Capítulo V
Tregellis el elegante
Teniendo diez y siete años y
afeitándome ya el bozo, empezaba a cansarme la monótona vida de la
aldea, y ansiaba ver algo del inmenso mundo que se extendía en
torno de Friar’s-Oak. Mi ansiedad era tanto más ardiente cuanto
menos me atrevía a hablar de ella, temeroso de que la menor alusión
hiciera brotar lágrimas de los ojos de mi madre; pero, una vez que
mi padre estaba en casa, no había razón perentoria para que yo
permaneciera también allí: por lo tanto, puede suponerse lo que
significaba para mí la prometida visita de mi tío, pues me animaba
la esperanza de que quizás daría motivo para que yo viera el mundo
que deseaba.
Como comprenderéis bien, mis pensamientos y
esperanzas se cifraban en la carrera de mi padre. Desde mi primera
infancia no había visto el movimiento de las aguas del mar ni
percibido en mis labios el gusto de la sal sin sentir que latía en
mis venas la sangre de cinco generaciones de marinos. Podéis
comprender asimismo el atractivo que el mar tenía en aquellos días
para un muchacho que vivía en la costa. Bastaba con subir a
Wolstonbury en tiempo de guerra para poder ver las velas de los
quechemarines y corsarios franceses. Los marineros solían contarnos
que habían salido de Londres por la mañana y entrado en acción
antes de anochecer, o que partieron de Portsmouth, y antes de
perder de vista los faros de Santa Elena encontraron al enemigo.
Una y otra vez oíamos rugir sobre las aguas el estampido lejano del
cañón, y la inminencia del peligro enardecía nuestro corazón, nos
entusiasmábamos con nuestros marinos, y al reunimos en torno del
fuego hablábamos de Nelson, de Cuddie Collingwood, de Johnie Jarvis
y de tantos otros, no como grandes almirantes llenos de cruces y
dignidades, sino como amigos queridos a quienes amábamos y
honrábamos sobre todos los demás. ¿Habría acaso algún muchacho en
toda la extensión de Bretaña que no ansiara acompañarlos luchando
por la bandera roja cruzada?
Pero se había hecho la paz, las escuadras
que antes poblaran el Canal y el Mediterráneo permanecían
desmanteladas en nuestros puertos, y el mar no ofrecía ya el mismo
encanto a nuestros ojos ni a nuestra juvenil fantasía. Mis
pensamientos se dirigían entonces a Londres, y en Londres meditaba
de día y soñaba de noche en esa gran ciudad donde moraban los
grandes y los sabios, y de donde llegaban la ola constante de
carruajes y los numerosos grupos de peatones que diariamente
pasaban por delante de nuestras ventanas. Aquel movimiento fue la
primera idea del mundo que acudió a mi mente, y solía pensar en
Londres como una inmensa cochera de la cual salían continuamente
vehículos que se extendían por sus carreteras. Pero cuando el
campeón Harrison me contó que allí vivían hombres que luchaban, y
mi padre habló de que los hombres más eminentes de la armada
estaban allí, y mi madre añadió que su hermano y sus nobles amigos
habitaban en aquella ciudad, la impaciencia por ver el maravilloso
corazón de Inglaterra empezó a consumirme, y la anunciada visita de
mi tío fue la chispa que hizo brotar la luz en mi mente, aunque
apenas me atrevía a esperar que quisiera introducirme en el gran
círculo donde él se movía. A pesar de todo, mi madre tenía tal
confianza, no sé si en la bondad del corazón de su hermano o en sus
grandes poderes persuasivos, que empezó a hacer secretamente los
preparativos necesarios para mi viajo.
Si aquella monótona vida de aldea llegó a
ser enojosa para mí, A pesar de mi natural tranquilo, para el
espíritu ardiente y sutil de Jim era un verdadero tormento. Un par
de días después de recibir la carta de mi tío fuimos de paseo
juntos hasta los Downs, y entonces fue cuando me reveló la amargura
de su alma.
—¿Qué encantos tiene la vida para mí,
Rodney? —me dijo—. Forjo una herradura, la bato, la tallo, le hago
las proyecciones, abro cinco agujeros en ella, y hela terminada. Y
vuelvo a hacer otra y otra, y enciendo la fragua, y alimento la
lumbre, y raspo un par de cascos; y ahí tienes mi trabajo de un
día. Llega el otro, y vuelta a empezar: cada día es para mí
exactamente igual que el anterior. ¿Crees que he nacido sólo para
eso, Rodney?
Miré aquel rostro altivo y orgulloso,
aquella figura alta, robusta, y no pude menos de pensar si habría
en todo el país un hombre más hermoso y distinguido.
—Tu sitio está en el ejército o en la
armada, Jim —repuse.
—¡Ah; eso queda para ti, Rodney! Si entras
en la armada, como ocurrirá probablemente, entrarás como oficial y
mandarás; pero si lograra entrar yo, sería para obedecer, como
quien ha nacido solo para eso.
—También los oficiales tienen que obedecer a
sus superiores.
—Pero no tienen el látigo suspendido sobro
su cabeza. Hace algunos años vi en el parador a un pobre hombre que
nos enseñó la espalda toda despellejada y llena de cardenales.
—¿Quién ha dispuesto que os trataran así? —le pregunté—. El capitán
—repuso—. ¿Y qué os hubieran hecho si le hubieseis dejado muerto en
el acto? —Enviarme a galeras—. Pues ahí habría ido yo —repuse sin
poderlo evitar, Rod. Aquí, en mi corazón, hay algo que forma parte
de mi ser, lo mismo que las manos o la cabeza, que me impele a ser
así.
—Ya sé que eres tan orgulloso como Lucifer
—respondí.
—Ese orgullo ha nacido conmigo, y no puedo
combatirlo, Rodney. Si pudiera, sería más feliz. He nacido para no
depender de nadie, y sólo hay un sitio donde podría ocurrir
eso.
—¿Donde?
—En Londres. La señorita Hinton me ha
hablado tanto de esa ciudad, que podría recorrerla de parte a parte
sin perderme. Ella se complace tanto en hablar de la capital como
yo en escucharla, y voy grabando en mi mente sus descripciones de
tal modo, que sé donde están los teatros, los palacios del rey y
del príncipe, la pista donde luchan los boxeadores, el curso que
sigue el río... En Londres me haría un nombre y sería famoso.
—¿Cómo?
—El cómo importa poco, Rod. Podría hacerlo,
y lo haría..., y lo haré; no lo dudes. —¡Espera! —dice mi tío—;
¡espera y todo te saldrá bien! —Pero siempre dice lo mismo, y otro
tanto hace mi tía. ¿Y a qué he de esperar? ¿Por qué esperar más?
No, Rodney; no permaneceré en este villorrio consumiéndome: soltaré
el mandil, e iré a probar fortuna en Londres, y cuando vuelva a
Friar’s-Oak, volveré como aquel caballero que viene por allí.
Al hablar así, señalaba un carruaje alto,
rojo, con un tronco de yeguas, que bajaba por la carretera de
Londres. Las riendas y arneses eran de cuero de color claro, y el
levitón del caballero que guiaba armonizaba con los arreos. Detrás
iba un criado con librea obscura. Pasaron junto a nosotros
envueltos en una nube de polvo, y apenas si pude percibir el
semblante pálido y hermoso del amo y las morenas y arrugadas
facciones del criado. Apenas me habría cuidado más de ellos si al
dar una vuelta y ver el pueblo, no los hubiéramos hallado otra vez
en la puerta del parador, donde los criados desenganchaban las
mulas.
—¡Creo que es mi tío, Jim! —exclamé echando
a correr con toda la ligereza de mis piernas. En la puerta de mi
casa hallé al criado, que llevaba un cojín, y sobre él, un perrillo
faldero semejante a una bola de estambre.
—Dispensadme, señorito —dijo en un tono de
voz dulce y grato al oído—. ¿Me equivoco suponiendo que vive aquí
el teniente Stone? Si no es así, tal vez queráis hacerme la merced
de entregar a su esposa esta esquela de parte de su hermano sir
Carlos Tregellis.
La manera de hablar de aquel hombre, cortés
y florida, tan distinta de todo lo que había oído hasta entonces,
me sorprendió mucho. Tenía el rostro lleno de arrugas; pero sus
penetrantes ojillos se hicieron cargo en un instante de mí, de la
casa y del asombro que se pintó en el semblante de mi madre,
sentada a la sazón junto a la ventana. Mis padres se hallaban en la
sala, y mi madre nos leyó la carta.
«Querida María —decía—: me he detenido en el
parador, porque estoy bastante deslucido por el polvo de vuestras
carreteras de Sussex. Un baño perfumado me pondrá en condiciones de
presentarme delante de una dama, y entretanto te envío como huésped
a Fidelio, suplicándote que le deis medio cuartillo de leche
templada, con seis gotas del mejor aguardiente. No he visto jamás
una criatura más fiel. Siempre tuyo, Carlos.»
—¡Que entre, que entre! —exclamó mi padre
cordialmente corriendo a la puerta—. Entrad, señor Fidelio: cada
uno tiene sus gustos. Seis gotas en medio cuartillo es una especie
de grog muy raro; pero si a vos os gusta, así se os dará.
Una sonrisa iluminó el semblante del criado;
pero instantáneamente volvió a cubrirse con la acostumbrada máscara
de respetuosa obediencia.
—Sois víctima de un pequeño error,
caballero, si me dispensáis que os lo diga así. Mi nombre es
Ambrosio, y tengo el honor de ser ayuda de cámara de sir Carlos
Tregellis. Fidelio es el que está en ese cojín.
—¡Bah; el perro! —dijo mi padre con
disgusto—. ¡Dejadle en el suelo al lado de la chimenea! ¿Por qué
hemos de darle aguardiente, cuando tantos cristianos tienen que
pasarse sin él?
—¡Chist, Auson! —dijo mi madre tomando el
cojín—. Decid a sir Carlos que cumpliremos su deseo, y que
esperamos verle cuando lo tenga por conveniente.
El criado salió sin hacer el menor ruido, y
volvió unos minutos después con una cesta plana de mimbre
obscuro.
—Traigo la comida, señora —dijo—. ¿Me
permitiréis poner la mesa? Sir Carlos tiene la costumbre de comer
determinados manjares y beber ciertos vinos, y generalmente los
llevamos con nosotros cuando vamos de viaje.
Abrió la cesta, y en un momento quedó la
mesa dispuesta, con profusión de plata y cristal y exquisitos
platos. Aquel hombre era tan ligero, tan pulcro y silencioso en
todo cuanto hacía, que mi padre sintió por él la misma admiración
que sentía yo.
—Si tenéis el corazón tan valeroso corno
ágiles las manos —le dijo—, hubierais sido un vigía ideal. ¿No
habéis sentido nunca el deseo de honraros sirviendo a vuestra
patria?
—Me honro sirviendo a sir Carlos Tregellis,
señor, y no deseo otro amo —repuso el criado—; pero voy a buscar su
neceser, y todo quedará listo.
Volvió a poco con una gran caja montada en
plata debajo del brazo, y detrás de él apareció el caballero que
había dado origen a tanto movimiento.
La primera impresión que me produjo la
presencia de mi tío al entrar en la habitación, fue la de que uno
de sus oíos estaba inflamado, pues parecía ser del tamaño de una
manzana. Al ver aquel ojo monstruoso y brillante, quedé sin
aliento; pero un instante después noté que era un lente redondo que
lo aumentaba excesivamente. Fue mirándonos a todos por turno, y
después saludó con mucha gracia a mi madre, besándola en ambas
mejillas.
—Me permitirás que te felicite, querida
María —dijo con una voz tan hermosa, tan melodiosa y grata como
jamás he oído otra—. Te aseguro que el aire del campo te ha sentado
admirablemente, y que me enorgullecería de verte en el Mall. A
vuestra disposición, señor —continuó, tendiendo la mano a mi
padre—. La semana pasada tuve el honor de comer con mi amigo lord
San Vicente, y aproveché la ocasión para hablarle de vos. Puedo
deciros que no olvidan vuestro nombre en el Almirantazgo, y que
espero poder veros paseando por la popa de un barco de 74 cañones
mandado por vos. Y éste será mi sobrino; ¿verdad? —añadió colocando
ambas manos sobre mis hombres de un modo familiar, estudiándome de
arriba a abajo, y agregando después—: ¿Cuántos años tienes,
sobrino?
—Diez y siete, señor.
—Representas más: por lo menos, diez y ocho.
Le encuentro pasadero, María; muy pasadero en verdad. No tiene el
bel aire, la sournure... En nuestro lenguaje no hay palabra para
decirlo; pero respira tanta salud como un almendro en flor.
Así, un minuto después de atravesar nuestros
umbrales había conquistado toda nuestra simpatía de tal modo, que
no habríamos sentido más familiaridad aunque le hubiésemos tratado
muchos años. Yo pude estudiarle perfectamente contemplándolo entre
mis padres. Era un hombre alto, ancho de hombros, delgado de
cintura, con las caderas redondas, las piernas bien formadas y los
pies y las manos muy pequeños. Su semblante era pálido, hermoso, de
barbilla prominente, nariz aguileña, ojos grandes y azules, en los
cuales brillaba siempre un reflejo malicioso y juguetón.
Vestía una casaca de color castaño obscuro,
con el cuello tan alto que le llegaba hasta las orejas, y unos
faldones tan largos, que le tocaban las corvas. El negro calzón y
las medias de seda terminaban en unos zapatos puntiagudos tan
relucientes, que brillaban a cada movimiento. El chaleco era de
terciopelo negro, abierto por arriba a fin de que se viera una
pechera bordada y una corbata blanca y alta, que mantenía erguido
el cuello. Su actitud era noble y distinguida; hallábase en pie con
una mano bajo el sobaco y dos dedos de la otra en el bolsillo del
chaleco. Al contemplarle, me sentí orgulloso de que aquel hombre
tan soberanamente distinguido, de maneras tan sencillas y fáciles,
dentro de su propia dignidad, fuera pariente mío; y al ver las
miradas de mi madre fijas en él, comprendí que abrigaba el mismo
sentimiento.
Ambrosio había permanecido todo el tiempo
que duró la conversación parado junto a la puerta como una imagen
de bronce, con la caja debajo del brazo: cuando lo creyó oportuno,
avanzó preguntando a su amo:
—¿La llevaré a vuestra habitación, sir
Carlos?
—¡Ah! Dispénsame, María —dijo mi tío—. Vivo
lo bastante a la antigua para tener ciertos principios que en esta
edad son un anacronismo; y uno de ellos consiste en llevar siempre
que viajo mi batterie de toillette. No
olvidaré nunca los apuros que experimenté hace algunos años por
olvidar esa precaución. He de hacer a Ambrosio la justicia de decir
que eso ocurrió antes de que él se cuidara de mis asuntos. Me vi
obligado a llevar los mismos puños por espacio de dos días: al
tercero mi criado se compadeció de mí de tal modo, que rompió en
lágrimas y me entregó un par que me había robado.
Al hablar así se puso muy grave; pero la
expresión de sus ojos no perdió nada en brillantez ni
alegría.
Ambrosio y mi madre salieron de la estancia,
y sir Carlos ofreció a mi padre la caja de rapé.
—Dignaos formar parte de una compañía
ilustre introduciendo en ella vuestros dedos —le dijo.
—Con mucho gusto, caballero —repuso mi
padre.
—Siendo mi pariente por alianza, podéis
hacer de ella el uso que queráis; y lo mismo tú, sobrino. Te
suplico que tomes un polvo: es el signo más seguro de mi simpatía y
buena voluntad, y creo que fuera de nosotros sólo hay cuatro
personas que hayan hecho otro tanto. El Príncipe, desde luego, el
señor Pitt, M. Otto, el embajador francés, y lord Hawkesbury.
Algunas veces he llegado a pensar que, respecto de este último, fue
prematuro ofrecérsela.
—Me considero muy honrado, señor —dijo mi
padre mirando a su huésped con desconfianza, sin saber cómo
tomarle, dada la gravedad de su semblante y la expresión retozona
de sus ojos.
—Una mujer puede conceder su amor—contestó
mi tío—; un hombre sólo tiene su tabaquera. Pero ninguno de ambos
se puede ofrecer a la ligera, sería falta de gusto; más aún, un
ataque a la moral. El otro día, precisamente estando en casa de
Watier con mi caja de flor de macouba abierta a mi lado sobre la
mesa, un obispo irlandés metió los dedos en ella. ¡Watier! —grité—.
¡Se ha manchado mi caja; llegáosla! El obispo no intentaba
molestarme; pero hay que tener en su puesto a esa gente no
permitiendo que se salga de su esfera.
—¡Un obispo! —exclamó mi padre— Sois, en
verdad, exigente.
—No desearía mejor epitafio sobre mi tumba
—dijo sir Carlos.
Mi madre había bajado entretanto, y todos
nos acercamos a la mesa.
—Dispénsame, María, lo que puede parecer
grosería, atreviéndome a traer mis provisiones conmigo. Abernethy
me ha puesto un plan, y tengo necesidad de privarme de vuestros
ricos manjares campestres. Un poco de vino blanco y un ave fiambre
es todo lo que ese miserable escocés me permite tomar. ¡Siempre lo
mismo!
—Estaríais bien en un barco: allí comeríais
siempre lo mismo —agregó mi padre; y seguidamente mi tío empezó a
hacerle preguntas, así que durante toda la comida la conversación
versó sobro el Nilo, el bloqueo de Tolón, el sitio de Génova y todo
lo que mi padre había hecho o presenciado. Siempre que carecía de
palabras para explicar su idea, sin Carlos las tenía a punto: era
difícil decir cuál de los dos sabía más en la materia.
—No; leo poco, o nada, mejor dicho —repuso
cuando mi padre se maravilló de sus conocimientos—. El caso es que
apenas si leo un periódico donde no encuentre algún párrafo que me
aluda: «Sir C. T. hace esto» o «Sir C. T. hace aquello», y no
quiero leer más. Pero cuando un hombre ocupa la posición que ocupo
yo, sabe las cosas sin querer. El duque de York me habla del
ejército por la mañana, lord Spencer charla conmigo por la tarde de
la armada, y Dundas me anuncia que formará parte del Gabinete; así
que no me hace mucha falta leer el Times
o el Morning Chroniclé.
La conversación recayó entonces sobre el
gran mundo de Londres: habló con mi padre de sus jefes en el
Almirantazgo, y con mi madre, de las bellezas de la corte y de las
grandes damas de Almack; pero todo con su alegre y cortés seriedad,
sin que pudiéramos llegar a saber si debíamos reímos o permanecer
graves y serios. Creo que lo halagaba vernos pendientes de sus
palabras. De algunas personas hablaba en términos encomiásticos, de
otras, mal; sin cuidarse de ocultar que el mejor de todos, el que
debía ser la medida para regular a los demás era él mismo, sir
Carlos Tregellis en persona.
—Por lo que toca al Rey —dijo—, claro es que
soy el amigo de la familia, y ni aun con vosotros puedo hablar con
libertad, porque mis relaciones con ellos son puramente
confidenciales.
—¡Dios le bendiga y le libre de todo mal!
—exclamó mi padre.
—Me agrada mucho oíros decir eso —replicó
sir Carlos—: en realidad, hay que venir al campo para oír hablar
sincera y lealmente, porque en la ciudad está de moda burlarse. El
Rey agradece mucho el interés que me tomo por su hijo, y le agrada
la idea de que el Príncipe tenga en su círculo una persona de
gusto.
—¿Y el Príncipe es guapo? —preguntó mi
madre.
—Tiene una figura hermosa. A cierta
distancia le han confundido conmigo en ciertas ocasiones. Tiene
bastante gusto para vestir; pero si estoy separado de él mucho
tiempo, suele descuidarse. Puedo aseguraros que mañana encontraré
una porción de arrugas en su traje.
Esta conversación tenía ya lugar en torno de
la chimenea, porque al atardecer había refrescado. Encendieron la
lámpara; mi padre tomó su pipa, y reanudando la conversación
interrumpida unos instantes, preguntó:
—¿Supongo que ésta es vuestra primera visita
a Friar’s-Oak?
El semblante de mi tío se tornó grave y
rígido.
—Es la primera después de muchos años
—repuso—. Cuando tenía veinticinco vine por última vez, y nunca
olvidaré aquella visita.
Comprendí que se refería a su estancia en
Cliffe Royal cuando ocurrió el crimen, y al mirar a mi madre
observé que pensaba lo mismo que yo. En cuanto a mi padre, o había
olvidado aquella circunstancia o no había oído hablar de ella
jamás.
—¿Estuvisteis en el parador?
—preguntó.
—No; fui a casa del desventurado lord Avon.
Precisamente entonces fue acusado como asesino de su hermano menor
y huyó del país.
Quedamos todos silenciosos: mi tío apoyó en
una mano la barbilla, y fijó en el fuego una mirada pensativa. Si
cierro los ojos, aún veo perfectamente su hermoso y altivo
semblante iluminado por el reflejo de las llamas, a mi padre,
disgustado por haber tocado tan penoso asunto, mirándole a
hurtadillas entre chupada y chupada de su pipa.
—Supongo que a vos os habrá ocurrido también
algo parecido —dijo al fin mi tío—. Tal vez habréis perdido, ya en
naufragios, ya en batallas, algún camarada a quien amabais, algún
amigo del alma cuyo recuerdo en la rutina de la vida ha ido
alejándose de vuestra mente, hasta que un día, súbitamente, una
palabra o una escena os trae de nuevo su recuerdo y observáis que
vuestra pena es tan viva como el primer día en que sufristeis la
pérdida.
Mi padre asintió.
—Eso me ocurre a mí esta noche. Jamás tuve
amistad íntima con un hombre (nada digo de las mujeres) excepto en
una ocasión, tratándose de lord Avon. Éramos aproximadamente de la
misma edad, puesto que sólo me llevaba unos cuantos meses; nuestros
gustos, nuestros juicios, nuestros caracteres eran iguales, siendo
la única diferencia su desmedido orgullo, tal como jamás lo he
conocido en hombre alguno. Dejando aparte las pequeñas debilidades
de un joven elegante y rico y las indiscreciones propias de una
juventud aturdida, habría podido jurar que era el hombre mejor que
he conocido.
—¿Cómo llegó a cometer ese crimen? —preguntó
mi padre.
—Muchas veces me he hecho a mí mismo
semejante pregunta, y esta noche pienso en ello más que nunca
—contestó mi tío, que había perdido la animación, convirtiéndose en
un hombre serio, grave y preocupado.
—¿Pero hay seguridad de que lo cometió él?
—preguntó a su vez mi madre.
Mi tío se encogió de hombros.
—¡Ojalá pudiera pensar que no fue así!
—dijo—. Algunas veces he llegado a creer que su orgullo,
convirtiéndose súbitamente en demencia, le impulsó a ello. Ya
habréis oído que devolvió todo el dinero que habíamos
perdido.
—No; es una noticia nueva para mí —dijo mi
padre.
—Es una historia muy antigua ya, aun cuando
todavía no hemos llegado al final. Éramos cuatro: lord Avon, su
hermano el capitán Barrington, sir Lotario Hume y yo. Pasamos dos
días jugando. Conocía muy poco al Capitán; sólo sabía que no tenía
buena reputación y que estaba en manos de usureros. Sir Lotario ha
perdido después su buena fama: fue el que disparó un tiro a lord
Carton por el asunto de la granja de Chalk; pero en aquel tiempo no
tenía nada en contra suya que pudiera perjudicarle. El de más edad
entre nosotros tendría escasamente veinticuatro años, y jugamos,
jugamos, como he dicho, hasta que el Capitán lo ganó todo. Todos
quedamos arruinados; pero nuestro anfitrión fue el que más perdió.
Aquella noche (y digo aquí lo que me dolería decir delante de un
tribunal) yo estaba inquieto; no podía dormir, como suele suceder
al que ha permanecido mucho tiempo en vela. Mi mente volvía una y
otra vez a las cartas, y me revolvía en mi lecho, cuando
súbitamente sentí un grito y poco después otro más agudo, que
venían del sitio donde estaba el cuarto del capitán Barrington.
Cinco minutos después oí pasos en el corredor y suponiendo que se
había indispuesto alguno, abrí la puerta de mi habitación, sin
encender luz, y miré desde allí: vi entonces a lord Avon que con
una bujía en una mano y un bolso obscuro que sonaba al moverse en
la otra, iba hacia mí. Llevaba impresa en el rostro una expresión
tan desesperada, que mis labios quedaron paralizados, la voz se
ahogó en mi garganta y no pude articular una palabra. Antes de que
volviera de mi asombro, penetró en su propia habitación y cerró la
puerta con gran sigilo.
Al día siguiente al despertarme, le hallé a
la cabecera de mi cama.
—Carlos —me dijo— no puedo vivir pensando
que has perdido tu dinero en mi casa: lo encontrarás todo sobre esa
mesa.
Vano fue que me riera de tanta
susceptibilidad: y que le dijere que si hubiera ganado no habría
dejado de exigir que me entregaran las ganancias, por lo cual me
parecía ridículo no pagar habiendo perdido.
—Ni yo ni mi hermano tocaremos un solo
penique. Ahí lo tienes: puedes hacer con ello lo que gustes —dijo;
y sin prestar oído a ninguno de mis argumentos salió del cuarto
como un loco. Pero estos detalles tal vez os sean conocidos, y bien
sabe Dios lo penoso que es para mí referirlos.
Mi padre, embobado y con los ojos fijos en
sir Carlos, sin acordarse siquiera de su pipa, sólo dijo dos
palabras.
—Oigamos el final.
—Terminé mi toilette en una hora o cosa así; porque en aquel
tiempo era yo menos exigente que hoy —continuó mi tío—, y bajé al
comedor, hallando en él a sir Lotario Hume almorzando. Su
experiencia había sido exactamente igual que la mía, y se apresuró
a ver al capitán Barrington, y así supo la razón de haber pedido a
su hermano que nos devolviera el dinero perdido. Hablábamos del
asunto, cuando me ocurrió mirar al techo, y vi... vi...
Ante la vividez de su memoria, mi tío se
pasó una mano sobre los ojos palideciendo intensamente.
—Estaba rojo —añadió con un estremecimiento—
rojo, amoratado, espantoso, horrible... Pero veo que soñarás,
hermana mía, y no continúo. Baste saber que corrimos a la
habitación del Capitán y le encontramos tendido, con un corte tan
terrible en el cuello que había quedado el hueso al
descubierto.
En el suelo, cerca de él, había un puñal:
era de lord Avon. Al lado del muerto había un puño de encaje roto y
estrujado, también de lord Avon, y de lord Avon eran igualmente los
papeles chamuscados que había en la chimenea. ¡Oh amigo mío! ¿En
qué momento de locura te ocurrió cometer tal crimen?
Por espacio de unos momentos huyó de los
ojos de mi tío el reflejo juguetón que los animaba, perdiendo
también la viveza de sus ademanes. Hablaba clara y sencillamente,
sin la extraña afectación cortesana que tanto me había sorprendido.
Era otro hombre distinto, de corazón y de talento, que me agradaba
más que el primero.
—¿Y qué dijo lord Avon? —preguntó mi
padre.
—Nada. Iba de un lado para otro como un
sonámbulo, con una intensa expresión de horror impresa en los ojos.
Nadie se atrevió a acusarle hasta que se hicieron las debidas
averiguaciones; pero apenas le acusó la justicia de haber cometido
un asesinato, los guardias corrieron a buscarle hallando entonces
que había huido. A la semana siguiente circuló el rumor de que
había estado en Westminster; después dijeron que había partido a
América: el hecho es que nada hemos vuelto a saber. El día que sir
Lotario Hume pueda probar que ha muerto, habrá hecho su fortuna,
porque es el heredero más próximo; pero hasta que no medie esa
circunstancia, no puede entrar en posesión de los bienes ni del
título.
Esta triste narración había producido en
todos nosotros un efecto glacial. Mi tío acercó las manos a la
lumbre, y pude observar que estaban tan blancas romo los vuelillos
que las adornaban.
—No sé cómo están ahora las cosas en Cliffe
Royal —añadió en tono de reflexión. Aun antes de que cayera sobre
ella la sombra que pesa ahora, era una mansión tristona: jamás ha
ocurrido una tragedia semejante en un lugar más apropiado para el
caso, pero han pasado diez y siete años, y tal vez aquel horrible
techo...
—Todavía conserva la mancha —dijo yo,
interviniendo en la conversación.
No sé cuál de los tres quedó más atónito,
porque mi madre no había sabido nunca aquella aventura nocturna.
Ninguno de ellos apartaban de mi rostro sus asombradas miradas
mientras referí la historia, y mi corazón se dilató de orgullo
cuando mi tío dijo que nos habíamos portado bien y que no creía que
había muchos muchachos de nuestra edad que hubieran resistido con
tanto valor.
—Por lo demás —dijo— ese duende debió de ser
producto de vuestra imaginación. Muchas veces la fantasía nos hace
jugarretas: yo, por mi parte aunque tengo tanto nervio como el que
más, no respondo de lo que habría podido ver si hubiera estado a
media noche bajo aquella techumbre manchada de sangre.
—Tío —dije—: vi la forma de un hombre tan
distintamente como veo ahora esa llama, y oí sus pasos con tanta
claridad como percibo el crujido de la leña. Además, no era fácil
que nos alucináramos ambos.
—En eso hay mucha verdad —dijo
reflexionando—. ¿Y dices que no pudiste percibir sus facciones?
—agregó.
—Estaba demasiado obscuro para eso.
—¿Era sólo una figura?
—La figura borrosa de una persona.
—¿Y se retiró por la escalera?
—Sí.
—¿Desvaneciéndose en la pared?
—Sí.
—¿En qué parte de la pared? —gritó una voz
detrás de nosotros.
Mi madre lanzó un grito; la pipa de mi padre
cayó al suelo: yo, sin aliento, di un salto y me encontré con
Ambrosio, el criado, que, oculto en la penumbra de la puerta, y
dejando ver su rostro iluminado por la luz de la habitación, fijaba
en mí unos ojos tan relumbrantes como dos ascuas.
—¿Qué diablos significa todo esto? —preguntó
mi tío.
El brillo de la pasión que animaba el
semblante de aquel hombre desapareció en un instante, quedando en
su lugar la máscara del lacayo. Sus ojos permanecieron húmedos;
pero las líneas de su rostro volvieron en un momento a su ordinaria
compostura.
—Dignaos perdonadme, sir Carlos —dijo—.
Venía a preguntaros si teníais que mandarme algo, y no quería
interrumpir el relato del señor joven. Creo que me ha producido
bastante emoción.
—Nunca he notado antes de ahora que te
olvidases de ti mismo, Ambrosio —dijo mi tío.
—Tengo la seguridad de que me perdonaréis,
señor, si tenéis en cuenta la relación en que me hallaba respecto
de lord Avon —dijo el criado con gran dignidad; y haciendo una
reverencia salió de la estancia.
—Es preciso ser tolerantes —dijo mi tío
volviendo a recobrar su aspecto ligero—. Cuando un hombre sabe
hacer chocolate y arreglar una corbata como lo hace Ambrosio, es
necesario tener consideración. El caso es que el pobre muchacho era
criado de lord Avon, que estaba en Cliffe Royal la noche fatal de
que os he hablado, y que quería en el alma a su antiguo amo. Pero
mi conversación te ha entristecido, hermana mía, y si no tienes
inconveniente, volveremos a los trajes de la condesa Sieven y a las
hablillas de San James.