Capítulo XV

 

Mala jugada

 

La impaciencia de mi tío no le permitió esperar en el coche el turno de llegada a la puerta del hotel: arrojando las riendas y media corona a uno de los aldeanos que desde la orilla del camino presenciaban el desfile, bajó del carruaje, y abriéndose camino por entre la multitud, llegó a la entrada.
Al entrar en el círculo de luz proyectado por las ventanas, todos los que le vieron se preguntaron quién sería aquel caballero tan pálido y arrogante, cubierto con un elegante levitón de camino, e hicieron calle apartándose para dejarle entrar. Hasta entonces no había podido comprender la popularidad de mi tío en el mundo de los deportes. Apenas se dieron cuenta de quién era, empezaron los hurras, por todas partes oí gritar: ¡Viva Tregellis el elegante! ¡Buena suerte para él y para su protegido! ¡Abrid paso para el noble corintio sir Carlos Tregellis!, en tanto que el hostelero, atraído por los gritos, salió corriendo a recibirnos.
—¡Buenas noches, sir Carlos! —exclamó—. Supongo que os halláis bien y que vuestro elegido honrará esta casa.
—¿Cómo está? —preguntó mi tío con viveza.
—Mejor que nunca, señor. Está hecho una alhaja y dispuesto a luchar por un reino.
Mi tío exhaló un suspiro de satisfacción.
—¿Dónde está? —agregó.

 

—Se ha retirado temprano a su habitación, en vista de que tiene algo importante para mañana temprano —dijo el hostelero con un gesto expresivo.
—¿Donde está Belcher?
—Aquí, en el comedor —repuso el hostelero abriendo al mismo tiempo una puerta y franqueándonos el paso.
Una veintena de hombres muy elegantes, algunos de los cuales me eran conocidos por haberlos visto en mi corta visita al West End, estaban sentados en torno de una mesa, sobre la cual había una humeante sopera llena de ponche. En el extremo más lejano, con tanta tranquilidad como si se hallara en su propio círculo entre los aristócratas caballeros que le rodeaban se hallaba el campeón de Inglaterra; con su soberana figura medio recostada en una silla, el hermosísimo semblante encendido, y con un pañuelo rojo atado negligentemente al cuello del pintoresco modo que llevó su propio nombre durante mucho tiempo. Desde entonces ha pasado medio siglo, y he visto muchos hombres hermosos... Porque quizás consista en que soy bastante mezquino en mi estructura; pero lo cierto es que siempre he tenido la curiosidad de fijarme más en los hombres hermosos que en las demás obras de la naturaleza. Pues bien; durante todo ese tiempo jamás he visto hombre más admirable que Belcher, y cuando quiero compararle con alguien sólo me ocurre pensar en mi amigo Jim, aquel cuya historia vengo refiriéndoos.
Apenas se presentó mi tío en el umbral de la puerta, hubo un clamoreo de saludos jubilosos.
—¡Entrad, Tregellis! ¡Os estábamos esperando! ¿Qué noticias corren por Londres? ¿Qué quieren decir esas pujas contra vuestro paladín? ¿Se ha vuelto loca la gente? ¿A qué viene todo eso?
Todos hablaban a un tiempo; pero mi tío repuso tranquilamente:
—Dispensadme, caballeros: tendré sumo placer en responderos dándoos cuantas noticias estén en mi poder, pero un poco más tarde, porque antes tengo que ocuparme en un asunto de cierta importancia. ¡Belcher, desearía deciros dos palabras!
El campeón salió al corredor con nosotros.
—¿Dónde está vuestro pupilo, Belcher?
—Ha ido a su cuarto, señor. Creo que quiere dormir doce horas antes de entrar en acción.
—¿Qué tal ha pasado el día?
—Con ejercicios ligeros de media hora, señor. ¡Que me llamen holandés si no nos deja orgullosos de él! ¿Pero, qué diablos ocurre con las apuestas? Si no tuviera la seguridad de que Jim Harrison es la honradez personificada, creería que planeaba una traición o intentaba algo contra sí mismo.
—Precisamente por eso hemos venido corriendo. He sabido por buen conducto que trataban de inutilizarle, y que esos malditos creen tan seguro el éxito, que están dispuestos a apostar todo lo que puedan a que no se presenta.
Belcher silbó entro dientes.
—No he visto nada que me haya hecho sospechar, señor. Nadie se ha acercado a él para hablarle siquiera, exceptuando vuestro sobrino, aquí presente, y un servidor.
—Cuatro rufianes, capitaneados por Berks, salieron de Londres unas cuantas horas antes que nosotros. Me lo ha dicho Warr.
—Lo que Bill Warr dice, es verdad siempre, y lo que hace Joe Berks, siempre es malo. ¿Quiénes son los otros?
—Red Ike, Jussuf el Boxeador y Cris McCarthy.
—¡Bonito trío! Bien, señor: el muchacho está en salvo; pero creo que sería conveniente que alguno de nosotros permaneciera constantemente con él en su cuarto. Por mi parte, mientras esté a mi cuidado no andaré lejos de él.
—¡Es lástima despertarle!
—No sé si podrá dormir mucho con el jaleo que hay en esta casa. Vamos por aquí, señor; al final del corredor.
Atravesando algunos pasillos bajos de aquella antiquísima posada, llegamos a espaldas de la casa.
—Este es mi cuarto, señor —dijo Belcher indicándonos una puerta a la derecha—; este otro de la izquierda es el suyo. Aquí está sir Carlos Tregellis que viene a veros, Jim —añadió abriéndolo de par en par, y después exclamó—: ¡Dios mío! ¿Qué significa esto?
Una lámpara de metal amarillo colocada sobre la mesa, iluminaba profusamente el pequeño dormitorio. Las ropas del lecho estaban en orden perfecto: sólo una huella sobre la colcha indicaba que alguien había descansado vestido. La ventana estaba entreabierta, y una gorra de algodón que había quedado sobre la mesa era el único rastro de que allí había estado un hombre. Mi tío miró en torno suyo y movió la cabeza.
—Al parecer, hemos llegado tarde —dijo.
—¿Qué significa esa gorra? ¿Dónde habrá ido con la cabeza descubierta? —murmuró Belcher—. Hace una hora que vino para acostarse. ¡Jim! ¡Jim! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
—Indudablemente, ha salido por la ventana —dijo mi tío—. ¡Esos rufianes han debido de obligarle a salir con algún pretexto endiablado! ¡Trae la lámpara, sobrino! ¡Ah! ¡Aquí está lo que yo pensé! ¡Mirad la huella de sus pies en ese arriate que hay al pie de la ventana!
El hostelero y uno o dos de los corintios que bebían en el comedor, nos habían seguido hasta el cuarto de Jim. Alguno de ellos abrió la puerta que daba al jardincillo de las cocinas, y allí nos encontramos inspeccionando la tierra pisoteada que habíamos visto antes desde la ventana.
—Esta es la huella de sus pies; no hay duda —dijo Belcher—. Esta tarde llevaba las botas gruesas, y aquí tenéis la marca de los clavos. Pero ¿qué es esto? ¡Aquí ha habido otra persona!
—¡Una mujer! —exclamó yo.
—¡Por Dios, que tienes razón, sobrino! —exclamó mi tío.
Belcher lanzó un juramento.
—No ha dicho una sola palabra a ninguna muchacha del pueblo —exclamó—: he tenido un cuidado especial con eso. ¡Y pensar que precisamente en este momento hayan venido hasta aquí!
—Es una cosa tan clara como sencilla, Tregellis —dijo el honorable Berkeley Craven, que era uno de los que habían ido hasta allí desde el comedor. Quien quiera que sea, ha llegado y ha llamado a la ventana. Ya veis, las huellas pequeñas vienen hacia la ventana; las mayores se alejan. Ella vino a llamarle, y él la siguió.
—Así es, en efecto —dijo mi tío—. ¡No hay que perder un instante! Es preciso dividirnos y buscar en diversas direcciones hasta que logremos saber dónde pueden haber ido.
—Para salir del jardín, no hay más camino que éste —dijo el mesonero siguiendo un sendero que terminaba en la puerta—. Da a una callejuela sin salida, en la cual tengo las cuadras, que sale a un atajo de la carretera.
El amarillo reflejo de una linterna proyectó un círculo de luz en la obscuridad, y un mozo salió de la cuadra con aspecto perezoso.
—¿Quién está ahí? —preguntó el hostelero.
—Soy yo, mi amo; Bill Shields.
—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí, Bill?
—Desde hace cosa de una hora estoy saliendo y entrando en las cuadras. Ya no hay más sitio, y es imposible acomodar un sólo caballo más. Casi, casi no me atrevo a darles de comer, porque si engordan...
—Escucha, Bill, y ten mucho cuidado con lo que dices, porque un error puede costarte el empleo. ¿Has visto pasar a alguien por este callejón?
—Hace un rato vi a un hombre cubierto con una zamarra de piel de conejo. Haraganeaba por ahí, y le pregunté qué buscaba, porque no me hizo mucha gracia su aspecto ni la manera como miraba a las ventanas. Arrojé sobre él la luz del farol; pero se tapó la cara, y sólo puedo jurar que tenía el pelo rojo.
Miré a mi tío, y no pude menos de observar que estaba muy preocupado.
—¿Y qué fue de él?
—Se marchó, y no he vuelto a verle.
—¿Y no has visto a nadie más? ¿No has visto, por ejemplo, a un hombre y a una mujer que iban juntos?
—No, señor.
—¿No has oído nada extraordinario?
—¡Calla! ¡Ahora que me preguntáis, recuerdo que oí algo; pero en una noche como ésta, en que vienen de Londres tantos guapos...
—¿Qué era ello? —exclamó mi tío impaciente.
—Fue una especio de grito, señor; allá abajo, como de alguien que se viera en un apuro. Yo creí que serían dos petimetres peleando y no me preocupé de ello.
—¿De dónde venía el grito?
—Del atajo, señor.
—¿Muy lejos?
—No; a cosa de doscientas varas.
—¿Fue un solo grito?

 

—Más que grito, fue un alarido, señor; después sentí el ruido de un coche que se alejaba muy deprisa. Recuerdo que se me hizo raro que alguien se marchara de Crawley en una noche como ésta.
Mi tío cogió la linterna de manos del mozo, y echó a andar seguido de todos nosotros.
El camino cortaba el callejón en ángulos rectos, y mi tío se internó en él; pero sus pesquisas no fueron largas, porque el resplandor de la linterna dejó ver algo que hizo brotar un gemido de mis labios y una maldición de los de Jem Belcher.
En la blanca superficie de la empolvada senda había un reguero de sangre, y cerca de aquella terrible mancha, una cachiporra pequeña, semejante a la que Warr había indicado por la mañana cuando habló con mi tío.