Era evidente desde el principio que Wilson
el Cangrejo intentaba aprovechar todas
las ventajas confiando en su ligereza de pies y prontitud de manos,
hasta que fuera conociendo la táctica de su rudo adversario. Dio
unas cuantas vueltas rápidas, con pasos menudos, elásticos,
amenazadores, en tanto que el herrero, deseando corresponderle,
daba media vuelta con gran lentitud. Cuando Wilson retrocedió un
paso a fin de obligar a Harrison a seguirle, éste hizo una mueca
moviendo la cabeza.
—Debes venir tú, hijo mío —dijo—. Tengo
demasiada edad para correr toda la pista detrás de ti; pero el día
es largo: esperaré.
Quizás no esperaría que su invitación fuese
aceptada tan pronto, pero en un instante, como una pantera, el
aldeano saltó sobre él. ¡Chas! ¡Chas! ¡Chas! ¡Pum! ¡Pum! Tres
golpes sobre el rostro de Harrison y otros dos sobre el cuerpo de
Wilson, que retrocedió separándose de su adversario con una actitud
soberbia, pero con dos marcas rojas en la parte baja del
tórax.
—¡Wilson con sangre! —rugió la multitud;
pero cuando el herrero levantó la cabeza para seguir los
movimientos de su adversario, vi con un estremecimiento que su
barbilla coloreaba también, y que algo goteaba de ella. Acercóse
Wilson de nuevo, y descargó un puñetazo sobre la mejilla de
Harrison; después, neutralizando la fuerza del vigoroso antebrazo
del herrero, dio término al asalto cayendo sobre el césped.
—¡El primer asalto para Harrison! —gritaron
mil voces; y aquel incidente hizo cambiar de manos en un momento
diez veces otras tantas libras.
—¡Apelo al árbitro! —gritó sir Lotario
Hume—. ¡Ha sido un resbalón; no le ha derribado el contrario!
—Pase por resbalón —dijo Berkeley Graven; y
ambos campeones volvieron a ocupar su puesto entre el aplauso
general del público, que aprobaba aquella introducción. Harrison se
metió dos dedos en la boca, y sacó un diente, que arrojó a la
palangana.
—¡Como en tiempos antiguos! —dijo a Belcher
al mismo tiempo.
—¡Tened cuidado, Jack —murmuró el padrino
con ansiedad—. ¡Recogéis más de lo que habéis dado!
—¡Todavía puedo con mucho más! —repuso el
herrero con serenidad, en tanto que Caleb Baldwin le pasaba la
esponja por la cara, y el fondo de la jofaina dejaba de
transparentarse en el agua.
Por los comentarios de los corintios que se
hallaban próximos a nosotros, y por las observaciones de la
multitud que estaba detrás, pude comprender que nadie esperaba que
Harrison hubiera vencido en el primer asalto.
—Siempre vi sus faltas —decía sir Juan Lade,
nuestro adversario en la apuesta de la carretera de Brighton—; pero
hasta ahora no he visto sus méritos. Es tardo de pies, y se
defiende como de costumbre. Wilson le ha manejado a su gusto,
pegándole tres veces.
—Wilson puede pegarle tres veces mientras
Harrison lo hace una; pero esta una vale por aquellas tres —dijo mi
tío—. Harrison es un luchador en regla, y Wilson, un excelente
boxeador; pero no arriesgaré por él una sola guinea.
Un silencio súbito indicó que los
combatientes se hallaban de nuevo frente a frente, los padrinos
habían desempeñado tan bien su papel, que nadie, a no verlo, habría
podido presumir lo ocurrido anteriormente. Wilson tendió el brazo
izquierdo con bastante torpeza; pero midió mal la distancia, y
recibió en cambio un puñetazo terrible que le derribó, haciéndole
rodar sin aliento hasta las mismas cuerdas.
—¡Hurra por el viejo! —rugió la turba: mi
tío sonrió tocando con el codo a sir Juan Lade.
El aldeano se levantó sonriente, y
sacudiéndose como un perro al salir del agua, corrió presuroso al
centro del anillo, donde continuaba esperándole su antagonista. Una
vez más dio en el blanco el puño de Harrison; pero el Cangrejo logró quitar fuerza al golpe interponiendo
el codo, y dando un salto retrocedió riéndose. Ambos combatientes
estaban algo agitados y su respiración jadeante, unida al ruido de
sus pasos al moverse uno en torno del otro, producían un cadencioso
y monótono sonido. Dos golpes simultáneos resonaron como un
pistoletazo. Harrison se tambaleó; pero reponiéndose al instante
intentó descargar otro golpe, que Wilson evitó resbalándose, y mi
amigo cayó de bruces, debido en parte al ímpetu de su inútil
ataque, y, en parle, a un puñetazo que el Cangrejo al resbalar le descargó en una
oreja.
—¡Uno por Wilson! —gritó el árbitro,
respondiendo un inmenso clamoreo. Un centenar de sombreros volaron
por el aire, y la pendiente donde se agrupaban tantas cabezas dejó
ver rostros encendidos gritando, gritando frenéticos. Mi corazón se
retorcía de pena; cada golpe me hacía temblar, y sin embargo, era
consciente de una fascinación absoluta producida por esa emoción de
gozo y esa exaltación común a todos en la naturaleza humana, que se
eleva sobro los temores y posares ante la verdadera fama, por
humilde que sea la manifestación en que se revela.
Belcher y Baldwin cuidaron de su ahijado
llevándole al instante al ángulo que le correspondía pero, no
obstante la serenidad con que el herrero resistió la caída, los
partidarios de Wilson gritaron entusiasmados con un clamoreo
intenso.
—¡Ha sido derrotado! ¡Gana Wilson! —dijeron
los padrinos de éste.
—¿Que gana? —exclamó Belcher—. Eso ya me lo
diréis después, porque antes destrozaríais este campo; sabe
resistir aunque sea un mes entero.
Mientras hablaba así agitaba una toalla
haciendo aire a fin de que Harrison pudiera respirar, en tanto que
Baldwin le lavaba con una esponja.
—¿Cómo os halláis, Harrison? —preguntó mi
tío.
—Tan fresco como un gamo, señor.
Esta afable respuesta fue acompañada de una
risa tan sincera, que la frente de mi tío se serenó por
completo.
—Debéis recomendarle que tome siempre la
delantera si quiere ganar —dijo sir Juan Lade.
—Sabe más en ese asunto de lo que podemos
saber vos o yo, Lade: no necesito aconsejarle.
—Las apuestas son ahora tres contra uno en
contra suya —añadió un caballero que a juzgar por su canoso bigote,
debió de haber servido en la última guerra.
—Así es, en efecto, general Fitzpatrick,
pero no obstante, me atengo a mi primera opinión.
Volvióse a dar la señal de renovar la lucha,
y los dos hombres se presentaron serenos, con la misma sonrisa
amable, aunque amenazadora, impresa en sus labios. El herrero, con
la cabeza algo húmeda todavía, y dejando ver manchas de sangre
coagulada; Wilson, exactamente lo mismo que había estado hasta
entonces, pero era sólo en apariencia, porque observé que dos veces
lo menos apretaba los labios como si sintiera agudos dolores,
pudiendo ver claramente que las manchas rojas del tórax iban
ennegreciéndose de puro amoratadas. Al defenderse procuraba
resguardar el punto vulnerable, aun cuando seguía dando vueltas en
torno de su adversario con una ligereza que demostraba que los
golpes no le habían abatido todavía. El herrero continuaba con la
táctica impasible empleada desde el principio.
Muchos rumores habían llegado hasta nosotros
acerca de la destreza insuperable de Wilson el Cangrejo y la ligereza y maestría de sus golpes;
pero todos eran pálidos al lado de la realidad. En aquel asalto y
en los dos sucesivos demostró tanta pericia y ligereza, que los
espectadores más viejos declararon sinceramente que Mendoza, en sus
buenos tiempos, jamás había llegado a tanto. Se movía como el
relámpago, y sus golpes, más que verse, se oían y sentían, pero
Harrison continuaba recibiéndolos con la misma sonrisa astuta,
descargando a su vez golpes terribles sobre el cuerpo de su
adversario, cuya altura y posición dejaban la cara fuera de
peligro. Al terminar el quinto asalto, las pujas eran de cuatro
contra uno y los partidarios del Cangrejo
adamaban frenéticos a su campeón.
—¿Qué decís ahora? —gritaba detrás de mí un
campesino del Oeste tan excitado que no logró terminar la frase y
repitió una porción de veces «¿Qué decís ahora?» Cuando en el sexto
asalto el herrero recibió una porción de golpes sin lograr
descargar uno solo, el buen hombre quedó mudo sin poder articular
en su delicia más que un ronco hurra. Sir Lotario Hume sonreía
meneando la cabeza, y mi tío continuaba impasible, sereno, como si
nada le afectara, aunque yo abrigaba la seguridad de que tenía el
corazón tan oprimido como yo.
—¡Eso no vale, Tregellis —dijo el general
Fitzpatrick—. He apostado por el viejo, pero no puedo menos de
comprender que el joven es mejor boxeador.
—Mi hombre está un peu
passé —repuso mi tío—; pero al final nos dejará satisfechos,
no lo dudéis.
Vi que Belcher y Baldwin estaban serios, y
comprendí que hacía falta algo extraordinario si no queríamos que
se repitiera una vez más la antigua historia de la vejez y la
juventud.
Pero llegó el séptimo asalto, y el herrero
demostró que tenía fuerzas de reserva hasta el punto de que se
alargaron visiblemente las caras de los que habían alzado las
pujas, creyendo que la lucha estaba realmente terminada y que unos
cuantos puñetazos más serían el golpe de gracia para el herrero.
Cuando ambos campeones se hallaron frente a frente, comprendimos
que Wilson intentaba seguir como hasta allí, tomando la delantera y
ganando nuevamente; pero Harrison era otro: sus ojos brillaban
animosos, una sonrisa de confianza vagaba en sus labios, y su
actitud entera revelaba tanta seguridad que mientras los contrarios
se abatían, nosotros recobrábamos la esperanza.
Wilson empezó el ataque; pero apenas si tuvo
tiempo de evitar un golpe terrible sobre las costillas.
—¡Bravo! —exclamó Belcher—. Uno de ésos bien
administrado vale más que una dosis de láudano.
Siguióse una pausa, durante la cual sólo se
oyó el ruido de los pies y la respiración jadeante de ambos
boxeadores, y que rompió un tremendo puñetazo de Wilson, que el
herrero detuvo con gran serenidad. Unos cuantos segundos más de
tensión, y Wilson procuró alcanzar a la cabeza; pero Harrison
volvió a evitarlo, sonriendo tranquilamente y descargando a su vez
el puño sobre el pecho de su adversario.
—¡Aprovechaos ahora! —gritó Belcher; y
Harrison continuó descargando golpes hasta que logró arrinconar a
Wilson, completamente extenuado, en uno de los ángulos. Harrison
salía victorioso, y a nosotros nos llegaba el turno de tirar al
aire los sombreros y gritar hasta enronquecer, mientras los
padrinos abrazaban a su ahijado.
—¿Qué decís ahora? —exclamaron todos los
vecinos del campesino del Oeste que había hablado antes, repitiendo
su muletilla.
—¡Jamás pudo hacer otro tanto Sam el
Holandés! —dijo sir Juan Lade—. ¿A cuánto
suben las apuestas, sir Lotario?
—No lo sé; aposté desde luego todo lo que
creí prudente; pero tengo la seguridad de que Wilson no perderá
—repuso sir Lotario.
Pero, a pesar de su opinión, la sonrisa
había huido de sus labios y volvía continuamente la cabeza mirando
al público que estaba detrás de él.
Una nube obscura había ido apareciendo
lentamente en el espacio, aunque puedo asegurar que de las treinta
mil almas reunidas allí fueron muy pocos los que repararon en ella.
De reponte dejó sentir su presencia descargando gruesas gotas de
agua, que fueron aumentando hasta convertirse en fuerte chaparrón
que remojó muy bien todos los sombreros del concurso. Alzáronse los
cuellos de las casacas, cubriéronse hombros y corbatas con los
pañuelos de bolsillo, y la piel de ambos campeones brilló con la
humedad al encontrarse una vez más en el centro de la pista.
Observé que Belcher decía algo al oído de Harrison, y que éste
aprobaba lacónicamente como quien entiende y agradece una
orden.
Pronto comprendimos lo que aquello
significaba. Harrison atacó en lugar de mantenerse a la defensiva,
y el resultado fue lo que esperaban público y padrinos, seguros ya
de que, como habían podido apreciar en el asalto anterior, cuando
era cuestión de dar y tomar, el anciano, fuerte y vigoroso, habría
de llevar la mejor parte. La lluvia acabó de coronar el éxito,
porque la yerba húmeda neutralizaba la agilidad de Wilson, que
apenas podía evitar los golpes de su adversario. La ciencia de la
lucha consistía precisamente en aprovechar las ventajas
inesperadas: así han ganado padrinos astutos y prudentes luchas que
parecían perdidas ya para sus ahijados.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritaban ambos
boxeadores animando a los campeones, cada uno de los cuales era
aclamado al mismo tiempo por sus padrinos.
Y Harrison siguió adelante de tal modo, que
nadie que lo presenciara podrá olvidarlo jamás. El Cangrejo le recibía con un golpe cada vez; pero, al
parecer, no había fuerza ni ciencia humanas capaces de detener
aquel terrible brazo, semejante a una maza de hierro. Una y otra
vez descargó golpes a derecha é izquierda, sin dar en falso uno
solo. En ciertas ocasiones resguardaba su semblante con el
izquierdo; pero por regla general desdeñaba toda precaución y
seguía pegando con irresistible fuerza. La lluvia caía sobre ellos
humedeciendo su rostro y bañando en un líquido rojizo ambos
cuerpos; pero ninguno parecía preocuparse, y, salvo el procurar que
no les mojara los ojos, nada hacían por evitarla. El Cangrejo iba perdiendo terreno en cada nuevo golpe,
y asalto tras asalto subían las pujas en nuestro favor, hasta
llegar más altas de lo que habían estado las contrarias.
Con el corazón oprimido, sintiendo compasión
de aquellos dos hombres tan valerosos, deseaba que terminase la
lucha y que cada golpe fuera el último; pero el inexorable Jackson
renovaba continuamente la señal, y ambos contendientes, con la
sonrisa impresa en sus mutilados rostros y frases irritantes en sus
labios sanguinolentos, volvían a la pelea. Tal vez consideréis que
como lección es demasiado vulgar; pero lo cierto es que muchas
veces en mi vida el recuerdo de aquella mañana me ha animado para
desempeñar tareas enojosas, preguntándome a mí mismo si mi
virilidad era tan débil que no podía hacer por mi patria o por los
que amaba lo que aquellos dos hombres hacían por una mezquina
recompensa y por la propia fama entre sus camaradas. Espectáculos
semejantes pueden embrutecer a los que de suyo son brutales ya;
pero mirando la parte espiritual de ellos, como debe mirarse la de
todas las cosas, puedo asegurar que la contemplación del
sufrimiento y el valor humanos llevados a sus últimos límites,
siempre es en sí misma una lección provechosa.
Sólo un partidario decidido de tales
deportes podría negar, sin embargo, que, aun siendo causa de que se
practiquen altas virtudes, son también motivo de vicios muy negros,
y aquella misma mañana tuvimos ocasión de apreciarlo así. Cuando la
suerte era contraria a Wilson, mis miradas se fijaban
frecuentemente en sir Lotario procurando apreciar la expresión de
su rostro, porque sabía que, habiendo arriesgado sin temor grandes
cantidades en favor de su campeón, su fortuna corría el mismo albur
que la de éste ante los contundentes golpes del antiguo boxeador.
La sonrisa confiada con que acogía los primeros asaltos había
desaparecido de su semblante, y sus mejillas fueron adquiriendo
poco a poco una palidez mortal, en tanto que sus soberbios ojos
grises miraban furtivamente en torno suyo, y más de una vez rompió
en imprecaciones cuando Wilson caía derribado. Me fijé muy
especialmente en que, como ya he dicho, volvía con frecuencia la
cabeza, y que al terminar cada asalto cambiaba miradas de
inteligencia con alguien que estaba entre el público. Pasó mucho
tiempo antes de que en aquel enjambre de cabezas que se agrupaban
en la colina detrás de nosotros pudiera distinguir el sitio donde
se fijaba sir Lotario; pero al fin conseguí averiguarlo. Un hombre
alto, ancho de espaldas, con una casaca verde, colocado a cierta
altura entre sus vecinos, miraba fijamente hacia el sitio donde nos
hallábamos, y hasta me pareció advertir que entre él y el baronet
corintio se cambiaban señales rápidas e imperceptibles. Observando
detenidamente a aquel hombre, me convencí de que en el grupo que le
rodeaba se hallaban los elementos más rufianescos de todo el
público. Eran hombres en cuyo rostro se reflejaba la crueldad y el
vicio, que aullaban como una manada de lobos a cada golpe de
Harrison, maldiciéndole cada vez que terminaba un asalto. Tan
revoltoso llegó a ponerse aquel grupo, que los del anillo miraron
en aquella dirección murmurando entre sí, como si previeran un
tumulto, aun cuando ninguno de ellos pensó cuán próximo estaba, ni
lo temible que había de ser.
En una hora y veinticinco minutos se
llevaron a cabo treinta asaltos, aunque la lluvia continuaba con
mayor insistencia: la pista era un barrizal; los luchadores,
cubiertos de fango a causa de las repetidas caídas, semejaban
figuras de barro con manchas rojas. Cada nuevo asalto terminaba con
una caída de Wilson, siendo evidente que iba debilitándose por
momentos.
Apoyándose sobre sus padrinos, se dirigía a
su puesto de espera, vacilando cuando le faltaba el soporte; pero
una larga práctica había hecho de él un autómata, y aunque pegaba
con menos vigor, no vacilaba en seguridad. Un espectador que
llegara en aquellos momentos, habría creído, seguramente, que él
era el que llevaba la mejor parte en la lucha, porque el herrero
presentaba marcas exteriores más terribles que las de su
adversario; pero éste, en cambio, tenía una expresión extraña en
los ojos y cierta dificultad al respirar, que nos dejaba comprender
que el daño interno era mucho mayor de lo que podía creerse a
primera vista. Un terrible puñetazo al final del trigésimo primero
asalto le dejó sin aliento; y aun cuando se presentó al siguiente
con el mismo valor de siempre, tenía el aspecto vacilante de un
hombre completamente quebrantado.
—¡Ya tiene bastante —exclamó Belcher—; el
campo es vuestro!
—¡Todavía tengo alientos para seguir
luchando una semana! —murmuró Wilson casi sin aliento.
—¡Así me gusta, diablo! —exclamó sir Juan
Lade—. No se vale de recursos, no se asusta, ni se envanece. ¡Es
una vergüenza que le consientan seguir luchando! ¡Que se retire ese
valiente!
—¡Que se retire! ¡Que se retire! —exclamaron
a una un centenar de voces.
—¡No quiero retirarme! ¿Quién se atreve a
proponer tal cosa? —exclamó Wilson, que después de otra caída se
hallaba en brazos de sus padrinos.
—El corazón no lo dejará gritar ya mucho
—dijo el general Fitzpatrick—. Sir Lotario, vos que sois su
patrono, debíais disponer que terminara esto.
—¿Creéis que no puedo ganar?
—Está completamente vencido.
—¡No le conocéis! Jamás se ahoga en poca
agua.
—El verdadero boxeador no agota jamás sus
recursos; pero el otro es más fuerte que él.
—Estoy conforme, sir Juan; pero tengo la
seguridad de que puede hacer diez asaltos más —repuso sir Lotario
volviéndose al mismo tiempo, y levantando el brazo con un
movimiento especial.
—¡Que se corten las cuerdas! ¡Hay que jugar
limpio! ¡Esperad hasta que cese la lluvia! —gritó una voz
estentórea detrás de mí. Pude observar que pertenecía al hombre de
la casaca verde. Estas exclamaciones eran, sin duda, una señal,
porque un centenar de voces roncas gritaron produciendo un ruido
semejante al trueno:
—¡No hay trampas con Gloucester! ¡Que se
rompa el anillo!
Jackson acababa de dar la señal, y los dos
campeones, sucios y enlodados se aprestaban para reanudar el
combate; pero el interés no estaba ya en la lucha, sino en el
público. Una sucesión de empujones de los que estaban en la cola
agitaron el mar humano que se extendía delante: todas las cabezas
se movieron involuntariamente en una misma dirección, como las
espigas de un trigal a impulsos del viento. A cada nuevo empujón,
la oscilación crecía: los que ocupaban las primeras filas
procuraron mantenerse firmes; pero de repente un nuevo impulso
arrancó de cuajo dos estacas, cayó la cuerda exterior, y una
porción de personas, empujadas por la ola, cayeron sobre la fila de
apaleadores.
Empezaron a funcionar los látigos, agitados
por los brazos más vigorosos de Inglaterra; pero las inocentes
víctimas del tumulto no habían logrado separarse unos cuantos pasos
de sus implacables agresores cuando un nuevo impulso de la ola
humana los volvió de nuevo al terreno vedado. Muchos se tumbaron en
el césped, consintiendo que pasaran sobre su cuerpo los que
empujaban; pero otros, enloquecidos por los latigazos, levantaron
los bastones o procuraron arrebatar los látigos de manos de los
apaleadores. Y así, separándose hacia la derecha la mitad del
público, y hacia la izquierda la otra mitad a fin de evitar la
presión de los de la cola, la muchedumbre se dividió en dos,
dejando una abertura que permitió acercarse a los rufianes armados
de palos y cachiporras gritando a una: «¡Gloucester, y juego
limpio!»
Aquel movimiento tan bien calculado arrastró
a los luchadores que ocupaban el anillo; rompióse la cuerda
interior, y la pista quedó convertida en un remolino, en el cual se
agitaban grupos de personas, látigos, bastones y cachiporras,
mientras en el centro, frente a frente, tan oprimidos que no podían
avanzar ni retroceder, continuaban los dos contendientes su batalla
a semejanza de dos bulldogs cogidos del cuello, sin preocuparse del
tumulto exterior.
La lluvia incesante, las maldiciones y
gritos de dolor, el ruido de los golpes, las órdenes, los consejos
a gritos, el fuerte olor de tierra y telas mojadas; todos los
incidentes de aquella escena de mi temprana juventud acuden ahora a
mi mente mientras escribo en mi vejez, con la misma intensidad que
si hubieran ocurrido ayer.
Envueltos en aquella ola movible de tal modo
que casi nos llevaban en volandas, procurando constantemente no
separarnos de Jackson y Craven, que a pesar de los látigos y las
cachiporras continuaban dirigiendo los asaltos, era difícil que
nosotros pudiéramos saber lo que ocurría en el público.
—¡Se ha roto el anillo! —gritó sir Lotario
Hume—. ¡Apelo al árbitro! ¡La lucha es nula y no vale!
—¡Villano! —rugió mi tío exaltado—. ¡Vos
sois el causante de este tumulto!
—¡Ya teníais de antemano una cuenta que
saldar conmigo! —dijo Hume con su siniestro tono de mofa; y al
hablar así, una nueva oleada de la multitud le arrojó en los mismos
brazos de mi tío. Los rostros de ambos se hallaron a unas pulgadas
de distancia, y los atrevidos ojos de sir Lotario tuvieron que
bajarse ante el supremo desdén que brilló fríamente en los de mi
tío.
—Ya arreglaremos esas cuentas, no temáis,
aunque me degrade teniendo que habérmelas con un tramposo. ¿Qué
ocurre, Craven?
—Habrá que suspender la lucha,
Tregellis.
—Mi campeón sigue luchando.
—No puedo evitarlo. Es imposible que cumpla
mis deberes, porque me lo estorba a cada momento un látigo o una
cachiporra.
Jackson penetró de repente entre la multitud
para volver a poco con las manos vacías y la tristeza más profunda
impresa en el rostro.
—¡Me han robado el reloj! —exclamó—. ¡Un
cobarde me lo ha arrancado de las manos!
—¡También se han llevado el mío! —gritó mi
tío echando mano al bolsillo.
—¡Suspended la lucha al instante si no
queréis que Harrison salga perjudicado! —dijo Jackson; y todos
pudimos observar que cuando el intrépido herrero se preparaba para
un nuevo asalto una docena de rufianes provistos de cachiporras se
agrupaban en torno suyo.
—¿Consentís en que se suspenda, sir
Lotario?
—Sí.
—¿Y vos, sir Carlos?
—¡De ninguna manera!
—¡Se ha roto el anillo!
—¡No es culpa mía!
—No veo posibilidad de continuar, y como
único árbitro, dispongo que se suspenda la lucha, que se retiren
ambos campeones y que se deshaga la pista, devolviendo los postes a
sus dueños.
—¡Se suspende! ¡Se suspende! —se oyó gritar
por todas partes; y en un momento se dispersó la multitud corriendo
en todas direcciones; los peatones, para tomar la carretera de
Londres, y los corintios, en busca de sus caballos o carruajes.
Harrison se acercó a Wilson, y tendiéndole una mano que éste
estrechó, le dijo:
—Esporo que no os he hecho mucho daño.
—Apenas si puedo tenerme en pie. ¿Y
vos?
—Tengo la cabeza como una cafetera hirviendo
a borbotones. Gracias a la lluvia he podido sostenerme.
—Hubo momentos en que creí que os vencía. No
deseo mejor lucha.
—Ni yo tampoco. ¡Adiós!
Así se separaron aquellos dos valientes
entre los turbulentos rufianes, como dos leones heridos entre una
manada de lobos y chacales; y yo digo otra vez que si este deporte
ha perdido importancia, no consiste precisamente en aquellos
luchadores valientes y honrados, sino en los viles rufianes y
parásitos que estaban tan por debajo de ellos como lo están hoy los
miserables tramposos que toman para pretexto de sus villanías otro
deporte tan noble como lo es hoy día el de las carreras de
caballos.