Capítulo XII

 

El café de Fladong

 

Como habían convenido, Jim se fue a Crawley con Jem Belcher y el campeón Harrison, a fin de prepararse bajo su dirección para la gran lucha con Wilson el Cangrejo, de Gloucester, en tanto que en los casinos y cervecerías de Londres se hablaba con gran encomio y entusiasmo de su presentación en la cena de los corintios y de la lucha que sostuvo con Joe Berks dejándole fuera de combato en cuatro asaltos. Realmente, y mucho antes de lo que podíamos pensar, había ocurrido lo que deseaba, según me dijera en Friar’s Oak. Había ido a Londres, y su nombre era ya conocido. Dondequiera que uno fuera, oía hablar de la apuesta que mediaba entre sir Lotario Hume y sir Carlos Tregellis y de las condiciones de los presuntos adversarios. El número de apuestas en favor de Wilson era mucho mayor, porque había luchado en varias ocasiones en provincias, saliendo siempre victorioso, y Jim no podía alegar más que un caso en su favor, y aún eso, según los inteligentes en la materia, no era muy claro, toda vez que la táctica empleada con un hombre ebrio tal vez no habría dado resultado tratándose de otro que hubiera estado sereno. En fuerza, estatura y destreza no se llevaban mucho; pero Wilson tenía más pericia.
Unos días antes del combate, me hizo mi padre la visita prometida. Como buen marino, no tenía apego alguno a las ciudades, y prefería vagar por los Downs mirando con su anteojo las velas que aparecían en el horizonte mucho mejor que pasear por calles llenas de gente, donde, según decía, era imposible tomar el sol y apenas si podía respirar. La idea de que volvería a haber guerra estaba en todos los ánimos, y quería hablar con lord Nelson a fin de ver si había alguna vacante, bien para él, bien para mí.
Mi tío, siguiendo la costumbre de todos los días, al caer la tarde había salido, caballero en su jaca, vestido con su traje de montar, verde con botones de plata, sus botas de cordobán y su sombrerillo redondo, con objeto de dar un paseo por el Mall, y yo me quedé en casa, convencido de que la vida de sociedad no se avenía bien con mis gustos. Aquellos hombres afeminados, con su talle esbelto y sus gestos y maneras afectadas, empezaban a hastiarme, y hasta mi tío, con su aire de protección y su frialdad en el trato, me producía efectos muy encontrados. Mi pensamiento volvía a Sussex; soñaba con las costumbres sencillas y cariñosas de la aldea, cuando sentí un golpecito en la puerta de la calle y el sonido de una voz alegre. Salí en seguida, y hallé en el umbral el rostro curtido y sonriente de mi padre, con sus hermosos ojos de sereno azul.
—¡Hola, Rodney! ¡Estas hecho todo un caballero! —exclamó al verme—. Pero me agradaría más verte con el uniforme azul de los oficiales del Rey, que con esos encajes y cintajos.
—Yo también lo preferiría, padre.
—No sabes la alegría que me causa oírtelo decir, hijo mío. Lord Nelson me ha prometido que te buscará una plaza: mañana iremos a verle para recordarle su promesa. ¿Dónde está tu tío?
—Paseando a caballo por el Mall.
Un relámpago de alegría iluminó el semblante de mi padre: no se hallaba muy a gusto cuando estaba cerca de su cuñado.
—He ido al Almirantazgo —me dijo, y confío en que volveré al servicio activo apenas estalle de nuevo la guerra; cosa que, según me ha dicho lord San Vicente en persona, no tardará en ocurrir. Me alojo en el Hotel de Fladvug. Si quieres ir a cenar conmigo, te presentaré a algunos de mis camaradas del Mediterráneo.
Cuando mis lectores sepan que durante el último año de la guerra teníamos 140.000 marinos y marineros a bordo, mandados por 4.000 oficiales, y que la paz de Amiens había dejado de reemplazo a más de la mitad, quedando sus barcos en los astilleros de Hamoaze y Portsdocon, comprenderán que tanto Londres como las ciudades marítimas estaban llenas de gente de mar. Era difícil pasar por una calle sin encontrar alguno de aquellos hombres morenos, vivos, cuyas sencillas ropas acusaban la falta de recursos, así como su aspecto negligente mostraba el cansancio producido por aquella vida de inacción forzosa, a la cual no se hallaban acostumbrados.
Su presencia en aquellas calles obscuras, entre casas de ladrillo, era tan extraña allí como la de las aves marinas que el mal tiempo echa a tierra en las ciudades del Mediodía; pero mientras tuvieran probabilidad de volver a tener empleo acudiendo al Almirantazgo, no dejaban de pasear por Whitehall, ni de reunirse por la noche para discutir los sucesos de la pasada guerra y las probabilidades de la futura, en el café de Fladong, en Oxford Street, reservado casi por completo para la Armada, como el de Slaughter lo estaba para el ejército y el de Ibbatson, para la gente de iglesia.
No me sorprendió, pues, encontrar el gran salón donde cenamos lleno de marinos, aunque recuerdo que me llamó mucho la atención ver que todos ellos, habiendo servido en condiciones muy diversas y en distintas partes del mundo, desde el Báltico hasta las Indias Orientales, estuviesen tan identificados por el uniforme que fueran más parecidos entre sí de lo que suelen serlo los mismos hermanos. Las reglas del servicio disponían que todas las caras estuviesen afeitadas, todas las cabezas empolvadas y todos los cuellos cubiertos con la pequeña trenza de cabello natural atada con una cinta de seda negra. El viento y el sol tropical combinados había curtido su tez, y el hábito de mandar y la continua exposición a posibles peligros habían grabado en todos los rostros igual expresión de autoridad y viveza.
Entre ellos había algunos muy joviales; pero por regla general, y sobro todo los oficiales antiguos con sus arrugadas mejillas y su imperiosa nariz eran tan austeros como los cenobitas del desierto. Las continuas guardias y la disciplina del barco, cortando toda relación de compañerismo, habían dejado sus huellas en aquellos rostros curtidos.
Mi atención era tal observándolos, que apenas si cenaba. Joven como era entonces, comprendía que si quedaba todavía libertad en Inglaterra, se la debíamos a aquellos hombres, y en sus ceñudas y toscas facciones creía leer la historia de los diez largos años de lucha que fueron precisos para arrojar de los mares la bandera tricolor.
Una vez terminada la cena, salimos del comedor y fuimos al gran salón destinado para café, donde vimos más de cien oficiales reunidos, bebiendo y fumando de tal modo, que la atmósfera era tan densa como la de la cubierta de un buque en un abordaje. Al entrar nos encontramos cara a cara con un oficial anciano que salía a la sazón. Era de rostro franco y apacible, más propio de filósofo o de filántropo que de marino de guerra, y tenía ojos grandes y reflexivos. —Aquí tenemos a Cuddie Collingwood —murmuró mi padre.
—¡Hola, teniente Stone! —exclamó el famoso almirante con gran afecto—. Apenas si había vuelto a veros desde que subisteis a bordo del Excelencia detrás de lord San Vicente. Según tengo entendido, tuvisteis la suerte de estar en el Nilo.
—Era el tercero del Teseo, a las órdenes de Millar.
—A poco me muero de disgusto por no haber estado allí, y todavía no he conseguido reponerme. ¡Pensar en una acción tan admirable, mientras yo me entretenía hostigando botes mercantes donde sólo iban miserables verduleros de San Luccars!
—Pues aún tuvisteis más fortuna que yo, sir Cuthberto —dijo una voz detrás de nosotros, en tanto que un hombre muy alto, vestido con el uniforme de capitán de fragata, avanzaba un paso y entraba a formar parte del grupo. Su canino semblante revelaba intensa emoción, y al hablar agitaba tristemente la cabeza.
—Sí, sí, Troubridge; os comprendo, y simpatizo con vuestro sentimiento.
—¡Qué tormento pasé aquella noche, Collingwood! Aún conservo las huellas, y no las perderé hasta que me vea de nuevo a bordo de un buque. ¡Tener encallado en un bajo y fuera de tiro mi hermosísimo Culloden! ¡Ver y oír durante toda la noche cómo se libraba la batalla, sin poder tirar de un mojel ni destapar los cañones! Por dos veces abrí la caja de pistolas para levantarme la tapa de los sesos: la idea de que Nelson podría tener algo reservado para mí fue lo único que me contuvo.
Collingwood estrechó la mano del infortunado capitán.
—No tardó mucho el almirante Nelson en ocuparos, Troubridge —le dijo al mismo tiempo—; todos hemos oído hablar del sitio de Capua, y sabemos que disparasteis vuestros cañones sin trincheras ni parapetos, haciendo fuego directamente a través de las troneras.
La melancolía desapareció del voluminoso semblante del marino, que lanzó una carcajada de alegría.
—No soy tan listo que supiera bien sus costumbres, ni tan torpe que las desconociera por completo —repuso el Capitán—. Llegamos hasta ponernos al costado, y los sopapeamos a través de sus portas hasta que destrozamos sus banderas. ¿Y dónde habéis estado vos, sir Cuthberto?
—En Morpethe, al norte del país, con mi mujer y mis dos hijas. Desde hace diez años no las veía, y tal vez se pasen otros diez sin que vuelva a verlas; pero no por eso dejé de trabajar en la escuadra.
—Tenía entendido que Morpethe está en una provincia del interior —dijo mi padre.
Collingwood sacó del bolsillo una bolsita negra y la movió diciendo al mismo tiempo:
—Está en el interior; pero, no obstante, he trabajado en la escuadra. ¿Qué creéis que hay en esta bolsa?
—Balas —dijo Troubridge.
—Algo más necesario que eso para un marinero —repuso el Almirante sacando un puñado de bellotas—. Las llevo en el bolsillo siempre que voy de paseo, y cuando encuentro un terreno a propósito, siembro algunas abriendo agujeros en la tierra con la punta de mi bastón. Mucho tiempo después que yo haya muerto, mis árboles servirán para combatir a esos bribones. Teniente, ¿sabéis cuántos robles hacen falta para hacer un barco de ochenta cañones?
Mi padre movió la cabeza negativamente,
—¡Dos mil! ¡Ni uno menos! Por cada buque que lleva la bandera blanca, hay un bosque menos en Inglaterra. ¿Cómo pelearán nuestros nietos con los franceses si no tienen árboles para hacer sus barcos?
Collingwood volvió a guardarse la bolsita, y pasando su brazo por el de Troubridge, se dirigieron juntos a la puerta.
—Ahí tienes un hombre cuya vida puede servirte de ejemplo —dijo mi padre una vez que estuvimos sentados delante de una mesa vacía—. Siempre le verás lo mismo: tranquilo, pensando en las necesidades de la tripulación y en su mujer y sus hijos, a los cuales apenas si conoce. Según dicen en la armada, jamás ha salido de su boca un juramento, Rodney, aun cuando no puedo concebir cómo se las compondría cuando era primer teniente de una tripulación de bisoños. Todos le adoran, porque saben que es un ángel en la lucha. ¿Qué tal vamos, capitán Foley? Se os saluda, sir Eduardo —añadió dirigiéndose a varios marinos que ocupaban las mesas inmediatas—. Seguramente que si fuera necesario tripular una corbeta sólo de comandantes, podrían hallar aquí dotación suficiente. Aquí tienes muchos hombres, Rodney —dijo volviendo a hablar conmigo—, cuyos nombres no se verán nunca en libro alguno que no sea el diario de su barco, pero que no por eso dejan de dar a su manera tan buen ejemplo como cualquier almirante. Nosotros sabemos quiénes son, hablamos con ellos todos los días en los barcos, aun cuando nunca los encontremos en las calles de Londres. En un buen cúter que entra en acción puede hallarse tanto valor y pericia como en un combate de barcos de guerra, aunque no se consiga con eso un título, ni las gracias del Parlamento siquiera. Ahí está Hamilton, por ejemplo, aquel hombre pálido que se apoya en la columna. Ese fue el que sólo con seis botes sacó la fragata Hermione, de 44 cañones, de la bahía de Puerto Cabello, donde se hallaba bajo las bocas de doscientas piezas. En toda la guerra no se ha llevado a cabo acción más hermosa. Aquél de las patillas es Jael Brenton, que atacó a doce lanchas cañoneras con un bergantín pequeño, apresando a cuatro de ellas. Aquel otro es Walker, del cúter Rosa, que con trece hombres nada más se enredó con tres buques corsarios tripulados por ciento cuarenta y seis hombres, echando uno a pique, apresando a otro y dando caza al tercero. ¿Cómo estáis, capitán Ball?
Dos o tres amigos de mi padre que se hallaban en mesas inmediatas, acercaron sus sillas, y pronto fue formándose un círculo en torno de la nuestra, hablando todos en alta voz, discutiendo sobre asuntos de marina y fumando incesantemente. Mi padre me dijo al oído que su vecino inmediato era el capitán Foley, de el Goliat, que dirigía la vanguardia en el Nilo, y que el que estaba frente a él, alto, delgado, con el cabello áspero, era lord Cochrane, el capitán de fragata más atrevido que había en toda la armada. Hasta Friar’s-Oak había llegado la noticia de que mandando el Veloz, embarcación pequeña de catorce cañones y cincuenta y cuatro hombres, había abordado a la fragata española Gamo, cuya tripulación era de trescientos. Fácilmente se comprendía que era hombre vivo de genio, irascible y sanguinario, porque hablaba de sus agravios con gran calor, dejando ver en sus pecosas mejillas el rubor de la ira.
—¡Jamás haremos nada importante en los mares mientras no ahorquemos a todos los contratistas de arsenales! —decía—. Por mascarón de proa colocaría yo el cadáver de uno de ellos en cada navío de alto bordo, y el de un contratista de provisiones, en cada fragata. ¡Los conozco muy bien! Con sus malditas costuras y sus pernos del demonio, arriesgan cinco mil vidas por la miseria de robar unas cuantas libras. ¿Qué ocurrió con el Chance y el Martín y el Orestes? Se fueron a pique, y no ha vuelto a saberse nada de ellos; y yo aseguro que la muerte de sus tripulantes fue lo mismo que un asesinato.
La opinión de lord Cochrane era, indudablemente, la de los demás amigos, porque del círculo entero salió un murmullo de aprobación, al cual sucedieron una porción de maldiciones dichas entre dientes.
—Aquellos bribones de allá abajo arreglan mejor las cosas —dijo un capitán tuerto, algo anciano, con la cinta blanca y azul de San Vicente asomando en su ojal—. Cuando hacen alguna barbaridad pagan con la cabeza. ¿Ha salido alguna vez de Tolón una fragata de 38 como la que salió de Plymouth el año pasado, con los mástiles flojos de tal modo que las cuerdas, sueltas por un lado, parecían barras de hierro por el otro? Un balandro francés, por pequeño que hubiera sido, podría haberla alcanzado, y yo hubiera sido el que habría tenido que presentarme ante el tribunal, no el constructor de Devouport.
Era indudable que aquellos lobos de mar gustaban de quejarse, porque apenas cesaba uno de referir al vecino sus agravios, la emprendía otro con más calor si cabe.
—¿Pues dónde me dejáis las velas? —gritó el capitán Foley—. Que se pongan juntos un barco francés y otro inglés anclados, y no hallaréis entre ellos diferencia alguna.
—El francés tiene casi iguales los masteleros de proa y de jiranete mayor —dijo mi padre.
—Los antiguos, quizás; pero hoy día no se hacen por aquel modelo. No viéndolos anclados, es imposible distinguirlos; pero ponedle las velas, y entonces será otra cosa. .
—El francés las tiene blancas —dijeron varios oficiales.
—Y las nuestras, negras y sucias: ésa es precisamente la diferencia. No es, pues, extraño que nos adelanten cuando el viento agita los trapos.
—En el Veloz —dijo Cochrane— las velas eran tan finas, que al hacer mis observaciones miraba al Meridiano a través del velacho, y al horizonte, a través del trinquete.
Una carcajada general acogió estas palabras: después cada uno siguió exponiendo las consideraciones enojosas, las quejas que habían permanecido en silencio durante aquellos largos años de servicio, porque una disciplina de hierro les impedía hablar callándose a bordo. Uno habló de la pólvora: para enviar una bala a mil varas de distancia, se necesitaban seis libras; otro maldecía a los tribunales del Almirantazgo, donde entraba como presa un barco completamente equipado para hacer el reparto, y se convertía en miserable goleta antes de repartirlo. El capitán anciano habló de las promociones por intereses parlamentarios que habían colocado a tantos jóvenes en el puesto de capitán, no debiendo haber salido del pañol de la pólvora. De allí pasaron a las dificultades que encontraban para hallar marinería que sirviera en los barcos, y todos levantaron la voz quejándose y lamentándose.
—¿De qué sirve hacer barcos nuevos —exclamó Foley—, si no se consigue tripularlos debidamente ni aun con diez libras de premio?
Lord Cochrane veía el asunto bajo otro punto de vista.
—Si tratarais bien a los marineros, no habría dificultad alguna para encontrarlos. El almirante Nelson los encuentra siempre, y otro tanto le ocurre a Collingwood. ¿Y por qué? Porque se cuidan de su gente, y por eso su gente se cuida de ellos. Que marineros y oficiales se respeten mutuamente, v no habrá dificultad alguna para equipar un barco. Lo que estropea a la armada es la maldita costumbre de llevar a la marinería de uno a otro barco, separándola de su oficialidad. Yo nunca he tenido la menor dificultad, y me atrevo a jurar que si mañana enarbolara mi pabellón, volverían mis antiguos veloces y tantos voluntarios como quisiera admitir.
—Todo eso está muy bien —dijo el capitán anciano con calor—cuando saben que el Veloz apresó cincuenta buques en trece meses, no tiene nada de extraño que quieran servir con su comandante. Todo buen guardacostas halla dotación muy pronto; pero no son los costeros los que sostienen los combates en el país ni bloquean los puertos del enemigo. Todo el dinero de las presas debería repartirse por igual entre la escuadra: mientras no se siga esa regla, los mejores hombres estarán donde menos servicio pueden prestar a nadie, excepción hecha de sí mismos.
Semejante discurso dio lugar a un coro de protesta por parte de los oficiales de los guardacostas y de aprobación entre los que mandaban buques de línea, que eran la mayoría entre los que formaban el grupo, a juzgar por las miradas de enojo que mutuamente dirigían, y por el calor de los semblantes, era evidente que el asunto tenía mucha importancia para ambos bandos.
—Lo que gana el guardacostas es suyo —dijo un capitán de fragata.
—¿Queréis decirnos —replicó el capitán Foley— que los deberes de un oficial costero requieren mayor cuidado o más habilidad profesional que los de un buque que está bloqueando un puerto, expuesto a estrellarse en la costa si el viento sopla del lado contrario, y amenazado siempre por los mástiles del enemigo?
—No creo que se necesite mayor talento.
—En ese caso, ¿por qué creéis que debe ser mayor su recompensa? ¿Podéis negar que una vez delante de los mástiles gana más un marinero en una fragata ligera que un teniente en un barco de guerra?
—Precisamente el año pasado —dijo un oficial tan distinguido en su porte que habría podido pasar por un petimetre, a no tener la piel tostada por un Sol que jamás se ve en Londres— traía yo desde el Mediterráneo el Alexander flotando como un barril vacío, sin otra cosa que honor en su cargamento, y al llegar al Canal encontramos la fragata Minerva que volvía del Océano Occidental rebosando de tesoros demasiado valiosos para confiarlos a costeros. Traía lingotes de plata por todas partes, a la vista. Mi gente la hubiera apresado, ¡ya lo creo! Como que me costó trabajo contenerla, porque se volvían locos pensando lo poco que habían hecho en el Mediodía y que aquella desvergonzada fragata pasaba ante ellos poniéndoles delante de los ojos sus tesoros.
—Pues no veo por qué habían de disgustarse, capitán Ball —dijo Cochrane.
—Cuando ascendáis a un navío, tal vez lo veréis más claro, señor mío.
—Es que habláis como si un guardacostas no tuviera que hacer más que apresar barcos: si lo creéis así en realidad, permitidme que os advierta que sabéis muy poco del asunto. Yo he estado en un balandro, en una corbeta, en una fragata, y en cada una de tales embarcaciones he hallado deberes muy diversos. He tenido que sortear los buques de línea del enemigo y batirme con sus costeros; he tenido que dar caza y capturar a sus corsarios, y acabar con ellos cuando se ponían al alcance de mis baterías; he tenido que destruir sus fuertes, saltar a tierra con mis hombres, y destruir sus cañones y demás señales: todo esto, a más de convoyar, vigilar y arriesgar el barco propio a fin de saber los movimientos del enemigo, constituye el deber de un comandante de barco guardacostas. Me atrevo a decir que el hombre que lo cumple perfectamente y con éxito, sirve mejor a su patria que el oficial de un buque de guerra que va de Ushant a las Rocas Negras, yendo y viniendo una y otra vez hasta que logra formar un arrecife con los huesos que tira de su comida.
—Caballero —exclamó airado el viejo marino—, ese oficial, por lo menos, no se confunde nunca con el patrón de un corsario.
—Me sorprende mucho, capitán Bulkeley —dijo Cochrane con calor—, que os permitáis comparar a un oficial del rey con un patrón corsario.
La cosa se iba poniendo fea, y nadie podía saber dónde hubiera llegado, a no haber sido por el capitán Foley, que cambió de conversación hablando de los nuevos barcos que se construían en los arsenales franceses. Para mí era muy interesante oír a aquellos hombres que habían pasado la vida luchando contra nuestros enemigos, discutir sus costumbres y cualidades. Los que vivís en estos tiempos de amor y paz, no podéis concebir qué odio tan cruel sentía en aquella época Inglaterra por Francia y, sobre todo, por su gran jefe. Era mucho más que disgusto y prejuicio; era un aborrecimiento profundo, agresivo, del cual pueden daros aún una idea los papeles y caricaturas de aquellos días. Pocas veces se decía la palabra «francés» sin anteponerle el adjetivo «pícaro» o «maldito» y otros epítetos semejantes. En todas partes del país y entre todas las clases de la sociedad dominaba el mismo sentimiento: hasta los marineros que componían las dotaciones de nuestros barcos peleaban contra los franceses con un ensañamiento que jamás tuvieron con los holandeses ni los españoles.
Si ahora, después de cincuenta años, me preguntáis por qué abrigaban tan violento sentimiento contra ellos, contrario por todos conceptos a la tolerante naturaleza inglesa, confesaré que, a mi entender, la única razón lógica y real, era el miedo. No miedo a los franceses individualmente —nuestros mayores detractores no pudieron llamarnos nunca cobardes—, sino un temor por su suerte, por su porvenir; miedo a aquella inteligencia sutil, cuyos planes siempre parecían realizarse y a aquella mano pesada, que iba aplastando nación tras nación, humillándolas hasta el suelo.
Éramos un país pequeño, con una población que, cuando empezó la guerra, no era mucho mayor que la mitad de la de Francia. Ésta había ensanchado sus fronteras, llegando por el Norte hasta Bélgica y Holanda y por el Sur hasta Italia, mientras nosotros, debilitados por las luchas de religión en Irlanda, nos hallábamos en peligro inminente, visible hasta para los más despreocupados. Desde cualquiera de nuestros puertos podíamos ver el resplandor de las hogueras del enemigo, y hasta el relucir de sus bayonetas cuando brillaban al Sol: no era de extrañar, pues, que el miedo a los franceses arredrara a los más valientes corazones, y que el temor hubiera dado lugar, como siempre ocurre, a un odio amargo y rencoroso.
Los marinos no podían hablar bien de sus enemigos aborreciéndolos de corazón, porque, siguiendo la costumbre de nuestro país, decían siempre lo que sentían. De los oficiales franceses individualmente no podían hablar con mayor caballerosidad; pero abominaban de la nación en conjunto. Los más ancianos habían peleado contra ella en la guerra americana, habían vuelto a pelear durante los últimos diez años, y el deseo más ardiente de su alma consistía en seguir peleando durante el resto de su vida con la nación vecina. Había todavía algo más sorprendente que la violenta animosidad de Inglaterra contra Francia. Nosotros habíamos creído que, una vez en el agua, los bretones habían de llevar siempre la mejor parte, toda vez que sus continuadas victorias habían obligado al enemigo a refugiarse en sus puertos, terminando así la guerra; pero aquella gente, que lo había presenciado, no pensaba lo mismo: alababan el valor de los franceses y manifestaban claramente las razones de su derrota.
Los oficiales de la armada francesa eran, por regla general, aristócratas; la revolución les había quitado los barcos y quedaron a merced de gente insubordinada y jefes poco competentes, en tanto que la armada inglesa, perfectamente organizada, los había tenido bien sujetos, sin darles tiempo para aprender el arte de la marina. Si una de sus fragatas tenía sólo dos años para que la tripulación se acostumbrara a saber cuáles eran sus deberes y a cumplirlos, ya no sería tan fácil para un oficial inglés con un barco de igual calidad obligarle a arriar la bandera.
Así pensaban aquellos marinos, prácticos en la lucha y conocedores del carácter de sus vecinos, y hablaban extendiéndose en múltiples razones cuando se sintió un estrépito en la puerta, y a través de la nube de humo que llenaba el salón, alcancé a ver una casaca azul con charreteras doradas rodeada de un grupo compacto, oyendo al mismo tiempo un murmullo ronco que iba elevándose hasta convertirse en clamoreo general. Todos nos pusimos en pie, mirando y preguntándonos unos a otros lo que significaba aquello, mientras el grupo crecía y el tumulto aumentaba.
—¿Qué es eso? ¿Qué ocurre? —preguntaron veinte voces a un tiempo.
—¡Alzadlo! ¡Subidlo en hombros! —gritó alguien; y un momento después vi al capitán Troubridge elevándose sobre el grupo. Estaba tan encendido como si hubiera bebido, y agitaba en el aire algo que parecía una carta. Cesó el alboroto sucediéndose un silencio tal, que pude oír el crujido del papel que agitaba en su mano.
—¡Grandes noticias, señores! —gritó—. ¡Grandes noticias! ¡El almirante Collingwood me encarga que os lo diga a todos! ¡El embajador francés ha recibido la comunicación esta misma noche! ¡Todos los barcos alistados se pondrán en marcha! ¡El almirante Cornwallis va a la bahía de Cawsand para vigilar el Ushant! Una escuadrilla parte para el mar del Norte, y otra para el canal de Irlanda!

 

Quizás habría tenido algo más que decir; pero el auditorio no pudo esperar ya. Gritaron, golpearon el suelo con los pies y alborotaron delirantes de alegría. Comandantes viejos, capitanes de fragata, tenientes jóvenes; todos, todos gritaban como estudiantes pidiendo vacaciones. Nadie se acordaba ya de aquellas múltiples quejas que yo acababa de oír. Había pasado el mal tiempo y las aves marinas, presas en tierra hasta entonces, podían tender el vuelo una vez más y aletear sobre la espuma. El himno «¡Dios salve al Rey!» resonó en medio de aquella Babel y oí cantarlo de tal modo, que no podía apreciarse lo malo de sus versos ni lo vulgar de su expresión. Confío en que vosotros no tendréis que oírlo jamás de un modo semejante a aquél, que hizo correr lágrimas por las rugosas mejillas de muchos valientes, dejándoles sin aliento, porque antes de presenciar espectáculo como aquél, tendríamos que pasar días muy negros.
Que hablen de la flema inglesa los que nunca han visto a nuestros compatriotas cuando desaparece toda restricción y el fuego vivo y constante que se oculta en los corazones del Norte sale a la superficie. Yo lo vi entonces y aun cuando ahora no lo veo, no soy tan viejo ni tan necio que dude de que sigue existiendo.